domingo, 28 de diciembre de 2008

Mil y una puñaladas al lenguaje (y otras no contadas)

Con un retraso notable, me deleito, aunque a ratos me aburro, con 1001 puñaladas a la lengua de Cervantes, de Federico Arana (Grijalbo-ACTUALIDAD, 2006), que Víctor Roura tuvo a bien reseñar hace casi un par de años en El Financiero, pero con el que nunca me había topado, lo que habla de lo mal que están las librerías de la ciudad de México, porque este libro debería de estar de manera perenne en las mesas de novedades o cuando menos bien exhibido: debía ser obligatorio en cualquier lugar donde se use el español como herramienta principal: en casi todos lados, pues.
Arana (mejor conocido como El Hombre Arana) es un enojón, o cascarrabias, que se enfurece cada vez que alguien hace mal uso del idioma; pero resulta que cada vez tiene más razón para su molestia, porque han proliferado los agravios; claro que él tiene la culpa por ver tanta televisión, por escuchar tantos noticieros (o noticiarios) radiofónicos, y tantos programas deportivos (mejor dicho, futboleros), que es donde abundan quienes maltratan el español.
Es claro que molestan los locutores (sería un error llamarlos periodistas) que a bordo (nótese que escribo “a bordo”, no “abordo” como en la mayoría de los periódicos) de un helicóptero para informar del tránsito, dicen “estamos sobre lo que es…”; más molesta que tanta gente se haya contagiado y usen la formulita en cada parrafada, lo que habla no tanto del poder de los medios masivos de información, sino de la escasez de lecturas, porque quien lee se inmuniza contra muletillas y horrores gramaticales (¿os cae?, diría el mismo Hombre Arana).
Podríamos reclamarle a Servidor (como se autonombra Arana) que exagera, que en muchas páginas parece asambleísta del DF en su afán de cuidar a quienes (nótese el uso de “quienes” en vez de “a los que”) no quieren cuidarse, y andan poniendo letreros de NO FUMAR en todos lados. O peor, a ratos se asemeja a Javier Alatorre, quien ante el triunfo de la mal llamada Ley Antitabaco se atrevió a amenazar que a ver cuándo se comenzaría a perseguir a quienes fuman dentro de sus propios hogares.
Porque Arana se molesta hasta con el lenguaje coloquial, y no es lo mismo, por ejemplificar, Carlos Loret de Mola con sus tergiversaciones, pleonasmos, redundancias (“rebuznancias”, se les dice en las salas de redacción de algunos periódicos) y las palabras que siempre le sobran, además de su mala sintaxis y pésimo uso (o maluso) de la concordancia, que el lenguaje sabroso, dicharachero, de Guillermo Ochoa; no es lo mismo el habla cursi, falsamente elegante de Jacobo Zabludovsky que la legítima habla popular de (¡Ay, Dios!, ayúdenme a encontrar un buen ejemplo; ¡ah, ya sé!:) Garibay, Leñero, a ratos Monsiváis; no son lo mismo algunas letras de canciones, sobre todo las baladas (la que cita a cada rato el mismo Arana –en Guaraches de ante azul y en el que comento—“…todo el mundo en la prisión corrieron a bailar el rock”, o “fue de ti, fue de mí la gloria de este gran amor” –fueron tuyas y mías las glorias… sería lo correcto, pero no sé si lo adecuado, porque ya no cuadrarían con la música) que las letras de Jaime López, llenas de colorido y lenguaje popular, aunque también de neologismos que en otro contexto provocarían la muina de Arana, quien por cierto no cita “La novia de mi mejor amigo”: “yo no puedo evitarlo…” por “no puedo evitarlo”: en español sale sobrando el pronombre personal cuando la frase está bien construida; no dice que le moleste una canción que medio entonaba César Costa: “su rubia belleza era madrigal”; le molestan algunas piezas clásicas de Alberto Domínguez y una de Lara, “Oración Caribe”, pero no reconoce que en una de sus mejores versiones, de Toña la Negra (Antonia la Afroamericana, dirían quienes se cuidan de ser políticamente correctos), cuando en vez de “una poco de luz en nuestra aurora” pronuncia “un poquito de luz”; no le molesta, y cita mal, una canción de Rubén Fuentes –aunque sí otras—, que al menos en la versión de Pedro Infante dice “Pasastes a mi lado”, y que ni modo, sin la ese (no la de Supermán) el verso queda cojo; sólo se fija en “voltearon hacia mí”, que sí, está muy mal aunque su uso esté muy generalizado, como lo muestra el ejemplo de los locutores que traducen “Turn around, look at me” como “Voltea y mírame”, que tiene una connotación sexual. Pero el puritanismo de Arana, de censurar todo lo coloquial, excluiría de las recitaciones “La Chacha Micaela” y “Por qué me quité del vicio”, que no por malas dejan de ser indispensables en nuestra cultura popular.
