lunes, 23 de julio de 2012

Las mujeres de Truffaut (y algunas de Ford)

A Truffaut le gustaban las mujeres, pero no las exhibía; la mayoría de los desnudos que aparecen en sus cintas son delicados y bellos, y aunque pudiera habérselos ahorrado, no son gratuitos, y sí en cambio bastante naturales; tampoco significa que no contengan erotismo, pero carecen de la vulgaridad que contienen los desnudos de algunos otros directores; por ejemplo, lo que hay en las cintas de Blake Edwards pueden ser cachondos, pero no de buen gusto: hay algunos no malos, como el de la anónima mesera con los glúteos descubiertos, admirada en silencio cómplice por Jack Lemmon y Jack Klugman en un coctel; o los upskirts ingeniosos en The Party (La fiesta inolvidable, o El guateque, según los españoles) y en La maldición de la Pantera Rosa; pero es muy reprobable el famoso desnudo de Julie Andrews en SOB, y los muchos inútiles aunque de actrices muy hermosas en 10. Regresando a Truffaut, los no muy abundantes desnudos en sus cintas son respetuosos, además de proporcionar inquietud, una de las maneras elegantes del erotismo: en Disparen sobre el pianista, Michèle Mercier aparece con los pechos desnudos, en una escena “after sex”, mientras que Charles Aznavour, por el contrario, se tapa el pecho con las sábanas; en esa época, 1960, las escenas de cama eran al revés: aunque se insinuara que estaban desnudas, las mujeres se tapaban con la sábana mientras que los actores mostraban el pecho; Mercier está muy bella, muy desinhibida, sin un pudor falso después de haberse entregado. Marie Dubois, con tanta carga erótica como Mercier, se hace amante de Aznavour, y muere sacrificándose por él, quien seguirá con su destino de pianista en bares de mala suerte, rindiéndole homenaje. Jules et Jim tiene una carga subversiva respaldada por el erotismo y las ansias de libertad representados ambos por Jeanne Moreau, que contagia a Oskar Werner y a Henri Serre, quienes parecen más comparsas de ella que entes independientes; viven una historia de amor y sexo muy atrevida para la época narrada, y también para la que fue filmada; Moreau, muy salvaje en otras cintas, se ve muy hermosa y delicada, además de insinuante, en ésta. Se ve salvaje, pero no primitiva, en La novia vestía de negro, basada en una muy emocionante y muy triste novela de William Irish (novelas suyas, que ocupan doce tomos en Ediciones Acervo, más otro tomo en Aguilar, y cuatro tomos de relatos en Alianza Editorial; le gustaba lo negro: Miedo negro, Telón negro, Rendez-vous en negro), la muestra violenta, pero con razón; y en una escena sacada de contexto, pero que define muy bien a la protagonista, se mira en un espejo con los pechos descubiertos; no excita, incita. Las dos muy bellas actrices de Las dos inglesas y el continente, en la cinta hermanas y ambas enamoradas de Jean-Pierre Léaud (Kika Markham y Stacey Tendeter) se desnudan ambas con mucha delicadeza y pudor, y aunque juran que no lo harán, ambas tienen relaciones sexuales con Léaud, un artista inmaduro, y más inmaduro como hombre, pero que tampoco las presiona para que cedan; las circunstancias los van empujando hacia la cama (como decía Ibargüengoitia), los tres se enamoran entre sí, pero como sucede con muchas de las cintas de Truffaut, el amor no se les da, o se precipita cuando todo parece que va a resultar favorable; como en todas sus cintas, no hay vulgaridad, aunque sea una historia trillada (en cualquier otro director) la de un hombre que se enamora de dos mujeres, las consigue, pero sólo de manera momentánea y fugaz; incluso celebra cuando alguna de ellas conquista a otro hombre, aunque no deja de sentir celos. La trágica belleza de Isabelle Adjani sirve de escenografía a la Historia de Adele H, la dramática vida de la hija de Victor Hugo, y aunque no haya erotismo como trasfondo, se