domingo, 8 de julio de 2012

Billy Wilder, François Truffaut, directores que amaron a las mujeres

Humphrey Bogart era rudo, pero sincero; su sensibilidad lo hacía débil y frágil ante las mujeres que, por su facha, lo creían inmune; por su actitud sabían que podían seducirlo; en efecto lo seducían, pero de cualquier manera las apresaba y para consolarlas, afirmaba que las esperaría los 20 años que duraran en la prisión; o los seducían mujeres igual de rudas que él, con aire de cinismo que desenmascaraba su mal disimulada inocencia; besaba por igual a heroínas (pocas) que a villanas, o a las esposas de los socios a quienes coronaban la frente; después del beso quedaban lacias, lacias; en ocasiones el romance no era suyo, y hacía lo posible porque la heroína triunfara, pero aun así lo hacía desde lejos, sin que supiera nadie (y menos ella) de su ayuda, no fuera que se descubriera su “ternura”. Bajo las órdenes de Billy Wilder, en cambio, sucumbió ante la expresión inocente, angelical, casi infantil, de Audrey Hepburn; no podía haber mayor distancia entre ellos; excepto Pier Angeli, nadie tenía una expresión casi infantil, sin rasgos de travesura, que Hepburn; en su carrera interpretó papeles audaces, pero no en lo sensual, sino aventuras de espionaje o de asedio; sus coestrellas se enamoran de ella, pero no la seducen; una de las actrices más elegantes, mostró poco sus piernas: apenas algo de muslos en Cómo robar un millón de dólares; un poco más en Desayuno en Tiffany’s; atisbos en Funny Face; entre los cientos de fotografías que le tomaron durante su carrera hay algunas pocas en traje de baño; en ninguna de esas fotografías llaman más la atención que la finura del rostro, la elegancia de su figura, su caminar refinado, sus facciones elitistas; es literalmente la personificación de una princesa de cuentos de hadas; pocos se fijan en lo rotundo de sus muslos, probablemente porque lo delgado de su talle, de sus brazos, de su cintura, no prefiguran las piernas tan hermosas que muestra, por una vez con picardía, aunque muy brevemente, en Sabrina. Aunque los galanes con los que uno la asocia son finos o refinados (Cary Grant, Gregory Peck, Fred Astaire, Rex Harrison), se necesitaba que fuera seducida y disputada por actores menos identificados con la elegancia que con la perversión, como William Holden y Bogart, precisamente en Sabrina, una comedia aparentemente de alta sociedad que se involucra con las clases bajas, sin que corra peligro la cenicienta del caso. Sin embargo, sus piernas son objeto de un comentario entre Holden y Bogart, que las califican de magníficas. Wilder consideraba que Hepburn era una “dama sin partes pudendas”, que “en vez de pecho tenía corazón”, y en vez de “hacer el amor, soñaba con él”. No así sus galanes, pero no se atreven a manchar su pensamiento considerándola presa sexual; en Arianna, en cambio, Wilder la hace fingir que es perversa, y para atraer a un hombre, presume de haber conquistado a muchos. Gary Cooper, el galán, se lo cree, no así el espectador. El caso es que Billy Wilder fue el único que la utilizó como objeto sexual, aunque en historias inocentes y con final feliz; en los argumentos, Hepburn no desata bajas pasiones, pero sí en el espectador, el auténtico erotómano, el que no se fija ni en su delgadez, su elegancia, su sofisticación, su elitismo, su lejanía; él rinde culto a sus piernas, tan poco vistas que son más deseadas. Pamela Tiffin, una altísima pero refinada adolescente, protagonizó su tercera película, bajo las órdenes de Billy Wilder; aunque después actuó con otro erotómano, como Dino Risi; aunque hizo un desnudo discreto en alguna cinta europea, y sale muy encuerada ya mas grandecita en El vikingo que vino del sur, y hace un trío muy divertido con la recatada, o casi, Carol Linley (de las primeras famosas