Claro que el propósito del crítico es criticar, no elogiar, para eso están los jilgueros, pero podía poner como ejemplo de lo que sí se debe hacer a Tata Nacho, o Alfonso Esparza Oteo, a quienes les rezumba el mango para escribir con elegancia y decoro; lo correcto es lo de menos, si hay poesía; por no hablar de Álvaro Carrillo, quien con discreción y belleza presume de lo bien que coge: “tu rostro divino no sabe guardar secretos de amor; ya me ha dicho que estoy en la gloria de tu intimidad”. ¡Arroz!, decimos para hacer enojar al Hombre Arana, quien es insistente en señalar muchos vicios verbales o, peor, escritos, pero apenas menciona algunos de los más letales y que abundan en los periódicos, como desapercibido por inadvertido; es más, no toca uno de los más graves: rechazar por negar, desmentir, o uno igual de espantoso: desmarcar por deslindarse.
Lo que es más: Arana al corregir comete otro error: “el pasado 21 de marzo”, cuando es suficiente con decir “el 21 de marzo”. En Opus, la estación radiofónica que transmite música sinfónica, suelen decir “nació un 5 de marzo de 1866” (por decir), como si 1866 hubiera tenido varios (al menos dos) 5 de marzo.
Me imagino el berrinche que hubiera sufrido (“pegado”, decimos de manera incorrecta) si hubiera escuchado a los locutores que entrevistaron a la entonces modosita y modesta Ana Gabriela Guevara, quien declaró que no le molestaban las derrotas, que de ellas aprendía (¿os cae?), y los locutores alabaron “su positivismo”. Tampoco cita a la ilustre (qué manía de poner adjetivos la de Arana) Rebeca de Alba al hablar del “raciocinio del agua” (información de Humberto Mussachio), o peor, cuando Niurka denunció que su anterior (uno de los anteriores) novio tomaba “asteroides” (¿sería que la ponía en órbita?).
Cuenta Servidor sus tropezones con ciertos correctores de estilo que le enmendaron la plana (y eso que son amplios de criterio, aunque hay algunos pudibundos e ignorantes que no saben qué hacer cuando en, por ejemplo, Robinson Crusoe, se topan con que a algún alebrestado lo cuelgan de la verga; cuando menos piensan: “pobrecito”), pero es benévolo con él mismo cuando escribe, como Chespirito, gasolinerías en vez de gasolineras, cuando acentúa cuando menos tres aún que no son adverbios de tiempo; cuando usa mal “quizá”; cuando menciona a dos actores de El mil amores, Mantequeilla y Luz María Aguilar, que no actúan (o aparecen) en esa cinta, ni con el desorden de los títulos, que veces las pone en rectas y sin comillas, veces las entrecomilla, y en un par de ocasiones las pone en cursivas o con tipo menor (o letra chiquita), con lo que aumentan el azoro y el desconcierto del lector.