narra de nuevo la relación enloquecedora de un amor no correspondido, que es uno de los temas frecuentes de Truffaut, y aunque no haya desnudos, Adjani hace si no que desaparezca la respiración, cuando menos que cambie su ritmo durante unos segundos, sólo para corroborar que la perfección no existe (excepto en la cinematografía). El hombre que amó a las mujeres tuvo su remake en el cine de Blake Edwards; mientras que la versión de Truffaut es la de un hombre que arriesga su vida con tal de contemplar la belleza femenina en su esplendor, la versión de Edwards es la del que pierde la vida por tratar de lograr lo que se denomina “butt grab”, o tortear en mal español pero muy descriptivo. En esa cinta se hace evidente que a Truffaut le gustaban las mujeres de pechos bellos, no muy grandes, mejor si pequeños, pero firmes, bien sostenidos, y mejor si están libres (como en novelas y cuentos de Juan García Ponce); se hace evidente porque sólo en ésta se muestran las piernas femeninas en plenitud; antes, sólo para excitar al macho, como lo hace Françoise Dorlec al mostrar los muslos, sólo a la altura de las ligas, y las muchas actrices de El hombre que amo…; la versión de Edwards, más vulgar, tiene la rara característica de mostrar fea a la antes atractiva y graciosa Shelley Long. La mujer de al lado es otra muestra de amor loco, aquel que desafía costumbres, conveniencias y que, para conseguir al objeto del deseo, no le importa ir incluso contra la voluntad de ese objeto deseado, y en ésta, es la mujer la que insiste en recobrar un amor apasionado que anda todo alborotado pero que ya pasó, aunque para ello arriesgue su matrimonio y el del hombre al que desea; y como la historia está narrada desde un punto de vista imparcial pero no objetivo, ese amor no conduce más que a la muerte, como en todo amor romántico. Hay otros amores en Truffaut, más inocentes, en apariencia, pero más duraderos: los que vive Antoine Doilel, en Antoine y Colette, La hora del amor, Domicilio conyugal y en cierta forma, en Los 400 golpes, que aunque ve ajeno el erotismo, lo entiende y lo anhela; en las otras historias de este personaje hay tentaciones, besos robados (“El primer beso siempre es robado”, dice Ramón Gómez de la Serna, pero las mujeres, que no son afectas a Don Ramón, dicen que siempre saben cuándo van a ser besadas), tentaleos torpes, erotismo apresurado, y las protagonistas exóticas que aparecen para romper la paz conyugal; en Domicilio conyugal tiene lugar una de las escenas más intimidantes, grotescas, pero al mismo tiempo terribles, de la filmografía de Truffaut: cuando Antoine se encapricha de Kyoko (¿es vulgar decir que se encula?, tal vez, pero es la palabra más exacta para describir cuando un hombre se encapricha por el deseo por alguien, y una vez satisfecho, comienza a verle todos los defectos, sus intransigencias, su deseo de ser amada y no deseada), Christine, viendo en peligro su matrimonio, se disfraza de geisha y lo espera sumisa cuando él regresa a su casa; la escena parece cómica, pero la cámara se acerca a Christine y la muestra con las lágrimas corriendo por sus mejillas (no como en el cine mexicano, que las lágrimas se quedan a media mejilla y no siguen corriendo; ¿serán artificiales incluso las de Libertad Lamarque, a la que también le quedan las lágrimas a media mejilla?). Es difícil abarcar todos los aspectos del cine de Truffaut; sólo intenté ver, de manera superflua, su amor por las mujeres: quedan para otra ocasión, o para un mejor lugar, sus muchas referencias (aunque no resisto la tentación de citar algunas muy evidentes; el homenaje a Jacques Tati en Domicilio conyugal; los homenajes a Hitchcock en La noche americana y La novia vestía de negro; a Sacha Guitry en La piel dura, a su amigo antípoda Jean-Luc Goddard; a Nicholas Ray, a Orson Welles, a Buñuel), sus