lunes, 31 de mayo de 2010

Las audacias de Pedrito

Después de la intensa actividad en 1952, Pedro Infante filmó sólo dos cintas en 1953, y en una de ellas es un episodio muy pequeño, en Reportaje, de Emilio Fernández; se trata de cortos muy cortos estelarizados por la mayoría de los actores mexicanos de la época; apenas pueden lucirse, si es que lo hacen; el más célebre es el protagonizado por Jorge Negrete y María Félix, quienes acababan de contraer matrimonio; está lleno de chistes, la mayoría privados, como el grito de Negrete cuando la ve con mascarilla (no dije que fueran chistes buenos), las fricciones entre ambos, la queja de Félix porque Negrete se la pasa cantando, y dos referencias que con el tiempo (muy breve) fueron vistos como premoniciones: los líos sindicales en la ANDA (una de las productoras del filme) y los males hepáticos del charro, que meses después le causaron la muerte.
El de Infante puede considerarse una de las tres peores actuaciones suyas, excluyendo las de sus primeras películas; aparece acompañado de Carmen Sevilla, impresionante belleza española que estaba en México para filmar Gitana tenías que ser, precisamente con Infante; algunos de los cortos son divertidos y otros dramáticos, pero el de Infante es espantoso: no sólo es un drama en que pierde la vista su personaje y muere de manera repentina, sino que está sobreactuado por ambos: carece de ritmo y de verosimilitud, pero lo grave es lo exagerado. Es el peor de todos los episodios.
La cinta se estrenó en el entonces muy lujoso cine Chapultepec, semanas antes de la muerte de Jorge Negrete; Infante, se dijo, era el heredero natural de Negrete como el actor más popular del cine mexicano; la popularidad tiene poco que ver con la calidad, aunque a veces coinciden; Infante, pese a algunos tropiezos, había demostrado una superioridad como actor, pero era injustamente considerado por debajo de Negrete; tenía que ver con que Negrete había acaparado las mejores estaciones de radio, marcas disqueras, productoras de cine, e Infante le iba a la zaga, pero no en calidad.
Calidad no demostrada, por cierto, ni en Reportaje ni en Gitana tenías que ser; dirigido por Rafael Baledón, no se vio convincente ni como mariachi de Garibaldi al que descubren los productores de una cinta para convertirlo en galán de la actriz (es un decir) española Pastora de los Reyes; podrían haber sido divertidas las escenas que chotean el cine, a los directores y a los actores, pero no tienen buen ritmo, no tienen fuerza y los chistes están dirigidos a la gente del cine; pero si son malas esas escenas, peores son las cometidas por Sevilla e Infante en plan de estrella conquistada por el patán que no se da cuenta que ella le coquetea; también malas son las escenas entre Pedro de Aguillón y el siempre sobreactuado Ángel Garasa; se salvan las escenas musicales, aunque caen en lugares comunes, y “Piel canela”, bien cantada por Infante, de cualquier manera le sale mejor a Tin Tan. Da pena ajena cuando canta “El desinfle”, dizque para desquitarse de los supuestos desaires de Sevilla.

En cambio, 1954 fue un excelente año para Infante: filmó seis cintas, cuatro de ellas muy buenas; la más popular de todas, y que sigue siendo una de las obras por las que más se le recuerda, Escuela de vagabundos, es de sus mejores, pero no por él.
Si vamos por partes, 1954 lo comenzó con una comedia sensacional, Cuidado con el amor, donde por fin se entendió con Miguel Zacarías, que le sacó mucho partido para presentarlo simpático en un papel de simpático; le tocó en suerte compartir créditos con Eulalio González Piporro y con don Óscar Pulido; ellos salvaron la participación de Elsa Aguirre, una de las más bellas actrices del cine mexicano, pero casi siempre envarada, monótona y rígida. Ésta es una de esas típicas cintas en que los actores de cuadro se comen a los protagonistas, pero Infante se creció, precisamente porque le tuvo respeto a Pulido, González, a doña Emma Roldán, Arturo Soto Rangel, y a las maravillosas Maruja Grifel y Fanny Schiller, que están excelentes.
La trama también es divertida: tres aventureros, dos viejos y un joven, buscan un tesoro escondido en una casa hipotecada, en donde viven Elsa Aguirre y Griffel; la legendaria Schiller, quien será recordada como el hada madrina de Evangelina Elizondo en la vieja versión de La Cenicienta, la que cantaba “Salacadula Salchicomula dibibidibabidibú”, y que actuó en tantas malas películas después de haber sido dama joven en los inicios del cine mexicano; no fue la única vez que salió con Infante, pero es donde más se lució; dueña de la hipoteca, cuenta los días para quedarse con la casa; no se sabe que es la mujer a la que abandonó Pulido muchos años atrás y cuyo recuerdo aún le causa espasmos a ambos; Aguirre está comprometida con el doctor del pueblo, Luis Mussout, a quien detesta la sirvienta Roldán, en su papel de siempre, retobona y dicharachera, y que favorece a Infante quien, además del tesoro, intenta quedarse con la altiva Aguirre, que, como en todas sus películas de joven, tiene un gesto como si oliera a gas; siempre fue bella, y mostró generosamente escote y piernas, pero sólo en El cuerpazo del delito, en plena época de la minifalda, y en ésta, mostró sus prendas íntimas.
El duelo de actuaciones no es entre dos, sino que participan Pulido, Roldán, Piporro y Schiller, y en algunas escenas, una muy cachonda Ivonne Adoreé, quien le coquetea a Infante cuando éste, en una kermés, canta “Serenata huasteca”, una de las mejores canciones de José Alfredo Jiménez, tan buena que parece de Rubén Fuentes, a dúo con Matilde Sánchez La Torcacita; Infante actuaba sus canciones siempre, pero aquí la alterna con Aguirre, Adoreé y La Torcacita, quien hace una excelente primera voz, y una mejor segunda que permite a Infante lucirse, aunque él se luce más cuando le hace segunda en el estribillo; es, con “La verdolaga” en El inocente, una de sus mejores interpretaciones musicales en cine, y eso que tiene varias memorables. La escena comienza con un ballet folclórico haciendo vueltas de majagua, pero la cámara lo toma desde arriba, privando al espectador de las piernas de las bailarinas: no quisieron deslucir la escena culminante de Aguirre.
Mientras La Torcacita y él cantan, y Adoreé coquetea, Aguirre hace mohínes, aunque sin rebozo; es entendible: la gente no sabe qué hacer cuando le cantan directamente; pero Aguirre hace mohínes en toda la película (y en toda su carrera); ¿por qué la persigue Infante? Eso se sabe en una de las escenas más destacadas de la cinta: con la complicidad de Emma Roldán se mete a la recámara de Aguirre (“con tal de chotearle la mercancía al doctorcito”, dice Roldán, con indudable mala intención) para sorprenderla, y ella regresa de un baño, en bata, de la que se despoja; queda primero en brasier y crinolina; se vuelve de espaldas al espectador y se quita la crinolina, y queda en pantaletas; todas las prendas son blancas; es 1953, y aunque ya había bikinis, se pusieron de moda hasta dos años después, gracias a Brigitte Bardott; eran impensables los calzones bikini, los cacheteros, y mucho más las tangas y las llamadas hilos dentales (“G”, en otros países); para esa época, fue una de las escenas más atrevidas, y desde luego la más atrevida de Infante; muy pocas veces una actriz había mostrado tanto con tanto desparpajo; no sería sino hasta 1956 que comenzaran los ingenuos desnudos de Ana Luis Peluffo, Aída Araceli, Amanda del Llano, Kitty de Hoyos y otras; ingenuos porque las actrices estaban inmóviles; Aguirre no lo está, se mueve con gran sensualidad y erotismo, muestra sobre todo las caderas y las piernas, delgadas y torneadas; Infante se va escandalizando hasta que le advierte que ya deje de desvestirse; hasta entonces ella advierte su presencia; de haber dirigido la escena Ismael Rodríguez la hubiera despojado del brasier, aunque le hubiera escamoteado el desnudo al espectador, sólo lo hubiera insinuado (por esa misma época Rodríguez dirigió Maldita ciudad, buen melodrama con una escena tremendista: Fernando Soler entra a un cuarto de una casa mala a aprovecharse de una joven, que resulta ser su hija, quien además tiene una fuerte infección: un escote discreto muestra el principio de los pechos de Marta Mijares, una actriz muy bella y de rasgos finos y delicados: 30 años después el propio Rodríguez hizo un remake, Corrupción, pero en esa escena muestra a una no tan agraciada ni fina Rosita Bouchot totalmente desnuda, muy visible el vello púbico; no era tan escrupuloso como Zacarías); Rogelio González también hubiera llegado un poco más lejos; no Zacarías, quien sólo filmó una cinta con desnudos, y hasta 1969, El pecado de Adán y Eva; a la bella Candy Wilson le hizo mostrar los glúteos sólo en un par de escenas discretas y rápidas, pese a que en esa época proliferaron los desnudos integrales, incluso en el cine mexicano.
La escena de Infante y Aguirre es incoherente: si ella viene del baño, ¿por qué usaba ropa íntima, cuando podía ir sólo en bata? No importa, porque nunca se vio más bella y atractiva Aguirre; después de ese incidente, Infante la conquista, Pulido y Piporro encuentran el tesoro que buscaban, salvan de la ruina a Griffel y a Aguirre, quien ya no tiene que casarse con el doctorcito; el final feliz (¿excepto para Pulido, quien tiene que aguantar a la insoportable Schiller de regreso?) no desmiente el tono alegre y de comedia, con momentos muy divertidos, como los parlamentos entre Infante, Pulido y Piporro; las intervenciones de Roldán, las cachetadas (no podían faltar en una cinta de Aguirre) a Infante, Pulido y Piporro; los buenos números musicales, y un buen ritmo que se acelera al final, como en casi todas las comedias mexicanas; lo menos bueno de la cinta son los desplantes de Aguirre y la muy mala actuación cuando hace como que se desmaya, totalmente inverosímil.
Dice la leyenda que Aguirre y Negrete tuvieron un idilio y que sólo la oposición familiar (¿la familia de Aguirre?) impidió el matrimonio; malas lenguas dicen que durante la filmación Infante y ella tuvieron también un breve pero intenso idilio. Pero eso no tiene que ver con la cinta; es indudable que, al menos como actores, no hicieron buena pareja.