Con todo y (en lugar de “a pesar de”) sus defectos, sus errores y erratas, 1001 puñaladas a la lengua de Cervantes es un libro disfrutable (por delicioso), si el lector no se engolosina, si se lee sin premura y un capítulo por semana, para no empalagarse; si en vez de asumir las críticas se suma a Arana y pone atención en las burradas de locutores y de redactores, sin temerle a las grandes firmas que también cometen errores; pero sin menospreciar lo coloquial, lo popular, lo que enriquece en vez de encasillar (como las erratas fecundas de Alfonso Reyes y sus correctores anónimos). Este libro debe estar en las salas de redacción de los diarios serios que pretendan publicar los textos de una manera decorosa, pero que asuman la tarea también con sentido del humor. Y en los hogares su lugar no está junto a los otros libros de Arana, algunos muy sabrosos (por disfrutables), otros llenos de curiosidades (aunque hay que reclamarle que en la segunda edición de Guaraches de ante azul haya suprimido una muy perversa fotografía de la orquesta femenina que acompañaba a los Hermanos Castro), y ponerlo en los plúteos donde están los diccionarios.
Sólo un añadido: Arana no menciona unos vicios que no sólo son las incorrecciones, sino la falta de cuidado; las sinalefas funcionan en algunos poemas, pero hay que fijarse que no cambien el sentido, como la que ilustra la presente, aunque a lo mejor sólo quisieron insinuar, no afirmar, las cualidades del futbolista al que aluden y cuya fotografía es más que elocuente.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Wharton antes de Wharton

Es popular debido al éxito de la cinta de Martin Scorcese basada en su novela La edad de la inocencia, con Michelle Pfeiffer y Wynnona Ryder, pero su rescate empezó a finales de los setenta con la publicación, por parte de la entonces benemérita Alianza Editorial, de sus Relatos de fantasmas, una colección de cuentos de muy diversas épocas con el tema de los seres que rondan, en espíritu, el mundo de los vivos.
Edith Wharton, quien vivió la muy traumática transición del siglo XIX al XX y se dedicó a escandalizar a las buenas conciencias, es ahora una de las autoras más prestigiadas, precisamente porque sus novelas presentan un desafío a la sociedad convencional (incluso ahora).
Las muy fragmentadas biografías resaltan que su vida misma fue un desafío al vivir relaciones bisexuales que molestaban a la mojigatería de su tiempo, desde sus primeros relatos cortos, y a partir de su tercera novela, La casa de la alegría, que fue decisiva para su consagración y que también motivo el acercamiento y protección de Henry James, uno de los mayores novelistas del siglo XX, célebre por su Otra vuelta de tuerca, pero con demasiados libros excelentes.
No abundan los libros de Wharton en español; ya no circulan los Relatos de fantasmas, hay dos o tres ediciones de La edad de la inocencia, pero no la de Tusquets, que es la más recomendable, ni Un hijo en el frente, que pese a ser ficción es un estremecedor testimonio de lo que significa la guerra en el plano individual o familiar, la angustia diaria de saber a la gente cercana en peligro de muerte.
Acaba en cambio de aparecer, en la española Impedimenta, Santuario (2007, con una reimpresión en apenas tres meses), la segunda novela de Wharton y que la muestra indecisa entre el desafío moral y la traición a la ética y a la rectitud.
Escrita (o publicada) a los 41 años de una edad muy avanzada para la época, Santuario hace recordar más las novelas de los siglos XVIII y XIX que las historiad de James, de quien Wharton es heredera o espíritu afín, según el muy oneroso prólogo de Marta Sanz; coincide con algunos relatos de James en que la protagonista tiene una conciencia que la hace pensar en abandonar una situación cómoda, cuando descubre que su prometido (qué concepto tan lejano ése, de apenas hace un siglo) miente, y no por ocultar una infidelidad, un pasado oscuro, una debilidad, o alguna cuestión religiosa o de pensamiento político, sino en un asunto más grave: por quedarse con el dinero que le correspondería a su cuñada y a su sobrino, lo que lleva como consecuencia la muerte de ambos, en algo que provoca sospechas de asesinato o cuando menos de indiferencia criminal.
