lunes, 2 de mayo de 2011

Editores o correctores

Uno de los libros más curiosos que he leído recientemente, La novela, el novelista y su editor, de Thomas McCormack, editado por el Fondo de Cultura Económica y Libraria, y traducido con titubeos por Juana Inés Dehesa, presenta una situación muy común en las series televisivas, en algunas cintas clase C, y en una que otra novela reciente: el trabajo de editor, que no existe, o no existía, en las editoriales mexicanas, pero que es muy socorrido en empresas estadunidenses, inglesas y canadienses, y obviamente en algunas europeas: están a cargo de jóvenes recién egresados de las carreras de Letras, en una envidiable e irreal equidad de género, y que se encargan de darle en la madre al trabajo de los escritores (ayer 1 de mayo apareció una notita en El Librero, la columna que bajo mi nombre aparece los domingos en El Universal, acerca de este curioso libro).
Por lo regular los editores tienen en el fondo de su alma una obra maestra que no pueden escribir sino hasta que los corren de la chamba, o ellos se hartan y renuncian, o abandonan el trabajo por alguna desilusión amorosa. Alguna vez Huberto Batis precisó que en México sucede al revés que en el mundo sajón; aquí los críticos y los escritores terminan haciendo la labor editorial (Emmanuel Carballo, Bernardo Giner de los Ríos, Sergio Galindo, Jesús Arellano, el mismo Batis, Rogelio Carbajal, entre muchísimos), por no hablar de los editores que ni siquiera emprendieron la escritura más que como afición (Joaquín Díez-Canedo, Rafael Gimenes Siles, Juan Grijalbo, Justo Molachino, Bartolomé Costa-Amic), y de los escritores que dirigieron editoriales o colecciones sin abandonar la escritura (Jaime Labastida, Juan García Ponce). Y eso que no hablamos de los que dirigieron revistas o suplementos, más los muchos que han llevado paralelas las tareas literarias con las editoriales, sea como correctores o traductores. En el mundo sajón es al revés: los editores pueden convertirse en literatos (Edmund Wilson, por citar un ejemplo mayor).
Será porque los editores se hayan creído el mito del importantísimo trabajo de los editores, pero están invadiendo un terreno que no les pertenece; ponen como ejemplo la “edición” que hizo Ezra Pound con La tierra baldía, de T.S. Eliot; pero se olvidan que no lo hizo como editor, sino como lector. Su trabajo debería ser simplemente encontrar las fallas de un manuscrito; ellos creen que lo que hacen es decirle a los escritores qué quieren los lectores y hacer que los autores se sometan a su voluntad, y supriman escenas, eliminen personajes, y hasta sugieren el final de un libro, si es que ellos suponen que sería mejor que el original.
Eliseo Alberto y Jorge F. Hernández me contaron que uno de los mejores escritores hispanoamericanos tuvo que enfrentarse a un lector recomendado por Carmen Balcells, que luego de una sesión de trabajo de varias horas, el autor, asombrado, reconoció errores que no imaginaba, y que el lector, un jovencísimo a quien no le importaban ni el renombre ni los premios que había obtenido (hasta entonces) el novelista consagrado, hizo que aceptara muchísimos cambios a su novela; no dudo de la veracidad de estos fabulistas que cuentan historias reales como si fueran fantásticas; de lo que dudo es de los resultados, porque la novela que dicen que el joven obligó a corregir a ese escritor es bastante mala, con unas cuantas escenas buenas pero con el conjunto de la obra muy endeble, inverosímil, mal narrado. Lo que quiere decir que los cambios empeoraron el libro, o no sirvieron para mejorarla y ponerla a la altura de sus libros buenos.
En mi breve reseña apunté que el coronel Aureliano Buendía, de Cien años de soledad, durante el tiempo que está en la guerra, lava diario sus pantalones, pero nunca los calzoncillos; si un lector-editor hubiera detectado esa inconsistencia, y sugerido a García Márquez que la enmendara, ¿hubiera mejorado la novela? McCormack no hace referencia a ese libro, pero sugiere que, de haber estado en sus manos, habría mejorado novelas de Norman Mailer, y que en todo caso los guionistas de La edad de la inocencia mejoraron para el cine la novela de Edith Wharton, y que si estuviera en su posibilidad, también mejorarían El gran Gatsby.
La clave está en que opina que las obras deben adecuarse al gusto de los lectores, y a lo que esté de moda; que los editores deben tener la intuición para saber qué va a sobrevivir a la época, como libros populares; así, se habrían ahorrado los editores la monserga de publicar las novelas de la antinovela, a los que confiesa no entender, o por lo menos no le gusta; es claro que esa corriente literaria no le gustó al gran público, si por gran público se entiende un núcleo numeroso, que deje ganancias a las editoriales. Pero le gustó a lectores exigentes.
