domingo, 16 de mayo de 2010

La última del Torito

Culminó Pedro Infante 1952 con dos cintas irregulares, aunque una de ellas sea de las más emblemáticas de su carrera: Ansiedad y Pepe el Toro. Fue buen remate en cuanto popularidad, pero un bajón en lo que se refiere a la calidad, si tomamos en cuenta que ese año filmó Un rincón cerca del cielo, Los hijos de María Morales y Dos tipos de cuidado.
Ansiedad la dirigió Miguel Zacarías, cuidadoso pero no muy inspirado, y tuvo la suerte de contar con Libertad Lamarque como coestrell. Pero no podemos asegurar que esa suerte haya sido buena.
Lamarque es mucho mejor cantante que actriz; aunque haya buenos intérpretes de María Grever (Alfonso Ortiz Tirado, Marco Antonio Muñiz, Humberto Cravioto, Ana María González), la mejor es la argentina; parecería que “Tipitipitín”, “Así” y “Por si no te vuelvo a ver” fueron escritos para ella; también “Estrellita del sur” de un no muy mencionado Felipe Coronel, es difícil imaginarla con otra voz que la suya; con los tangos es diferente; no sólo que uno esté influido por las palabras de Jorge Luis Borges, para quien el tango vivió sus mejores épocas antes de que fuera cantado, y sobre todo antes que cayera en Carlos Gardel. Es cierto que Alfredo Le Pera tiene algunas letras memorables, pero son por sus efectos melodramáticos; además, los tangos tuvieron siempre mucho éxito en México, y fueron varios los cantantes que se especializaron en el género, como el Che Sareli. A la fama de Gardel, agravada por su muerte en un accidente aéreo, hay que sumar la de Hugo del Carril, que tantos estragos causó en el cine mexicano, y otros que, más que cantar, actuaban los tangos.
A Lamarque se le conoció como La Dama del Tango, en ambos sentidos: porque cantaba los tangos más famosos, y porque la mayoría de sus actuaciones son lacrimógenas. ¿Por qué uno siempre la vio fea y vieja? No era ni una ni lo otra, pero lo parecía: echa a perder hasta las comedias más triviales y las vuelve lacrimógenas; Guillermo Ochoa recuerda una escena (juro que la vi, pero no recuerdo la cinta) en que, perseguida por un villano que la acorrala sin posibilidad de escape, se vuelve hacia él y le canta “déjame, no quiero que me toques” y se avienta medio tango mientras el villano espera a que termine de cantar antes de castigarla.
En el cine hizo papeles de madre sacrificada, que ve en soledad el triunfo de sus hijos ingratos; sufre en silencio la infidelidad del destino, y todo lo recompensa con su triunfo en los escenarios, vestida siempre de manera estrafalaria y ocultando si tenía buena pierna y cadera; su belleza es invisible, y como fue madre de actrices apenas menores que ella, nunca fue, aquí, joven.
La leyenda dice que fue víctima de Eva Perón; si hacemos caso, esa parte de su vida la interpreta Barbara Dickson, una entonces bella contralto que llevaba una carrera sólida, con siete discos como solista, varios palomazos, había sido cantante para Jeff Beck, y en uno de sus discos toca el inefable Ry Cooper. En Evita, la mala ópera pero con algunas excelentes canciones de Rice y Lloyd Webber, aparece brevemente; una de las mejores, aunque no de las famosas, es “Another suitcase in another hall”, cuando Julie Covington (una también bella entonces soprano, con una carrera menos espectacular pero más firme que Dickson, y sobre todo avalada nada menos que por Steve Winwood) en el papel de Eva va a decirle a la “Mistress” (¿señora de la casa, amante, quelite?) que puede empacar e irse, que acaba de pasar al inmenso ejército de reserva, o a la fila de los desempleados; que puede regresar a la escuela, que hizo pasar buenos momentos a Perón, pero que ya podía superar la etapa adolescente; Dickson canta entonces una hermosa pieza donde habla de la fugacidad del amor, dice que en tres meses seguramente habrá superado el duro trance, pero que en esos momentos no es ningún consuelo.
Aparentemente en la realidad el encuentro entre Eva Duarte de Perón y Libertad Lamarque no fue tan civilizado, dicen que hubo intercambio de cachetadas, y que desde luego le fue imposible continuar su carrera en Argentina; nosotros la padecimos.
Llegó así como calentando motores, y actuó con el más improbable galán Jorge Negrete bajo la dirección desganada aunque divertida de Luis Buñuel en Gran casino, en donde no se llevó bien con sus compañeros ni con sus jefes; los críticos recalcan que Buñuel evitó los besos entre la pareja; Lamarque regresó a Argentina, pero no tenía futuro y se vino a radicar a México, realizó una cantidad exagerada de películas, de discos, e incluso hizo telenovelas, hasta que liquidado el recuerdo de Evita, se fue a Buenos Aires de forma definitiva.
Pero lo anecdótico no justifica las malas actuaciones, los guiones acartonados que sólo explotaban la facilidad de la actriz para el melodrama, que se empeñaba en parecer menos simpática de lo que era; si vemos sin rencor algunas de sus cintas salen a relucir rasgos mucho más agradables, ciertos gestos que no le salían mal.