Ante la certidumbre de la mentira, la protagonista, quien ha decidido romper la promesa matrimonial, recibe todas las presiones y chantajes, es acusada de fría, de no amar; y cede, aunque cada vez está más convencida de tener la razón.
El lector actual no tiene ningún derecho a juzgar a la protagonista como si fuera 2008 y no 1902, cuando el destino de la mujer era el matrimonio como fin, y además la sumisión, pero uno piensa que si tanto resquemor le causa saber que parte de la fortuna del marido es cuando menos ilícita, y si tanto carácter y fuerza de voluntad le otorga Wharton, entonces por qué cede.
Lo más grave no es ceder ante la presión del prometido, de la suegra, de los padres; lo peor es que pocos años después verá cómo se repite la situación, pero ahora con el hijo (felizmente el esposo muere a los muy pocos años de su fechoría, y luego de comprobarse que en efecto su comportamiento fue criminal), que traiciona a su mentor y mejor amigo para ganar un concurso de arquitectura; traiciona a la mujer que lo ama, y traiciona a la madre.
Esta novela, que tiene el mismo título que una de las principales obras de William Faulkner, plantea un dilema moral: qué debe hacerse cuando se descubre que alguien cercano comete traición, o se aprovecha de una situación para tomar ventaja en algo que signifique una situación determinante en la vida.
La protagonista ni siquiera tiene el pretexto del amor, porque cuando descubre que el prometido es un gandalla deja de sentir ningún tipo de pasión, le pierde el respeto y lo desprecia. ¿Por qué entonces lo acepta, por qué no lo denuncia, cuando menos ante la suegra chantajista, ante el padre dubitativo? Y si el prometido actúa así, ¿no previó que el hijo iba a heredar la gandallez, no pudo educarlo —sola, por la muerte prematura del marido— de tal manera que no se aprovechara de alguna situación hipotética antes de que se convirtiera en algo real más que en una posibilidad?
En las novelas del siglo XIX, antes de Madame Bovary, las mujeres le estorbaban a los novelistas, que cuando no sabían qué hacer con ellas, hacían que se desmayaran, con lo que no tenían que tomar decisiones importantes ni mucho menos determinantes; cuando regresaban de su desmayo ya se había solucionado todo.
Después las protagonistas de las grandes novelas (Stendhal, Flaubert, Zolá, Tolstoy, Dostoievsky) son víctimas de las circunstancias, pero no de su debilidad. Por eso asombra que una mujer como Wharton haya escrito una novela nada convencional, en la que los hombres, cuando menos los dos principales, sean débiles, truhanes, mentirosos, traidores, que tan fácilmente se autoconvenzan de que no actúan mal y que más bien era de justicia la muerte de sus contrincantes; que la protagonista, y las otras mujeres que aparecen, tengan tanta fuerza, negativa o positiva, pero que de cualquier manera se permite que triunfe el mal.
Wharton no es, pese a todo, imparcial; en todo momento hace ver que la protagonista tiene razón cuando piensa mal, trasmite los sentimientos de dubitación, de incertidumbre, su juicio condenatorio; no se introduce en la mente de los protagonistas masculinos, pero sí en los de las mujeres, y deja ver una batalla entre la ética y el amor, o cuando menos la duda entre la sinceridad de los hombres ante el mal, y que son tan débiles que terminan confesando su crimen. ¿Por qué triunfa el mal por sobre la evidente virtud?
Santuario pudo ser más compleja, pudo ser precursora de una literatura feminista —en el buen sentido de la palabra— y no bosquejo de las bajas pasiones humanas con un tratamiento maniqueo; pudo ser una muy buena novela, no una curiosidad literaria, una obra menor de una gran escritora.
