lunes, 30 de mayo de 2011

Pancho Villa, bajo la mirada de Katz

(Hace unos pocos meses falleció Friedrich Katz, un historiador austriaco pero más mexicano que muchos mexicanos. Uno de sus mejores libros, Pancho Villa, aparecido en noviembre de 1998, siguen siendo ejemplo de trabajo, lucidez, imparcialidad, al mismo tiempo que fervor. El 12 de enero de 1999 publiqué una larga reseña que, según me dijo uno de los editores de Katz, fue leída por el historiador con gusto. La rescato ahora, a 12 años de haber aparecido en las páginas de la sección Cultural de El Financiero.)

Un lugar común, lleno de desesperanza, es que los extranjeros están más interesados en nuestra historia que nosotros. La monumental obra de Daniel Cosío Villegas y discípulos, con toda su magnificencia, llega a un puñado de lectores que, de cualquier manera, son lectores cautivos de la materia.
Un par de libros, aparecidos en tiempos recientes, parecieran confirmar los temores de ese lugar común: La conquista de México, de Hugh Thomas, y el muy reciente, en español, Pancho Villa, de Friedrich Katz (Ediciones Era, colección «Biblioteca Era», 1998). El primero provocó la envidia de muchos especialistas en el tema, pero demostró cualidades de los que se carecía, en general, porque al parecer los historiadores, como todos los mexicanos, no han podido abordar el tema sin tomar partido, sin sangrar por la herida. Thomas logró un libro en el que Cortés es un ser humano, de los más brillantes de su tiempo, uno de los primeros hombres del Renacimiento, sin por ello denigrar a los mexicas que, como concluye Thomas en el final de su libro, pelearon como dioses aunque ellos creían que peleaban por sus dioses.
Katz, un apasionado de la historia de México (ya había publicado antes La guerra secreta de México --que hay que retomar con el impulso que da su más reciente libro--, y en la célebre SepSetentas, y después reeditado en Era, La servidumbre agraria en el porfiriato), logra algo similar e igualmente emotivo con su nuevo libro, en el que tardó, según confesión propia, más de 15 años en elaborarlo.
Con Villa logró un trabajo extraordinario: pintar a un ser humano cuando todos han visto un monstruo o un súperhéroe, a un bandido o a un ideólogo, de la manera más maniquea que se pueda imaginar el lector; lo hacían protagonista de hazañas inverosímiles, mártir de la injusticia porfirista, reformador social, o un bandido sin escrúpulos, un asesino despiadado y un inconsciente que estaba en la Revolución de una manera oportuna y sin sentido; lo oponen a reformistas sociales como Calles y Obregón, o a reformistas políticos, como Madero y Carranza, y a luchadores incansables con ideología, como Zapata, e incapaz de comprender a socialistas como Felipe Ángeles y menos aún de someter a bandoleros como Fierro o Urbina.
De Martín Luis Guzmán a José Vasconcelos, de Roberto Blanco Moheno a José Santos Chocano, todos tomaban partido, a favor o en contra, sin considerar el "descubrimiento" de que firmó un contrato con productores de Hollywood, lo que ha llevado a afirmar que escogía campos de batalla que fueran favorecedores como escenarios cinematográficos, e incluso que cedía a las peticiones de esos productores para atacar una ciudad a determinada hora que permitiera la filmación.
Katz destruye muchos de esos mitos y, sin mencionar a nadie, desmiente uno mayor: que Obregón mandó asesinar a Villa cuando leyó la entrevista que concedió a Regino Hernández Llergo (Mauricio Garcés, en la versión de Ismael Rodríguez).
Pero hay que ir por partes: leer este libro es como analizar una partida de ajedrez: se ve cada una de las causas posibles a cada uno de los aspectos de Villa y, sin calificarlo, analiza los resultados y lo que pudo haber sido.
Eso no quiere decir que no simpatice con Villa; aunque busca y logra la objetividad en cada capítulo, no puede ocultar que lo ve con más agrado que con coraje, y en las conclusiones, de una manera comprometida, aclara que tiene con Villa más identificaciones que rechazos, y dos veces que sí cree que estaba convencido de lo que decía y que no era un oportunista.
Uno no cree que Katz haya dejado atrás a los historiadores mexicanos sólo por este aspecto, sino porque hace algo que se ha obviado: que el resto del mundo también existe.
El análisis que hace de la Revolución Mexicana comparándola con otros procesos sociales en otros países ayuda mucho a que el lector se centre, compare, juzgue, y sobre todo comprenda. Ese solo hecho despoja sin más muchas de las etiquetas maniqueístas con que hemos visto a los protagonistas de la Revolución. Así, Urbina deja de ser un compadre sanguinario capaz de llorar por el amigo al que acaba de asesinar, o Fierro el verdugo frío y ambicioso; Carranza, sin dejar de ser el enemigo de Villa, es también un nacionalista empecinado y un hombre incapaz de traicionar a su clase socioeconómica. Ángeles tampoco es el ingenuo mártir, ni Obregón el astuto lobo agazapado, como tampoco Zapata es el luchador inmaculado.
Por el contrario, se recuperan figuras que, menos carismáticas, fueron mucho más importantes pero se fueron perdiendo, como Rafael Buelna, Martín López, Toribio Ortega, Maclovio Herrera, que tampoco se quedan en sombras ni en protagonistas secundarios atrás de Pancho Villa.
Asombra el método de investigación de Katz; en una época en la que el promedio de lectura ha descendido a menos de la mitad de un libro al año, el austriaco leyó cientos de expedientes judiciales para recrear, en dos páginas, los pleitos de las viudas de Villa por la herencia. Su indudable talento de novelista evitó que ese proceso, y muchos otros, legales o simplemente epistolarios, se redujeran a meros números o a la reproducción de los documentos.
El lector se encuentra con una muy bien lograda atmósfera que calca la vida en México de principios de siglo a 1923, que maneja en poco menos de mil páginas a cientos de personajes, cientos de acciones militares, decenas de episodios políticos y miles de suposiciones, y que sólo haya un error de consideración, y que no influye en el libro, que es el de suponer que Juan Barragán, antiguo carrancista, haya sido diputado priista en 1966, cuando se inscribió el nombre de Villa en la Cámara de Diputados (fue presidente del Partido Auténtico de la Revolución Mexicana).
Nadie es por sí solo. Katz rastrea la vida de Villa desde que se llamaba Doroteo Arango y era uno de los bandoleros más célebres de los años anteriores a la Revolución, pero a partir de allí nos obliga a quitarnos vendas de los ojos: fue bandido, pero no era ése el mismo concepto de ahora: muchos jóvenes tomaban ese único camino si desechaban el de la sumisión en la hacienda, o el del ejército; cualquier desafío a la autoridad los convertía automáticamente en parias, y Katz se va hasta los años de Heraclio Bernal, uno de esos luchadores que se mantiene de robar a los poderosos y repartirlos entre los desamparados, y que al mismo tiempo es un opositor al gobierno, o tal vez por eso mismo.
Ignacio Parra, "secuaz" de Bernal, lo fue también, años después, de Villa, lo que hace un árbol genealógico bastante más interesante que si se tratara de un prófugo que ataca al patrón que intenta (o logra) violar a la hermana.
A partir de ese dato, Katz entrega un libro diferente; la carencia de documentos que certifiquen una de las muchas versiones que hay alrededor de todos los momentos públicos (o incluso de los íntimos) de la vida de Pancho Villa no lo detiene, pero tampoco lo fuerza a tomar partido por una de ellas; lo que hace es analizar cuál puede ser más factible, pero sólo como suposición, pero partiendo de datos reales: las decisiones que tomó en cuestiones parecidas, lo que dijo en otros aspectos que revelan su manera de pensar, y desecha las que lo hacen pensar que iba contra su lógica y su pensamiento o incluso contra sus sentimientos.
Llama la atención otro aspecto: que en la Revolución Mexicana Villa representó, no a los campesinos, sino a los peones, que no fueron considerados por los otros líderes de esa época, sino hasta la ascensión de Lázaro Cárdenas a la presidencia del país.
