viernes, 25 de abril de 2008

Otra errata fecunda de Alfonso Reyes


No cabe duda: a Alfonso Reyes lo seguían las erratas.
En un célebre ensayo, “Escritores e impresores”, que es conocido (e incluso malamente reproducido como “la errata fecunda”; tomo XIV de sus Obras Completas) hace un recuento cómico, aunque no deja de reflejar la angustia a toro pasado, de algunas de las erratas que se colaron en sus escritos. “He ahí al enemigo”, exclama, y eso que no relata la fiebre que lo atacó cuando vio la portada de Ifigenia cruel (Editorial Saturnino Calleja, 1924).
Admite, o dice hacerlo, que “mar adentro de la frente”, de “Sol de Monterrey”, mejora el verso original, así como la “tibia” leche es mejor que la “nívea” leche.
Habla también de la historia obligada a descubrir nuevos mundos, que mejoraba la obligación de describirlos.
Pero hay otra errata que ha recorrido su obra con tanta insistencia que cuando uno se topa con el verso correcto, éste parece ser el incorrecto.
En “Glosa de mi tierra”, uno de sus poemas más conocidos y antologados, la cuarta estrofa comienza diciendo

¿Nacerán estrellas de oro
de tu cáliz tremulento
–norma para el pensamiento
o bujeta para el lloro?

y es así como la hemos leído en todos lados; así está en cuanta antología (a la mano) hemos consultado: Antología de la poesía mexicana moderna, de Jorge Cuesta, desde la segunda edición (gobierno de Veracruz, 1952) hasta la última reimpresión en el Fondo de Cultura Económica, una de ellas editada por Guillermo Sheridan; y en su traducción al francés publicada por el mismo Fondo en coedición con Écrits des forges poésie, Anthologie de la poésie mexicaine moderne, en versión de Émile y Nicole Martel (“de ton calice tremblant”; así está en La poesía mexicana moderna, de Antonio Castro Leal (Fondo de Cultura Económica, número 12 de la colección Letras Mexicanas, 1953); en las tres ediciones de Poesía mexicana del siglo XX, de Carlos Monsiváis (Empresas Editoriales, 1965, y Promexa, 1978 y 1985); en Antología de la poesía mexicana, de Francisco Montes de Oca; en Una ventana inmensa (prólogo de Octavio Paz y selección de Gerardo Deniz, Editorial Vuelta, 1993); en Antología de la poesía mexicana (Estudio preliminar, bibliografía y selección de don Agustín del Saz, Edit. Bruguera, 1972); en Laurel (Edit. Trillas, 1986, segunda edición, prólogo de Xavier Villaurrutia, epílogo de Octavio Paz –cuya página legal reproduce el colofón de la primera: “La Editorial Séneca confió la elaboración de LAUREL, Antología de la Poesía Moderna en Lengua Española, y la selección de las poesías que la forman, a los poetas Emilio Prados, Xavier Villaurrutia, Juan Gil Albert y Octavio Paz. Se terminó de imprimir el día 20 de agosto de mil novecientos cuarenta y uno, en los talleres gráficos de “CVLTVRA”, de la Ciudad de México.”).
Sobre todo, así está en Constancia poética (tomo X de las Obras Completas, Fondo de Cultura Económica, 1959); como se sabe, éste fue el último de los tomos que preparó el propio Alfonso Reyes, quien murió en los últimos días de 1959. Después se encargarían de la recopilación Ernesto Mejía Sánchez y José Luis Martínez, e incluso en Antología de Alfonso Reyes, del propio FCE, y dicen que preparada por Alí Chumacero.
En la página 7 se avisa que el tomo “reproduce y completa con nuevas páginas el libro Obra poética [México, Fondo de Cultura Económica, 1952, 8, XIII + 426 págs. Letras Mexicanas núm. 1. Colofón: 30-IX-1952]. Se han añadido, en efecto, poesías que no aparecen en aquel libro, ya sean inéditas, no recogidas antes en tomo, o bien posteriores al año de 1952.)
(Por cierto, Reyes se queja veladamente de que la fecha de publicación de los poemas aparecía, en Obra poética, en el índice: “Para facilitar la consulta, las indicaciones sobre procedencia y fecha, que en la citada Obra poética aparecían en el ‘Índice’ se han puesto al pie de cada poesía.”
La edición estuvo al cuidado de Carlos Villegas, uno de los correctores de aquel equipo editor que parece legendario.
Pero he aquí que Martí Soler (quien se encargó del cuidado de varios de los tomos posteriores a este X), prepara un volumen con la correspondencia entre Reyes y Emile Noulet, su traductora al francés, y advierte que hay una errata grave: debe ser “cáliz temulento”, no “tremulento”.
Reyes pide a Noulet que haga la corrección, pero hasta donde me informa Martí, la traductora siguió utilizando el “tremulento”; Reyes se queja de que la errata lo había perseguido toda la vida.
En efecto, en Huellas, su primer libro de poemas (“Nuestro amigo Reyes acaba de publicar un libro de erratas acompañadas de algunos versos”, escribió Ventura García Calderón, según refiere Reyes en “Escritores e impresores”), se lee “en tu cáliz tremulento” (pág. 60, Editorial Andrés Botas e Hijo, 1ª. Bolívar 9, 1922, Colección Biblioteca Nueva España) y a partir de allí nos ha llegado la bella imagen de un cáliz que, en las manos de un sacerdote, está tembloroso; ¿por el vino, por las manos trémulas de quien lo levanta? ¿Por el olor a santidad?
“Temulento” es más preciso, más contundente, por lo tanto, menos ambiguo, y por lo mismo puede pensarse que menos poético.
Se completa la imagen en el cuarto verso: “o bujeta para el lloro?”, lágrimas guardadas en una caja especial.
Tal vez por costumbre, pero después de pensarlo bien, es otra errata fecunda que mejora el verso, que lo hace más misterioso.
Pero a Reyes le siguió molestando, tanto que en Obra poética, que estuvo bajo su cuidado y del de Alí Chumacero, en la página 59, aparece