en aparecer en (self)Play boy –como le llama Mad a la revista para caballeros, como le dicen en las secciones de espectáculos, o le decían, antes que proliferaran las que desvisten a las actricitas mexicanas), la más exhibicionista Ann Magrett, que sale en calzones un buen rato, Tiffin nunca se vio tan atractiva, aun sin mostrar más que parte de sus muslos en One-Two-Three; no logra opacar a James Cagney en uno de sus no muy numerosos papeles cómicos: Tiffin, en minifalda de los principios de los sesenta, distrae la atención lo suficiente como para darle chiste a una película que se burla de todos los clichés políticos de la época, con todo y travestismo que ridiculiza a la guerra fría. Tiffin, poco después, baila sin mucha gracia algo a go go y, como dice Ibargüengoitia de uno de sus personajes en Dos crímenes, le pasea las nalgas por las narices a Paul Newman en una cinta basada en Ross McDonald. Pero aunque enseñe poco, dirigida por Wilder es mucho más excitante que en cualquier otra cinta. ¿Y Fred McMurray puede ser imaginado como alguien diferente a Mis tres hijos, anodino programa televisivo de los años cincuenta? ¿O como alguien distinto al moralista de El milagro de las campanas? Sólo como papá sorprendente, o como un profesor distraído que inventa una boligoma que hace volar a su chiti chiti bang bang (como le decían los cursis a sus carcachas). De pronto es malditillo, pero su papel más intenso lo hace para Billy Wilder en Double Indemnity, donde con todo y su seriedad es seducido, llevado por el mal camino, corrompido, por Barbara Stanwyick, quien lo convence de que altere un seguro para cobrar doble prima por el asesinato de su marido; con lo último que le queda, McMurray la asesina mientras la besa con pasión; sólo así se libera de una mujer imposible de resistir, o easy to love. Wilder es autor de varias obras maestras, como The Lost Weekend (la autobiografía de Andrés Soler, dice en El Ceniciento), Sunset Boulevard, sobre la decadencia de una seductora que se niega a envejecer; Testigo de cargo, de las pocas cintas de juicio que evade los lugares comunes, y que deja la duda de si se cumple o no con la justicia; Irma la Dulce, que otra vez quebranta la moral estadounidense; la divertidísima Vida privada de Sherlock Holmes. Pero la que prefiero por sobre éstas es A Foreign Affair; filmada sólo tres años después de concluida la Segunda Guerra Mundial, lleva como coestelar a Millard Mitchell, el amigo de James Stewart en Winchester 73; el productor cinematográfico en Singin’ in the Rain, el comisario de The Gunfighter; y a la ya en decadencia Jean Arthur. Con cerca de 50 filmes mudos, y una de las primeras Calamity Jean del cine (trivia: otras fueron la legendaria Francis Farmer, Ivonne de Carlo –la señora de Herman Monster—, Doris Day, Stefanie Power, Kim Darby, Carol Burnett, Jane Birkin, Catherine O’Hara –la mamá de mi pobre angelito—, Anjelica Huston, Ellen Barkin, y fuera del cine, una editora mexicana), y dirigida por Howard Hawks y por Fritz Lang, hace un papel muy divertido, de diputada que audita a un oficial del ejército estadounidense, enamorada de él (un poco expresivo John Lund), a su vez seducido por una alemana, Marlene Dietrich, quien utiliza muchas armas seductoras para evitar ser encarcelada por nazi, y perseguida por colaborar con los norteamericanos. Dietrich está muy divertida, canta y baila no sólo con gracia sino también con sensualidad más natural que en casi cualquiera de sus cintas más célebres; le enseña a Arthur cómo seducir a los hombres, y la hace estallar en berrinches muy espontáneos; al final, Mitchell logra aprehender a Dietrich, se hace de la vista gorda ante la debilidad de Arthur, y perdona a Lund, con tal de que se aleje de la peligrosa alemana; aunque Dietrich está muy vestida comparada con cintas