McCormack da unas claves que, al lector común, le sirven para mejorar sus lecturas; qué debe buscar, qué tiene que encontrar, cómo descifrar a los personajes, qué debe atender en la trama y en la subtrama; si los personajes secundarios son necesarios, si la estructura es sóliday adecuada, y que si en la tercera página el protagonista recuerda o menciona un objeto, ese objeto debe tener una utilidad; si es un revólver, con él debe matar a otro personaje, o le debe servir para espantar a unos que quieren intimidarlo; si vio un revólver en el cajón de un buró (cómoda, debe corregir, para que así se entienda en España, que es la que dicta la moda editorial), debe volver a aparecer. Eso nos lleva a sospechar que si el narrador toma un panecillo y al morderlo se le desata una serie de recuerdos, en algún momento de las siguientes 2,200 páginas debe volver a surgir el panecillo; si no, hay que advertirle al autor que esa escena no sirve; en todo caso, recortar la trama a unas 400 páginas, porque si no el lector va a estar esperando que vuelva a comer panecillos (es lo que hizo Alfred Hitchcock cuando advirtió que el público no atendía la trama de sus películas por tratar de ver si aparecía en sus famosos cameos, y decidió aparecer en el primer rollo, así el espectador satisfacía su curiosidad y ya atendía el argumento; eso también llevaría al editor a sugerir que si en To catch a thief aparece un gordito molesto con un niño en el camión donde escapa Cary Grant, y no vuelve a aparecer, es mejor suprimirlo; pero ya me estoy desviando). A un novelista que intente apantallar describiendo una iglesia durante todo un capítulo, hay que ayudar a aligerar el libro cortando ese capítulo, y decirle a otro que qué tiene que ver, en una historia de amor, la manera en que se fabrican quesos y mantequillas: que se concrete a lo que quiere el lector, y sobre todo la lectora (a los autores le sugerirían que se cambiaran el nombre: a Victor Hugo, que se pusiera apellido; a Thomas Hardy, que firmara “Tom”).
¿El editor debe evitar la publicación de libros sin éxito para que la empresa no sufra pérdidas? Con ese criterio, ninguna editorial hubiera publicado Rojo y negro, que como se sabe vendió exactamente 80 ejemplares en vida del autor; con ese criterio el mundo se hubiera salvado de un libro de poemas llamado Fervor de Buenos Aires, que vendió tan pocos ejemplares que el autor estuvo tentado de ir a casa de cada comprador para agradecerle personalmente el gesto. Con ese criterio, los melómanos se habrían ahorrado un disco de Don Van Vliet, que tuvo que recurrir al truco de decir que tres mil escuchas no podían estar equivocados (tres mil pueden ser muchos compradores para un libro de poemas, e incluso para uno de cuentos o una novela, pero no son nada si ahora las disqueras rescinden el contrato de una cantante si no vende un millón de ejemplares en un mes).
También afirma que debe haber un editor ideal para cada escritor; cuando menos, para cada género, porque se requiere un olfato, una intuición, una especialidad casi, para cada libro; no es lo mismo leer poesía que leer novela, y no es lo mismo una novela romántica (sentimental, mejor dicho) que una policial, y cada género tiene sus reglas específicas. No es lo mismo una novela cristera que un retrato del México contemporáneo que una novela italiana sobre la desesperanza que una novela francesa sobre los conflictos entre padre e hijo que una novela alemana sobre la Guerra Mundial que una antinovela mexicana que una novela sobre la suplantación de Dios, ni éstas tienen semejanza con la poesía española del destierro o con una poesía experimental que implique tres lecturas paralelas y simultáneas que un poemario sobre la permanencia o la fugacidad del tiempo, o un ensayo sobre la relación entre el erotismo y la muerte o contra el realismo socialista, o contra el capitalismo salvaje o una historia sucinta de los aztecas y de los incas. Cada uno de estos libros necesitaría un editor específico. Pero resulta que fue uno solo quien hizo todo eso, y en México: Joaquín Díez-Canedo.
Sobrarían los ejemplos de la labor realizada por Arnaldo Orfila Reynal, Daniel Cosío Villegas, Neus Espresate y Vicente Rojo; la diversidad de temas, tratamientos, experimentos no disminuyó la calidad, elegancia y belleza de las ediciones; fueron amigos y críticos de los autores, y no se detuvieron nunca ante la amistad y la admiración para señalarle los errores, pero jamás se atrevieron a insinuarles siquiera un cambio, menos una supresión, pero fueron implacables corrigiendo errores y erratas.