Siguió El mil amores, de Rogelio González, con Rosita Quintana más argentina que nunca, sobre todo cuando canta canciones mexicanas, y un muy buen reparto, en el que sobresale Joaquín Pardavé.
El ranchero Infante, quien ha tenido amoríos innumerables, va a sentar cabeza; contraerá matrimonio con una inquietante Liliana Durán, manipulada por la suegra Emma Roldán, en uno de sus muchos papeles memorables, que recalcaba con un esnobismo muy divertido y terminando sus frases con un “puesn” con que el cine mexicano encasillaba a los pueblerinos que no se adaptan a la ciudad. Dentro de los planes de Infante está el de adquirir una casa, y agarran apurada a Quintana, que pese a haber sido seducida y abandonada, tiene una muy buena hacienda en Veracruz y mantiene a su hija en una escuela de niñas pudientes, pero debe vender poara mantener su ritmo de vida.
Pardavé, un capataz aprovechado, provoca líos para sacar una tajada (“comisión”) ante la despreocupación de Infante por el dinero, que le sobra; Pardavé nunca sale ganando, todo lo enreda, e Infante se ve envuelto en una serie de equívocos muy divertidos; Quintana, que debe ocultar su pasado para que no expulsen del colegio a la hija, lo hace pasar por su marido, marinero, aunque él desconoce el lenguaje, los gestos y los términos marinos; desconoce que le hacen un homenaje por un donativo espléndido (una jugarreta de Pardavé) y pronuncia un discurso tan divertido como el que pronuncia en Los tres huastecos cuando relata un episodio bíblico; provoca que la hija de Quintana se escape de la escuela y obliga a Infante a llevarla a la hacienda de Quintana (a caballo, desde el DF) donde tiene un duelo verbal muy divertido con Roberto G. Rivera; al final Pardavé vuelve a equivocarse y arma un tinglado para hacer creer a Quintana que es borracho, parrandero y jugador (los defectos de su marido desaparecido) y como es de preverse, quienes lo ven son Roldán y Durán, con lo que Infante se libra de ellas, que sólo lo querían por su dinero.
Pardavé está sensacional, tanto como en México de mis recuerdos, como en El ropavejero, como en ¡Ay, qué tiempos señor don Simón!; simpático, totalmente verosímil cuando intenta quedarse con las comisiones, cuando presenta el tinglado contra Infante, o como cuando le da vergüenza cuando Infante le ordena que le dé un beso a Quintana; es también sincero cuando admira las caderas de Quintana; se lleva la película casi por completo; pero no es el único: Anita Blanch como la directora del internado está muy bien como una mujer insidiosa y metiche, y sincera cuando se muestra sorprendida al ver el supuesto donativo de Infante (una venta exagerada de Pardavé); Conchita Gentil Arcos, también maestra maledicente, está justa y adecuada; Roldán está impecable, sin ninguna falla, y Liliana Durán agrega picardía y sensualidad a su personaje; y al final, cuando cree a Infante en la bancarrota, también está simpática y atractiva, con un gesto muy divertido; María Alicia Rivas, en su única actuación en el cine mexicano, está convincente en varias escenas, aunque se le nota la novatez en otras; en las escenas dramáticas está muy bien, muy natural, como lo está Fernando Luján como su novio; Luján, hijo de Alejandro Ciangueroti y sobrino de los Soler, heredó la capacidad histriónica de la familia, y a pesar de la edad, muestra soltura y simpatía. Una alumna de la escuela, ¿Ethel Carrillo?, es verosímil en su papel de chismosa y argüendera; una muy niña Begoña Palacios se sobreactúa, y no deja ver lo atractiva que sería pocos años más tarde.
Ante un cuadro de actores secundarios realmente espléndido, Quintana se sobreactuó, perdió la naturalidad que muestra en Menores de edad, en Calabacitas tiernas, en Soy charro de levita y en El charro y la dama (donde Pedro Armendáriz le dice: “nunca fuera caballero de damas tan bien servido; yo también tengo mi cultura, no se crea”); y la sensualidad en ésas y en Susana (aunque en el final pierde todas sus cualidades, para descanso de los espectadores); ni está bella ni mucho menos atractiva, por más que Infante y Pardavé insistan en admirar sus piernas, muy tapadas; Infante está muy natural, elástico, verosímil en todas sus escenas, y simpático casi todo el tiempo; no se esfuerza ni se sobreactúa, y en una escena en la que parece que Rivas intenta suicidarse, está convincente y hasta conmovedor; ni la tendencia de Rogelio González a la exageración logró que cayera en la trampa del sentimentalismo y el melodrama.
Sin embargo, la cinta se la lleva Pardavé, aunque casi todos, hasta los secundarios, están muy bien; el único que falló fue Rogelio González, quien en varias ocasiones perdió el ritmo, y exageró la escena del enfrentamiento entre Infante y Roldán, que resolvió con un truco fotográfico de mal gusto.
Después, ese mismo año, Infante hizo dos de sus mejores películas, tal vez las mejores: Escuela de vagabundos y La vida no vale nada.