¿Nacerán estrellas de oro
de tu cáliz temulento
–norma para el pensamiento
o bujeta para el lloro?

Reyes tuvo cuidado de corregir el verso, 30 años después de la errata en Huellas y de ser reproducido con ella en cuanta antología fue recogido. Sin embargo, en 1959 no advirtió que se editara la versión original, y que no se perpetuara la errata, así como permitió que el índice se afeara con la inclusión de las fechas, cosa que corrigió en 1959.
La edición de 1952 dejó de circular hace muchos años; queda la de 1959 reeditada cuando menos una vez, y quedan las antologías que reproducen “tremulento”.
¿Vale la pena corregirlo? También es una lección: los grandes editores no lo son de su propia obra. Y además, vale la pena la relectura de “Glosa de mi tierra”, y por ahí de toda su constancia poética: Reyes es un gran poeta, pese a las erratas, y en estos ejemplos, gracias a ellas.
(Con agradecimiento a Martí Soler y saludos a José Emilio Pacheco)

sábado, 19 de abril de 2008

Que abrazado de un árbol le platico mis penas


Que abrazado de un árbol le platico mis penas
(Víctor Cordero, en voz de Javier Solís

Desde su impresionante debut con Acto propiciatorio y su Lapsus deslumbrante, Héctor Manjarrez –luego de un largo silencio— ha escrito en cuentos, poemas, novelas y ensayos, la biografía más perspicaz e irónica sobre la generación del 68, que revela las relaciones sentimentales, sexuales e intelectuales de esa generación que tanto prometía y que terminó eternizando y momificando sus momentos más gloriosos y los más amargos, o negándolos y contradiciéndolos de la forma más criminal.
A mediados del año pasado publicó El bosque en la ciudad (Ediciones Era, 2007), un libro inusitado, difícil de asir, porque lo mismo da la impresión de ser el diario de un escritor con actividades impropias de un escritor, que una toma de conciencia colectiva, o una novela de alguien que ve transformarse todo su ámbito, o una serie de apuntes con un lapso y una circunstancia limitados, pero que no pone límite a los sentimientos ni a las impresiones momentáneas.
Hay un punto de partida: un bosque en el sur de la ciudad, a donde todas las mañanas –o casi— acude Héctor Manjarrez (¿el escritor, el intelectual o un personaje con ese nombre?) a ejercitarse, a veces caminando, trotando y alguna que otra vez con carreras cortas, con distancias variables; el bosque, rodeado de la ciudad, alberga a todo tipo de personajes, que pocas veces vuelven a aparecer, a los que observa Manjarrez con una distancia crítica, y los provee de un pasado y un presente, pero sólo en la imaginación del escritor; con una eficacia narrativa las define con unos cuantos trazos; es un paseante solitario que juzga las ensoñaciones de los demás porque él ha renunciado a las suyas, o las ve con ironía, demasiado severo consigo mismo, sin permitirse introspecciones por exceso de autocrítica; un soñador que cuando se permite expresar sentimientos, las desmiente sin compasión.
Sólo se permite una debilidad: darle personalidad a los objetos y a los animales, tal vez porque con los humanos es un observador objetivo y que los vuelve objetos: desmenuza a los deportistas de fin de semana, a los burócratas que ocasionalmente irrumpen en el paisaje; a las mujeres que dejan de ser deseables cuando las convierte en ejemplos sociológicos de conductas previsibles; o cuando son madres de medio tiempo, o cuando una escena de celos entre una joven abuela y una niñera no llega a ser riña y es sólo una cruel estampa de un conflicto que no vemos, sólo intuimos.
Tienen más presencia las ardillas que invitan a Manjarrez a jugar, pero actúan para que los demás caminantes las alimenten; los perros que intimidan y que hacen que resurjan los recuerdos que no sólo explican el temor a cualquier perro, sino que reviven una glorieta en la colonia Cuauhtémoc que desapareció sin dejar siquiera una huella de su presencia que fue tan importante todavía a mediados de los setenta, y cuya desaparición (con la de otras glorietas) marca el inicio de la despersonalización de la ciudad.