guiños, sus obsesiones más allá del amor, sus citas literarias, su pasión por el cine, que va más allá del cine. Otro de los muchos ídolos de Truffaut, y de toda la nueva ola francesa (que cimbró al cine mundial de finales de los cincuenta a mediados de los setenta) fue John Ford; los hombres recios y rectos, la amistad resuelta a punta de chingadazos, las situaciones límite que los héroes enfrentan sin vacilar, e incluso con humor, parece dejar en un segundo plano a las mujeres, pero es sólo en apariencia; si no, ¿cuál es la verdadera rivalidad entre James Stewart, John Wayne y Lee Marvin, sino el amor de Vera Mills, delicada y muy femenina, pero también muy decidida y muy valerosa? ¿Y por qué esa historia, de una de las mejores cintas de todo el cine mundial –The man who shot Liberty Valance— está contada por el ganador, el que se queda con la dama, pero que rinde homenaje al que dejó que se la quitaran? ¿O qué historia de amor puede ser más trágica que la que no se narra, apenas se insinúa, en The Seacher, mal llamada Más corazón que odio en México y peor en España, Los centauros del desierto? En ella, John Wayne, enamorado en secreto de su cuñada Vera Mills, se mete por años a buscar a su sobrina raptada, y no la mata aunque ya sea más india que cuáquera, sólo porque se parece a Mills. Es una historia conmovedora de un amor imposible, pero más real que la consumación que consiguió otro; y ella sabrá que quien más la ama, apenas se atreve a desearla, y nunca será suya, ni la hará suya. Hay muchas otras mujeres en el cine de John Ford, aparentemente poblado sólo por hombres y ocasionalmente por alguna mujer. En la siguiente veremos algunas. *En Pack of Your Trouble, en México El abuelo de la criatura, Mr. Laurel y Mr. Hardy recogen a la hija de su amigo Eddie, muerto en la guerra y abandonada por la madre, y se dedican a buscar al abuelo de la criatura, un tal Mr. Smith; como siempre, se meten en líos de comisaría, roban un banco y causan equívocos; en uno de ellos irrumpen en la antigua casa de los Smith verdaderos, cuando Eddie, el hijo del nuevo propietario de la casa, está a punto de casarse; es un bobalicón torpe, pero novio de la hermosa Muriel Evans; la irrupción hace que la boda se cancele cuando creen a Eddie el padre de la criatura; al suspenderse la ceremonia, la agradecida y, repito, muy hermosa Evans, le da un prolongadísimo beso a Mr. Laurel, de más de diez segundos, demasiado para la época; Laurel parece no reaccionar, pero sin cambiar su expresión deja a Mr. Hardy el directorio telefónico que anda cargando, y va tras Evans; Mr. Hardy lo detiene. En Our Relations, Mr. Laurel vuelve a besar a su esposa, la bella Betty Healy, a la espontánea Alice Cook, y a Daphne Pollard, Mrs. Hardy en la película, donde además varias bailarinas muestran sus piernas mientras bailan, y se desarrolla una historia muy enredada y divertida entre los mellizos Laurel y los mellizos Hardy, que involucran a dos aventureras guapas, pero que muy comedidamente no avanzan en sus intenciones eróticas. Stan Laurel era un besucón al que nadie creía capaz de esas audacias. *En cada Feria de Minería nos acercamos a la escuálida mesa donde están los representantes de la Orquesta Sinfónica de Minería, a quienes lanzamos nuestras opiniones, que escuchan con respeto; por lo regular compramos los discos que han aparecido en el intervalo entre feria y feria, y le preguntamos cuándo tocarían Le Boeuf sur le toit, de Darius Milhaud, una de nuestras piezas favoritas, y más desde que leímos en Novo y en Chávez cómo se molestaba la gente cada vez que Chávez la ponía con la Sinfónica Nacional; también, como si ellos tuvieran la culpa o alguna responsabilidad, cuándo programarían la Conga del Fuego Nuevo, de Márquez, porque pensamos que es una obra ideal para una orquesta como la de Minería, cuyos