Trivia: el sábado 29 Roy Halladay lanzó un juego perfecto; Juan Gabriel Castro, cubriendo la ausencia de Plácido Polanco en la tercera base, conectó dos hits e hizo tres jugadas a la defensiva; en una de ellas bloqueó un batazo de Jorge Cantú que pudo haber sido el único hit de Florida; en la última jugada, una rola más o menos fácil, hizo un tiro de fantasía; además de Cantú y Castro, ¿qué otro mexicano participó en un juego perfecto en las Ligas Mayores?

domingo, 23 de mayo de 2010

Vargas Llosa y Khadra, semejanzas maravillosas

Desde La ciudad y los perros hasta La fiesta del Chivo, y aún más, Mario Vargas Llosa ha unido el destino de los personajes de sus novelas al devenir político de Perú, e incluso de otros países y otros continentes; en una de sus obras más significativas, Conversación en la Catedral, se narra la vida de Santiago Zavala, de su padre Fermín, de Ambrosio, chofer del segundo; de Amalia, la mujer de Ambrosio; de Hortensia, una cantante, y Queta, una prostituta, ambas amantes a medias de Cayo Bermúdez, un político oscuro pero que lleva la mano dura del gobierno del general Odría desde 1948 hasta 1956, que es el centro cronológico de la novela, aunque se extiende hasta 1962; a partir de estos personajes aparecen decenas, tal vez más de un centenar, de otros personajes, entre familiares, amigos, compañeros, políticos; hasta el mismo general Odría, en una sola página, una sola escena, un solo parlamento, pero está presente de principio a fin.
El destino de Santiago Zavala está muy unido al del Perú; hijo consentido de un empresario amigo y cómplice de la dictadura de Odría, ingresa, pese a la voluntad familiar, a la Universidad de San Marcos, pública, donde conoce a opositores, activistas, y por fin, en un capítulo muy emocionante, a integrantes de células comunistas; una huelga al parecer insignificante desata movilizaciones, aprehensiones, y su situación en su casa, que ya se había deteriorado, explota de forma dramática.
La novela es complicadísima en su estructura: avanza, retrocede, mezcla los tiempos y los diálogos, una conversación responde cuando menos a dos, una en el presente y otra en el pasado o en el futuro; podemos sin embargo seguir la vida de Santiago Zavala después del rompimiento familiar: le cae al tío Clodomiro, renta un cuarto de huéspedes, entra a trabajar a un periódico, ni siquiera intenta retomar los estudios, cae en la rutina de las borracheras; Ambrosio asesina a Hortensia, quien ha comenzado a chantajear a Fermín Zavala y lo amenaza con revelar su homosexualidad; por casualidad Santiago es incluido en el equipo de reporteros que sigue el caso, y se entera, tanto de la homosexualidad del padre como de la identidad de un asesinato que atrae la atención pública; se reconcilia con la familia aunque rechaza el ofrecimiento de que regrese a su casa; el rompimiento resurge porque la madre se indigna cuando Zavala casa con Anita, una enfermera que lo atiende cuando sufre un accidente; a la muerte de Fermín Zavala, Santiago mantiene relaciones distantes con la familia, el pasado no deja de pesarle, aunque nunca vuelve a intervenir en política, como cuando adolescente.

Hay sin embargo otra línea de la novela, que relata a fragmentos, o con todo detalle, la dictadura de Odría, las represiones, las torturas, y por otro lado las grillas, las intrigas palaciegas, los intentos de revolución, y en un capítulo espléndido, la caída de Cayo Bermúdez y, a la larga, el fin de la dictadura; Zavala se entera por las noticias, los rumores, las guardias nocturnas: le atormenta más una duda: ¿a cuál de las dos mujeres de su vida ama: a Aída, a quien conoció en la Universidad, radical, inteligente, culta, intransigente, sensible, combativa, y que lo amó como él a ella, y nunca entendió por qué no la siguió, por qué no se inscribió en el partido político, por qué se rindió y la dejó en manos de otro, también su amigo; o a Anita, la que le da calidez, confort, que lo entiende y lo apoya –con sus asegures– en su oposición contra su familia, con la que comparte las penurias de la pobreza, la mediocridad aunque a veces le reproche no haber aceptado la herencia familiar?
Aída casó con Jacobo, pese a un intento de éste por chantajearla, al grado de poner en peligro la huelga universitaria; Zavala supo de ella cuando encarcelaron, una de tantas veces, a Jacobo; fuera de eso, desapareció de su vida; mejor dicho, no volvieron a encontrarse; no desapareció de su pensamiento, que lo ataca algunas veces y se pregunta: ¿qué es el amor: el ardor juvenil o la tibieza de la madurez: Aída o Anita? No siempre sabe qué responderse.

(En Kathia y el hipopótamo, obra teatral, reaparecen Santiago y Anita; están separados aunque el vínculo no pueda romperse del todo; sin embargo son rencorosos, revanchistas, han roto con los ideales de su primera juventud, y la corrupción no tiene que ver sólo con el dinero; son tan diferentes que el lector se resiste a pensar que son los mismos de Conversación en la Catedral; Aída no aparece en esta obra teatral; que desaparezca del todo tal vez tenga que ver con las infidelidades de Santiago Zavala.)

