martes, 17 de mayo de 2011

Las obligaciones de los críticos

Debería comenzar preguntando si los críticos tienen obligaciones, más allá de las familiares, fiscales, sociales y políticas, todas en la intimidad sin que le importen a nadie más que a su familia, a las autoridades fiscales, a la sociedad en su conjunto pero a nadie en particular, y a los dirigentes del partido político al que pertenezcan; y si no pertenecen a ninguno, sólo debe responder ante sí. Es muy importante que el cumplimiento o incumplimiento de estas obligaciones no debe ser objeto de atenciones o represalias de sus lectores y de sus muchos enemigos.
Si cae rendido ante una poetisa resbalosa, o una narradora con enjundia, allá él y sus compromisos familiares; en todo caso, si hay romance, debe recordar que no durará más de cuatro años, o dos, si son inteligentes; de cualquier manera, la crítica que haga de las obras que ella le muestre debe ser privada; si trasciende al lector público, su labor debe quedar en el anonimato y en la discreción; si se atreve a corregirla, enmendarla o sólo a mostrarle los errores para que ella los corrija, debe de abstenerse a comentarla, recomendarla y promoverla; o puede hacerlo pero en privado, con los cuates, que si se enteran del romance ya sabrán si atienden a la recomendación o la toman con las precauciones debidas. Cuando una indiscreción de cualquiera de las partes revela el romance, cuando confiesan cómo encontraron el amor, la credibilidad del crítico se hace nula. Hay casos en que, además, vivirá con el peligro del chantaje sobre de él.
Lo mismo sucede si no hay romance, pero sí relación laboral; jefe y subordinado pierden credibilidad si el crítico es elogioso, y pocas veces se atreve a reseñarlo de manera “negativa”, además de que pocos jefes aguantan, aunque digan que no, que los critiquen.
La familia resulta peor; ¿Por qué Caín va a ser siempre Caín?, dijo un famoso crítico, y así le fue, tanto a él como a Abel. Prácticamente no existe, al menos en nuestro ámbito, quien se atreva a elogiar en público, a menos que lo haga sin afanes críticos, a un familiar cercano, incluso si fuera público que sus relaciones no sean afables (hay casos célebres de enemistades fortísimas entre consanguíneos, como la de los hermanos Mann, por cuestiones políticas; en México, entre unos escritores familiares entre sí entablaron una enemistad que los llevó a extremos rudos, aunque los amigos de uno de ellos, que tomaron partido, se divirtieron muchísimo). Poco menos grave, pero de cualquier manera malo, si los elogios a un amigo no están plenamente justificados; aun así, el escritor pocas veces queda satisfecho y prefiere los elogios más rimbombantes, aunque menos justificados, de los que no son sus amigos pero buscan serlo.
Los compromisos políticos tampoco deben influir; tan grave como las otras complacencias es ésta; hay que imaginar los problemas que le acarrearía a un militante descubrir las incongruencias, incoherencias y las redundancias con que escriben los ensayistas políticos, de todos los partidos; señalarlas puede provocar que los demás militantes tachen al comentarista de traidor a la causa y reclamen que le da armas al enemigo; queda más en ridículo si obvia los errores y elogia la obra sólo por el contenido sin advertir que los errores demuestran las fallas en que puede incurrir su jefe si llega a tener un puesto de alta responsabilidad, además de que el crítico y escritor quedará en ridículo si su jefe (“moral”, cuando menos) defrauda a sus electores.
Eso no significa que el crítico no pueda tener amigos, como decía un clásico; sin amigos, independiente en lo económico y en todos los demás aspectos, sin compromisos e incorruptible; lo malo es que los demás lo creen corruptible. Gloso la solicitud que hace Gabriel Zaid en “A quien corresponda”: Doctorado en letras, con estudios en el extranjero, autor también de libros de poesía, novela y teatro (Zaid exagera: ¿cuántos en México hacen libros estupendos: cinco, seis?), para que no lo acusen de amargado, inexperto; que esté al tanto de modas, costumbres y experimentos locales y extranjeros; que invierta además tiempo en atender a jóvenes, a los aislados, a los marginados, a los resentidos, y Zaid olvida que también a los consagrados; integridad a toda prueba.
Dejo de glosar a Zaid, y prosigo: un crítico puede escribir y criticar sólo de lo que sabe, y no debe verse obligado a comentar todo lo que aparece y todo lo que le llega; no debe ser presionado para leer un libro más rápido de lo que puede, ni tampoco libros que no le gustan; pero parece una condición que el crítico tenga gustos; es inhumano pedirle lo contrario, pero no deben influirlo; Carlos Fuentes ha dicho que es un deporte en Perú pegarle a Vargas Llosa, en Argentina a Cortázar (lo dijo cuando leían a Cortázar; ahora le pegan sin leerlo) y en México a él; entre sus libros más recientes hay algunos que serán leídos con inteligencia dentro de algunos años, no ahora, en que los críticos se han especializado y encuentran absurdo que para leer novela haya que conocer filosofía, y otros que no encuentran la razón de hacer novela con tesis filosóficas, y menos sobre filósofos que no están de moda; así, La voluntad y la fortuna encontrará lectores idóneos en otros lugares y en otros tiempos. Carlos Fuentes, Octavio Paz, y algunos otros, son leídos con prejuicios, favorables o negativos, pero con prejuicios. Lo mismo sucede en otros campos de la literatura; ¿Enrique Krauze tendrá lectores que encuentren lo que escribe, lo que plantea, sin despertar enojos y acusaciones que no tienen nada que ver ni con la realidad y menos con sus libros? Quienes leen a José Agustín ¿no están esperando una continuación de De perfil o de Ciudades desiertas? ¿Los lectores de Pacheco encuentran otros elementos que no sean el “ready-made” en su poesía, aunque los hay por montones; y no buscan en sus relatos aventuras juveniles?
Es difícil que el crítico se deshaga de prejuicios, y que no etiquete a los escritores que comenta; ¿cómo justificar que no entienda el libro serio de un novelista considerado como humorista? Sólo que dictamine que ese libro es un fracaso, que advierta una decadencia en el autor; es humano que el lector busque que el escritor crezca y madure como él (la idea es de Pacheco, al hablar de Sabines), y cuando no hay esa similitud, hay desilusión. Pero tampoco se le puede pedir al crítico que esté más allá de su época; hay reseñas famosas en las que el crítico se equivoca por completo, pero sólo se ve con el paso del tiempo. Los ejemplos sobran: un lector inteligente que menospreció En busca del tiempo perdido, un editor que pidió que se simplificara Santuario, un dictaminador que desechó La ciudad y los perros, un crítico que aconsejó que Sainz guardara Gazapo cinco años y que al cabo de ese tiempo le escribiera para agradecerle el consejo; el novelista que reprobó la novela de su amiga para después copiarla a lo largo de su obra.