integrantes disfrutan lo que interpretan; Dudamel ya echó a perder la pieza de Márquez con la Simón Bolívar, pero está disponible la excelente versión con la Orquesta Sinfónica Juvenil del estado de Veracruz, dirigida por Antonio Tornero. Nada más de imaginar a la flautista María Esther García Salinas encantada (bajo el encanto, para aclarar la frase que ha perdido sentido) bailando casi sin darse cuenta, o a la timbalista Gaby (no necesita apellido) tocar sus instrumentos con delicadeza aunque parece más bien con garbo y energía, eran suficientes motivos para querer verla en vivo y al día siguiente en la repetición por el 411. No han tocado la obra de Márquez, aunque sí una versión muy buena del Danzón 2, que no es nuestro favorito, preferimos el 5 y el 8; pero el sábado y ayer domingo tocaron Le Boeuf…; nuestros amigos músicos opinan que Carlos Miguel Prieto no sabe dirigir, pero que los músicos lo respetan y hacen como que lo obedecen, cuando en realidad obedecen su entusiasmo, su vigor, su alegría; José Areán es mas músico, pero transmite menos entusiasmo; desde los primeros compases extrañamos la rapidez con que la toca Leonard Bernstein con la Orchestra National de France (tenemos tres versiones, una de ellas en vivo, tan contagiosa que Bernstein se la pasa bailando, y al terminar, antes que agradecer los aplausos corre a abrazar a la concertino; entusiasmo musical más que erótico, aunque ella es –o era, la filmación es de hace cuando menos 20 años, y también que las mujeres guapas no envejecen— bastante atractiva. Areán bailó todo el tiempo, pero desconectado de lo que dirigía, porque aunque cada nota se oía con claridad y se distinguían todos los instrumentos (la orquesta toca con mucha elegancia y son excelentes músicos, casi podría decir que cada uno es solista y principal), faltaba la energía de la pieza, que enfureció a sus primeros escuchas por lo atrevido, lo experimental, la ejecución simultánea de melodías diferentes, disonantes incluso; faltó el humor, elemento primordial de Milhaud; no bailó Gaby, aunque eso lo suponemos porque nunca la enfocaron, aunque sí a las otras percusiones; no bailó María Esther, entre otras cosas porque no estuvo; la suplió una joven a la que el pánico no opacó su calidad de instrumentista, pues se nota su calidad, pero sí escondió sus gestos, y mostró sus rasgos, pero no su expresión. No creo que le hayan prohibido bailar; integrantes de otras orquestas protestan porque sus compañeros en temporada normal no bailan con sus orquestas pero sí con Minería; y de cualquier manera algún violista y un clarinetista bailaron, sin advertirlo, cuando tocaron La Vals (para el orquesta) de Ravel. Simplemente creemos que no bailaron porque lo que tocaron, aunque eran las notas de Milhaud, en las partituras no estaban las otras notas, las secretas, las que hacen que los músicos se entusiasmen y contagien al público. A lo mejor si la hubiera dirigido Prieto, hubiera estado tan bien como estuvo el resto del programa. *Ya despertó Adrián González; en los últimos diez juegos batea para .447, con tres cuadrangulares, ocho producidas y .770 de sluggin; pero para los fanáticos del beisbol la mejor noticia es el buen desempeño de Luis Cruz como short stop de los Dodgers; aunque su promedio es de .250 (ideal para alguien en esa posición) fildea con mucha seguridad, buenas manos y mejor brazo; lo vimos en la televisión (ahora que aún podemos verla) conectar su primer cuadrangular de su carrera en las Mayores; estaba tan emocionado que no dejó de presumirlo con cada uno de sus compañeros en el dugout, quienes ya no le hacían caso; parecía Red Buttons en Hatari!, más en la escena donde está orgulloso de que funcionara su trampa con la que atrapó a cientos de monos, que en la que choca por estar viéndole las piernas desnudas a Elsa Martinelli.