Pa’ molarla de acabar, la traducción de Pilar Adón carece de la audacia de la prosa de Wharton, contiene los solecismos acostumbrados en la industria editorial española que vive una fiebre por traducir tan apresurada que entrega malos resultados; Wharton siempre se distinguió por su sutileza, por su ironía y agudeza, elementos que no se transparentan en la traducción, ni se dejan ver en el prólogo de Sanz, demasiado explicativo y laudatorio; que intenta, sin lograrlo, equiparar Santuario con La edad de la inocencia, y sobre todo con los relatos de fantasmas que fueron los que la hicieron grande (antecedentes de la intención de Fuentes en Aura, Una familia lejana, "Chac Mool", Cambio de piel) y que ya había comenzado a publicar cuando emprendió esta novela, que le quedó muy corta tomando en cuenta sus intenciones y su talento.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Un éxito fácil de Eduardo Mendoza

En 1975 apareció la primera novela, excelente, de Eduardo Mendoza, La verdad sobre el caso Savolta, en que narraba con un estilo claro la sordidez de la justicia, de la política, en aquellos años de la España que no acababa de salir del franquismo. Aunque la acción sucede a principios del siglo XX, la trama reflejaba el ambiente de Barcelona en los años setenta; en la novela se dejaba ver un humor inteligente, que aunque no era el elemento principal de esa obra, ayudaba a que se leyera con placer, pese a la seriedad de lo que planteaba Mendoza.
Dos novelas posteriores, El misterio de la cripta embrujada (1979) y El laberinto de las aceitunas (1982) mostraron a un Mendoza diferente: no el observador de la vida política, sino el regocijante creador de un detective que acababa de salir de un manicomio, que viste de manera estrafalaria, que recurre a métodos imposibles e inverosímiles, pero que soluciona las intrigas en que se ve envuelto. El personaje, del que no se dice su nombre y que con todo desparpajo narra en primera persona las situaciones que vive, sin tener conciencia de su vestimenta ni de su actuación ridículas, es de cualquier manera un crítico eficaz del mundo contemporáneo, de la política española, de la cambiante situación sociopolítica que no logra asimilar las transformaciones culturales y las adapta al ámbito local.
No importa lo que se cuente, ni que lo grotesco sea el método de denuncia; son novelas muy divertidas, delirantes, excelentemente escritas pese a lo estrafalario de las anécdotas y del ambiente en que se desenvuelven los personajes; hasta se corre el peligro de que estas novelas sean vistas por el lado cómico y se pierdan de vista los otros aspectos que sí aborda, sobre todo el literario.
Después ha escrito otras novelas, como La isla inaudita, La ciudad de los prodigios, El año del diluvio y Una comedia ligera; todas publicadas por Seix-Barral, lo que quiere decir que no llegan a México por la creencia de editores y distribuidores de que en México no existe suficientes lectores como para que traiga acá toda su producción; por lo tanto, hay que esperar que en las ferias de libros uno encuentre algún título ya no tanto de Mendoza: no han llegado los nuevos libros de Juan Marsé, y debimos esperar a que Rosa Montero se hiciera popular para poder leer sus libros (y por cierto, en Alfaguara, no en Seix-Barral).
Hace un par de años, con dos o tres de retraso, me topé (en una feria) con La aventura del tocador de señoras, tercera de la serie del detective imposible, con una trama disparatada, con escenarios más inverosímiles, y con una estructura complicadísima en la que caben todos los equívocos para solucionar una intriga policial que cualquier autor del género despacharía sin tanta alharaca, pero sin la gracia ni la inteligencia de Mendoza. Tanto en búsqueda lingüística como en estructura, La aventura del tocador de señoras es una novela tan compleja como La verdad sobre el caso Savolta, y más divertida que El misterio de la cripta embrujada y que El laberinto de las aceitunas, y eso que son bastante divertidas.