Hace unas semanas me llegó Lo que la noche debe al día, de Yasmina Khadra, el escritor argelino que, con un puñado de novelas, obliga al lector a tomar partido entre las fuerzas que aparecen con tanta contundencia, con tanto vigor, en sus libros.
Excepto ésta, que se publicó en Destino, y la Trilogía de Argel, las demás novelas han sido editadas en español por Alianza Editorial; no son fáciles de conseguir, porque llegan pocos ejemplares, y ya sabemos además cómo están las librerías: impersonales, desarregladas, sin orden lógico, además de polvorientas e inhóspitas. Desde la primera que llegó a México, El escritor, relata de manera dramática la lucha de Argelia por su independencia, la violencia que permea por el territorio, la diferencia entre las distintas nacionalidades que lo habitan, y la disparidad de conciencias, de pensamientos, de maneras de ver la vida; en sus páginas se discuten todos los puntos de vista, y se entienden todos los pensamientos, se comprende el porqué de su violencia, la desesperación de sus actores; el mundo occidental y el musulmán coexisten, departen, pero da la impresión de que uno de los dos es, si no un intruso, cuando menos alguien que carece de legitimidad. No son páginas fáciles de leer, sobre todo porque el autor compromete al lector a que tenga un juicio sobre lo que sucede en ellas.

En El escritor hay no pocas páginas en que el lector recuerda ciertos ámbitos y algunos capítulos de La ciudad y los perros, más allá de lo anecdótico, más allá de un mundo bajo el estricto control militar, y de que allí viva un joven que vive para la literatura. Pero en la que llegó hace poco a nuestras librerías, Lo que el día debe a la noche, encontré muchas similitudes con Conversación en la Catedral; además de que la vida del protagonista se ve sacudida por una guerra civil, y ve desaparecer el mundo que lo rodea, quedan afectados sus sentimientos, porque se enamora de una mujer a la que nunca conquista, y que al final de su vida sabe que siempre estuvo dispuesta a dejar su vida para entregarse a él.
Los sueños, las pesadillas, lo atormentan; esa mujer le está vedada porque, en un momento impensado e imprevisto, se acostó con la madre de ella, embelesado por la belleza, madurez e desinhibición de la mujer quien, meses después, cuando llega la hija ausente y se enamora del protagonista, hace todo para impedir esa unión que, por su conciencia rígida e intransigente, consideraría un incesto. Con ello echa a perder la vida de los dos jóvenes; él, además, es acusado de traición por los amigos; y es acusado de tibio, de neutral ante los acontecimientos políticos y bélicos que se desatan en la lucha por la independencia.
Es cierto que la guerra altera la vida, pero no la detiene; en medio de bombazos, atentados, estallidos, emboscadas, ataques despiadados; en medio de la muerte de amigos, familiares, del terror a salir a la calle; a la angustia de saber desaparecidos al padre, la madre y la hermana inválida; a la de saber que traiciona los ideales del tío que lo crió, el personaje se enamora, se esconde para no ir a las fiestas y reuniones donde está la mujer que lo ama, y que no entiende por qué la evade; siente morir cuando sabe que ella, despechada y dolorida, contraerá matrimonio con uno de sus amigos; ¿vale la pena que siga la vida si se sabe que será desdichada?
Al final del libro se sabe que, después de todos los sinsabores, el protagonista amó, se casó con una buena mujer y tiene nietos a los que adora; ¿en el tiempo que duró su matrimonio dejó de pensar en el objeto de su deseo, en la mujer a la que amó y que lo amó y que era su única posibilidad de felicidad?

Khadra hace vivir a su protagonista, Younes o Jonas –según la religión de su interlocutor–, una vida más dramática que la de Santiago Zavala; en primer lugar, aunque se tratan de épocas similares, no es lo mismo la guerra en que se vio envuelto el pueblo argelino que las revueltas militares que vivió Perú; no trato de minimizar los efectos de una rebelión, de los intentos de asonadas, ni mucho menos de la violencia que se ha vivido en muchos momentos en América Latina casi todo el siglo XIX, el XX y por desgracia el XXI; generaciones completas que han vivido toda su vida en la violencia, que no conocieron la paz; casi todas las naciones centroamericanas, México incluido, han tenido guerras civiles, han sido invadidas, han invadido; han vivido la desgracia de que otros quieran manejar su destino (“no importa el tirano te trate con negra maldad”, dice inesperadamente Rafael Hernández en “Preciosa”; Jorge Negrete sustituye “tirano” con “destino”); han sufrido dictaduras, y lo más grave es que ni siquiera por fuerzas del mismo país que tienen diferentes ideas, sino promovidas por empresas extranjeras.
Pero lo que relata Khadra de cómo estalló, se desarrolló la lucha de independencia y las consecuencias hasta la actualidad, es más violento de lo que relata Vargas Llosa; no carece el peruano de puntos de vista políticos; de hecho, incluso en sus novelas en que menos narra acontecimientos políticos, es bastante político, como lo es toda su generación (Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos, García Márquez…), como lo es casi todo escritor hispanoamericano nacido y desarrollado en el siglo XX, por más despolitizado que parezca. Pero las novelas de Khadra son, si no más radicales, cuando menos exponen un punto de vista de quien vive a diario la guerra más feroz, y desde hace más de 50 años.
En ese contexto, rebeldes, independentistas, gobiernistas, se preguntan por qué Yonas no toma partido, por qué deja que todo pase a su alrededor sin comprometerse; por qué sigue departiendo y queriendo a sus amigos que luchan contra los rebeldes, por qué no rompe con los esclavistas que, además, cometen injusticias con la plena conciencia de que son injusticias, ven sólo por sus intereses, atropellan, sin que él haga nada, aunque podría pensarse que, con sólo juzgar, ya está actuando; ¿pero se puede ser neutral en tiempos de guerra? (Tampoco los rebeldes salen bien parados: actúan por rencor más que por ansias de libertad.)
Ese mismo reproche podría hacérsele a Santiago Zavala; ve correr el mundo sin que haga algo por influir en él; ve cómo se desmoronan los principios con los que creció, pero no es capaz de aceptar y adoptar los nuevos; se limita a criticar a los que actúan; no hay duda de que en Yonas esa supuesta indiferencia está determinada por un amor imposible, y está imposibilitado además de confesar las causas de su desdicha, es fiel a la palabra de la madre de su amada, a la que promete alejarse de ella; Santiago Zavala en cambio le confiesa todo a su amigo Carlitos, un alcohólico que lo escucha, lo juzga, lo acusa, lo entiende, comparte con él la angustia de ese amor imposible, las dudas que lo carcomen; la de ellos es una amistad que excluye la presencia de los demás, la de Anita incluso, porque es el único que sabe de esas dudas, de la presencia eterna de Aída. Yonas no tiene a nadie que lo juzgue, lo entienda, comparta con él esa certeza que lo mina; excepto, al final, el hijo de esa mujer, quien comparte, sin entenderlo ni juzgarlo, ese secreto. Santiago Zavala es su propio juez, y pareciera que abandonó la militancia política cuando sipo que Aída le era ajena.