Más presencia humana tienen los árboles, que se niegan a morir o a que los destruyan, como una terquedad y una resistencia contra la ciudad que se desparrama y devora todo; sin ningún pudor, Manjarrez abraza un árbol especial –aunque a veces teme no reconocerlo—y le platica sus penas como aquellas parejas que, en este relato, no aparecen nunca, aunque en ocasiones se cruzan dando lugar a esperanzas que se desvanecen en un instante.
Esa impudicia no abarca al lector, y es cuando menos se le cree a Manjarrez, cuando lo siente menos natural, o cuando siente que necesita justificar sus pensamientos; sin embargo, son también los momentos cuando es más sincero, y más íntimo, porque nunca lo abraza ni le platica sus penas a la vista de los demás (hay un instante que parece que cada paseante tiene su árbol propio), sino que se espera a que no haya testigos que lo vean hablarle, abrazarlo, a veces orinarlo, o marcando su territorio.
A veces los paseos se limitan a la observación del paisaje, de los otros caminantes, del clima; otras son reflexiones culturales, literarias o políticas, de un hombre tan rígido y estricto como Héctor Manjarrez, a quien no se le conocen veleidades ni devaneos; él mismo confiesa que no le gusta compartir con los demás sus simpatías (tal vez por eso son tan escasas sus referencias a cuestiones deportivas; tal vez por eso habla de músicos poco conocidos, nunca se refiere a los populares y más difundidos) ni que se le adelanten; sus menciones al sexenio foxista no son aplastantes, pero sí contundentes e irrebatibles; las menciones a otros políticos son mínimas, pero no puede negarse un tono político, una observación sobre nuestra vida que no necesita de alharaca para que se entienda y, sobre todo, para que se sienta.
De pronto surge un Héctor Manjarrez adolescente que cuenta de manera cómica un episodio perturbador, cuando Fernando Benítez, en uno de los mejores retratos que se le hayan hecho, arruga y despedaza los escritos del incipiente escritor, ante el escándalo de Rita Macedo y la calma de un Carlos Fuentes que le confirma que es escritor, aunque sus escritos sean malos; y el efecto del remate de la historia es similar al producido por Jorge Ibargüengoitia en uno de los artículos incluidos en Viajes por la América ignota. Más que contar un episodio aterrador, pinta a los personajes con una exactitud asombrosa, y él mismo logra conmover sin ridiculizarse, y el efecto grotesco cuando Benítez rinde homenaje a una prostituta se desvanece para mostrarlo en un lado humano que vence los excesos y lo humaniza.
A lo largo de 90 jornadas, con un inicio incierto y un final que parece precipitado, Manjarrez no sale más que pocas veces de un bosque que se avergüenza de serlo, pero en unas cuantas hectáreas abarca toda la ciudad, con sus personajes, su lenguaje, su lenguaje corporal, sus usos y costumbres; la podredumbre política de todos los partidos; los ruidos, el tránsito, los trámites bancarios o burocráticos, los dramas domésticos pasados y presentes; la cocina y la comida, popular o refinada, todo con una eficacia narrativa exacta y formidable.
Sin embargo, algunas observaciones: que se acentúe Orleans, que a las décadas se les designe en plural (los sesentas) y ciertos giros, que sin embargo le dan más autenticidad al lenguaje de Héctor Manjarrez, quien completa el escrito con un ensayo que tiene más de 30 años y que uno diría contemporáneo, si no fuera porque las recientes leyes que persiguen y discriminan a los fumadores y a las mujeres (a quienes los legisladores no creen capaces de lascivia) han hecho más inhumana aún a la ciudad de México; ésta es una mezcla de “Aquí nos tocó vivir”, “una ciudad deshecha, gris, monstruosa” y las cloacas de Los errores, totalmente irreprochable; un ensayo magnífico que completa un libro excelente al que le hemos hecho poco caso.

martes, 15 de abril de 2008

Jorge Fons y Katy Jurado

Cuando cada libro que publicaba Alianza Editorial nos apantallaba, hubo varios que nos apantallaron más: los guiones de Antonioni, la historia del cine mundial en tres tomos, y sobre todo la extensa y exhaustiva entrevista que sostuvieron François Truffautt y Alfred Hitchcock (El cine según Hitchcock, El libro de Bolsillo núm. 554); el primero, un excelente crítico de cine que devino en director muy destacado, examina cinta a cinta la obra del inglés, y le hace las preguntas más pertinentes, desde ambos puntos de vista: como experto en el cine y como espectador privilegiado; el diálogo es fluido, alegre, despierta la curiosidad, y es indispensable para ver, con el libro a la mano, cualquier cinta de Hitchcock; entre otras cosas, se cita casualmente la anécdota de Billy Wilder sobre la utilidad de tener una libreta y un lápiz en el buró, y anotar de inmediato cualquier sueño interesante; y Hitchcock relata la anécdota de una cinta que le hubiera gustado filmar; años después Truffaut la hizo: La noche americana.
Otro crítico al que no le quedó más remedio que devenir en director fue Peter Bogdanovich, autor de dos clásicos: John Ford y Fritz Lang en América [Estados Unidos] (Editorial Fundamentos), donde no es tan exhaustivo como su colega francés, pero entrevista a ambos cineastas, que cuentan cosas interesantes y a veces inéditas sobre sus cintas; Ford, más divertido que Lang, se extiende más plácidamente, pero no se detiene en muchos datos técnicos, aunque de cualquier manera obliga al espectador a fijarse en ciertos detalles, no técnicos, que enriquecen la visión de una película.
Con ese método, muchos años después aparecieron dos libros en México: Emilio García Riera entrevistó a Arturo Ripstein, y examinaron juntos, viendo cada una, todas las cintas (hasta ese momento) que éste había filmado; más cómplice que crítico, de cualquier manera García Riera saca buenos datos, lo hace confesar algunas cuestiones que aclaran momentos enigmáticos, y hasta revisa sus apariciones como actor, como patiño de Viruta y Capulina la más destacada (en todos los sentidos); a García Riera le gustaba el cine más que la vida, y tiene una manera más profesional de verlo que los demás mortales, pero no fue una plática entre colegas, y cedió ante muchas de las confesiones de Ripstein, quien tiene fama de no ser muy cordial.
También con ese método, José de la Colina y Tomás Pérez Turrent, dos críticos de cine con muchos años de trayectoria y una visión muy particular del cine (más De la Colina, teórico para quien ver cine es una exigencia estética pero también una experiencia vital), entrevistaron a Luis Buñuel sobre cada cinta suya, y lograron que no se enojara, aun cuando de pronto lo contradijeron, o mejor dicho, él los contradijo a ellos.
La reciente transmisión televisiva de un miniciclo Buñuel, donde lo más espectacular fue la no muy vista El ángel exterminador, permitió comprobar que es un libro útil, esclarecedor, pero incompleto (Buñuel no tuvo suerte: todos los libros que lo examinan terminan siendo monolíticos; el de De la Colina y Pérez Turrent es de los mejores; pero pudo ser superior).
En la Universidad de Guadalajara, refugio de Emilio García Riera los últimos años de su vida, se han dedicado a publicar libros de cine; suple en esa labor las magníficas colecciones que publicaron la UNAM (Cuadernos de Cine) y Ediciones Era (Cine Club Era) en los años sesenta y setenta, aunque con otra intención; en Cuadernos de Cine hacían examen de un cine en general, o de un director en particular, o en Cine Club Era sobre todo publicaban guiones clásicos (entre ellos, algunos del propio Buñuel); la UdeG más bien reeditó la Historia documental del cine mexicano, de García Riera y emprenden su continuación, más algunas monografías sobre cineastas (Emilio Fernández, Alberto Gout, Fernando de Fuentes; alguno incomprensible como el dedicado a Miguel Zacarías) o de actores (los hermanos Soler, Silvia Pinal, Ignacio López Tarso). Hubo una hace como 15 o 18 años, Grandes Cineastas, bastante buena (un tomo sobre Hitchcock, de Guillermo del Toro, es delicioso; por desgracia, no terminaron con el programa anunciado, pero los tomos que salieron valen la pena).
En la reciente feria del libro de Minería encontré dos libros que se veían muy interesantes: Conversaciones con Jorge Fons, por Eduardo de la Vega Alfaro, y Katy Jurado, con filmografía comentada de Emilio García Riera y un perfil de Javier González Rubio.
Es un tanto inesperado el tomo sobre Fons; parece más justificado que García Riera entrevistara a Ripstein, quien desde sus inicios llamó la atención con Tiempo de morir, y había hecho cosas interesantes, sobre todo Cadena perpetua; Fons se ha quedado con cintas interesantes, pero no ha terminado de cuajar, y sobre todo no ha trabajado tanto, apenas una decena de filmes interesantes.
Fons tiene fama de “malo”, de duro, de un hombre crítico tanto del sistema, como del cine, de sus compañeros y de sus actores; y en este libro parece lo contrario: es amable hasta con López Tarso y con Adalberto Martínez (a quienes sacó buenos trabajos para Los albañiles, pero que desentonan en el cuadro formidable de los demás actores y con el carácter de sus personajes); se sabe también que es un hombre que se saca provecho hasta de las debilidades de los guiones (El Quelite, Rojo amanecer, Los Cachorros, Los albañiles; estos dos últimos, sobre todo, con varios intentos no redondeados, hasta que se filmaron los menos literarios pero no los más cinematográficos).