Ahora llega a la mesa de novedades de las librerías un libro que no tiene nada de nuevo, Sin noticias de Gurb, que va en su trigésima segunda edición desde 1991, es decir, casi dos reimpresiones por año, todo una hazaña editorial, sobre todo tratándose de una novela muy inferior a las mencionadas, y a otras de las que nos informa la cuarta de forros, que han recibido premios españoles e internacionales.
En un prólogo del mismo Mendoza (mala señal, que el propio autor deba advertir a los lectores de qué se trata un libro, sobre todo de ficción), se dice que se trata de una obra simple, fácil de leer, hecho sin ganas y publicado sólo por el éxito periodístico, y en un género que el autor ignora y que rehúye incluso como lector.
La brevedad del libro, lo que según Mendoza contribuye a su popularidad, habla no de una cualidad sino de una necesidad editorial: si hubiera sido más extenso la mayoría de los lectores lo terminaría por arrojar, cansado de lo absurdo, de lo improbable, de lo grotesco de la trama.
No es que en las novelas “policiales” no haya estos elementos, pero obedecen a una lógica impuesta por el propio Mendoza, con reglas estrictas que por más disparatadas que sean las tramas, nunca rompe, aunque sorprendan al lector. En Sin noticias de Grub no sólo no hay lógica, sino que todas las acciones son resueltas o explicadas sin rigor, son ocurrencias que el lector y los protagonistas deben aceptar sin objeción alguna. Mendoza rompe sus propias reglas, se olvida de algunas soluciones anteriores, y provoca todo un caos imposible de seguir en una trama de por sí absurda: el viaje de dos extraterrestres con una misión que no se revela sino hasta el último capítulo, y que es aprehender el modo de vida en la Tierra, particularmente en Barcelona como ombligo del mundo (escrita cuando la ciudad estaba por ser la sede de unos juegos olímpicos que hacen creer a sus habitantes que por un mes son el centro de atención de todos los terrícolas) y como la ciudad específica para la experimentación de todo: música, modas, atrevimientos de cualquier naturaleza; el narrador, que como terrícola sería torpe y ridículo, como extraterrestre es divertido, hasta cierto punto, porque sus excesos terminan por agotar y por rendir al lector.
Eduardo Mendoza asegura que el éxito del libro es que es muy fácil; más bien el libro tiene éxito porque no exige del lector sino que se deje llevar, que no participe, que mantenga su capacidad de asombro y elimine la de crítica; así, es explicable que lleve hasta hace cinco meses 32 ediciones, aunque no se dice de cuántos ejemplares cada una; al pedir credibilidad absoluta, el narrador puede comer diez kilos de churros (¿será tan inocente que no sea una alusión a las drogas?), cambiar de apariencia sin que los vecinos o conocidos se percaten, carecer de músculos o poseer la capacidad de quitárselos y ponérselos, y pese a todo estar sujeto a las leyes de gravedad con la misma intensidad que los terrícolas aunque su densidad sea diferente. Sobre todo, que manejen el lenguaje con toda facilidad, hacerse comprender y entender a los otros incluso con cuestiones tan complejas como el tipo de cambio o las extrañas reglas del balompié (el español, por supuesto; pocos libros tan chovinistas como éste).
Si se exceptúan unos cuantos buenos chistes, que de inmediato pierden su eficacia por el ritmo vertiginoso con que se impone la narración (que es la de un periódico, sirva de disculpa para un creador tan meticuloso como Mendoza, y tan fino que fue el adecuado traductor de Howard’s End, la espléndida novela de E. M. Forster), Sin noticias de Gurb no es más que una sucesión de cuadros o skeetchs sin más ilación que unos cuantos nombres comunes en los capítulos, y en los que no hay sensualidad, erotismo ni sensibilidad.
Lo más extravagante es que los extraterrestres emplean un lenguaje correcto: por ejemplo, no dicen que los personajes se sientan en la mesa (como uno que otro académico mexicano), sino a la mesa; no asestan a los lectores los muchos solecismos que llegan hasta los diarios mejor escritos, y en cambio pronuncian “simultanear”, un verbo transitivo tan espantoso que prácticamente nadie utiliza, más que uno que otro escritor pedante (y no en el sentido de presumido, presuntuoso, sino en el de educando).