Vargas Llosa es, desde que comenzó su carrera literaria, un escritor que no excluye la acción política; no son los mismos puntos de vista expresados en 1962, cuando publicó su primera novela, que los que buscó en los años ochenta; no siempre ha sido crítico, sino actor; ha combatido el poder y lo ha buscado; su voz ha sido incómoda incluso para quienes comparten sus puntos de vista; ha combatido a gobiernos que se proclaman de izquierda, pero pocos como él han defendido a los perseguidos, aun cuando piensen de manera diferente que él, y defiende y admira la honestidad y la integridad hasta de sus oponentes. Ha sido amenazado, y en alguna ocasión perseguido.
Yasmina Khadra es un disidente en todo: escribe en francés y no en árabe; perteneció a un ejército acusado de crueldad mientras escribía sus primeros libros; se refugió en un seudónimo aparentemente femenino, y debe vivir en una especie de exilio; comenzó su carrera cuando estaba viva la guerra de independencia, e incluso estuvo en una escuela militarizada (como Vargas Llosa) cuando aún sonaban disparos de la guerra de Argel. Ha sido testigo y actor de una guerra que no ha terminado, y del terrorismo que asuela a su patria, aunque desde hace mucho es francés, para reproche de los radicales (que también le han reprochado a Vargas Llosa haber escrito en Francia y en España). Son escritores muy distintos, pero con muchos rasgos en común. Y en novelas excelentes, al tiempo que han descrito la vida política de su país, han hablado de la crueldad del amor interrumpido, y de tener que cargar para siempre con el castigo de verlo interrumpido por no atreverse a hacer una simple pregunta. ¿Pero alguien puede calificar de cobardía esa indecisión?

Dos apostillas: en Con los Dorados de Villa, Susana Cora le asegura a Pedro Armendáriz que todas las mujeres saben cocinar; en Se alquila marido, el Piporro le dice a Elvira Quintana algo así como "usted es bonita, inteligente, sabe de negocios. No me diga que también sabe cocinar".

domingo, 16 de mayo de 2010

La última del Torito

Culminó Pedro Infante 1952 con dos cintas irregulares, aunque una de ellas sea de las más emblemáticas de su carrera: Ansiedad y Pepe el Toro. Fue buen remate en cuanto popularidad, pero un bajón en lo que se refiere a la calidad, si tomamos en cuenta que ese año filmó Un rincón cerca del cielo, Los hijos de María Morales y Dos tipos de cuidado.
Ansiedad la dirigió Miguel Zacarías, cuidadoso pero no muy inspirado, y tuvo la suerte de contar con Libertad Lamarque como coestrell. Pero no podemos asegurar que esa suerte haya sido buena.
Lamarque es mucho mejor cantante que actriz; aunque haya buenos intérpretes de María Grever (Alfonso Ortiz Tirado, Marco Antonio Muñiz, Humberto Cravioto, Ana María González), la mejor es la argentina; parecería que “Tipitipitín”, “Así” y “Por si no te vuelvo a ver” fueron escritos para ella; también “Estrellita del sur” de un no muy mencionado Felipe Coronel, es difícil imaginarla con otra voz que la suya; con los tangos es diferente; no sólo que uno esté influido por las palabras de Jorge Luis Borges, para quien el tango vivió sus mejores épocas antes de que fuera cantado, y sobre todo antes que cayera en Carlos Gardel. Es cierto que Alfredo Le Pera tiene algunas letras memorables, pero son por sus efectos melodramáticos; además, los tangos tuvieron siempre mucho éxito en México, y fueron varios los cantantes que se especializaron en el género, como el Che Sareli. A la fama de Gardel, agravada por su muerte en un accidente aéreo, hay que sumar la de Hugo del Carril, que tantos estragos causó en el cine mexicano, y otros que, más que cantar, actuaban los tangos.
A Lamarque se le conoció como La Dama del Tango, en ambos sentidos: porque cantaba los tangos más famosos, y porque la mayoría de sus actuaciones son lacrimógenas. ¿Por qué uno siempre la vio fea y vieja? No era ni una ni lo otra, pero lo parecía: echa a perder hasta las comedias más triviales y las vuelve lacrimógenas; Guillermo Ochoa recuerda una escena (juro que la vi, pero no recuerdo la cinta) en que, perseguida por un villano que la acorrala sin posibilidad de escape, se vuelve hacia él y le canta “déjame, no quiero que me toques” y se avienta medio tango mientras el villano espera a que termine de cantar antes de castigarla.
En el cine hizo papeles de madre sacrificada, que ve en soledad el triunfo de sus hijos ingratos; sufre en silencio la infidelidad del destino, y todo lo recompensa con su triunfo en los escenarios, vestida siempre de manera estrafalaria y ocultando si tenía buena pierna y cadera; su belleza es invisible, y como fue madre de actrices apenas menores que ella, nunca fue, aquí, joven.
La leyenda dice que fue víctima de Eva Perón; si hacemos caso, esa parte de su vida la interpreta Barbara Dickson, una entonces bella contralto que llevaba una carrera sólida, con siete discos como solista, varios palomazos, había sido cantante para Jeff Beck, y en uno de sus discos toca el inefable Ry Cooper. En Evita, la mala ópera pero con algunas excelentes canciones de Rice y Lloyd Webber, aparece brevemente; una de las mejores, aunque no de las famosas, es “Another suitcase in another hall”, cuando Julie Covington (una también bella entonces soprano, con una carrera menos espectacular pero más firme que Dickson, y sobre todo avalada nada menos que por Steve Winwood) en el papel de Eva va a decirle a la “Mistress” (¿señora de la casa, amante, quelite?) que puede empacar e irse, que acaba de pasar al inmenso ejército de reserva, o a la fila de los desempleados; que puede regresar a la escuela, que hizo pasar buenos momentos a Perón, pero que ya podía superar la etapa adolescente; Dickson canta entonces una hermosa pieza donde habla de la fugacidad del amor, dice que en tres meses seguramente habrá superado el duro trance, pero que en esos momentos no es ningún consuelo.
Aparentemente en la realidad el encuentro entre Eva Duarte de Perón y Libertad Lamarque no fue tan civilizado, dicen que hubo intercambio de cachetadas, y que desde luego le fue imposible continuar su carrera en Argentina; nosotros la padecimos.
Llegó así como calentando motores, y actuó con el más improbable galán Jorge Negrete bajo la dirección desganada aunque divertida de Luis Buñuel en Gran casino, en donde no se llevó bien con sus compañeros ni con sus jefes; los críticos recalcan que Buñuel evitó los besos entre la pareja; Lamarque regresó a Argentina, pero no tenía futuro y se vino a radicar a México, realizó una cantidad exagerada de películas, de discos, e incluso hizo telenovelas, hasta que liquidado el recuerdo de Evita, se fue a Buenos Aires de forma definitiva.
Pero lo anecdótico no justifica las malas actuaciones, los guiones acartonados que sólo explotaban la facilidad de la actriz para el melodrama, que se empeñaba en parecer menos simpática de lo que era; si vemos sin rencor algunas de sus cintas salen a relucir rasgos mucho más agradables, ciertos gestos que no le salían mal.