El trabajo de De la Vega Alfaro no es el más adecuado; en primer lugar, no analiza los filmes mirándolos junto con Fons, sino en charla más de sobremesa que de trabajo; en segundo lugar, una buena cantidad de pláticas no fueron personales, sino por correo electrónico, lo que hace imposible la fluidez, los (cuasi)diálogos carecen de espontaneidad, no hay oportunidad de preguntas específicas ni de interrupciones ni menos aún de contradicciones; no hay cómo rastrear influencias, obsesiones, parentescos; no encontramos al iconoclasta que Fons insiste en ser en algunas películas y con algunas declaraciones; encontramos más bien a dos amigos a los que le gusta el cine y se ponen a platicar; Fons insiste en ser un cuate bonachón sin ganas de pelearse con el medio, alguien que admira lo que hacen los demás, y no una conciencia crítica, como pareció ser en algún momento; es más, se le ven ganas de recibir un reconocimiento que siempre pareció evadir, y resta méritos al equipo que hizo de Rojo amanecer una auténtica obra colectiva, y hasta le da más méritos a Valentín Trujillo, quien sólo entró a rescatar con la distribución, que por cierto a partir de entonces llegó más fácil y rápido al mercado negro; también parece que el único con méritos, aparte de Fons, fue Xavier Robles, y le da más importancia a una escena suprimida que a todo el contexto de la cinta; diera la impresión de que sigue pensando que la cinta es una historia que sucedió, y no una que puede suceder (sobre todo ahora).
También le resta importancia en Los albañiles a la cuestión religiosa (personal y colectiva) y a la metáfora de la vida, además de la complejísima estructura, y la reduce a una historia policial: no le interesa lo que resalta la novela (y la obra de teatro): que todos somos culpables (de algo).
Eduardo de la Vega Alfaro no es un novato; tiene publicados, entre otros títulos, una revisión de las filmografías de Raúl de Anda (bastante aceptable, y con una fotografía sorpresiva de María Elena Marqués), de Alberto Gout, de Fernando Méndez (que le debe haber costado mucho trabajo para justificar una fama de buen técnico con las cintas sobre el Vampiro Germán Robles como única referencia de culto) y de Juan Orol (donde se atreve a desafiar el mito de que Orol es tan malo que resulta bueno –siempre es malo); sin embargo, en este parece más un fanático que ganó una cena con su ídolo y le hace preguntas a modo, o se anticipa a Fons para explicar lo que le correspondería a éste, con las consecuencias de que casi siempre lo que obtiene es una refutación, y De la Vega no se atreve a sostener su dicho. Termina por ser un texto que no ayuda al espectador.
Por el mismo tono está Katy Jurado: González Rubio no pone reparos a la actriz, la compara con mucha ventaja sobre María Félix –en lo que tiene mucha razón— y resalta que Grace Kelly, no podía enfrentársele, que no le sostenía la mirada y por eso no podía hacer una escena; pero cae en el lugar comuún de exaltarla por sus nominaciones al Oscar, que es como decir que Hugo Sánchez fue buen futbolista porque ganó títulos de goleo en España. No hay una revisión de algunas escenas clave, como la seducción mutua entre una espléndida Jurado y un mejor Arturo Soto Rangel, o el duelo de sensualidades entre Jurado y Rosita Arenas, o lo que representa que Jurado fallara dos veces en seducir a Infante, o el danzón que se revienta con David Silva mientras se hace la remolona, o cómo se pone sus moños en Internado para señoritas, o cómo barre a Gina Lollobrigida en Trapecio. Hay muchos elogios, muchos adjetivos, pero no argumentos, ni se ponen en un contexto adecuado. La filmografía, tomada de notas de García Riera (uno lo deduce, porque no hay explicaciones en el libro, es seca, incompleta; si García Riera, a quien le gustaban las actrices por su belleza –no hay que olvidar que confesó públicamente su pasión por Paulette Godard y por Leticia Palma porque estaban bien buenas— hubiera rehecho sus críticas hubiera sido más explícito y la hubiera chuleado con más ganas y con más justificación; así, queda un homenaje trunco, muy por debajo de una de las actrices más cálidas y sensuales, sin que por ello fuera menos actriz, aunque la mayoría de las cintas donde actuó hayan sido regulares y malas, y que ella haya estado muy por encima de casi todos sus compañeros.
Conversaciones con Jorge Fons es más o menos reciente: está fechado apenas en 2005; Katy Jurado en cambio está por cumplir diez años de aparecido: 1999; es de lamentar la muy mala distribución de esta editorial y de esta colección, además de que no están ilustrados como se merecen (mejor el de Katy que el de Fons), y que tienen abundantes erratas y descuidos editoriales, injustificados en una institución que tuvo como maestros a Felipe Garrido y a Martí Soler.
Siempre que uno lee libros de cine, recuerda lo que dice Truffaut: el oficio de crítico de cine es el más difícil, porque todo espectador se siente crítico.