domingo, 8 de julio de 2012

Billy Wilder, François Truffaut, directores que amaron a las mujeres

Humphrey Bogart era rudo, pero sincero; su sensibilidad lo hacía débil y frágil ante las mujeres que, por su facha, lo creían inmune; por su actitud sabían que podían seducirlo; en efecto lo seducían, pero de cualquier manera las apresaba y para consolarlas, afirmaba que las esperaría los 20 años que duraran en la prisión; o los seducían mujeres igual de rudas que él, con aire de cinismo que desenmascaraba su mal disimulada inocencia; besaba por igual a heroínas (pocas) que a villanas, o a las esposas de los socios a quienes coronaban la frente; después del beso quedaban lacias, lacias; en ocasiones el romance no era suyo, y hacía lo posible porque la heroína triunfara, pero aun así lo hacía desde lejos, sin que supiera nadie (y menos ella) de su ayuda, no fuera que se descubriera su “ternura”. Bajo las órdenes de Billy Wilder, en cambio, sucumbió ante la expresión inocente, angelical, casi infantil, de Audrey Hepburn; no podía haber mayor distancia entre ellos; excepto Pier Angeli, nadie tenía una expresión casi infantil, sin rasgos de travesura, que Hepburn; en su carrera interpretó papeles audaces, pero no en lo sensual, sino aventuras de espionaje o de asedio; sus coestrellas se enamoran de ella, pero no la seducen; una de las actrices más elegantes, mostró poco sus piernas: apenas algo de muslos en Cómo robar un millón de dólares; un poco más en Desayuno en Tiffany’s; atisbos en Funny Face; entre los cientos de fotografías que le tomaron durante su carrera hay algunas pocas en traje de baño; en ninguna de esas fotografías llaman más la atención que la finura del rostro, la elegancia de su figura, su caminar refinado, sus facciones elitistas; es literalmente la personificación de una princesa de cuentos de hadas; pocos se fijan en lo rotundo de sus muslos, probablemente porque lo delgado de su talle, de sus brazos, de su cintura, no prefiguran las piernas tan hermosas que muestra, por una vez con picardía, aunque muy brevemente, en Sabrina. Aunque los galanes con los que uno la asocia son finos o refinados (Cary Grant, Gregory Peck, Fred Astaire, Rex Harrison), se necesitaba que fuera seducida y disputada por actores menos identificados con la elegancia que con la perversión, como William Holden y Bogart, precisamente en Sabrina, una comedia aparentemente de alta sociedad que se involucra con las clases bajas, sin que corra peligro la cenicienta del caso. Sin embargo, sus piernas son objeto de un comentario entre Holden y Bogart, que las califican de magníficas. Wilder consideraba que Hepburn era una “dama sin partes pudendas”, que “en vez de pecho tenía corazón”, y en vez de “hacer el amor, soñaba con él”. No así sus galanes, pero no se atreven a manchar su pensamiento considerándola presa sexual; en Arianna, en cambio, Wilder la hace fingir que es perversa, y para atraer a un hombre, presume de haber conquistado a muchos. Gary Cooper, el galán, se lo cree, no así el espectador. El caso es que Billy Wilder fue el único que la utilizó como objeto sexual, aunque en historias inocentes y con final feliz; en los argumentos, Hepburn no desata bajas pasiones, pero sí en el espectador, el auténtico erotómano, el que no se fija ni en su delgadez, su elegancia, su sofisticación, su elitismo, su lejanía; él rinde culto a sus piernas, tan poco vistas que son más deseadas. Pamela Tiffin, una altísima pero refinada adolescente, protagonizó su tercera película, bajo las órdenes de Billy Wilder; aunque después actuó con otro erotómano, como Dino Risi; aunque hizo un desnudo discreto en alguna cinta europea, y sale muy encuerada ya mas grandecita en El vikingo que vino del sur, y hace un trío muy divertido con la recatada, o casi, Carol Linley (de las