No son esos rasgos, sin embargo, los que desplegó en Ansiedad; por el contrario, al tratar de parecer simpática echa a perder “Ingrata pérfida” de Chava Flores, acompañada por un organillero.
La trama obliga a ver tres Pedros Infante: el padre muerto en la juventud, el hijo petulante, arrogante e ingrato que crece con una familia rica (como sucede en muchas cintas de Lamarque) sin saber su verdadero origen, y ella trata de conquistarlo, pero carece de roce social, queda mal en una fiesta popof, y además hace menos al tercer Pedro Infante, mariachi desconocido pero sencillo y simpático, que se enamora, también en la cinta, de Irma Dorantes. Ni Zacarías tenía ideas revolucionarias ni Edmundo Báez, el argumentista, hacía chistes demasiado obvios, y aunque hay dos o tres detalles simpáticos (la mala actuación de Infante, sobre todo), la cinta es completamente olvidable y aburrida; “Estrellita del sur” es la canción mejor interpretada, y es la muestra más palpable de que Infante no era el intérprete ideal de Agustín Lara.

Mucho más significativa es Pepe el Toro; tercera y final cinta de la saga de Nosotros los pobres, es también la menos buena, la menos dramática y la más truculenta, si cabe decir de unas cintas donde hay incendios, caídas de azoteas, atropellados, villanos aterrorizantes, amores incompletos, y la tragedia rondando la vida de un personaje querido de las mujeres y admirado de los hombres, amigo de los que no tienen enemigos y enemigo de los que no tienen amigos.
Pero aunque el director era también Ismael Rodríguez, el argumentista ya no fue Pedro de Urdimalas, sino Carlos Orellana, y vaya si había diferencia; entre otras cosas, carece del muy deleitable sabor popular, los dichos ya no son tan contundentes, ni los personajes tan graciosos. Para acabarla, al Torito ya no le va tan mal, se encuentra oportunamente a Lalo Gallardo, compañero suyo en la escuela, y boxeador de moda, y lo ayuda, tanto en su oficio de carpintero como en el de boxeador; Pepe, que ocupa peleas de relleno, las de inicio de las funciones, tiene una carrera meteórica aunque ya por la edad cualquier boxeador piensa en funciones de despedida, hasta que se enfrenta a su amigo Gallardo, cuya intimidad con Pepe la conocen hasta los locutores de radio, con tan mala suerte que lo mata de un golpe en el corazón. La pelea está mal filmada, y según Joaquín Cordero, a quien le tocó hacer el papel de Gallardo, Infante no sólo no sabía boxear sino que pegaba en serio, era creido y estaba muy lejos de ser el humilde que la prensa e historiadores pregonan.
En la cinta aparece, como ya es costumbre, Irma Dorantes, y Pepe no se decide si caerle o esperarse a que la viuda de Gallardo acabe el novenario; se dice que esa indecisión se debió a que Ismael Rodríguez pensaba en una cuarta película de la serie, pero pudo ser que ni Dorantes ni Amanda del Llano (tan bella como hasta entonces; luego desmejoró) tenían cómo sustituir a Blanca Estela Pavón, fallecida años antes en un accidente aéreo que dejó muy inestable a Infante.
Aunque salen en la cinta Evita Muñoz, ya en edad de merecer; Freddy Fernández y el siempre excelente Mantequilla, se lucen con escenas dedicadas a ellos, no por lo eficaz de sus papeles; destaca el equívoco de la prueba de amor (un beso de trompita, pero Dorantes e Infante creen que se trata de la entrega sexual), y que en ningún momento lo aclaren; como ésa, hay muchas fallas del argumento.
Por fortuna aparece en un papel muy secundario, pero muy lucidor, el excelente Wolf Ruvinski, luchador argentino que hizo carrera en México en la lucha libre, y en el cine; destaca además de ésta como compañero villano de Tin Tan en varias cintas, y después lo haría con Infante en La vida no vale nada y antes en La oveja negra. En Pepe el Toro encarna al campeón nacional de peso welter; quiere la mala suerte que en ese peso había brillado Luis Villanueva, el Kid Azteca, quien duró 16 años como campeón nacional y era el artífice del gancho al hígado, y lo sucedió el elegante Bombín Padilla, quien duró otro ocho años con el cinturón nacional; en esos años no había más que un campeón mundial, y en la categoría brillaban Carmen Basilio y Sugar Ray Robinson; ¿hay qué decir que eran boxeadores finísimos, de gran estilo? Hay que agregar que den México abundaban los boxeadores de pesos pequeños, de mosca a ligero, y que no había pesos medio; incluso se consideraba campeón nacional al Indio Ortega, aunque sólo por designación, porque ni había rivales ni él peleaba en México sino en Estados Unidos.
Así, Ruvinski y el Toro se ven burdos, torpes, sin estilo; sin embargo, es la pelea por antonomasia del cine mexicano, con todo y sus defectos de edición, de montaje y de encuadres; hay que recordar que Pepe sufre una cortada en una ceja a causa de un cabezazo, y el réferi César Arroyo no detiene la pelea y ni siquiera amonesta a Ruvinski. Por esos años había tres réferis estelares del boxeo mexicano: Arroyo, Ramón Berumen y Tomás Escalera; de los tres, Berumen es quien estelarizó más cintas (una en el extranjero, con todo y los créditos que aquí les regateaban; a Arroyo no se lo dan en édsta, como tampoco al Picoro), y desde luego que se hace notar, roba cámara y es tan protagónico como los boxeadores; era conocido en el medio como El Hermoso Berumen, y fue el primer mexicano en arbitrar una pelea de campeonato mundial, en Italia; tuvo varios tropiezos, como cuando detuvo un combate porque los boxeadores no daban pelea y la comisión de box y lucha lo suspendió; otro escándalo fue cuando contó demasiado rápido en una pelea muy difícil de Vicente Saldívar, y los cronistas achacaron a esa cuenta rápida el que haya podido retener el campeonato mundial (¿fue la pelea con Howard Winston?). Peor estuvo cuando, entrevistado en televisión, explicó que Saldívar había estado "más mejor".
Cenando en su casa, a principios de los sesenta, vi una foto suya abrazado por Adolfo López Mateos, y en otra, sonriendo en medio de los sonrientes Escalera y Arroyo; llegó tarde, ya casi habíamos terminado los picosísimos tamales yucatecos que nos hizo su esposa, mi tía Guillermina, pero estaba tan platicador como siempre; hasta ese momento pensé que tenía rivalidad sobre todo con Arroyo; no sólo lo desmintió, sino que al rato llegó Arroyo, a terminar de despachar los tamales que quedaban; aunque no platicó conmigo, fue acomedido y cortés; nunca, sin embargo, he podido ver Pepe el Toro sin sentir que Berumen hubiera estado mejor en el papel, y a la mejor hasta descalifica a Ruvinski.
Excepto Ruvinski, nadie actúa bien, no hay momentos memorables, excepto dos, pero en la mitología popular siguen poniéndola al mismo nivel que Nosotros los pobres y Ustedes los ricos.
Las mejores escenas de la cinta son cuando Infante canta “Osito carpintero”, de Manuel Esperón y Felipe Bermejo (muchos creen que es de Cri-Cri), sobre todo por los niños; Infante está gracioso y suelto, aunque no deja de actuar la canción.
La otra es la aparición del Caballero Huarache, un gandalla que andaba por el centro de la ciudad, gorreando comida y tragos, y si alguien le ofrecía 20 pesos, se avalanzaba sobre una víctima (hombre) y le daba un beso en la boca; todos le corrían; en la cinta no hace esos desfiguros, sino que, entre el público, se levanta, levanta el puño derecho, y grita “quiero ver sangre, quiero ver sangre”, que hacía en casi todas las funciones de la Arena Coliseo, no tanto de la México, que era más cara. Es una aparición importante de la galería de personajes escabrosos, o mitológicos, que han desaparecido de la cultura popular pero que hay que recuperar, como María Pistolas (mencionada de paso en El ropavejero: se lo asestan a Sara García por atinarle a todas las figuras en el tiro al blanco), el Hombre del Corbatón (interpretado en el cine varias veces, sobre todo por Arturo de Córdoba), un abogado que defendía a los desposeídos, casi siempre con éxito, El Fantasma del Correo, el vendedor de lotería que surgía quién sabe de dónde, a altas horas de la noche, ofreciendo los billetes de manera inoportuna (los dos últimos, con referencias en Los Caifanes) y, entre otros muchos, Bernardo Jurado, un abogado con fama de agarrar puros asuntos sórdidos; hay una referencia acerca de él en varias cintas de Clavillazo.

Así culminó Infante uno de sus años más atareados; seguiría lo mejor, y lo peor, de su carrera.

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