Es una lástima que un escritor tan puntilloso, tan experimental, haya conseguido la popularidad con un libro francamente malo, y sobre todo, que no permite que el lector participe en él. Ojalá que el muy probable éxito (aunque con tanto retraso) nos permita conocer los libros de Eduardo Mendoza que no han llegado a las librerías mexicanas.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Cabrera Infante, otro inocente pornógrafo

Acaba de aparecer una novela de Guillermo Cabrera Infante; esto es una gran noticia, porque en realidad se trata de su primera novela; aunque Tres tristes tigres fue galardonada con el premio Biblioteca Breve Seix-Barral (dentro de una racha que comprendió País portátil, de Adriano González León, La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé; Cambio de piel, de Carlos Fuentes; Los albañiles, de Vicente Leñero), en realidad no se trata de una novela, sino de una literatura desencadenada, con ciertos enlaces argumentales, que daban un retrato de La Habana nocturna; eso no la descalificaría como “novela” si se le compara con La región más transparente, donde se traza un mural de la ciudad de México a través de diversas estampas que no necesariamente seguían un argumento, y de varias anécdotas que dibujaban el ascenso y la caída de un hombre, de un grupo socioeconómico, o de los arribistas de las clases altas, más una masa informe que servía como un coro griego pero que no sólo atestiguaba, sino que castigaba.
Entre ambos libros hay muchas semejanzas, sobre todo la vitalidad, el vigor y la originalidad (aunque no hay que olvidar que ambas tienen antecedentes de gran prestigio). Pero formalmente, ambas se apartan del esquema tradicional de la novela: en el caso de Cabrera Infante hay que añadir que su otro libro considerado novela, La Habana para un infante difunto, lo es en el sentido en que lo han sido varias novelas no consideradas novelas, como Gambito de caballo, Agua quemada, Todas las familias felices: cuentos que parecen ser independientes pero que juntos conforman una sola trama con diversos personajes incluso distantes y separados entre sí.
Por eso la aparición de La ninfa inconstante (Galaxia Gutemberg, 2008) merece el asombro generalizado, porque se trata de una novela en el sentido tradicional, aunque no dejan de aparecer las constantes de GCI: historias paralelas que enriquecen la trama, pero que no tienen que ver con la anécdota central y que muchas veces quedan truncas.
Cabrera Infante narra la relación entre un personaje que se parece muchísimo a él mismo; lo de menos es que lo sea, sino su intención de que el lector así lo crea; poco importan los detalles: colaborador de Carteles, la revista donde GCI ejerció como crítico de cine con tanta buena fortuna que dejó una escuela de discípulos que no siempre reconocen al maestro, que alguna vez lo superaron, y que en demasiadas ocasiones lo copiaron (con buena fortuna, si por eso son inteligentes, al menos uno de ellos). Poco importan los rasgos del protagonista: chaparro, moreno, gesto arisco pero con las bromas a flor de la pluma, aunque la mayoría de las veces son agresiones contra sus interlocutores, incluidos los lectores; el color de la piel, el rostro achinado (o mexicanizado o semejante al hindú, como él mismo alardeaba –véase la entrevista con Rita Guibert en Siete voces), el gesto arisco. Lo que realmente importan son sus obsesiones: las ninfetas (aunque no se atreve, como su maestro Dodsgson, a usar menores de edad: él salva a su personaje –y a sí mismo— poniéndole una que se le entrega el día que oficialmente ya no es menor: cumple 16 años); las obsesivas citas literarias, cinematográficas y musicales, sobre todo porque sus personajes cantaban boleros; la estructura que rehúsa la linealidad, aunque en esta ocasión cuando menos permite la ilación que tanto evitó en sus libros narrativos anteriores y que tanto le reprochó a García Márquez (entre otras cosas).