primeras famosas en aparecer en (self)Play boy –como le llama Mad a la revista para caballeros, como le dicen en las secciones de espectáculos, o le decían, antes que proliferaran las que desvisten a las actricitas mexicanas), la más exhibicionista Ann Magrett, que sale en calzones un buen rato, Tiffin nunca se vio tan atractiva, aun sin mostrar más que parte de sus muslos en One-Two-Three; no logra opacar a James Cagney en uno de sus no muy numerosos papeles cómicos: Tiffin, en minifalda de los principios de los sesenta, distrae la atención lo suficiente como para darle chiste a una película que se burla de todos los clichés políticos de la época, con todo y travestismo que ridiculiza a la guerra fría. Tiffin, poco después, baila sin mucha gracia algo a go go y, como dice Ibargüengoitia de uno de sus personajes en Dos crímenes, le pasea las nalgas por las narices a Paul Newman en una cinta basada en Ross McDonald. Pero aunque enseñe poco, dirigida por Wilder es mucho más excitante que en cualquier otra cinta. ¿Y Fred McMurray puede ser imaginado como alguien diferente a Mis tres hijos, anodino programa televisivo de los años cincuenta? ¿O como alguien distinto al moralista de El milagro de las campanas? Sólo como papá sorprendente, o como un profesor distraído que inventa una boligoma que hace volar a su chiti chiti bang bang (como le decían los cursis a sus carcachas). De pronto es malditillo, pero su papel más intenso lo hace para Billy Wilder en Double Indemnity, donde con todo y su seriedad es seducido, llevado por el mal camino, corrompido, por Barbara Stanwyick, quien lo convence de que altere un seguro para cobrar doble prima por el asesinato de su marido; con lo último que le queda, McMurray la asesina mientras la besa con pasión; sólo así se libera de una mujer imposible de resistir, o easy to love. Wilder es autor de varias obras maestras, como The Lost Weekend (la autobiografía de Andrés Soler, dice en El Ceniciento), Sunset Boulevard, sobre la decadencia de una seductora que se niega a envejecer; Testigo de cargo, de las pocas cintas de juicio que evade los lugares comunes, y que deja la duda de si se cumple o no con la justicia; Irma la Dulce, que otra vez quebranta la moral estadounidense; la divertidísima Vida privada de Sherlock Holmes. Pero la que prefiero por sobre éstas es A Foreign Affair; filmada sólo tres años después de concluida la Segunda Guerra Mundial, lleva como coestelar a Millard Mitchell, el amigo de James Stewart en Winchester 73; el productor cinematográfico en Singin’ in the Rain, el comisario de The Gunfighter; y a la ya en decadencia Jean Arthur. Con cerca de 50 filmes mudos, y una de las primeras Calamity Jean del cine (trivia: otras fueron la legendaria Francis Farmer, Ivonne de Carlo –la señora de Herman Monster—, Doris Day, Stefanie Power, Kim Darby, Carol Burnett, Jane Birkin, Catherine O’Hara –la mamá de mi pobre angelito—, Anjelica Huston, Ellen Barkin, y fuera del cine, una editora mexicana), y dirigida por Howard Hawks y por Fritz Lang, hace un papel muy divertido, de diputada que audita a un oficial del ejército estadounidense, enamorada de él (un poco expresivo John Lund), a su vez seducido por una alemana, Marlene Dietrich, quien utiliza muchas armas seductoras para evitar ser encarcelada por nazi, y perseguida por colaborar con los norteamericanos. Dietrich está muy divertida, canta y baila no sólo con gracia sino también con sensualidad más natural que en casi cualquiera de sus cintas más célebres; le enseña a Arthur cómo seducir a los hombres, y la hace estallar en berrinches muy espontáneos; al final, Mitchell logra aprehender a Dietrich, se hace de la vista gorda ante la debilidad de Arthur, y perdona a Lund, con tal de que se aleje de la peligrosa alemana; aunque Dietrich está muy