viernes, 29 de abril de 2016

Gatos muy distinguidos / De rebeldes/ El beisbol contra nosotros / Menos amigos

La primera mascota fue obsequio de Sergio Galindo, casi como pago de cuando le dimos a Candy; en donde vivíamos, unos vecinos tenían a Candy, una perrita a la que el esposo maltrataba, pateaba, impedía que le dieran de comer; la mujer, desesperada, le pidió ayuda a Lourdes, y ella le preguntó a Sergio, amante de los perros, si la quería; la aceptó, pero no la llevó a su casa sino a la sede de la Editorial de la Universidad Veracruzana; a los pocos días Candy enfermó, tal vez por el cambio de hogar, de alimentación; llevamos a un veterinario que estaba frente a la revista nexos y la sacó de la crisis, pero el siguiente fin de semana se la volvieron a llevar; Manuel Montoro y Guillermo Barclay, de lo mejor del teatro en México, visitaron a Sergio y le contaron que su mascota por cerca de 15 años había fallecido, y estaban tristísimos. Sergio los llevó a la editorial, vieron a la Candy, y se entusiasmaron. Vivió con ellos más de 15 años, la llevaron por todo el mundo, y tuvieron por muchos años a sus hijos y nietos con un cariño entrañable.
                En la editorial había otro habitante, una gata de mal carácter, aunque muy inteligente, Atila, por nombre; paseaba por los jardines de la editorial, donde le daban de comer, y se ausentaba por días, pero regresaba, como el gato de barrio de Cri-Cri. Un día la mujer que aseaba la editorial advirtió que Atila tendría crías; Sergio me advirtió que una de ellas sería nuestra; aunque me opuse, Lourdes aceptó entusiasmada; en efecto, a los dos meses de nacidas repartieron a las crías entre algunos de los empleados o asiduos de la editorial. Por esos días Lourdes devoraba, en ejemplares prestados por Sergio, la saga de los Rougon-Macquard, de Zola, en traducción de Aurelio Garzón del Camino, y bautizó a la gata obsequiada como Naná, uno de los personajes más intensos de esas historias maravillosas.
                Naná creció con mis hijos, hizo travesuras con ellos, y fue acompañante de todos; conmigo tuvo una relación distante, pero respetuosa, aunque cuando me recostaba para oír música solía echarse en mis piernas; disfrutaba mucho con la voz de Garfunkel; en cambio no le gustaba la música folclórica; daba muestras de ingenio, inteligencia y humor, que los expertos dicen que los gatos no tienen.
                A los pocos años llegó otra mascota, de manera inesperada; en uno de los días de mayores lluvias cayó en el balcón un perico australiano; Lourdes no se dio cuenta qué era hasta que recogió lo que parecía una pelotita; lo encerró en una recámara para evitar que Naná lo masacrara, y fue a comprar una jaula; travieso y juguetón, se expresaba a picotazos; nunca supimos su género, pero lo bautizamos como Kali (si era hembra) o Calígula (por si era macho); me obedecía, cantaba con la música que ponía, regañaba a Diego y a María José a petición mía, y bailaba. Una de sus mayores travesuras era gritar como si lo atacaran, y por instinto regañábamos a Naná, aunque ni siquiera estuviera cerca; cuando lo hacíamos, parecía que Kali se burlara de la gata.
                Otro día, cuando Lourdes sacaba el auto del estacionamiento, advirtió la presencia de un gato pequeño; lo recogió, vio que estaba muy lastimado, y lo llevó al veterinario; tenía la cola gangrenada, estaba lleno de parásitos, y desnutrido; a los pocos días Érik estaba sano, y fue compañía de Naná los últimos años de ésta; poco agresivo, tenía otras travesuras: pisaba tan fuerte por la noche que más de una vez pensamos que se había metido algún intruso; o caminaba por la cabecera y se sentaba sobre el interruptor de una lámpara, a las dos o tres de la mañana; casi sin falta, a las siete nos despertaba prendiendo la luz. Ambos sabían cuando era sábado, domingo o día de guardar.
                Entre Érik (pelirrojo) y Naná dieron muestras de inteligencia sorprendente: Érik enfermó, por comer algo que lo indispuso, y había que darle tres veces al día una medicina; para ello se usaba una jeringa, sin aguja; había que sostenerlo e inmovilizarlo para meterle la jeringa en el hocico, y cuidar que no escupiera el medicamento. Un día la jeringa desapareció; Érik la había escondido; sacamos otra que teníamos de reserva, pero llegó Naná, que había encontrado la que estaba escondida, y la llevaba para que le administráramos la medicina a Érik. En otra ocasión Érik mordió un billete de 50 pesos, y como si Naná supiera lo que significaba, le dio dos golpes, a manera de regaño.
                Los gatos son dueños del territorio, y del afecto de sus amos; o como dicen, los humanos somos sus mascotas. Durante mucho tiempo Naná impidió a Érik que subiera a las habitaciones del piso superior, y cuando consideraba que había hecho alguna travesura, le golpeaba la cabeza, con suavidad pero con autoridad. Cuando los encerrábamos en el pasillo, porque hubiera visitas o para serviles la comida, se las arreglaban para abrir la puerta entre los dos, aunque estuviera bien cerrada, no sólo atorada. Sabíamos si tendríamos visitas inesperadas porque Érik, nada coqueto, ese día se limpiaba con esmero, se peinaba (era muy peludo) y se ponía cerca de la puerta; nunca falló.
                Un día Kali pegó un grito que se escuchó en todo el edificio, y cayó muerto, supongo que del corazón; vivió casi lo doble de lo que dicen los que saben de animales que viven esas aves.
                A los 13 años Naná dio muestras de debilidad, sin que le faltara la entereza, y una tarde cayó fulminada; Lourdes le dio un masaje con el que casi logró que reviviera, pero no lo consiguió; Luis Durán, quien la quería como nosotros, nos ayudó a darle buena sepultura.
                Aunque nos dolió a todos, Érik fue quien más lo resintió; dejó de comer, de correr, de jugar; se echó en un sillón, abatido, dejándose morir; una buena amiga le avisó a María José de una camada en donde ella vive, y nos llevó a Kalhúa, sin una raya, sin una mancha, toda gris; en cuanto entró a la casa Érik revivió, y la cuidó como si se tratara de Naná reencarnada.
                También a los 13 años Érik enfermó, dejó de comer, se debilitó; como todos los gatos callejeros, le dio una enfermedad incurable: tómenle muchas fotos, cuídenlo, que pase contento sus últimos días: era inútil que lo operaran; un día entero dejó de comer; sin fuerzas, lo llevamos a que se fuera sin mayor dolor.
                Kalhúa no lo resintió tanto, y vivió hasta los 13 años hasta que comenzó a sangrar; no hubo manera de sanarla; toda su vida se acomodaba en las piernas de cualquiera de nosotros; conmigo, cuando escuchaba Traffic; una noche, luego de regresar del veterinario, le dio un infarto; en la clínica nos dijeron que ya había fallecido; los restos de los cuatro nos han acompañado. Pocos días después me visito Rogelio Cárdenas, y sintió un peso en las piernas; es Kalhúa, que se aparece. ¿No te da miedo? Al contrario, nos cuidan.
                Nahúm la conoció y jugó con ella, pero, sin poder cargarla. La extrañó durante mucho tiempo, pero hace unos meses nos advirtió que nos regalaría uno nuevo; llegó con Gibbs, un bengalí pequeñísimo, tanto que su primer nombre fue Pedacito; ahora es el más alto, fornido de todos; tiene paciencia de cazador, y un cálculo perfecto de dónde rebotarán las pelotas con las que juega; para llamar la atención anda con sus juguetes por toda la casa, los mete bajo las puertas y las recupera; le llaman la atención los pies descalzos, y corretea a mordiscos a quien ande así, sobre todo a Nahúm; a veces, es Nahúm quien lo corretea.
                Al contrario de la mayoría de los felinos, es dependiente y no le gusta estar solo; al contrario de la mayoría de las mascotas, no sólo no le molesta que lo veamos comer: quiere testigos. Le gusta la música, y no le aburre oír el mismo concierto varias veces seguido, con Hahn, Jansen, Bell, Menuhin, Szeryng, Oistrach, Chase o Kopatchinskaja.
                Gracias a Gibbs tenemos un modelo con el cual comparar: Hobbes. No se trata del filósofo  inglés, apasionado de las polémicas, crítico de Descartes, y estudioso de la conducta humana en términos sociales y políticos, aunque este Hobbes comparte esas creencias y esas deducciones, de que la conducta depende de los conocimientos y las deducciones; se trata de la mascota de Calvin, no su casi contemporáneo impugnador, que criticó las costumbres eclesiásticas y dio lugar a una de las reformas religiosas más importantes de la historia. Calvin y Hobbes son dos de los personajes de tiras cómicas más importantes de los últimos años.
                Los conocí en las oficinas de Promexa, mientras esperaba que Arlette de Alba me diera un original para trabajarlo; sin los antecedentes, no entendí que una familia llevara un tigre en el auto, ni que se peleara con un niño al invadir, con un dedo, su espacio vital, sólo por hacerlo enojar. Patricia Bueno me regaló, al ver mi desconcierto, el primero de los cuadernos que recopilaba las aventuras de esos personajes, creados por Bill Waterson; en excelentes traducciones de Yolanda Moreno, René Solís y algunos discípulos, comenzamos a seguir esas aventuras; Calvin detesta la escuela, como la mayoría de los niños inteligentes; tiene problemas con la maestra autoritaria, se pelea con Susie, condiscípula y vecina que, como la mayoría de las niñas, apela por la razón y detesta las actitudes de Calvin, a quien le llama la atención lo grotesco, lo gore, la imaginación desbordada; tiene mucho de los personajes de Peanuts, como la altanería, la división y enfrentamiento con el mundo adulto; Hobbes es su tigre, amigo imaginario a falta de convivencia con otros niños que no entienden que los vampiros son insectos (¿qué, no vuelan?), que a veces comparte con Calvin su guerra contra las niñas pero a veces se deja seducir por ellas; es leal pero competitivo, y es cómplice en las tareas que, invariablemente, rechazan la lógica.
                Después de 15 o 17 cuadernos, dejaron de aparecer en México y los tomaron editores españoles que con pésimas traducciones (¿a quién se le ocurre hacer decir a un niño, así sea de caricatura, “puñeta”?) lo echaron a perder.
                Ahora lo retoma Océano; anuncian diez títulos más  que supongo recrearán la historia que apareció en varios diarios estadounidenses a lo largo de diez años; este primero es una antología, muy bien traducida por Sandra Sepúlveda Martín, en que Watterson explica la conducta de Calvin, Hobbes, Susie, los padres (a diferencia de Peanuts, aquí sí se ve a los adultos; el padre es a veces peor que Calvin; la madre, cariñosa, a veces se pregunta si no hubiera sido mejor tener un perro; esclava del hogar, no sufre como Raquel, la madre de Mafalda, pero no siempre comprende la conducta de su hijo). Watterson debió luchar contra la censura, contra la crítica por su crítica a los valores sociales; debió pelear contra la inercia, debió imaginar a diario, durante diez años, por nuevas aventuras, por no repetirse, por enmendar errores, por explorar nuevos territorios sin adulterar el ámbito infantil, el buleo incluido; a veces explica que no siempre triunfa el bien; como todo creador, bueno o malo, mucho de su trabajo es autobiográfico (excepto que Watterson es buen ciclista y Calvin no lo es; a veces incluso la bicicleta lo ataca, lo acecha, lo sorprende); muchas de las explicaciones del padre (el origen de los niños, que el mundo era en blanco y gris, que enamoraba a la madre con danzas de apareo) son parecidas a las que daba su propio padre.