También aparecen con frecuencia los que aparentemente son juegos de palabras, pero de manera tan reiterativa que no lo son, sino juegos fonéticos, algunas veces graciosos pero la mayoría sin sentido, más bien como vicio; y asoma, dentro de un relato que parece divertido pero que es muy amargo, un sentido del humor regocijante, no agresivo, ese sentido del humor que es el que predomina en Un oficio del siglo XX, por cierto autocitado más para complacencia de los lectores, como una clave fácil, que como autohomenaje.
Como su amigo Mario Vargas Llosa, quien también emplea a una ninfeta en uno de sus libros más recientes, Las travesuras de la niña mala (tan mala como el título), resulta un moralista escandalizado que castiga a su protagonista femenina (quien también es una cita) y salva al narrador (como en "La plus que lente"); a él le concede ser, en el futuro (narrativo), nada menos que Guillermo Cabrera Infante, mientras que ella se pierde en el anonimato y la mediocridad.
Pero si lo que menos importa de una obra es su moralidad, sino su factura, hay que señalar también que, hasta el momento éste es el libro más accesible de Cabrera Infante, el que ofrece menos tropiezos formales, menos dificultades estructurales o lingüísticas, menos enredos narrativos; si no fuera una anécdota harto triste, podría decirse que es un libro feliz, y que permite sonrisas y dos o tres carcajadas.
La anécdota es muy simple: un hombre maduro, culto, especializado en una materia en la que todos se creen expertos, se entusiasma por una casi adolescente (en México lo sería, y por mucho, porque sucede en los años cincuenta, cuando la mayoría de edad aquí se cumplía hasta los 21 años), con la que vive una historia de amor aunque después se advierte que es de perversión, deseo sexual y desilusión. Pero con ello mantiene interesantes cerca de 300 páginas, y que queda tan inconclusa como todas las historias de Cabrera Infante, y las de la vida real.
Sin embargo, llama la atención un detalle: el desaforado chovinismo de GCI: omite nombrar al autor de “Perfidia”, el insigne bolero de Alberto Domínguez, aunque da la referencia de que es la pieza que bailan Bogart y Bergman en Casablanca (detalle que también omitió Emilio García Riera en su México visto por el cine extranjero); aunque menciona la canción varias veces, no habla de Domínguez, así como tampoco de ningún compositor que no sea cubano. Y llama la atención porque en varias ocasiones GCI reclamó para Cuba la paternidad de “Juárez no debió de morir”; su alegato consistía en que se cambiaba el acento: “Juaréz no debió de morir”, y afirmaba que la letra original, cubana, decía, se refería a “Inés”, y que así sí se acentuaba bien: “Inés no debió de morir, ay de morir”; pero no refería que era correcta la acentuación en un verso posterior: “porque si Juárez no hubiera muerto”, y en cambio “porque si Inés (Íi-nes) no hubiera muerto” no sólo la acentuación es incorrecta, sino que el verso queda cojo.
Tambié se equivoca al citar “La barca”, de Roberto Cantoral (al que tampoco nombra): “Voy a navegar por otros mares de locura”, que jamás dice, sino “tu barca tiene que partir a cruzar otros mares de locura”.
El libro lo salva la perversión de Cabrera Infante, aunque estuvo a punto de echarlo a perder su tentación de ser explícito. Por fortuna, un pudor inusitado le dio la perversión que necesitaba. Pero si la novela se salva, no lo hace el protagonista, que hace que la muchacha huya despavorida ante tanta erudición a ratos trivial que lo hace aburrido, como le reclama ella en algún momento.
Y hay que destacar que en algún momento pronuncia una errata: "hubieron", que de inmediato corrige; sin embargo, varias veces dice que se sentaron en la mesa, y otras a la mesa, sin corrección pertinente. No importa, es una incorrección que comparte con varias glorias de las letras mexicanas.