Son muchos, sin embargo, los aspectos que toca Katz que han sido obviados por otros biógrafos de Villa: analiza su actuación a la luz de otros líderes revolucionarios, y destaca lo singular que fue la Mexicana; la evidente simpatía que le tiene no lo convierte en un estudioso sin crítica, ni oculta las muchas contradicciones que caracterizaron a Villa; no las disculpa, simplemente las explica, aunque la mayoría de las veces no salga bien librado el personaje.
Para lograr esto, Katz pone a disposición del lector un panorama político, social y económico del México de esos años, y muestra, a grandes rasgos, a muchos de los personajes significativos; si no ofrece un retrato amplio de Carranza, cuando menos uno puede explicarse por sí solo las discrepancias entre ambos, y acomete una audacia mayor: la rivalidad de Carranza y Villa en 1915 no implica la complicidad de Obregón con el primero; Katz muestra que lo que llevó a Obregón a levantarse contra Carranza en 1920 ya existía desde antes de la batalla de Celaya, lo que nos cambia por completo el panorama sobre los tres hombres.
Tal vez la audacia que más le cueste simpatías a Katz entre los lectores mexicanos es la manera como aborda a Madero; después del análisis no queda la figura de un reformador político, nunca la de un revolucionario social; su empeño democrático, se concluye después de esta lectura, conduce a elecciones limpias con todos los riesgos que esto implica, pero excluye la justicia social, y más aún el reparto agrario, lo que causó que disminuyera el apoyo de peones y campesinos sin que se ganara el respeto de los oligarcas, dispuestos a la democracia en las mulas del compadre.
Estos reparos a las figuras de Obregón (quien queda como un oportunista a la espera del momento adecuado para deshacerse de Carranza y para hacerse del poder) y Madero no les quita peso como personajes importantes en el México revolucionario, simplemente los despoja del lugar común que nos impide verlos como personas y no como estatuas.
Katz logra incluso hacer digerible y fácil la lectura de los procesos agrarios, escollo que no siempre han conseguido los ensayistas que, con disculpas por la fácil figura, tienen resultados áridos. Eso ha hecho difícil la lectura, por demás indispensable, de Andrés Molina Enríquez e incluso de escritores más dotados narrativamente, como Luis Villoro.
En Katz se ve algo asombroso: no necesita mentir para desmentir: es cierto que Villa fue un bandido antes de ser revolucionario; es cierto que mató antes de ingresar al ejército; es cierto que lloró cuando Huerta ordenó que lo fusilaran; es cierto que sus tropas cometían desmanes cuando entraban a las ciudades que capturaban; es cierto que Villa ordenó matar a cientos de oficiales federales o carrancistas; cierto que estuvo involucrado en muertes de civiles; cierto que fue un mujeriego e incluso un violador; cierto que atacó pueblos indefensos; cierto que la confianza lo perdía. Es cierto todo lo que dicen los enemigos y críticos de Villa, pero hay matices y explicaciones, que no disculpas.
Y para humanizarlo, para entenderlo, no recurre al truco de atacar a los contrincantes y enemigos de Villa; basta con explicar y recrear la atmósfera de esos años. Eso es suficiente.
El resultado es devastador: aunque comienza por el principio y termina por el final, no hace un relato cronológico, ni mucho menos lineal. Obliga a ver de manera panorámica, a que el lector retroceda días, meses o años para ubicar en el tiempo y en el espacio ciertas palabras, cierta actitud, una decisión irrevocable y determinante; nadie puede aislar ni descontextualizar a Villa: lo influyen Parra, Pascual Orozco (una figura que hay que rescatar por lo menos para entenderlo), Victoriano Huerta, Roque González Garza, Madero, Ángeles, Zapata, Eulalio Gutiérrez, los Herrera, los López, incluso Carranza, Calles, De la Huerta, Obregón y uno de sus enemigos más encarnizados, Pancho Mecates; no es Villa solo, es el México revolucionario.
Atención especial merece el capítulo del asesinato de Villa; desechada la famosa entrevista con Hernández Llergo (en el prólogo al primer volumen de Cara a cara, los libros de entrevistas de James Fortson, Edmundo Valadés la hace responsable del atentado con el simple recurso de cambiar la fecha del hecho: Hernández Llergo fue a Canutillo en 1922, no en 1923), Katz analiza todas las posibilidades, causas y participantes. Y sorprende, porque sin hacer a un lado a Obregón, al que todos han responsabilizado, menciona mucho más al rival de Villa, José Agustín Castro, a Calles y a Joaquín Amaro, una eterna víctima de Villa en el campo de batalla y un militar, dice Katz, sin escrúpulos. La participación de Obregón, nos hace deducir Katz, se restringe a la complicidad, el silencio y al cinismo, más que a la autoría intelectual.
Katz es un historiador escrupuloso y detallado; no deja más resquicios que la carencia de material, y nos reprocha la escasez de historia oral y de una indiferencia para con nuestro pasado y más aún con nuestro presente. Hurgó en archivos, libros, revistas, periódicos; su abundante bibliografía (aunque falta Ayer en México, de Dulles, uno de los libros más lúcidos sobre la Revolución, y más desmitificadores) es apabullante; comparó versiones, y leyó sin discriminar ni descalificando a los autores, aunque revisó sus simpatías políticas, sociales y personales; no descartó visiones sino hasta que el peso de los hechos las hiciera inviables (o de plano imposibles) y examinó cualquier posibilidad de probabilidad, exactamente igual que los buenos jugadores de ajedrez, que estudian cada movimiento probable y las posibles respuestas del contrincante. Así, ante la imposibilidad absoluta de leer sin equívocos la conducta de Villa, el lector tiene todas las opciones para obtener sus conclusiones, que pueden ser distintas de las que ofrece Katz (no siempre, o mejor, casi nunca, una sola).
Y es de agradecer que, aunque está dotado maravillosamente de un talento narrativo superior al de muchos novelistas, se abstiene de entregar un relato de cada acción militar, aunque es una tentación que no resistió Dulles; hubiera tal vez conseguido más simpatías para Villa, y no es ése el objetivo de Katz.
Hay que resaltar, por último, el innegable amor que le tiene Katz a México: lo entiende, a veces lo justifica, piensa en cuál hubiera sido el escenario político si hubiera triunfado Villa en vez de Carranza, o si hubiera tenido un sostén ideológico más firme, lo que lo habría ayudado a mantenerse fuerte pese a sus derrotas militares; analiza nuestro presente a través de los sucesos del pasado, sin pensarse superior a los personajes ni a los hechos, sin verlos por encima ni, mucho menos, superficialmente. Y aquí de nuevo cabe la comparación con Hugh Thomas. El conmovedor relato que hace Thomas de la conquista de México (y la posibilidad de que, de haber derrotado los mexicas a Cortés hubiera habido un exterminio como en otras partes del continente) se repite en Katz, quien no sólo piensa que un triunfo de Villa no hubiera cambiado radicalmente lo que sucedió, excepto en un terreno, que hoy se ha olvidado: el agrícola.
Pero si el relato de la vida, triunfos y derrotas, en todos los terrenos, de Francisco Villa, es conmovedor, lo es más el motivo del libro, y la narración de lo que es o fue Villa para los socialistas austriacos que en la década de los treinta representó el símbolo de la oposición a la tiranía, y cómo provocó que muchos de ellos siguieran en la lucha contra el régimen motivados por el ejemplo del mexicano que, sin cultura, sin estudios, instintivamente, obligó a que nuestro país entrara de lleno en el siglo XX --aunque él no lo hiciera-- y ayudó a derrumbar dos dictaduras, por más que fracasara en un proyecto que ni él mismo podía definir. Los dos finales del libro son magistrales.
Katz, aparte de darnos un libro ejemplar, nos obliga a ver nuestra historia con una óptica diferente, y ojalá motive a nuestros historiadores a tratar de superarlo.