No son esos rasgos, sin embargo, los que desplegó en Ansiedad; por el contrario, al tratar de parecer simpática echa a perder “Ingrata pérfida” de Chava Flores, acompañada por un organillero.
La trama obliga a ver tres Pedros Infante: el padre muerto en la juventud, el hijo petulante, arrogante e ingrato que crece con una familia rica (como sucede en muchas cintas de Lamarque) sin saber su verdadero origen, y ella trata de conquistarlo, pero carece de roce social, queda mal en una fiesta popof, y además hace menos al tercer Pedro Infante, mariachi desconocido pero sencillo y simpático, que se enamora, también en la cinta, de Irma Dorantes. Ni Zacarías tenía ideas revolucionarias ni Edmundo Báez, el argumentista, hacía chistes demasiado obvios, y aunque hay dos o tres detalles simpáticos (la mala actuación de Infante, sobre todo), la cinta es completamente olvidable y aburrida; “Estrellita del sur” es la canción mejor interpretada, y es la muestra más palpable de que Infante no era el intérprete ideal de Agustín Lara.

Mucho más significativa es Pepe el Toro; tercera y final cinta de la saga de Nosotros los pobres, es también la menos buena, la menos dramática y la más truculenta, si cabe decir de unas cintas donde hay incendios, caídas de azoteas, atropellados, villanos aterrorizantes, amores incompletos, y la tragedia rondando la vida de un personaje querido de las mujeres y admirado de los hombres, amigo de los que no tienen enemigos y enemigo de los que no tienen amigos.
Pero aunque el director era también Ismael Rodríguez, el argumentista ya no fue Pedro de Urdimalas, sino Carlos Orellana, y vaya si había diferencia; entre otras cosas, carece del muy deleitable sabor popular, los dichos ya no son tan contundentes, ni los personajes tan graciosos. Para acabarla, al Torito ya no le va tan mal, se encuentra oportunamente a Lalo Gallardo, compañero suyo en la escuela, y boxeador de moda, y lo ayuda, tanto en su oficio de carpintero como en el de boxeador; Pepe, que ocupa peleas de relleno, las de inicio de las funciones, tiene una carrera meteórica aunque ya por la edad cualquier boxeador piensa en funciones de despedida, hasta que se enfrenta a su amigo Gallardo, cuya intimidad con Pepe la conocen hasta los locutores de radio, con tan mala suerte que lo mata de un golpe en el corazón. La pelea está mal filmada, y según Joaquín Cordero, a quien le tocó hacer el papel de Gallardo, Infante no sólo no sabía boxear sino que pegaba en serio, era creido y estaba muy lejos de ser el humilde que la prensa e historiadores pregonan.
En la cinta aparece, como ya es costumbre, Irma Dorantes, y Pepe no se decide si caerle o esperarse a que la viuda de Gallardo acabe el novenario; se dice que esa indecisión se debió a que Ismael Rodríguez pensaba en una cuarta película de la serie, pero pudo ser que ni Dorantes ni Amanda del Llano (tan bella como hasta entonces; luego desmejoró) tenían cómo sustituir a Blanca Estela Pavón, fallecida años antes en un accidente aéreo que dejó muy inestable a Infante.
Aunque salen en la cinta Evita Muñoz, ya en edad de merecer; Freddy Fernández y el siempre excelente Mantequilla, se lucen con escenas dedicadas a ellos, no por lo eficaz de sus papeles; destaca el equívoco de la prueba de amor (un beso de trompita, pero Dorantes e Infante creen que se trata de la entrega sexual), y que en ningún momento lo aclaren; como ésa, hay muchas fallas del argumento.
Por fortuna aparece en un papel muy secundario, pero muy lucidor, el excelente Wolf Ruvinski, luchador argentino que hizo carrera en México en la lucha libre, y en el cine; destaca además de ésta como compañero villano de Tin Tan en varias cintas, y después lo haría con Infante en La vida no vale nada y antes en La oveja negra. En Pepe el Toro encarna al campeón nacional de peso welter; quiere la mala suerte que en ese peso había brillado Luis Villanueva, el Kid Azteca, quien duró 16 años como campeón nacional y era el artífice del gancho al hígado, y lo sucedió el elegante Bombín Padilla, quien duró otro ocho años con el cinturón nacional; en esos años no había más que un campeón mundial, y en la categoría brillaban Carmen Basilio y Sugar Ray Robinson; ¿hay qué decir que eran boxeadores finísimos, de gran estilo? Hay que agregar que den México abundaban los boxeadores de pesos pequeños, de mosca a ligero, y que no había pesos medio; incluso se consideraba campeón nacional al Indio Ortega, aunque sólo por designación, porque ni había rivales ni él peleaba en México sino en Estados Unidos.
Así, Ruvinski y el Toro se ven burdos, torpes, sin estilo; sin embargo, es la pelea por antonomasia del cine mexicano, con todo y sus defectos de edición, de montaje y de encuadres; hay que recordar que Pepe sufre una cortada en una ceja a causa de un cabezazo, y el réferi César Arroyo no detiene la pelea y ni siquiera amonesta a Ruvinski. Por esos años había tres réferis estelares del boxeo mexicano: Arroyo, Ramón Berumen y Tomás Escalera; de los tres, Berumen es quien estelarizó más cintas (una en el extranjero, con todo y los créditos que aquí les regateaban; a Arroyo no se lo dan en édsta, como tampoco al Picoro), y desde luego que se hace notar, roba cámara y es tan protagónico como los boxeadores; era conocido en el medio como El Hermoso Berumen, y fue el primer mexicano en arbitrar una pelea de campeonato mundial, en Italia; tuvo varios tropiezos, como cuando detuvo un combate porque los boxeadores no daban pelea y la comisión de box y lucha lo suspendió; otro escándalo fue cuando contó demasiado rápido en una pelea muy difícil de Vicente Saldívar, y los cronistas achacaron a esa cuenta rápida el que haya podido retener el campeonato mundial (¿fue la pelea con Howard Winston?). Peor estuvo cuando, entrevistado en televisión, explicó que Saldívar había estado "más mejor".
Cenando en su casa, a principios de los sesenta, vi una foto suya abrazado por Adolfo López Mateos, y en otra, sonriendo en medio de los sonrientes Escalera y Arroyo; llegó tarde, ya casi habíamos terminado los picosísimos tamales yucatecos que nos hizo su esposa, mi tía Guillermina, pero estaba tan platicador como siempre; hasta ese momento pensé que tenía rivalidad sobre todo con Arroyo; no sólo lo desmintió, sino que al rato llegó Arroyo, a terminar de despachar los tamales que quedaban; aunque no platicó conmigo, fue acomedido y cortés; nunca, sin embargo, he podido ver Pepe el Toro sin sentir que Berumen hubiera estado mejor en el papel, y a la mejor hasta descalifica a Ruvinski.
Excepto Ruvinski, nadie actúa bien, no hay momentos memorables, excepto dos, pero en la mitología popular siguen poniéndola al mismo nivel que Nosotros los pobres y Ustedes los ricos.
Las mejores escenas de la cinta son cuando Infante canta “Osito carpintero”, de Manuel Esperón y Felipe Bermejo (muchos creen que es de Cri-Cri), sobre todo por los niños; Infante está gracioso y suelto, aunque no deja de actuar la canción.
La otra es la aparición del Caballero Huarache, un gandalla que andaba por el centro de la ciudad, gorreando comida y tragos, y si alguien le ofrecía 20 pesos, se avalanzaba sobre una víctima (hombre) y le daba un beso en la boca; todos le corrían; en la cinta no hace esos desfiguros, sino que, entre el público, se levanta, levanta el puño derecho, y grita “quiero ver sangre, quiero ver sangre”, que hacía en casi todas las funciones de la Arena Coliseo, no tanto de la México, que era más cara. Es una aparición importante de la galería de personajes escabrosos, o mitológicos, que han desaparecido de la cultura popular pero que hay que recuperar, como María Pistolas (mencionada de paso en El ropavejero: se lo asestan a Sara García por atinarle a todas las figuras en el tiro al blanco), el Hombre del Corbatón (interpretado en el cine varias veces, sobre todo por Arturo de Córdoba), un abogado que defendía a los desposeídos, casi siempre con éxito, El Fantasma del Correo, el vendedor de lotería que surgía quién sabe de dónde, a altas horas de la noche, ofreciendo los billetes de manera inoportuna (los dos últimos, con referencias en Los Caifanes) y, entre otros muchos, Bernardo Jurado, un abogado con fama de agarrar puros asuntos sórdidos; hay una referencia acerca de él en varias cintas de Clavillazo.