donde muestra sus piernas legendarias, Mitchell debe encargar a dos soldados a que la custodien a la cárcel, luego de resistir su intento de seducirlo; precavido, envía a otros dos soldados para evitar que aquéllos liberen a Dietrich, y luego a otros dos que cuiden a los primeros cuatro. Arthur, desabrida, atenta a las lecciones involuntarias de Dietrich, de pronto se destapa y logra seducir a Lund, e incluso a alborotar a varios soldados en un bar. Y esa desfachatez y ligereza la pueden lograr bajo la mirada de Wilder, un hombre que amó a las mujeres. Al releer las pláticas que sostuvieron Alfred Hitchcock y François Truffaut cuando revisaron cada cinta que hizo el primero, es notorio que el francés tomó muchas ideas del inglés; La noche americana, por ejemplo, se la dictó Hitchcock completita, no sólo le da la idea sino muchas soluciones, y le permite la libertad de descuidar las cámaras y los micrófonos. Sobre todo, la posibilidad de contar varias historias al mismo tiempo, que no tuvieran que ver con la cinta sino con la filmación; una de ellas es la relación entre Jacqueline Bisset y Jean-Pierre Leáud cuando éste, dolido como estaba de las mujeres porque su amante lo dejó, quiere abandonar la filmación; ella accede a fornicar con él, y éste, fuera de sí (cualquiera y no) telefonea al esposo de Bisset para contarle todo; en otras escenas se ve cómo las mujeres, mucho más libres que los hombres, aceptan tener relaciones sexuales ante el azoro y casi la negativa de ellos. Las mujeres dominan el ámbito, las escenas, llevan el ritmo, la alegría, y entristecen al espectador cuando se deprimen; transmiten sus sentimientos, y dejan ver su belleza en esplendor al despojarse de la blusa con naturalidad aunque, hay que admitirlo, sin coquetería. Bisset, de las más bellas y elegantes actrices de los años setenta, no hizo muchos desnudos; en algunas cintas parece que se le ven los glúteos, pero los conocedores afirman que son de una doble; lo más excitante fue en The Deep, donde usaba una camiseta y nada debajo para andar buceando y se le transparentaban los pezones de botón para abrochar el paraíso (Tomás Segovia); en ésta, Truffaut le rinde honores al mostrarla sin vulgaridad, al igual que los pechos de Nathalie Baye en una escena muy divertida, y además filmada con cierta lejanía, pero no con frialdad. En casi todas (no se dice que todas por El niño salvaje y por La piel dura –aunque hay aquí una escena sorprendente y sorpresiva, donde los niños le ven las pantaletas a una joven madre que se inclina para acomodar la carreola donde lleva a un bebé, y que Woody Allen rememora en Radio Days) sus cintas, Truffaut pone a los hombres a los pies de las mujeres, incluso en La piel suave, en la que el protagonista se debate entre dos amores sin quedarse con ninguno, y es asesinado por una de ellas. El más claro ejemplo es La sirena de Mississipi, en la que Jean Paul Belmondo pierde todo por Catherine Deneuve: riqueza, prestigio, su fábrica, su casa, pone en riesgo su libertad y se convierte en un fugitivo; al final acepta que ella lo asesine, y sólo pide que lo haga de un jalón, no lentamente como lo estaba haciendo: “Amada de tal modo, no puedo soportarlo”, exclama ella, toda malvada, le perdona la vida y huyen, lo que no garantiza que se haya arrepentido totalmente. Se sospecha que ella mató a la novia desconocida de Belmondo, se apodera de su dinero poco a poco, se deja ver en la compañía de otro hombre, y despierta los celos y el odio de Belmont, aunque al poco le perdona todo, asesina al detective al que contrata para localizarla cuando ella se va con toda su fortuna (por darle firma en la cuenta de la empresa), se convierte en un paria, todo por la belleza de una mujer llena de maldad a causa de la pobreza, sometida y explotada por otro hombre, pero llena de una sensualidad que provoca un accidente cuando, en plena carretera, se despoja de la blusa y deja al aire sus pechos privilegiados, aunque, como en La noche americana, es una escena filmada de lejos y con humor; más erotismo hay en una escena en que Belmondo llega al departamento en París, y ella con gran rapidez se viste para que él la desvista; el final no lo vemos, pero se intuye en la atmósfera densa y llena se sexualidad. Historia de bajas pasiones irrefrenables, es también la historia del amor loco extremo, en donde un hombre arriesga todo por una mujer. Pero al hablar de Truffaut y las mujeres hay que revisar, así sea superficialmente, toda su filmografía. *Ya hubo un día sin blanqueadas en las Mayores; Adrián González se está reponiendo, pero sigue en seis cuadrangulares; difícilmente llegará a 20 en la temporada; debutó un joven jalisciense con Baltimore, Miguel González, y ya obtuvo su primera victoria; mientras, Alfredo Aceves va casi igual que hace dos años, pero al revés: 0-7, aunque con 17 salvados. *Una serie televisiva pretende relatar la vida cotidiana de las azafatas a principios de los años sesenta; aunque recrean con cierta verosimilitud la vestimenta femenina, se equivocan con la masculina; en esa época ni siquiera los burócratas combinarían traje café con camisa azul; se decía que las azafatas, que andaban por todos lados sin nadie que las cuidara, eran propensas al intercambio sexual sin compromiso, promiscuo y con audacias que no practicaban las señitos decentes; la serie es aburrida como para seguir sus peripecias y ver si insisten en ese lugar común, pero hay un detalle que desbarata todo sentido de credibilidad: la estrella de la serie es Christine Ricci, la Melina de La familia Adams en su versión cinematográfica; Ricci se ha desnudado, poco o mucho, en una docena de cintas, ha mostrado mucho pecho, algo de tambochas y hasta vello público; inhibida no es, pero hay un detalle que, repito, no es creíble: Ricci mide 1.55, y en esa época exigían que las azafatas midieran cuando menos 1.62. No entiendo para qué: ¿para alcanzar con facilidad las puertas de los compartimentos de los aviones? No sé, pero no admitían a las chaparras. *Y mientras, arrecian los ataques racistas, se insulta a quien piensa diferente; ya llegaron a los ataques físicos, y los personales cada vez son más horrísonos. ¿Seguirá la Marcha sobre Roma? ¿Resucitará “El llorón de Icamole”? *Mi amigo y editor Hugo García Michel dice que este proceso le ha ayudado a depurar su lista de amigos; pocos respetan las decisiones de los otros, pocos aceptan y dan explicaciones. “Soy enemigo acérrimo de todo fanatismo” (Mario Magallón), pero ante tanta intolerancia y tanta proclividad a la corrupción mientras tachan de corruptos a los insumisos, no me duele perder amistades que pensé durarían el resto de mi vida. ¿Valdrá la pena el sacrificio al que están empujando a los que ni siquiera pudieron votar por no tener la edad reglamentaria? Y los que los están empujando, ¿asumirán su responsabilidad? Aunque la ley exige secrecía en cuanto a votaciones, aclaro que no voté por ninguno de los que dijeron que hay inequidad, que la votación fue inequitativa; eso me confirma que ninguno de ellos sabe leer; si supieran, dirían que hubo iniquidad, que fue inicua. Pero es mucho pedir. *Las redes sociales encubren la necesidad de la gente para expresar sus ideas, o repetir sin saberlo las ideas de otros; no tendrían necesidad si tuvieran amigos no imaginarios. Lo peor de todo es que más que la falta de ideas descaran su ausencia de ortografía y de sintaxis.
*Otra semanita espantosa, pero ya pasó. *En la fotografía, Billy Wilder en una posición privilegiada para observar muslos y glúteos de Marilyn Monroe en La comezón del séptimo año.

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