vestida comparada con cintas donde muestra sus piernas legendarias, Mitchell debe encargar a dos soldados a que la custodien a la cárcel, luego de resistir su intento de seducirlo; precavido, envía a otros dos soldados para evitar que aquéllos liberen a Dietrich, y luego a otros dos que cuiden a los primeros cuatro. Arthur, desabrida, atenta a las lecciones involuntarias de Dietrich, de pronto se destapa y logra seducir a Lund, e incluso a alborotar a varios soldados en un bar. Y esa desfachatez y ligereza la pueden lograr bajo la mirada de Wilder, un hombre que amó a las mujeres. Al releer las pláticas que sostuvieron Alfred Hitchcock y François Truffaut cuando revisaron cada cinta que hizo el primero, es notorio que el francés tomó muchas ideas del inglés; La noche americana, por ejemplo, se la dictó Hitchcock completita, no sólo le da la idea sino muchas soluciones, y le permite la libertad de descuidar las cámaras y los micrófonos. Sobre todo, la posibilidad de contar varias historias al mismo tiempo, que no tuvieran que ver con la cinta sino con la filmación; una de ellas es la relación entre Jacqueline Bisset y Jean-Pierre Leáud cuando éste, dolido como estaba de las mujeres porque su amante lo dejó, quiere abandonar la filmación; ella accede a fornicar con él, y éste, fuera de sí (cualquiera y no) telefonea al esposo de Bisset para contarle todo; en otras escenas se ve cómo las mujeres, mucho más libres que los hombres, aceptan tener relaciones sexuales ante el azoro y casi la negativa de ellos. Las mujeres dominan el ámbito, las escenas, llevan el ritmo, la alegría, y entristecen al espectador cuando se deprimen; transmiten sus sentimientos, y dejan ver su belleza en esplendor al despojarse de la blusa con naturalidad aunque, hay que admitirlo, sin coquetería. Bisset, de las más bellas y elegantes actrices de los años setenta, no hizo muchos desnudos; en algunas cintas parece que se le ven los glúteos, pero los conocedores afirman que son de una doble; lo más excitante fue en The Deep, donde usaba una camiseta y nada debajo para andar buceando y se le transparentaban los pezones de botón para abrochar el paraíso (Tomás Segovia); en ésta, Truffaut le rinde honores al mostrarla sin vulgaridad, al igual que los pechos de Nathalie Baye en una escena muy divertida, y además filmada con cierta lejanía, pero no con frialdad. En casi todas (no se dice que todas por El niño salvaje y por La piel dura –aunque hay aquí una escena sorprendente y sorpresiva, donde los niños le ven las pantaletas a una joven madre que se inclina para acomodar la carreola donde lleva a un bebé, y que Woody Allen rememora en Radio Days) sus cintas, Truffaut pone a los hombres a los pies de las mujeres, incluso en La piel suave, en la que el protagonista se debate entre dos amores sin quedarse con ninguno, y es asesinado por una de ellas. El más claro ejemplo es La sirena de Mississipi, en la que Jean Paul Belmondo pierde todo por Catherine Deneuve: riqueza, prestigio, su fábrica, su casa, pone en riesgo su libertad y se convierte en un fugitivo; al final acepta que ella lo asesine, y sólo pide que lo haga de un jalón, no lentamente como lo estaba haciendo: “Amada de tal modo, no puedo soportarlo”, exclama ella, toda malvada, le perdona la vida y huyen, lo que no garantiza que se haya arrepentido totalmente. Se sospecha que ella mató a la novia desconocida de Belmondo, se apodera de su dinero poco a poco, se deja ver en la compañía de otro hombre, y despierta los celos y el odio de Belmont, aunque al poco le perdona todo, asesina al detective al que contrata para localizarla cuando ella se va con toda su fortuna (por darle firma en la cuenta de la empresa), se convierte en un paria, todo por la belleza de una mujer llena de maldad a causa de la pobreza, sometida y explotada por otro hombre, pero llena de una sensualidad que provoca un accidente cuando, en plena carretera, se despoja de la blusa y deja al aire sus pechos privilegiados, aunque, como en La noche americana, es una escena filmada de lejos y con humor; más erotismo hay en una escena en que Belmondo llega al departamento en París, y ella con gran rapidez se viste para que él la desvista; el final no lo vemos, pero se intuye en la atmósfera densa y llena se sexualidad. Historia de bajas pasiones irrefrenables, es también la historia del amor loco extremo, en donde un hombre arriesga todo por una mujer. Pero al hablar de Truffaut y las mujeres hay que revisar, así sea superficialmente, toda su filmografía. *Ya hubo un día sin blanqueadas en las Mayores; Adrián González se está reponiendo, pero sigue en seis cuadrangulares; difícilmente llegará a 20 en la temporada; debutó un joven jalisciense con Baltimore, Miguel González, y ya obtuvo su primera victoria; mientras, Alfredo Aceves va casi igual que hace dos años, pero al revés: 0-7, aunque con 17 salvados. *Una serie televisiva pretende relatar la vida cotidiana de las azafatas a principios de los años sesenta; aunque recrean con cierta verosimilitud la vestimenta femenina, se equivocan con la masculina; en esa época ni siquiera los burócratas combinarían traje café con camisa azul; se decía que las azafatas, que andaban por todos lados sin nadie que las cuidara, eran propensas al intercambio sexual sin compromiso, promiscuo y con audacias que no practicaban las señitos decentes; la serie es aburrida como para seguir sus peripecias y ver si insisten en ese lugar común, pero hay un detalle que desbarata todo sentido de credibilidad: la estrella de la serie es Christine Ricci, la Melina de La familia Adams en su versión cinematográfica; Ricci se ha desnudado, poco o mucho, en una docena de cintas, ha mostrado mucho pecho, algo de tambochas y hasta vello público; inhibida no es, pero hay un detalle que, repito, no es creíble: Ricci mide 1.55, y en esa época exigían que las azafatas midieran cuando menos 1.62. No entiendo para qué: ¿para alcanzar con facilidad las puertas de los compartimentos de los aviones? No sé, pero no admitían a las chaparras. *Y mientras, arrecian los ataques racistas, se insulta a quien piensa diferente; ya llegaron a los ataques físicos, y los personales cada vez son más horrísonos. ¿Seguirá la Marcha sobre Roma? ¿Resucitará “El llorón de Icamole”? *Mi amigo y editor Hugo García Michel dice que este proceso le ha ayudado a depurar su lista de amigos; pocos respetan las decisiones de los otros, pocos aceptan y dan explicaciones. “Soy enemigo acérrimo de todo fanatismo” (Mario Magallón), pero ante tanta intolerancia y tanta proclividad a la corrupción mientras tachan de corruptos a los insumisos, no me duele perder amistades que pensé durarían el resto de mi vida. ¿Valdrá la pena el sacrificio al que están empujando a los que ni siquiera pudieron votar por no tener la edad reglamentaria? Y los que los están empujando, ¿asumirán su responsabilidad? Aunque la ley exige secrecía en cuanto a votaciones, aclaro que no voté por ninguno de los que dijeron que hay inequidad, que la votación fue inequitativa; eso me confirma que ninguno de ellos sabe leer; si supieran, dirían que hubo iniquidad, que fue inicua. Pero es mucho pedir. *Las redes sociales encubren la necesidad de la gente para expresar sus ideas, o repetir sin saberlo las ideas de otros; no tendrían necesidad si tuvieran amigos no imaginarios. Lo peor de todo es que más que la falta de ideas descaran su ausencia de ortografía y de sintaxis.
*Otra semanita espantosa, pero ya pasó. *En la fotografía, Billy Wilder en una posición privilegiada para observar muslos y glúteos de Marilyn Monroe en La comezón del séptimo año.