Así culminó Infante uno de sus años más atareados; seguiría lo mejor, y lo peor, de su carrera.

viernes, 7 de mayo de 2010

Las apariencias engañan

…Y ni creo en la poesía autobiográfica
ni me conviene hacerte propaganda.
Gabriel Zaid
“Alabando su manera de hacerlo”


Arturo Federico Valdez Olmedo, conocido entre los cuates como Sarro, me pregunta cómo evitar que el lector, el escucha, el espectador, confunda al personaje con el autor de las obras que protagoniza; hace algunos años, en mi última plática cordial con Manuel Puig, me decía que le hubiera gustado ser un escritor francés de mediados del siglo XIX, cuando ningún lector le hubiera reclamado que creara un personaje; además, no se le ocurriera identificarlo con él; lo que escribo está en mi contra, los lectores creen que lo que escribo es lo que me pasa, que yo soy todos mis personajes, me decía.
Arturo Federico lo cuestiona al respecto de lo que afirmo de Lennon: ¿es “Jealous Guy” o “Woman”?; ¿es “Run for your Life” o “Woman is the Nigger of the World”?; ¿es “Day Tripper” o “Every Little Thing”? ¿”Help!” o “I Feel Fine”?
Quienes admiran a algunos actores de mediados del siglo XX sufren cuando intentan justificar los papeles que interpretaron en el cine (o el teatro o la televisión); ¿cómo explicar la frase de Jorge Negrete “porque cuando una mujer nos traiciona, la perdonamos y en paz, al fin y al cabo es mujer”? Tienen mayores problemas al querer perpetuar las cualidades histriónicas de Pedro Infante hacia la vida real, y decir que era feminista, pero que los papeles que le daban…
Negrete e Infante hicieron lo posible por no contradecir su fama en la pantalla, y no sólo tuvieron relaciones más o menos serias con cuando menos tres mujeres cada uno, aunque con una complicación legal: Negrete casó nada más con una de ellas, a la que menos quiso; Infante casó con las tres, pero al mismo tiempo; las “day tripper” de ambos fueron numerosísimas; en tono de admiración se afirma que no hubo compañera de reparto ni del equipo de filmación que no confirmara sus dotes amatorias.
Gente como Miguel Inclán, Carlos López Moctezuma, Arturo Martínez, Julio Villarreal, Alfonso Bedoya, que en la pantalla daban miedo, en la vida privada eran simpáticos, generosos; quienes tratan con luchadores se desconciertan porque ellos son las personas más divertidas y pacíficas; el Cavernario Galindo y el Murciélago Velásquez hacían que uno se sintiera incómodo ante tanta amabilidad.
Un caso extremo era Rafael Herrera, quien protagonizó algunas de las peleas más violentas de la historia del boxeo mexicano, pero al terminar el combate, sin adrenalina ninguna, con una calma que exasperaba a cronistas y aficionados, describía las técnicas, elogiaba al contrincante y se expresaba como un buen lector, sin muletillas, solecismos ni barbarismos; tengo un recuerdo vago de que un peleador de los años cincuenta, Mauro Vázquez, era considerado poco valiente porque guardaba la misma calma al terminar una pelea, y en una de ellas, luego de noquear a Ernesto Parra (¿o fue Ernesto Figueroa?), a quien dejó inconsciente varios minutos, no se bajó del ring ni se retiró del contrincante ni permitió que le levantaran la mano, sino hasta que el derrotado recobró el conocimiento y el doctor Bolaños Cacho lo declaró fuera de peligro.
Más cerca de la fama creada por su actividad pública, los futbolistas sólo saben hablar de futbol; hay sus excepciones, como Javier Aguirre, quien tiene prestigio de buen lector de literatura, pero de qué sirve tanta lectura si cometió una de las faltas más asombrosas y detestables de la historia del deporte mexicano; o Jorge Valdano, a quien reclaman que sea inteligente y frío (desapasionado, pero para los aficionados eso es un defecto).

Se sabe de actrices que se han negado a interpretar algún papel porque va en contra de sus normas de conducta; otras aprovecharon su fama para conseguir papeles que fortalecieran su prestigio social; el paso del tiempo las hizo respetables, aunque habían dejado recuerdos imborrables, como unos desnudos casi públicos encima de la mesa a la que convidaba comilonas a sus colegas; a una de ellas, quien en México era respetadísima, la balconeó Orson Welles al afirmar que nadie usaba ropa interior más exclusiva y elegante como ella, con la salvedad de que nunca se habían casado, condición indispensable para que uno se enterara de la clase de tarzaneras que usaban, y si lo hacían con elegancia. Al menos, por los años treinta.

A Dante, dice Pacheco en un poema tan contundente como breve, la gente lo apedreaba porque creían que, en efecto, había viajado al infierno; Gustav Flaubert tuvo que declarar que él era su personaje más célebre, ante el escándalo de los moralistas por una novela que habla de la libertad erótica de una mujer; claro que es interesante rastrear en cada personaje de cada autor qué rasgos heredó de su creador; en El pez en el agua Vargas Llosa asombró al lector al confesar que es Alberto y es El Esclavo, los personajes contradictorios, contrapuestos, de La ciudad y los perros; ¿pero son él, o él está en ellos, o mejor, los dos tienen rasgos suyos, pero no son él? Antes había confesado que perteneció a una pandilla que visitaba una casa mala pintada de verde; y el ambiente que retrata de las redacciones periodísticas en Conversación en la Catedral lo vivió como redactor él mismo. Pero eso no hace que sus novelas fueran hechas con vivencias suyas.
En su autobiografía, Sergio Pitol declara que no puede escribir nada que no conozca ni detallar un rostro que no haya visto, pero eso no significa que haya vivido los acontecimientos, ni que los rostros detallados sean suyos; pero Pitol es uno de los autores que no provocan en el lector la sensación morbosa de que está confesando cosas inconfesables; Conan Doyle creó al más célebre detective de la novela policial sin que él se dedicara a las deducciones, ni era violinista aficionado ni adicto a la morfina; casi ninguna de las novelas de Verne tienen sustento más que en la imaginación, pero posiblemente sean más autobiográficas que si las hubiera escrito con acontecimientos reales.
¿Qué tan suyas son las vivencias de Emily Dickinson o de Josefa Murillo, quienes nunca salieron de su ciudad, más o menos aislada? En sus obras de ficción, Alfonso Reyes no permite que se le identifique con sus personajes, pero hay algunos textos en que, sin duda, es el protagonista, aunque la anécdota sea, en parte, inverosímil; están reunidos en una pequeña sección, Los licenciosos.

Disociar al autor del personaje es difícil; estamos acostumbrados a la descarga autobiográfica; lo grave es que muchas veces no tienen nada que ver; John Wayne en sus mejores películas interpreta a un oficial de caballería que se opone a las matanzas de pieles rojas, los respeta y respeta sus leyes, o está a favor de las minorías desvalidas, aunque en lo personal simpatizaba más con los boinas verdes y con los invasores; pero en donde es más abierto, menos intolerante, está dirigido por John Ford y por Howard Hawks; el primero, sin embargo, decía que, en el cine, había matado a más indios que toda la caballería, pero, en la medida de sus posibilidades, impidió que los macarthistas persiguieran a muchos directores del cine estadounidense.
Más congruente con su imagen, Bogart hace (casi siempre) papeles de disidente del sistema y, excepto en El tesoro de la Sierra Madre, está fuera de la ley pero dentro de lo moral y de la ética. Podría decirse lo mismo de Robert de Niro, si últimamente no hubiera filmado algunas comedias muy poco adecuadas para calificar su ética y su talento.
Hay autores que parecen afirmar que lo que dicen es suyo, no de alguien más: las canciones de Bob Dylan semejan declaraciones personales, y lo mismo debe decirse de Paul Simon; pero en ellos no hay contradicciones tajantes como las hay en las canciones de Lennon, o en la de Beatles en general; éstas parecen dar voz a los demás; Sting narra sus vivencias, de cuando era asediado por sus alumnas y tenía que pedirles que no se le acercaran tanto.
Hay que dudar de la sinceridad de Woody Allen; en Manhattan Morder Mistery, el personaje interpretado por él se confiesa “famoso claustrofóbico”, en referencia a las acusaciones de pederastia incestuosa, en un pequeño y muy encerrado desván; y sus famosas frases sobre su ateísmo, su miedo a la muerte, las pone en labios de sus personajes en el cine o en sus obras teatrales, como para dar a entender que son vehículo para expresar sus ideas (esa situación la recalca en What’s new, Pussycats?; y así tan profundas como humorísticas que son, ¿tendrán el mismo peso autobiográfico sus referencias al autoerotismo (“practico mucho –hacer el amor– cuando estoy solo”; “con mi hobby no te metas”; el curso avanzado de masturbación, y muchas más ) o a su prolongada abstinencia (200 años sin hacer el amor, o más bien 204, si se cuenta su matrimonio, en Sleeper)? Son también confesiones en primera persona, de papeles interpretados por él.
Pocos personajes televisivos son tan simpáticos, alegres, tolerantes, liberales como Mágnum P.I., aunque su intérprete, Tom Selleck, sea reaccionario, partidario en su época de la política de Ronald Reagan (y muy amigo de Nancy).

Todo depende: la narración, las canciones, la poesía, el cine, el teatro, la pintura, ¿deben ser sinceras, o cuando menos deben contar los sucesos que han marcado a sus autores? Da terror pensar que mi compadre Arturo Federico lea, en todo lo que me lee, confesiones vergonzosas. En una conferencia, Sergio Galindo declaró que sus novelas no eran autobiográficas; si lo fueran, serían pornográficas, o casi.

Tres posdatas:
1) Cada vez con más frecuencia se encuentra uno que los DVD o los CD nuevos están sucios. ¿Serán nuevos o son desechos de las tiendas y distribuidoras estadounidenses? Había jurado no seguir comprando los CD Deutsche Grammophon en oferta, distribuidos por Santillana, desde que al sacarlos del estuche se rompió el segundo de La creación, de Haydn; caí en la tentación de comprar el reciente, con Abbado dirigiendo obras de Ravel; ahi me lo haiga; está rayado, y ni a quién reclamarle.
2) Los traductores españoles siguen haciendo de las suyas; la novela más reciente de Yasmina Khadra menciona en algún momento “una jauría de perros”; eso no pudo haberlo dicho el argelino.
3) Humberto Musacchio me obsequió tres frases memorables de Rebeca de Alba, de las que recuerdo dos: el raciocinio del agua en Barcelona, y la afirmación de que Sonia Amelio es la mejor clitorista del mundo. Le paso tres de Bonny (no sé su ortografía) Perete, de Opus: anunció una pieza de Liszt (la usada burdamente por Roberto Gómez Bolaños como firma musical de uno de sus programas), A la turca, como “a la trucha”; en otra ocasión: “Bienvenida Fulanita; no, tú ya estabas aquí, bienvenida yo, que acabo de llegar”; y la mejor de todas; al anunciar que la estación obsequiaba boletos a un concierto para que los radioescuchas asistieran “con la persona que más quieran, o con alguien de su familia”. Qué delicia, señor, de criatura, hubiera exclamado Chava Flores.