                El mundo de Calvin y Hobbes (me complació ver que los personajes son nombrados en honor de un rebelde y un heterodoxo) es alucinante; es de celebrar esta aparición, porque hay compilaciones en inglés, pero Watterson usa un argot no siempre fácil, no siempre asequible, dirigido a los forofos de los Hermanos Marx, y los leía con lentitud.
                Esta antología (Calvin y Hobbes, 10 añois), que presenta varias aventuras que no aparecieron en las publicaciones de Promexa, es una excelente presentación de unos protagonistas no tan complejos como los personajes de Charles M. Schulz, pero bastante más parecidos a los niños actuales.

Cuanbdo la Adabi nos publicó nuestro libro sobre México en el beisbol (no el beisbol en México, como leyeron los que no saben leer) nos acusaron de no incluir a la Liga del Pacífico; teníamos nuestras razones: es una liga que se juega en México, pero no es mexicana, es para que se fogueen los novatos y para que no se entuman los veteranos de las Mayores, y para que los mexicanos acabalen con el gasto; algunos cronistas lo entendieron: situamos el deporte en el país en términos más allá de los deportivos, lo vimos desde la historia, la política, la economía, en términos sociales; varios años después la Liga Mexicana publicó un libro casi oficial, con los mismos nombres de siempre, o casi; entendieron lo que hicimos, o alguien se los hizo entender, y mejoraron lo que habían hecho años antes; sin embargo persisten en halagar a los patrones y patrocinadores, en el chayote, en barbear a los poderosos, en los autocebollazos, y lo peor, en la mala redacción. Pero hay avances.

En los últimos meses no han sido tan sencillos; además de la separación de El Librero, que apareció primero los domingos y luego los sábados durante casi siete años, he sentido y resentido algunas ausencias ya irremediables: Leopoldo Mejía Díaz, hermano menor de mi padre y mi padrino de confirmación (lo que me convierte en el más mayor de los Mejía de Zacatecas); no convivimos mucho los últimos años, pero me deleitaba cuando contaba las hazañas beisboleras suyas y de sus hermanos, que heredé a medias. Rafael Cervantes, secretario de redacción de la sección de Deportes, y cómplice divertidísimo de las travesuras que hacíamos en El Financiero, víctima de un infarto cuando no había llegado a los 50 años. Mucho mayor era Raúl Ortiz y Ortiz, si no el mejor traductor mexicano, por lo menos autor de la mejor traducción, de un libro tan arduo, difícil y complejo como Bajo el volcán, mucho mejor que las cuatro traducciones que hay del Ulises, al que se le compara en dificultad. Raúl, a quien Rosario Castellanos, de quien fue su mejor amigo, le dedicó El eterno femenino (que ahora será vista como políticamente incorrecta), era un poliglota prodigioso, aunque él decía que por su vocación de portero de hotel de seis estrellas, fue maestro, diplomático, poseedor de los chismes más sabrosos. Perdió la felicidad el día que murió Rosario Castellanos, a quien veneró y preservó su gloria, pero no dejó de trabajar con ahínco, de disfrutar el cine, de enojarse al leer mala literatura, al ver el lenguaje de los periodistas y de las feministas; amigo de Evelyn Waugh y de Graham Greene, me distinguió, como a muchos, con su amistad; por desgracia, sus enfermedades le irritaron el carácter a momentos.

¿Por qué unos provincianos quieren endilgarnos un adjetivo descalificativo como gentilicio? Además, como desconocen la Constitución, quieren crear una exclusiva para los anahuaquenses, que por definición será menor a la Constitución Federal, que es la que hasta ahora nos rige.
                ¿Y los anuncios que dicen que los fumadores acortan su vida, por qué no dicen que la mariajuana acorta la vida de quienes rodean a los que la consumen?