¿Por qué en México no ha habido grandes editores? Tal vez porque en todo el siglo XX hay excelentes correctores de estilo. Los que saben de ediciones apuntan que no es exactamente un estilo, porque a los escritores no se les corrige el estilo, sino que se les encuentra algunos detalles gramaticales: por la prisa, y luego porque conocen demasiado su libro, suelen cometer errores de concordancia (tantos, que cuando escriben bien el “le dio”, creen que está mal, que debe ser “les dio”); poner los acentos de “aun” o quitar los de “aún”, cuando sea menester; a corregir verbos mal conjugados; y todo eso sin que el autor se dé cuenta, para no ganarse su rencor.
Pero los correctores de estilo, además de corregir gramática, suelen toparse con algunos errores: un cojo que se echa a correr despavorido, el sexo de un personaje que muy machito aparece después como mujer; la aparición de un personaje fallecido páginas antes, o la desaparición de un personaje perdido entre tantas páginas y muchos otros personajes (lo que sucede con mucha frecuencia y a escritores no por descuidados menos geniales: ya se sabe que un personaje que se le perdió a Fuentes fue rescatado muchos años después en una novela de García Márquez); hacer ver que las cabezas de ganado que supone tiene uno de sus protagonistas en la realidad no cabrían en las hectáreas que le adjudica, y que no es lo mismo percibir que advertir, así como tampoco lo es sorprender que asombrar; los resultados son asombrosos: el autor, que no lo advierte, suele presumir: ¡qué bien escribo!
Cuando se tienen mucha confianza, los correctores comentan con los autores ciertos detalles: ese personaje es muy pedante; ese capítulo es muy denso (¡mira que describir la perilla de una puerta durante tres páginas!); así no hablan los muchachos de clase media; el autor puede agradecer, pero pocas veces va a hacer caso. En realidad, sirven más otras observaciones: ese hueso no se llama trocánter, el trocánter está más arribita; la calle que describes no existía en la época de tu novela; bo había autocinemas en los años cuarenta; San Martín de Porres no era santo en la época de Santa Anna, ni siquiera en la época de oro del cine mexicano; esa canción es de los Kinks, no de Led Zeppelin; el baterista de Rolling Stones es Charlie Watts, no Brian Jones (por asombroso que parezca, son detalles que han aparecido en libros hispanoamericanos). Claro que hay autores que ignoran eso, o los engaña la memoria (de un autor especializado en imitar a sus maestros, dicen las buenas lenguas que tiene una memoria privilegiada: sólo se acuerda de lo que le conviene). El problema real consiste en que el corrector, o si se quiere, el editor, debe saber eso: cómo se llama el palo donde se cuelga la vela mayor en un barco; la diferencia entre erección y la proximidad de una embarcación para navegar; el número de huesos en el cuerpo; las fechas precisas de una acción histórica (Joaquín Díez-Canedo decía, según Tito Monterroso, que Tito era muy bueno para las fechas pero no tan bueno para las erratas); la diferencia entre ministro y secretario de Estado; cómo se le llama al acto en que alemanes y españoles saquearon Roma en el siglo XVI; los nombres de los más famosos campeones de boxeo en todas las categorías y en todos los países; la verdadera estatura de Morelos; en qué año ganó Stan Musial todas las categorías de bateo en la Liga Nacional, excepto en jonrones, y muchos datos más, aparentemente inútiles, pero que evitan que en una novela se diga que Willie Mays lanzó un tiro hacia el campo del centro.
El editor puede o no gustar del libro; por lo regular no sólo le gusta, sino que le fascina y es su mejor lector, pero no puede hacerle sugerencias al autor, como quitar personajes o suprimir capítulos o modificar el final; le tentación suele ser fuerte, pero para resistirla deja la pluma lejos, y se pone a leer el manuscrito, recostado, con toda comodidad, que era lo que hacía Bernardo Giner de los Ríos, quien confesaba que si leía un libro, ya publicado, de pie o sentado, comenzaba a corregirlo.
Algo más: en la Ley Federal de Derecho de Autor, en el Artículo 21 Fracción III se prohíbe hacer cualquier cambio a un manuscrito, y en el Artículo 45 y 46, deja toda posibilidad de cambio o corrección a la voluntad del autor, dejándole además la responsabilidad de cargar con los gastos en que ocurra el editor como consecuencia de ello.
(Así, si el “editor” sugiere que si no cambia el final, si no suprime a un personaje o si no modifica el capítulo que al “editor” le moleste, no publica el libro, ¿viola la ley? ¿Y si el autor, al que le falten calzones para oponerse y termina por aceptar, debe correr con los gastos originados?)
En una muy próxima entrega, algunas anécdotas famosas y otras no tanto de correcciones de libros célebres.

No hay comentarios: