domingo, 14 de diciembre de 2008

Un éxito fácil de Eduardo Mendoza

En 1975 apareció la primera novela, excelente, de Eduardo Mendoza, La verdad sobre el caso Savolta, en que narraba con un estilo claro la sordidez de la justicia, de la política, en aquellos años de la España que no acababa de salir del franquismo. Aunque la acción sucede a principios del siglo XX, la trama reflejaba el ambiente de Barcelona en los años setenta; en la novela se dejaba ver un humor inteligente, que aunque no era el elemento principal de esa obra, ayudaba a que se leyera con placer, pese a la seriedad de lo que planteaba Mendoza.
Dos novelas posteriores, El misterio de la cripta embrujada (1979) y El laberinto de las aceitunas (1982) mostraron a un Mendoza diferente: no el observador de la vida política, sino el regocijante creador de un detective que acababa de salir de un manicomio, que viste de manera estrafalaria, que recurre a métodos imposibles e inverosímiles, pero que soluciona las intrigas en que se ve envuelto. El personaje, del que no se dice su nombre y que con todo desparpajo narra en primera persona las situaciones que vive, sin tener conciencia de su vestimenta ni de su actuación ridículas, es de cualquier manera un crítico eficaz del mundo contemporáneo, de la política española, de la cambiante situación sociopolítica que no logra asimilar las transformaciones culturales y las adapta al ámbito local.
No importa lo que se cuente, ni que lo grotesco sea el método de denuncia; son novelas muy divertidas, delirantes, excelentemente escritas pese a lo estrafalario de las anécdotas y del ambiente en que se desenvuelven los personajes; hasta se corre el peligro de que estas novelas sean vistas por el lado cómico y se pierdan de vista los otros aspectos que sí aborda, sobre todo el literario.
Después ha escrito otras novelas, como La isla inaudita, La ciudad de los prodigios, El año del diluvio y Una comedia ligera; todas publicadas por Seix-Barral, lo que quiere decir que no llegan a México por la creencia de editores y distribuidores de que en México no existe suficientes lectores como para que traiga acá toda su producción; por lo tanto, hay que esperar que en las ferias de libros uno encuentre algún título ya no tanto de Mendoza: no han llegado los nuevos libros de Juan Marsé, y debimos esperar a que Rosa Montero se hiciera popular para poder leer sus libros (y por cierto, en Alfaguara, no en Seix-Barral).
Hace un par de años, con dos o tres de retraso, me topé (en una feria) con La aventura del tocador de señoras, tercera de la serie del detective imposible, con una trama disparatada, con escenarios más inverosímiles, y con una estructura complicadísima en la que caben todos los equívocos para solucionar una intriga policial que cualquier autor del género despacharía sin tanta alharaca, pero sin la gracia ni la inteligencia de Mendoza. Tanto en búsqueda lingüística como en estructura, La aventura del tocador de señoras es una novela tan compleja como La verdad sobre el caso Savolta, y más divertida que El misterio de la cripta embrujada y que El laberinto de las aceitunas, y eso que son bastante divertidas.
Ahora llega a la mesa de novedades de las librerías un libro que no tiene nada de nuevo, Sin noticias de Gurb, que va en su trigésima segunda edición desde 1991, es decir, casi dos reimpresiones por año, todo una hazaña editorial, sobre todo tratándose de una novela muy inferior a las mencionadas, y a otras de las que nos informa la cuarta de forros, que han recibido premios españoles e internacionales.
En un prólogo del mismo Mendoza (mala señal, que el propio autor deba advertir a los lectores de qué se trata un libro, sobre todo de ficción), se dice que se trata de una obra simple, fácil de leer, hecho sin ganas y publicado sólo por el éxito periodístico, y en un género que el autor ignora y que rehúye incluso como lector.
La brevedad del libro, lo que según Mendoza contribuye a su popularidad, habla no de una cualidad sino de una necesidad editorial: si hubiera sido más extenso la mayoría de los lectores lo terminaría por arrojar, cansado de lo absurdo, de lo improbable, de lo grotesco de la trama.
No es que en las novelas “policiales” no haya estos elementos, pero obedecen a una lógica impuesta por el propio Mendoza, con reglas estrictas que por más disparatadas que sean las tramas, nunca rompe, aunque sorprendan al lector. En Sin noticias de Grub no sólo no hay lógica, sino que todas las acciones son resueltas o explicadas sin rigor, son ocurrencias que el lector y los protagonistas deben aceptar sin objeción alguna. Mendoza rompe sus propias reglas, se olvida de algunas soluciones anteriores, y provoca todo un caos imposible de seguir en una trama de por sí absurda: el viaje de dos extraterrestres con una misión que no se revela sino hasta el último capítulo, y que es aprehender el modo de vida en la Tierra, particularmente en Barcelona como ombligo del mundo (escrita cuando la ciudad estaba por ser la sede de unos juegos olímpicos que hacen creer a sus habitantes que por un mes son el centro de atención de todos los terrícolas) y como la ciudad específica para la experimentación de todo: música, modas, atrevimientos de cualquier naturaleza; el narrador, que como terrícola sería torpe y ridículo, como extraterrestre es divertido, hasta cierto punto, porque sus excesos terminan por agotar y por rendir al lector.
Eduardo Mendoza asegura que el éxito del libro es que es muy fácil; más bien el libro tiene éxito porque no exige del lector sino que se deje llevar, que no participe, que mantenga su capacidad de asombro y elimine la de crítica; así, es explicable que lleve hasta hace cinco meses 32 ediciones, aunque no se dice de cuántos ejemplares cada una; al pedir credibilidad absoluta, el narrador puede comer diez kilos de churros (¿será tan inocente que no sea una alusión a las drogas?), cambiar de apariencia sin que los vecinos o conocidos se percaten, carecer de músculos o poseer la capacidad de quitárselos y ponérselos, y pese a todo estar sujeto a las leyes de gravedad con la misma intensidad que los terrícolas aunque su densidad sea diferente. Sobre todo, que manejen el lenguaje con toda facilidad, hacerse comprender y entender a los otros incluso con cuestiones tan complejas como el tipo de cambio o las extrañas reglas del balompié (el español, por supuesto; pocos libros tan chovinistas como éste).
Si se exceptúan unos cuantos buenos chistes, que de inmediato pierden su eficacia por el ritmo vertiginoso con que se impone la narración (que es la de un periódico, sirva de disculpa para un creador tan meticuloso como Mendoza, y tan fino que fue el adecuado traductor de Howard’s End, la espléndida novela de E. M. Forster), Sin noticias de Gurb no es más que una sucesión de cuadros o skeetchs sin más ilación que unos cuantos nombres comunes en los capítulos, y en los que no hay sensualidad, erotismo ni sensibilidad.
Lo más extravagante es que los extraterrestres emplean un lenguaje correcto: por ejemplo, no dicen que los personajes se sientan en la mesa (como uno que otro académico mexicano), sino a la mesa; no asestan a los lectores los muchos solecismos que llegan hasta los diarios mejor escritos, y en cambio pronuncian “simultanear”, un verbo transitivo tan espantoso que prácticamente nadie utiliza, más que uno que otro escritor pedante (y no en el sentido de presumido, presuntuoso, sino en el de educando).
Es una lástima que un escritor tan puntilloso, tan experimental, haya conseguido la popularidad con un libro francamente malo, y sobre todo, que no permite que el lector participe en él. Ojalá que el muy probable éxito (aunque con tanto retraso) nos permita conocer los libros de Eduardo Mendoza que no han llegado a las librerías mexicanas.

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