(Sólo porque el juego entre Medias Rojas e Indios comenzó a aburrir, oí un cuarto de medio tiempo de un juego de futbol entre un equipo inglés y uno español; estoy asustado porque hay un idioma, parecido fonéticamente al español, pero del que no entendí nada: frases sin verbos, repletos de adjetivos e hipocorísticos con que pretendían reseñar lo que hacían los jugadores; frases incompletas, absurdas, con anglicismos y madrileñismos, y le cambiaban el nombre a los equipos, igual que los que le dicen Gabo a García Márquez sin conocerlo y, peor, sin haberlo leído.)

miércoles, 25 de mayo de 2011

¿Saben leer los editores?

Parecería obvio que lo primero que tiene que saber un corrector o un editor de libros es leer; no siempre sucede; abundan los ejemplos de que muchos de los que se dedican a corregir libros, a elaborar los textos para las cuartas de forros (por el diseño de las portadas, cada vez hay menos solapas, aunque por costumbre se le siga diciendo “solapa” al texto que indica al lector de qué se trata, más o menos, el libro en cuestión, y el currículum del autor), no leen los libros que editan, o desconocen la trayectoria de sus autores.
No estamos hablando de las erratas que parecen inevitables, como cuando tantas veces apareció, en lugar de La señorita de Tacna, la obra de teatro de Mario Vargas Llosa que cuenta la vida una mujer que se negó a casar con uno que parecía el amor de su vida, pero que es tan ambigua que da a entender que tuvo otros amoríos, aparecía La señorita Tacna, que hace pensar que es la historia de una reina de belleza. O la simple ignorancia de creer que el libro de cuentos de Amparo Dávila, Música concreta, es un tratado de música electroacústica que utiliza como material compositivo sonidos naturales, a diferencia de sonidos generados por medios electrónicos, y en que los sonidos grabados son transformados electrónicamente e integrados para conformar una composición (algo que en el rock hicieron Beatles, y como solistas, John Lennon y George Harrison, además de Zappa, con mucha frecuencia).
Se trata de algo más grave; es cierto que la ortografía tiende a eliminar el uso de las mayúsculas que llenaban todos los escritos, y los siguen llenando: los oficios legales, las peticiones que se hacen a todas las oficinas públicas deben ir llenas de mayúsculas: Licenciado, Jefe, Oficina, Departamento, Secretaría, Usted, Digno Cargo; hasta hace no mucho estaba mal visto que los titulares de los periódicos estuvieran con minúsculas, excepto las letras iniciales y los nombres propios; en La Onda revertimos esa tendencia; luego sugerí, y se aceptó en 1983, en el Diario de la Tarde, eliminar las mayúsculas; y muchos años después, lo volvimos a hacer en El Financiero, contra la corriente de los demás diarios que seguían usando las mayúsculas en toda palabra mayor de tres letras.
Pero exageran: la Colonia del Valle es un nombre completo, no se llama Valle, sino Colonia del Valle, pero en todos lados, sin ninguna explicación, bajan la c de Colonia, y en todo caso, si se dice que se llama Del Valle, bajan la d de Del; hay incluso una calle denominada Colonia del Valle (aunque en la nueva edición de la Guía Roji se llama Olonia del Valle; en cambio, acorde con el sentido grandilocuente del rumbo, a la colonia Condesa han comenzado a llamarla La Condesa (sí hay una así, pero está por Atizapán de Zaragoza, Estado de México).

La tendencia de la Academia se toma tan en sentido literal que hasta los nombres propios los ponen en minúsculas. Los accidentes geográficos deben escribirse con minúsculas, excepto cuando son nombres propios; así, el Usumacinta se llama Usumacinta, pero el Río Bravo se llama Río Bravo. ¿Cómo saber cuándo es parte del nombre? No queda más que acudir al Diccionario Porrúa de Historia y Geografía; el Valle de México se llama Valle de México, y el Golfo de México se llama Golfo de México (además, ¿de qué golfo se hablaría si se escribiera “golfo de México”? Aunque muchos, muchísimos, lo escriben así). Bajan de más, perdonando la expresión.

¿Por qué la insistencia? La nueva novela de Rosa Montero, Lágrimas en la lluvia, tiene en la solapa la lista casi completa de sus libros editados, aunque omite la mayoría de los no literarios. Entre ellos menciona una de sus obras maestras, La hija del Caníbal, pero la escriben como La hija del caníbal; el Caníbal, como lo sabe quien leyó el libro, es un torero malo pero ejemplar, y quien lleva por sobrenombre Caníbal, por lo que debe escribirse con mayúscula; pero se da el caso de que en todos lados la citan en bajas, y la explicación no es gramatical, sino de la ignorancia y mal gusto de los editores, que desconocen la novela.
Hay otros casos igual de dramáticos; por ejemplo, Rosalba y los Llaveros; hay quien se indigna al explicar que los títulos se escriben con baja excepto en nombres propios, y luego se molestan cuando se le explica que Llaveros es el nombre de la familia a donde llega a trabajar la divertidísima Rosalba; sucede que hasta los especialistas en el teatro de Carballido la escriben con minúsculas, como si hablaran de los objetos que sirven para portar las llaves de las casas, de las casas chicas y de la oficina; y el error viene en libros tan notables como las dos versiones de la Historia documental del cine mexicano, de Emilio García, Riera; Los pasos de Jorge, de Vicente Leñero, La poesía mexicana del siglo XX, de Carlos Monsiváis, y en Teatro de Emilio Carballido, en la Colección Popular (aunque hay que aclarar que en el texto y en el índice está correcto, pero en la portada contiene el error tan repetido; en los interiores está bien porque es reimpresión de la primera, no así la portada). También se molestan quienes nos recuerda que los accidentes geográficos deben escribirse en bajas y se encabritan cuando se les recuerda que el Llano de Rulfo se llama Llano, es un lugar específico, y no es el llano llano. Y más todavía cuando éstos, Rosalba y los Llaveros y El Llano en llamas, son de los libros indispensables de la literatura mexicana, a más de los más vendidos de sus autores, y en el caso de Rulfo, de la historia de la industria editorial mexicana.
Igual pasa con dos novelas de Martín Luis Guzmán, El Águila y la Serpiente, en la que los personajes no son un águila y una serpiente, sino los símbolos de la lucha revolucionaria, del poder político; más claro el caso de La sombra del Caudillo, éste como un personaje que bien pudiera ser Álvaro Obregón o Plutarco Elías Calles, o una mezcla de ambos; así están en sus primeras ediciones y en las Obras Completas de Martín Luis Guzmán publicadas en diciembre de 1984 por el FCE; pero en nuevas ediciones, en ensayos e incluso en tesis, y en la edición de Promexa, están en bajas. Los autores, comentaristas, críticos, e incluso en el Diccionario de Escritores Mexicanos, de la UNAM, lo escriben como si fueran nombres comunes, águila, serpiente y caudillo. Como el “Llano” de Rulfo está como si fuera un llano llano. Escriben bien, sin embargo, el apellido de los Llaveros de Carballido.
Es el mismo caso de La Silla del Águila, la divertida y estrujante novela de Carlos Fuentes, que aunque sus editores de Alfaguara escriben intencionada y repetidamente con mayúsculas, sus comentaristas, que hasta en eso muestran sus prejuicios, la escriben en minúsculas, aunque se trata de la silla presidencial motejada con el símbolo del poder.
Sucede algo parecido y extraño con Vargas Llosa; muchos de sus reseñistas, y hasta algún editor despistado, llama La fiesta del chivo a su extraordinaria novela sobre el dictador de la República Dominicana; así, en minúsculas, uno piensa en una fiesta de disfraces en la que el anfitrión pide a sus invitados que asistan vestidos de un color o con el motivo principal, como Cars o Ben 10; pero se trata del sobrenombre de Rafael Leónidas Trujillo, y de su reino de terror, represión, represalias, corrupción; por ello, debe ser La Fiesta del Chivo; así lo ponen en las solapas de sus demás libros, aunque en suplementos y revistas especializadas insistan en aplicar la regla gramatical y ortográfica sin razonarla, lo que lleva a pensar que no la leyeron, o no la leyeron bien; en El sueño del celta, ¿celta es genérico?, ¿no es un personaje específico, y por ello debía de estar en mayúsculas?
Más claros son los casos de Conversación en la Catedral; ¿o La Catedral, puesto que es el nombre de una cantina? Pero hasta en la página de internet del Instituto Cervantes escriben La fiesta del chivo, Conversación en la catedral y La casa verde; en ésta se habla de una casa pintada de verde, pero a la que los personajes singularizan: vamos a la "Casa Verde"; sucede que incluso Vargas Llosa, en Historia secreta de una novela, escribe en el texto “La casa verde”, en minúsculas, cursivas y entrecomillado, y así la ponen en todos lados, restándole importancia gramatical, como un nombre simple y no un nombre propio.
Uno tiene dudas con Los cachorros; así, en bajas, suena como aquel epígrafe de Rulfo, “Ya mataron a la perra pero quedan los perritos”; claro que en la novela de Vargas Llosa no son un grupo que se llame o se haga llamar así, pero si tuviera mayúsculas, lo singularizaría; pero en el prólogo a la edición de bolsillo de Lumen, de hecho la segunda edición, José Miguel Oviedo, uno de los especialistas en Vargas Llosa desde sus primeros libros, escribe La Casa Verde, más correctamente que Vargas Llosa.

Tal vez haya muchos ejemplos; de momento no recuerdo más que El ser y la Nada; aunque en los manuales y en varias ediciones, esté escrito en minúsculas, los editores de Losada, su primera editorial en español, y que saben bastante de ediciones, señalan que la nada no es un vacío ni una ausencia, sino una condición, y ponen Nada en mayúsculas, como lo escribe José Ferrater Mora, que sí lo leyó, y como lo escribe el propio Sartre, L’Etre et le Néant. Essai d’ontologie phénoménologique; igual que Ferrater Mora escribe con mayúsculas la obra de Martin Heidegger, El Ser y el Tiempo.
¿Manías, sobrecorrección, o prisa por salir del paso del muy mal pagado arte de hacer solapas?
(Y a propósito de Rosalba y los Llaveros, cuenta Salvador Novo que en su estreno hubo reacciones de molestia por las expresiones malsonantes que él mismo, pocos meses antes, había criticado; alegaba que las escenas de sexo podían ser discretas, insinuadas, mientras que las voces altisonantes salían sobrando; pero al dirigir la obra de Carballido dejó las insinuaciones y las palabrotas; “Pinche casa”, dice un personaje, que ya no aguanta más a la familia los Llaveros; pero en el estreno, un crítico, apellidado Icaza, se indignó por el improperio; Novo intenta explicarse el enojo del crítico porque, a lo mejor, oyó mal, y refuta: el personaje dice “pinche casa”, no “pinche Icaza”. En la cinta, dirigida muy poco después de su puesta en escena, por Humberto Gómez Landeros, excluyó la palabrota, a cambio de dejar, efímeros pero excitantes, unos cuantos desnudos de unas extras antes de que proliferaran los horribles desnudos artísticos del cine mexicano. Y a propósito, en la edición de Empresas Editoriales de La vida en México en el periodo presidencial de Miguel Alemán, se nombra la obra Rosalba y los llaveros.)

¿Alguien había oído hablar del pitcher Salas, de los Cardenales de San Luis, quien en seis intentos de salvamento a salvado juegos juegos y tiene promedio de 1.29 en carreras limpias, además de dos victorias? Buena compañíoa le hace a Jaime García.

El día que Bob Dylan cumplió 30 años, Charlie Brown declaró que era la noticia más triste que había recibido en su vida.

martes, 17 de mayo de 2011

Las obligaciones de los críticos

Debería comenzar preguntando si los críticos tienen obligaciones, más allá de las familiares, fiscales, sociales y políticas, todas en la intimidad sin que le importen a nadie más que a su familia, a las autoridades fiscales, a la sociedad en su conjunto pero a nadie en particular, y a los dirigentes del partido político al que pertenezcan; y si no pertenecen a ninguno, sólo debe responder ante sí. Es muy importante que el cumplimiento o incumplimiento de estas obligaciones no debe ser objeto de atenciones o represalias de sus lectores y de sus muchos enemigos.
Si cae rendido ante una poetisa resbalosa, o una narradora con enjundia, allá él y sus compromisos familiares; en todo caso, si hay romance, debe recordar que no durará más de cuatro años, o dos, si son inteligentes; de cualquier manera, la crítica que haga de las obras que ella le muestre debe ser privada; si trasciende al lector público, su labor debe quedar en el anonimato y en la discreción; si se atreve a corregirla, enmendarla o sólo a mostrarle los errores para que ella los corrija, debe de abstenerse a comentarla, recomendarla y promoverla; o puede hacerlo pero en privado, con los cuates, que si se enteran del romance ya sabrán si atienden a la recomendación o la toman con las precauciones debidas. Cuando una indiscreción de cualquiera de las partes revela el romance, cuando confiesan cómo encontraron el amor, la credibilidad del crítico se hace nula. Hay casos en que, además, vivirá con el peligro del chantaje sobre de él.
Lo mismo sucede si no hay romance, pero sí relación laboral; jefe y subordinado pierden credibilidad si el crítico es elogioso, y pocas veces se atreve a reseñarlo de manera “negativa”, además de que pocos jefes aguantan, aunque digan que no, que los critiquen.
La familia resulta peor; ¿Por qué Caín va a ser siempre Caín?, dijo un famoso crítico, y así le fue, tanto a él como a Abel. Prácticamente no existe, al menos en nuestro ámbito, quien se atreva a elogiar en público, a menos que lo haga sin afanes críticos, a un familiar cercano, incluso si fuera público que sus relaciones no sean afables (hay casos célebres de enemistades fortísimas entre consanguíneos, como la de los hermanos Mann, por cuestiones políticas; en México, entre unos escritores familiares entre sí entablaron una enemistad que los llevó a extremos rudos, aunque los amigos de uno de ellos, que tomaron partido, se divirtieron muchísimo). Poco menos grave, pero de cualquier manera malo, si los elogios a un amigo no están plenamente justificados; aun así, el escritor pocas veces queda satisfecho y prefiere los elogios más rimbombantes, aunque menos justificados, de los que no son sus amigos pero buscan serlo.
Los compromisos políticos tampoco deben influir; tan grave como las otras complacencias es ésta; hay que imaginar los problemas que le acarrearía a un militante descubrir las incongruencias, incoherencias y las redundancias con que escriben los ensayistas políticos, de todos los partidos; señalarlas puede provocar que los demás militantes tachen al comentarista de traidor a la causa y reclamen que le da armas al enemigo; queda más en ridículo si obvia los errores y elogia la obra sólo por el contenido sin advertir que los errores demuestran las fallas en que puede incurrir su jefe si llega a tener un puesto de alta responsabilidad, además de que el crítico y escritor quedará en ridículo si su jefe (“moral”, cuando menos) defrauda a sus electores.
Eso no significa que el crítico no pueda tener amigos, como decía un clásico; sin amigos, independiente en lo económico y en todos los demás aspectos, sin compromisos e incorruptible; lo malo es que los demás lo creen corruptible. Gloso la solicitud que hace Gabriel Zaid en “A quien corresponda”: Doctorado en letras, con estudios en el extranjero, autor también de libros de poesía, novela y teatro (Zaid exagera: ¿cuántos en México hacen libros estupendos: cinco, seis?), para que no lo acusen de amargado, inexperto; que esté al tanto de modas, costumbres y experimentos locales y extranjeros; que invierta además tiempo en atender a jóvenes, a los aislados, a los marginados, a los resentidos, y Zaid olvida que también a los consagrados; integridad a toda prueba.
Dejo de glosar a Zaid, y prosigo: un crítico puede escribir y criticar sólo de lo que sabe, y no debe verse obligado a comentar todo lo que aparece y todo lo que le llega; no debe ser presionado para leer un libro más rápido de lo que puede, ni tampoco libros que no le gustan; pero parece una condición que el crítico tenga gustos; es inhumano pedirle lo contrario, pero no deben influirlo; Carlos Fuentes ha dicho que es un deporte en Perú pegarle a Vargas Llosa, en Argentina a Cortázar (lo dijo cuando leían a Cortázar; ahora le pegan sin leerlo) y en México a él; entre sus libros más recientes hay algunos que serán leídos con inteligencia dentro de algunos años, no ahora, en que los críticos se han especializado y encuentran absurdo que para leer novela haya que conocer filosofía, y otros que no encuentran la razón de hacer novela con tesis filosóficas, y menos sobre filósofos que no están de moda; así, La voluntad y la fortuna encontrará lectores idóneos en otros lugares y en otros tiempos. Carlos Fuentes, Octavio Paz, y algunos otros, son leídos con prejuicios, favorables o negativos, pero con prejuicios. Lo mismo sucede en otros campos de la literatura; ¿Enrique Krauze tendrá lectores que encuentren lo que escribe, lo que plantea, sin despertar enojos y acusaciones que no tienen nada que ver ni con la realidad y menos con sus libros? Quienes leen a José Agustín ¿no están esperando una continuación de De perfil o de Ciudades desiertas? ¿Los lectores de Pacheco encuentran otros elementos que no sean el “ready-made” en su poesía, aunque los hay por montones; y no buscan en sus relatos aventuras juveniles?
Es difícil que el crítico se deshaga de prejuicios, y que no etiquete a los escritores que comenta; ¿cómo justificar que no entienda el libro serio de un novelista considerado como humorista? Sólo que dictamine que ese libro es un fracaso, que advierta una decadencia en el autor; es humano que el lector busque que el escritor crezca y madure como él (la idea es de Pacheco, al hablar de Sabines), y cuando no hay esa similitud, hay desilusión. Pero tampoco se le puede pedir al crítico que esté más allá de su época; hay reseñas famosas en las que el crítico se equivoca por completo, pero sólo se ve con el paso del tiempo. Los ejemplos sobran: un lector inteligente que menospreció En busca del tiempo perdido, un editor que pidió que se simplificara Santuario, un dictaminador que desechó La ciudad y los perros, un crítico que aconsejó que Sainz guardara Gazapo cinco años y que al cabo de ese tiempo le escribiera para agradecerle el consejo; el novelista que reprobó la novela de su amiga para después copiarla a lo largo de su obra.

El crítico, en efecto, debe leer sin prejuicios; pero hay quien desde las primeras páginas está redactando su nota, lo que provoca que desde el principio esté equivocado; pero hay libros que incomodan, que no se ajustan a lo esperado, y exigen una cultura, una información no siempre accesible para el crítico (y para los lectores, en general), porque hay autores que escriben sus libros pensando en una editorial, y como los escritores actuales buscan publicar en todas las editoriales posibles, hacen más difícil su lectura (no que su obra sea publicada, la totalidad, en tres o cuatro editoriales, sino que quieren una novela en Era, otra en Planeta, otra en Océano, otra en Alfaguara, otra en Grijalbo y otra en Anagrama, en ocho ños).
¿Pero es deber de los críticos señalar los errores obvios? Hay otros que el lector desconoce, pero los nota aunque no sepa de qué se tratan: un adverbio por otro, el uso inadecuado del “le”, el uso erróneo de una palabra en una época en que no era popular; y otras aún más invisibles, como los ríos, las cajas, los callejones, las iudas, las huérfanas, el tamaño de las versalitas, el uso inadecuado de las versalitas, las palabras mal divididas (y no tanto en lo ortográfico como en lo tipográfico, como ser-vicio público, sa-cerdote, espectá-culo impresionante, dis-puta entre amigos) que se prestan a equívocos; hay libros mal impresos, en que no concuerda el número de líneas incluso en páginas encontradas, en que hay manchas en el negativo que se cuelan a la impresión, o que tienen menos tinta en unas páginas que en otra, o lo que es más común, en alguna parte de una página. Esos errores editoriales no modifican la calidad de una obra, aunque sí del libro. ¿Es correcto señalarlo a los lectores? Sí, aunque las consecuencias sean funestas: hay editoriales que en cuanto reciben una crítica negativa, dejan de dar cortesías a los críticos, aunque sean sus amigos: prefieren conservar la amistad antes que recibir un coscorrón.

Siguen las aproximaciones a los juegos sin hit, y ya hubo uno de un hit aunque el que lo sufrió terminó ganando.¿ Irán a ser más cuidadosos con los lanzadores ahora, les aplicarán más exámenes antiestimulantes artificiales?
Adrián González, de tener un jonrón en más de 110 turnos, pasó a pegar ocho en 14 días, lo que sube su pronóstico a 40 jonrones y 150 producidas en la temporada. Lo mejor es el número de juegos que decide. Eso lleva a recordar los inicios de su carrera en las Grandes Ligas, que pegaba jonrones pero no tantos, y jugaba para uno de los peores equipos de las Mayores; nadie se fijaba en su fildeo, en sus malabares, en que ganaba guantes de oro por su labor en la primera base; ahora le dicen mexicano, aunque es chicano; asegún la Constitución, es tan mexicano como Augie Ojeda y Bob Ojeda (que no son parientes), pero como éstos sólo son buenos y no superestrellas, nadie en México se siente orgulloso de su calidad, de sus muchas hazañas. Pasaron, y pasan, tan inadvertidos como Adrián, a quien sólo lo aceptaron como mexicano cuando encabezó la Liga Nacional en jonrones poco antes de un juego de estrellas, hace un par de tremporadas, aunque ya lleva sus buenos años en Grandes Ligas.

domingo, 8 de mayo de 2011

Contra la crítica constructiva

Al hablar de Tomás Segovia y de Ramón Xirau, Octavio Paz dijo que ejercían ellos dos una singular forma de la crítica: la generosidad, y en su correspondencia con Perre Gimferrer, Paz menciona varias veces las notas cordiales de Xirau.
En su larguísima plática con James R. Forston, Carlos Fuentes es despiadado con los críticos: “…Cuando la crítica, como sucede tantísimo en los países de habla hispana –que son los países que inventaron la envidia intelectual; esto viene desde Séneca, y en ella se quedaron, como petrificados–, sólo expresa las deficiencias y frustraciones del crítico, o es un acto de venganza, o una flatulencia privada contra un libro porque el autor no invitó al crítico a una fiesta… pues este género de crítica provinciana no sirve para nada […] En muchas ocasiones yo he querido agradecerle a algún crítico norteamericano o europeo alguna buena crítica –buena porque me ha iluminado, me ha enseñado algo, aun cuando el libro no le haya ‘gustado’ al crítico en cuestión–, pero mis editores me lo han prohibido y los críticos mismos han dicho que no quieren conocerme, que ellos quieren leer los libros y criticarlos con la mayor objetividad, información e inteligencia […] Debería mediar un océano entre el crítico y la obra criticada […] Existe cuando la hacen los escritores. Cuando Octavio Paz hace crítica, o cuando la hacen José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Ramón Xirau, Julieta Campos o Salvador Elizondo, entonces sí estamos ante críticos serios. Pero son siempre escritores que saben lo que cuesta escribir, no dómines iletrados que expresan sus frustraciones gracias a la pequeña atalaya de una columnita en una pequeña revista que se lee en las peluquerías…” [¿Se refería a la revista Siempre!, donde colaboraban casi todos los que mencionó como buenos críticos y que era de las que estaban en todas las peluqierías?] En una charla con Miguel Ángel Queimán, recopilada por Jorge F. Hernández en Carlos Fuentes: Territorios del tiempo, afirma: “Yo no escribo crítica negativa, celebro autores y libros que me gustan, es lo que hago, sobre todo cuando escribo. Rara vez he escrito alguna cosa adversa, mucho menos negativa o vengativa, contra un escritor. Para mí la crítica es, en primer lugar, una celebración, un goce, una albricia, un anuncio, una anunciación casi en el sentido cristiano religioso. Pero más allá de eso, un intento de encontrar la correspondencia que la obra reclama, la correspondencia crítica […] Cuando esto se da en el grado más alto, cuando realmente la crítica corresponde a la obra, es casi una obra tan buena como la que le dio origen […] yo creo que tratar de limitar una obra a su temática o decir ésta no fue la intención del autor, es un insulto al autor, todos sabemos que al escribir cuántas cosas se dan cita en una obra, cuántas cosas confluyen, cuántas influencias, lecturas, sensaciones, cuántas referencias que no aparecen en la obra, están en el ánimo del escritor y reaparecen en el ánimo del buen lector, lo que pasa es que hay buenos lectores y malos lectores, y buenos y malos críticos. No hablemos de eso.” En Los narradores ante el público, dijo una frase más contundente: “esta comunidad literaria canibalística, en la que la competencia se confunde con la riña y la crítica con la insidia.”
En ese mismo ciclo de conferencias autobiográficas, José Emilio Pacheco dijo: “Rodin aconsejaba no temer las críticas injustas. Sólo aceptar las que confirman una duda. Lamentable o venturosamente, siempre tengo dudas […] Elogios o censuras debieran encontrarnos lo bastante ocupados en escribir como para que nos afecten […] Puesto que he subsistido gracias al periodismo literario, con la mejor intención algunas personas suponen que soy o pretendo ser un crítico. No es verdad. Me interesa, nada más, hablar de lo que me gusta. Siempre desde el ángulo de un lector vocacional, nunca de un crítico. No es por comodidad: al elogiar lo que admiro cubro mi obligada cuota de enemigos más amplia que al atacar a alguien. Cuando me he ‘metido’ contra un libro, recibo sólo felicitaciones: a todos les agrada que dé en otro blanco la bala que pudo rebotar hacia ellos.”
Al hablar Fuentes sobre Monsiváis, si particularizamos, parece que se equivoca: una nota suya en la Revista de la Universidad de México provocó una enemistad entre él y Luis Spota que duró muchísimos años, y que no terminó ni bajó de tono; quien la haya leído no pensará que fue dictada por la generosidad, aunque no pueda desmentirla; la crítica que hacía Monsiváis en El cine y la crítica era demoledora, como también lo eran sus comentarios incluso de su sección de recortes “Por mi madre, bohemios”. Una nota suya provocó la renuncia de Jorge Ibargüengoitia a la Revista de la Universidad.
¿Las críticas de Raúl Prieto contra la Real Academia serían igual de contundentes si hubieran sido escritas con generosidad, con ánimo de enmendar los errores; digamos, crítica constructiva? La respuesta es obvia.
En Trazos, Juan García Ponce recoge varias críticas generosas sobre teatro, directores, actrices, pintores, escritores: ninguna es tan memorable como la nada generosa nota contra una revista monográfica sobre pintura mexicana escrita por Alfonso de Neuvillate, en la que no se advierte el deseo de ayudarlo a mejorar, que es lo que dicen los escritores que deben hacer los críticos. Cuado muchos años después hubo una nota acerca de De Anima, imitando esa nota contra Neuvillate, se molestó tanto como debe haberlo hecho Neuvillate con García Ponce.
Alfonso Reyes, escritor amable sin perder inteligencia; sabio y de una escritura excelente, y quien siempre tenía palabras de aliento para todos, llenaba sus conferencias acerca de las letras mexicanas con tantas flores como macetas, más divertidas las segundas que las primeras; pese a esas y muchas otras opiniones que a veces marcaban a los criticados, resintió hasta el alma los desalmados y despiadados señalamientos que le hizo Salvador Novo a sus Cuestiones gongorinas, en donde no había comentarios, sólo “dice” y “debe decir”; la larga amistad entre ambos no hizo que menguara el dolor por aquellas apostillas.
No niego que algunos críticos se solacen al escribir una nota negativa; hay algunos reseñistas, a los que no debe negárseles el epíteto de críticos aunque sus notas sean breves y tengan más el sentido de anuncio que de un trabajo largo, que tratan de equilibrar: dos notas negativas, una positiva, una negativa, dos positivas; las notas positivas deben estar muy bien escritas y señalar aciertos que no vean otros lectores, porque si no, pasan inadvertidas; muchas parecen calcas de las solapas y de las cuartas de forros de los libros reseñados. Hay comentaristas cuyas notas positivas se leen sin interés, y en cambio, los lectores gozan cuando hacen notas negativas.
¿Pero existen notas negativas? Sólo las hechas por encargo para atacar a alguien: porque no pertenece a su círculo, porque tiene ideas políticas opuestas a las del reseñista (o su jefe), porque el crítico considera enemigo al autor de un libro, o lo hace como portavoz de un grupo mafioso, aunque sus integrantes ataquen a los miembros de otras mafias. Pero nadie, ni siquiera Paz o Fuentes, cuando hicieron crítica, pretendían señalar errores para enmendarlos; particularmente en el caso de la crítica cinematográfica, la menos amable que se ha escrito en México, pretendía que con ellas los directores, o actores, mejoraran su trabajo. De buena fe, pero se dedicaron a señalar errores; a veces, sólo los describían; otros, con aliento parecido a la mala fe, se solazaban en ellos.
La crítica debe ser desinteresada; no debe pretender mejorar una obra; los políticos piden a la gente que no critique, que proponga soluciones; o sea, que le hagan el trabajo, y además sin molestarlos. Claro que las reseñas, cuando hay –el género ha sido sustituido por los cebollazos o por las entrevistas, que le ahorran al crítico el trabajo de leer–, tienen más el propósito de anunciar a los lectores la aparición de algún libro, y a veces, celebrar la reedición de títulos importantes; pero no basta el solo anuncio: hay que avisarle qué puede esperar de los libros: lecturas entretenidas, gozosas, indispensables, y por dónde encontrarlos: la trama, los personajes, las anécdotas, las referencias cultas o populares, el lenguaje, la estructura; en dónde está lo original, o cuando menos lo novedoso; no siempre se está preparado para las sorpresas: un cambio en el estilo de uno de los autores favoritos, un nuevo escritor que desde el primer libro asombra, el “fracaso” de un autor renombrado, un trabajo excelente de un escritor rutinario; no todos los reseñistas están capacitados para leer diferentes géneros, ni tienen por qué estarlo, para eso se especializan en narrativa, o en sociología, o en historia; pocos se animan a entrarle a la poesía, y por ello, cuando comentan un libro de ese género, se dedican a transcribir párrafos hasta llenar las dos cuartillas requeridas. La incomodidad que representa encontrar un libro malo de un autor al que se le admira, y la más grave aún que representa el libro malo de un amigo, dispuesto a retirarle el habla al comentarista que no la considera obra maestra, y de ofenderse si no la comenta.
Si la reseña sirve para recomendar libros, ¿por qué entonces mencionar alguno malo, o hacer una reseña “negativa”, cuando hay tantos libros no tan malos? Porque es obligatorio advertirle al lector que se encontrará con datos equívocos en fechas, en precisión de datos, en transcripciones fallidas, en erratas o errores que no siempre cambian el sentido del texto, pero que le quitan credibilidad al que comete el error, o al que hizo la traducción. Porque la prosa se envicia con frases incorrectas, que pueden pasar al lenguaje cotidiano y empobrecerlo más, contaminado por la televisión o el radio o el mal periodismo; y no es que los críticos vayan a enderezar el mundo, pero cuando menos que quede constancia; algunos lectores tomarán cuenta de ello; la escritura por lo regular es apresurada, y muchos autores no advierten sus propios errores, y los resultados suelen ser grotescos.
Claro que hay críticos malvados y perversos; no tanto los que gozan al encontrar un error y señalarlo, sino los que se desquitan de las enemistades que van sembrando a lo largo de su vida; y cuando ya hicieron una reseña favorable, la enmiendan en una edición posterior, no corrigiendo sus propias erratas, sino cambiando el sentido: así, una frase como “A Fulano le rezumba el mango para narrar”, lo convierten en “si le rezumba el mango podría crear en lugar de transcribir”.
Claro que hay críticos que en sus lecturas muestran que no tienen lecturas, ¿pero qué puede hacerse con ellos? Claro que hay otros que no critican, sino que relatan y develan su vida sentimental. ¿Y qué pueden hacer las afectadas?
Pero para volver al motivo principal, insisto en que la crítica debe ser desinteresada, imparcial y lo más objetiva posible, aunque el criticado sea un amigo entrañable; tanto, como entrañable son dos anécdotas: Manuel Gutiérrez Oropeza tomó el relato que un amigo pidió leyera y opinara; aunque estaba ubicado en los años ochenta en un ambiente citadino, Manuel comenzó a leerlo como si fueran personajes de Rulfo, con tono y entonación rural; el efecto fue contundente; el autor, ahora célebre, no lo soportó y destruyó el cuento; la otra anécdota que me obsequió Roberto Sosa: Armando Calvo enfermó repentinamente, y debió ser hospitalizado: el pronóstico era grave; su amigo José María Linares Rivas, uno de los grandes villanos del cine mexicano y que veía a las mujeres (en el cine) con una expresión de deseo muy elocuente, no dejó de estar a su lado mientras duró la gravedad, con una fidelidad asombrosa, aunque cotidiana en el ambiente artístico; al enterarse, varios amigos fueron al hospital; al encontrar a Linares Rivas, con la cara entre las manos, angustiado, uno de ellos le preguntó: “¿Cómo está Armando?”. Y con su expresión característica, y voz contundente, respondió: “¿Lo viste en el Tenorio?”; (fue uno de los Don Juan más popular en el teatro en España y en México). “Sí”, le contestó el interlocutor. “Está peor”, concluyó Linares Rivas.