El crítico, en efecto, debe leer sin prejuicios; pero hay quien desde las primeras páginas está redactando su nota, lo que provoca que desde el principio esté equivocado; pero hay libros que incomodan, que no se ajustan a lo esperado, y exigen una cultura, una información no siempre accesible para el crítico (y para los lectores, en general), porque hay autores que escriben sus libros pensando en una editorial, y como los escritores actuales buscan publicar en todas las editoriales posibles, hacen más difícil su lectura (no que su obra sea publicada, la totalidad, en tres o cuatro editoriales, sino que quieren una novela en Era, otra en Planeta, otra en Océano, otra en Alfaguara, otra en Grijalbo y otra en Anagrama, en ocho ños).
¿Pero es deber de los críticos señalar los errores obvios? Hay otros que el lector desconoce, pero los nota aunque no sepa de qué se tratan: un adverbio por otro, el uso inadecuado del “le”, el uso erróneo de una palabra en una época en que no era popular; y otras aún más invisibles, como los ríos, las cajas, los callejones, las iudas, las huérfanas, el tamaño de las versalitas, el uso inadecuado de las versalitas, las palabras mal divididas (y no tanto en lo ortográfico como en lo tipográfico, como ser-vicio público, sa-cerdote, espectá-culo impresionante, dis-puta entre amigos) que se prestan a equívocos; hay libros mal impresos, en que no concuerda el número de líneas incluso en páginas encontradas, en que hay manchas en el negativo que se cuelan a la impresión, o que tienen menos tinta en unas páginas que en otra, o lo que es más común, en alguna parte de una página. Esos errores editoriales no modifican la calidad de una obra, aunque sí del libro. ¿Es correcto señalarlo a los lectores? Sí, aunque las consecuencias sean funestas: hay editoriales que en cuanto reciben una crítica negativa, dejan de dar cortesías a los críticos, aunque sean sus amigos: prefieren conservar la amistad antes que recibir un coscorrón.

Siguen las aproximaciones a los juegos sin hit, y ya hubo uno de un hit aunque el que lo sufrió terminó ganando.¿ Irán a ser más cuidadosos con los lanzadores ahora, les aplicarán más exámenes antiestimulantes artificiales?
Adrián González, de tener un jonrón en más de 110 turnos, pasó a pegar ocho en 14 días, lo que sube su pronóstico a 40 jonrones y 150 producidas en la temporada. Lo mejor es el número de juegos que decide. Eso lleva a recordar los inicios de su carrera en las Grandes Ligas, que pegaba jonrones pero no tantos, y jugaba para uno de los peores equipos de las Mayores; nadie se fijaba en su fildeo, en sus malabares, en que ganaba guantes de oro por su labor en la primera base; ahora le dicen mexicano, aunque es chicano; asegún la Constitución, es tan mexicano como Augie Ojeda y Bob Ojeda (que no son parientes), pero como éstos sólo son buenos y no superestrellas, nadie en México se siente orgulloso de su calidad, de sus muchas hazañas. Pasaron, y pasan, tan inadvertidos como Adrián, a quien sólo lo aceptaron como mexicano cuando encabezó la Liga Nacional en jonrones poco antes de un juego de estrellas, hace un par de tremporadas, aunque ya lleva sus buenos años en Grandes Ligas.

No hay comentarios: