sábado, 20 de octubre de 2018

Caramba, doña Leonor...


Fue durante los años setenta; se había extendido el uso de las calzas, mal nombradas pantimedias, cuyo material no ocultaba el borde de las pantaletas, y los muy oportunos fabricantes se dieron a la tarea de ofrecer unas que fueran más discretas y no se delatara esos bordes que, por lo demás, pocas veces eran atractivos y mucho menos eróticos. En donde iban las panties las calzas lo dibujaban.
            Hay que apuntar también que fue antes de la aparición de las pantaletas “tipo francés”, que eran largas y dejaban parte de los glúteos fuera de la protección de la tela; o de las primeras tangas, que popularizaron las brasileñas en sus playas y después en la vida cotidiana, y que eran diferentes de las actuales tangas y más aún del llamado hilo dental, que ya no se usa para lo que se usaban las pantaletas primeras, ni menos aún de los bloomers o de lo que los novelistas franceses llamaban pantaloncitos, o sea para proteger de infecciones una zona de por sí sensible.
            (Ya lo he dicho: pantaleta viene de pantalones, que vienen del cómico Pantaleón que usaba unas calzas tan aguadas como las prendas que usó en los años cincuenta y principios de los sesenta del siglo XX Antonio Espino Clavillazo —y suena muy pedante decir que Clavillazo es una derivación de Palillo, al que quería imitar—; a falta de un nombre que no perturbara a quienes lo pronunciaran, comenzó el “pantaloncito” que al principio llegaba a las rodillas, luego a medio muslo y luego se limitó a la zona entre la cintura y el principio de los muslos; los españoles les llaman “bragas” pese a que las mujeres nada tienen que bragarse aunque muchas son más valientes que hartos hombres, sino que lo diga López Obrador que sufre mucho cuando sus adelitas comienzan a alebrestarse.)
            Una prenda que no se veía mucho porque las faldas eran largas y llegaban, ya muy atrevidas, debajo de las rodillas, de cualquier manera causaba emociones encontrarlas cuando los hombres las atisbaban (al subir a los camiones, al sentarse de manera poco elegante, al bajar de los autos, si es que se atrevían a abordarlos), pero no sucedía con frecuencia; durante muchos años no cambió de forma, sino hasta que las minifaldas las delataban, o cuando los pantalones, que las ocultaban, se empezaron a usar debajo de la cintura, y aparecieron al mismo tiempo pantalones y pantaletas “bikini”, en homenaje a la prenda que inundó las playas europeas y que eran más breves que los ya por sí atrevidos trajes de dos piezas, que dejaban al descubierto el ombligo. Las calzas o pantimedias sustituyeron a las medias (o medias calzas) y a las ligas y a los ligueros, que excitaban a los voyeristas de entonces.
            El cine, que va al parejo de los cambios sociales, apenas se atrevió a insinuar las pantaletas de Marilyn Monroe en The seven itch, del muy atrevido Billy Wilder (uno de los primeros en no enfadarse con la infidelidad femenina en una memorable Kiss me, stupid, donde una de las protagonistas —la discreta Felicia Farr—muestra las pantaletas durante poco más de un segundo). Pero circularon las fotografías de la escena, en que el aire levanta la falda de Monroe y quedan expuestos pantaletas y algo de glúteos. Pero ya a finales de los sesenta una muy provocativa Natalie Wood luce un upskirt inesperado en Bob & Carol & Ted & Alice y más visible pero más púdico en La carrera del siglo.
Más discretas son las escenas en que muestran las pantaletas Wood y Rita Moreno en West Side Story mientras bailan algo que llaman chachachá.
El cine mexicano fue más atrevido: en los años cuarenta Virginia Manzano baila swing en Un beso en la noche y en una vuelta permite que el espectador se sorprenda durante un segundo; Rosario Granados se abre una túnica y ataranta al de por sí atarantado Luis Sandrini en El baño de Afrodita; Mapy Cortés en alguno de sus bailes suspende el aliento de los espectadores, y más aún, nuestra chica del suéter Lilia Michel le da vuelo al vuelo de su falda, pero lo culmina con un gesto entre apenado y pícaro; en los cincuenta, Elsa Aguirre se queda en sostén y pantaloncitos (negros, para hacerla más excitante) frente a un alarmado Pedro Infante en Cuidado con el amor, y antes, en 1939, Elisa Christy y Virginia Serret se muestran en camisón transparente que no disimula pero hace como que, ante el estupor de Jorge Negrete.
Más atrevida para su fama, pero acorde con la moda, Angélica María expone sus pantaletas tres veces (en una banca de la Alameda en un sittin’, rodando en el pasto, trepando un muro) en Cinco de chocolate y uno de fresa; en La verdadera vocación de Magdalena un aspirante a cantante le baja el pantalón de la piyama y queda en grannies blancas; Leticia Robles se agacha en una de las poses favoritas de los erotómanos, y muestra su ropa íntima en La sangre enemiga aunque su competidora Meche Carreño fue más atrevida, y mucho años después, sin motivo, en El día de las sirvientas imita la postura de Robles. Antes, en varias cintas, su indiscreción era más natural (La vida cambia, La mujer perfecta, El mar) y menos provocativa.
Elsa Aguirre hace un vulgar upskir sitting en El cuerpazo del delito, donde se mostró muy bella pero inepta para la comedia, como bien dictaminó Emilio García Riera.

En la vida real las minifaldas exponían piernas y pantaletas de adolescentes y adultas; para ellas era normal; para el hombre, menos apto para los cambios sociales, significaba espionaje, voyerismo, y muchos lo tomaron como invitación a la contemplación o coqueteo.
            En ésas estaba el mundo cuando los publicistas, derrotados por la realidad, inventaron unas calzas que tenían pintada una imitación de pantaletas, y lanzaron la campaña: “Caramba, doña Leonor, ¡cómo se le notan!”. La frase perduró mucho más tiempo de lo que duraron esas prendas que pocas mujeres adoptaron, pero algo cambió; lo que antes era natural se volvió incómodo, y muchos pronunciaban el eslogan más por molestar que por advertir que veían más de lo que pretendían.

En la época en que las pantaletas (ahora las llaman “grannies”) ocupaban más espacio que el que ocupan ahora las truzas, los colores eran discretos: blancas, por lo regular, ocasionalmente rosa pálido o azul pastel; negras, sólo las muy atrevidas y las que aparecían, ocasionalmente, en la pantalla del cine; si las portadoras eran descocadas o no estaban seguras de su discreción (a veces bailaban swing en las fiestas), usaban coquetos holanes; el material, muy limitado; nylon o algodón; éste, más recomendado para la higiene, no para el erotismo.
En la época de la minifalda ya eran más vistosos: con estampados coquetos o divertidos, con imágenes de corazoncitos; algunas, atrevidas, portaban letreros, por lo general en inglés, por lo sintético (“Knickers!”, se burlaban algunos adelantándose a la expresión espontánea y más bien imaginada del espectador; “Kiss me”, invitaban pero de lejos, las highesculeras, como les decía Parménides García Saldaña; o con unos labios pintados); en español no eran tan atrevidos.
Los materiales eran más diversos; alguna marca insinuaba “algún día alguien los va a ver; ese día puede ser hoy”, y para mayor atrevimiento eran semitransparentes excepto en el puente; eran épocas en que el vello era incitador y erótico, antes de que por malas influencias del extranjero, como se decía antes, comenzaran a depilar, primero con el pretexto de la tanga brasileña; después, por imitación de las modelos de Self-play, boy, como llaman en Mad a la revista menos atrevida de las que exhibían desnudos femeninos.

¿Grannie o tanga?”, pregunta DiNozzo a McGee, presuponiendo que éste espía a Ziva, a quien ayuda a que espíe por la ventanilla alta de una puerta; “let me see your knickers”, dice DiNozzo a Caitlin, en una escena imaginaria porque ella ya fue asesinada, y en un fly skirt muestra una pantaleta blanca con un estampado infantiloide al frente; hasta la más o menos púdica Shelley Long (excepto en Night shift, donde aparece varios minutos en pantaletas bikini, que dejan al aire las piernas pero nada de glúteos; o en The Money pit, donde copula vestida con Tom Hanks; o en Hello again, donde no muestra pantaletas porque no trae, aunque sólo se atisba un segundo o menos cuando se le abre la bata) las despoja de erotismo con una exposición banal, sin chiste, aunque era muy bella en esa época.
            La aparición de Daryl Hannah sin pantaletas en Splash, en donde John Candy trivializa el espionaje con el truco de agacharse a recoger una moneda, comenzó una lenta pero aparentemente duradera desaparición del erotismo con la visión de calzones; la visión de los calzones blancos y con holanes de Katty Russell en una escena accidentada, o la proliferación en el show de Benny Hill los fueron haciendo inocuos y hasta cómicos los upskirts. El reflejo de las pantaletas de Anna Faris en una espada, y la sonrisa pícara de unos extraterrestres, recalca que se acaba el erotismo si se vuelve trivial y cómico.
            Uno de los lugares usuales del espionaje de pantaletas había sido el transporte público; las aglomeraciones han propiciado algo no erótico, más brutal, el manoseo o el acercamiento sin permiso; antes, cuando un hombre reclamaba que alguien observara a su acompañante, se exponía a que le contestaran “ella es la que está enseñando”; ahora, hasta la mirada más fugaz e inintencionada es motivo de acusación, a veces hasta de chantaje; desde hace meses hay también la acusación de que muchas de las escenas eróticas fueron realizadas bajo presión, con amenazas de no sólo despedir a las actrices que se negaran a filmarlas, sino de obstaculizar su carrera. La proliferación de escenas donde se simulan cópulas, o con desnudos sin motivo ni justificación, fue resultado de presiones, y además acompañadas por cobros en especie; ciertas o no las acusaciones, el espectador ve con otros ojos esas escenas.
            Aunque es cierto que pocas actrices inteligentes se han sumado a las acusaciones o al movimiento #metoo (ni Susan Sarandon, Emma Watson, Brigitte Bardot, Sharon Stone, Jeanne Triplehorne, Sophia Loren, Gina Lollobrigida), es verosímil que haya habido productores o directores que se hayan aprovechado de esas actrices que ahora reclaman, también es cierto que muchas han mentido o exagerado.
            Lo cierto es que se teme hacer un piropo, invitar un café o una copa, ofrecerse a acompañar a una compañera de trabajo a su casa, y más todavía preguntar a qué hora van por el pan. Parecen inconcebibles escenas en las que Alfonso Zayas, Alberto Rojas o César Bono interpreten papeles de afeminados; suenan imposibles cintas como El miedo llegó a Jalisco o Me gustan valentones, donde la resistencia a discutir a madrazos suena a poca masculinidad; incluso ya no parecen adecuados comentarios como el de Emilio García Riera sobre el papel de Joaquín Cordero en No me quieras tanto (“lamentable mariqueta”) o el de José de la Colina sobre el Cristo de Enrique Rambal en El mártir del Calvario (“Cristo no era el maricón de mejillas rosadas…”).
            Ante esa deserotización de la vida cotidiana ha surgido un movimiento muy atrevido: visten pantalones tan ceñidos que se dibujan no sólo los glúteos, también las tangas, los hilos dentales; o con los vestidos pegados los glúteos, enormes y desproporcionados, se mueven de manera arrítmica y poco atractiva, pero no dejan de llamar la atención; o los shorts descubren parte de uno de los glúteos, o a veces los dos; los escotes son muy pronunciados, y a veces traen pantalones de peto sin sostén; han regresado las crinolinas que destapan las piernas y permiten atisbar sin indiscreción. Eso, en la vida privada, porque en los medios masivos las entrevistadoras se sientan con descuido, a la menor provocación hacen un outfit, las que pronostican el clima se ponen de perfil para que el espectador ponga más atención a los prominentes glúteos que a las indicaciones sobre tormentas o calores; se prestan a jugar carreritas indiscretas, se ponen faldas cortitas y calzones vistosos que no se pueden obviar; hacen competencias para ver quién es más indiscreta, salen de las piscinas usando tangas que destacan nalgas que resultan grotescas.
            Cuentan, las públicas, sus desventuras eróticas, cómo fueron seducidas o cómo sedujeron (alguna, despechada por los famosos a los que se les ofrecieron), cuántas veces copulan en una noche, y con cuántos y en qué posiciones; se dejan fotografiar en revistas cuando las manosean, las cargan enseñando lo que dejan al desgaire, y contradicen el movimiento que intenta frenar el acoso.
            Las faldas pegadas, los pantalones ceñidos, los descotes, como se decía, se vuelven más visibles porque no ocultan; por eso uno recuerda aquel eslogan: Caramba, doña Leonor, ¡cómo se le notan!