El viernes el mexicano Jaime García perdió el juego perfecto y luego el sin hit en la octava entrada, pitcheando para los Cardenales de San Luis; el sábado, el mexicano Yovani Gallardo de Milwaukee regresó la hazaña y tiró ocho entradas con un solo hit, que recibió precisamente en esa entrada; en la semana hubo dos sin hit, y ya van tres de uno en la temporada, que apenas está llegando a la quinta parte del calendario; el sábado hubo seis blanqueadas. Hoy domingo dos. ¿Será efecto de que los bateadores ya no están consumiendo esteroides, o son los pitchers los que los están probando? Adrián González, para quien pronosticaron que pasará de los 40 cuadrangulares este año, con Medias Rojas, hoy pegó apenas su cuarto jonrón del año.

lunes, 2 de mayo de 2011

Editores o correctores

Uno de los libros más curiosos que he leído recientemente, La novela, el novelista y su editor, de Thomas McCormack, editado por el Fondo de Cultura Económica y Libraria, y traducido con titubeos por Juana Inés Dehesa, presenta una situación muy común en las series televisivas, en algunas cintas clase C, y en una que otra novela reciente: el trabajo de editor, que no existe, o no existía, en las editoriales mexicanas, pero que es muy socorrido en empresas estadunidenses, inglesas y canadienses, y obviamente en algunas europeas: están a cargo de jóvenes recién egresados de las carreras de Letras, en una envidiable e irreal equidad de género, y que se encargan de darle en la madre al trabajo de los escritores (ayer 1 de mayo apareció una notita en El Librero, la columna que bajo mi nombre aparece los domingos en El Universal, acerca de este curioso libro).
Por lo regular los editores tienen en el fondo de su alma una obra maestra que no pueden escribir sino hasta que los corren de la chamba, o ellos se hartan y renuncian, o abandonan el trabajo por alguna desilusión amorosa. Alguna vez Huberto Batis precisó que en México sucede al revés que en el mundo sajón; aquí los críticos y los escritores terminan haciendo la labor editorial (Emmanuel Carballo, Bernardo Giner de los Ríos, Sergio Galindo, Jesús Arellano, el mismo Batis, Rogelio Carbajal, entre muchísimos), por no hablar de los editores que ni siquiera emprendieron la escritura más que como afición (Joaquín Díez-Canedo, Rafael Gimenes Siles, Juan Grijalbo, Justo Molachino, Bartolomé Costa-Amic), y de los escritores que dirigieron editoriales o colecciones sin abandonar la escritura (Jaime Labastida, Juan García Ponce). Y eso que no hablamos de los que dirigieron revistas o suplementos, más los muchos que han llevado paralelas las tareas literarias con las editoriales, sea como correctores o traductores. En el mundo sajón es al revés: los editores pueden convertirse en literatos (Edmund Wilson, por citar un ejemplo mayor).
Será porque los editores se hayan creído el mito del importantísimo trabajo de los editores, pero están invadiendo un terreno que no les pertenece; ponen como ejemplo la “edición” que hizo Ezra Pound con La tierra baldía, de T.S. Eliot; pero se olvidan que no lo hizo como editor, sino como lector. Su trabajo debería ser simplemente encontrar las fallas de un manuscrito; ellos creen que lo que hacen es decirle a los escritores qué quieren los lectores y hacer que los autores se sometan a su voluntad, y supriman escenas, eliminen personajes, y hasta sugieren el final de un libro, si es que ellos suponen que sería mejor que el original.
Eliseo Alberto y Jorge F. Hernández me contaron que uno de los mejores escritores hispanoamericanos tuvo que enfrentarse a un lector recomendado por Carmen Balcells, que luego de una sesión de trabajo de varias horas, el autor, asombrado, reconoció errores que no imaginaba, y que el lector, un jovencísimo a quien no le importaban ni el renombre ni los premios que había obtenido (hasta entonces) el novelista consagrado, hizo que aceptara muchísimos cambios a su novela; no dudo de la veracidad de estos fabulistas que cuentan historias reales como si fueran fantásticas; de lo que dudo es de los resultados, porque la novela que dicen que el joven obligó a corregir a ese escritor es bastante mala, con unas cuantas escenas buenas pero con el conjunto de la obra muy endeble, inverosímil, mal narrado. Lo que quiere decir que los cambios empeoraron el libro, o no sirvieron para mejorarla y ponerla a la altura de sus libros buenos.
En mi breve reseña apunté que el coronel Aureliano Buendía, de Cien años de soledad, durante el tiempo que está en la guerra, lava diario sus pantalones, pero nunca los calzoncillos; si un lector-editor hubiera detectado esa inconsistencia, y sugerido a García Márquez que la enmendara, ¿hubiera mejorado la novela? McCormack no hace referencia a ese libro, pero sugiere que, de haber estado en sus manos, habría mejorado novelas de Norman Mailer, y que en todo caso los guionistas de La edad de la inocencia mejoraron para el cine la novela de Edith Wharton, y que si estuviera en su posibilidad, también mejorarían El gran Gatsby.
La clave está en que opina que las obras deben adecuarse al gusto de los lectores, y a lo que esté de moda; que los editores deben tener la intuición para saber qué va a sobrevivir a la época, como libros populares; así, se habrían ahorrado los editores la monserga de publicar las novelas de la antinovela, a los que confiesa no entender, o por lo menos no le gusta; es claro que esa corriente literaria no le gustó al gran público, si por gran público se entiende un núcleo numeroso, que deje ganancias a las editoriales. Pero le gustó a lectores exigentes.
McCormack da unas claves que, al lector común, le sirven para mejorar sus lecturas; qué debe buscar, qué tiene que encontrar, cómo descifrar a los personajes, qué debe atender en la trama y en la subtrama; si los personajes secundarios son necesarios, si la estructura es sóliday adecuada, y que si en la tercera página el protagonista recuerda o menciona un objeto, ese objeto debe tener una utilidad; si es un revólver, con él debe matar a otro personaje, o le debe servir para espantar a unos que quieren intimidarlo; si vio un revólver en el cajón de un buró (cómoda, debe corregir, para que así se entienda en España, que es la que dicta la moda editorial), debe volver a aparecer. Eso nos lleva a sospechar que si el narrador toma un panecillo y al morderlo se le desata una serie de recuerdos, en algún momento de las siguientes 2,200 páginas debe volver a surgir el panecillo; si no, hay que advertirle al autor que esa escena no sirve; en todo caso, recortar la trama a unas 400 páginas, porque si no el lector va a estar esperando que vuelva a comer panecillos (es lo que hizo Alfred Hitchcock cuando advirtió que el público no atendía la trama de sus películas por tratar de ver si aparecía en sus famosos cameos, y decidió aparecer en el primer rollo, así el espectador satisfacía su curiosidad y ya atendía el argumento; eso también llevaría al editor a sugerir que si en To catch a thief aparece un gordito molesto con un niño en el camión donde escapa Cary Grant, y no vuelve a aparecer, es mejor suprimirlo; pero ya me estoy desviando). A un novelista que intente apantallar describiendo una iglesia durante todo un capítulo, hay que ayudar a aligerar el libro cortando ese capítulo, y decirle a otro que qué tiene que ver, en una historia de amor, la manera en que se fabrican quesos y mantequillas: que se concrete a lo que quiere el lector, y sobre todo la lectora (a los autores le sugerirían que se cambiaran el nombre: a Victor Hugo, que se pusiera apellido; a Thomas Hardy, que firmara “Tom”).
¿El editor debe evitar la publicación de libros sin éxito para que la empresa no sufra pérdidas? Con ese criterio, ninguna editorial hubiera publicado Rojo y negro, que como se sabe vendió exactamente 80 ejemplares en vida del autor; con ese criterio el mundo se hubiera salvado de un libro de poemas llamado Fervor de Buenos Aires, que vendió tan pocos ejemplares que el autor estuvo tentado de ir a casa de cada comprador para agradecerle personalmente el gesto. Con ese criterio, los melómanos se habrían ahorrado un disco de Don Van Vliet, que tuvo que recurrir al truco de decir que tres mil escuchas no podían estar equivocados (tres mil pueden ser muchos compradores para un libro de poemas, e incluso para uno de cuentos o una novela, pero no son nada si ahora las disqueras rescinden el contrato de una cantante si no vende un millón de ejemplares en un mes).
También afirma que debe haber un editor ideal para cada escritor; cuando menos, para cada género, porque se requiere un olfato, una intuición, una especialidad casi, para cada libro; no es lo mismo leer poesía que leer novela, y no es lo mismo una novela romántica (sentimental, mejor dicho) que una policial, y cada género tiene sus reglas específicas. No es lo mismo una novela cristera que un retrato del México contemporáneo que una novela italiana sobre la desesperanza que una novela francesa sobre los conflictos entre padre e hijo que una novela alemana sobre la Guerra Mundial que una antinovela mexicana que una novela sobre la suplantación de Dios, ni éstas tienen semejanza con la poesía española del destierro o con una poesía experimental que implique tres lecturas paralelas y simultáneas que un poemario sobre la permanencia o la fugacidad del tiempo, o un ensayo sobre la relación entre el erotismo y la muerte o contra el realismo socialista, o contra el capitalismo salvaje o una historia sucinta de los aztecas y de los incas. Cada uno de estos libros necesitaría un editor específico. Pero resulta que fue uno solo quien hizo todo eso, y en México: Joaquín Díez-Canedo.
Sobrarían los ejemplos de la labor realizada por Arnaldo Orfila Reynal, Daniel Cosío Villegas, Neus Espresate y Vicente Rojo; la diversidad de temas, tratamientos, experimentos no disminuyó la calidad, elegancia y belleza de las ediciones; fueron amigos y críticos de los autores, y no se detuvieron nunca ante la amistad y la admiración para señalarle los errores, pero jamás se atrevieron a insinuarles siquiera un cambio, menos una supresión, pero fueron implacables corrigiendo errores y erratas.
¿Por qué en México no ha habido grandes editores? Tal vez porque en todo el siglo XX hay excelentes correctores de estilo. Los que saben de ediciones apuntan que no es exactamente un estilo, porque a los escritores no se les corrige el estilo, sino que se les encuentra algunos detalles gramaticales: por la prisa, y luego porque conocen demasiado su libro, suelen cometer errores de concordancia (tantos, que cuando escriben bien el “le dio”, creen que está mal, que debe ser “les dio”); poner los acentos de “aun” o quitar los de “aún”, cuando sea menester; a corregir verbos mal conjugados; y todo eso sin que el autor se dé cuenta, para no ganarse su rencor.
Pero los correctores de estilo, además de corregir gramática, suelen toparse con algunos errores: un cojo que se echa a correr despavorido, el sexo de un personaje que muy machito aparece después como mujer; la aparición de un personaje fallecido páginas antes, o la desaparición de un personaje perdido entre tantas páginas y muchos otros personajes (lo que sucede con mucha frecuencia y a escritores no por descuidados menos geniales: ya se sabe que un personaje que se le perdió a Fuentes fue rescatado muchos años después en una novela de García Márquez); hacer ver que las cabezas de ganado que supone tiene uno de sus protagonistas en la realidad no cabrían en las hectáreas que le adjudica, y que no es lo mismo percibir que advertir, así como tampoco lo es sorprender que asombrar; los resultados son asombrosos: el autor, que no lo advierte, suele presumir: ¡qué bien escribo!
Cuando se tienen mucha confianza, los correctores comentan con los autores ciertos detalles: ese personaje es muy pedante; ese capítulo es muy denso (¡mira que describir la perilla de una puerta durante tres páginas!); así no hablan los muchachos de clase media; el autor puede agradecer, pero pocas veces va a hacer caso. En realidad, sirven más otras observaciones: ese hueso no se llama trocánter, el trocánter está más arribita; la calle que describes no existía en la época de tu novela; bo había autocinemas en los años cuarenta; San Martín de Porres no era santo en la época de Santa Anna, ni siquiera en la época de oro del cine mexicano; esa canción es de los Kinks, no de Led Zeppelin; el baterista de Rolling Stones es Charlie Watts, no Brian Jones (por asombroso que parezca, son detalles que han aparecido en libros hispanoamericanos). Claro que hay autores que ignoran eso, o los engaña la memoria (de un autor especializado en imitar a sus maestros, dicen las buenas lenguas que tiene una memoria privilegiada: sólo se acuerda de lo que le conviene). El problema real consiste en que el corrector, o si se quiere, el editor, debe saber eso: cómo se llama el palo donde se cuelga la vela mayor en un barco; la diferencia entre erección y la proximidad de una embarcación para navegar; el número de huesos en el cuerpo; las fechas precisas de una acción histórica (Joaquín Díez-Canedo decía, según Tito Monterroso, que Tito era muy bueno para las fechas pero no tan bueno para las erratas); la diferencia entre ministro y secretario de Estado; cómo se le llama al acto en que alemanes y españoles saquearon Roma en el siglo XVI; los nombres de los más famosos campeones de boxeo en todas las categorías y en todos los países; la verdadera estatura de Morelos; en qué año ganó Stan Musial todas las categorías de bateo en la Liga Nacional, excepto en jonrones, y muchos datos más, aparentemente inútiles, pero que evitan que en una novela se diga que Willie Mays lanzó un tiro hacia el campo del centro.
El editor puede o no gustar del libro; por lo regular no sólo le gusta, sino que le fascina y es su mejor lector, pero no puede hacerle sugerencias al autor, como quitar personajes o suprimir capítulos o modificar el final; le tentación suele ser fuerte, pero para resistirla deja la pluma lejos, y se pone a leer el manuscrito, recostado, con toda comodidad, que era lo que hacía Bernardo Giner de los Ríos, quien confesaba que si leía un libro, ya publicado, de pie o sentado, comenzaba a corregirlo.
Algo más: en la Ley Federal de Derecho de Autor, en el Artículo 21 Fracción III se prohíbe hacer cualquier cambio a un manuscrito, y en el Artículo 45 y 46, deja toda posibilidad de cambio o corrección a la voluntad del autor, dejándole además la responsabilidad de cargar con los gastos en que ocurra el editor como consecuencia de ello.
(Así, si el “editor” sugiere que si no cambia el final, si no suprime a un personaje o si no modifica el capítulo que al “editor” le moleste, no publica el libro, ¿viola la ley? ¿Y si el autor, al que le falten calzones para oponerse y termina por aceptar, debe correr con los gastos originados?)
En una muy próxima entrega, algunas anécdotas famosas y otras no tanto de correcciones de libros célebres.