martes, 8 de abril de 2008

Ley antitabaco iguala las fondas con los restaurantes

Ayer comenzó a aplicarse, por tercera vez en el último mes, la ley conocida como Antitabaco en el Distrito Federal, con resultados asombrosos: los soplones, amparados por el anonimato, se pusieron a denunciar aunque no hubiera fumadores en los sitios prohibidos (¿episodios similares en la historia?: la denuncia a las supuestas brujas de Salem; las denuncias en la época de la inquisición, la denuncia del senador Joseph McCarthy contra comunistas, que no lo eran, o si lo eran, no cometían ningún delito; las denuncias en la Alemania nazi contra familias por su origen judío).
Habrá otras consecuencias que los perseguidores no han previsto: ya muchos restauranteros se han quejado de una baja en las ventas por cerca de una cuarta parte de sus ganancias, en menos de un mes. Pero no sólo son las ventas menores, sino las pérdidas; al vender menos, ¿qué van a hacer con los insumos que no se acaben? ¿Van a servirlas de cualquier manera, a costa de la salud de los consumidores?, ¿como en Presagio, la película de Luis Arcoriza, ofrecerán comida en mal estado?
Las pérdidas no sólo serán en la comida; en la mayoría de los restaurantes considerados buenos, uno de los atractivos es el buen trato, la buena comida, y los placeres adherentes: un postre fino (que muchas veces cuesta la mitad, o más, de un plato “fuerte”), un café que se toma no de chingadazo sino saboreándolo, un digestivo que se toma calentándolo en las manos, o en las rocas, una buena plática, elementos todos que se acompañan con un tabaco.
Si se revisan las cuentas, se verá que un porcentaje alto de las ganancias corresponde a la sobremesa; wisky, coñac, brandy, vodka, ginebra, o una botella de vino (que pese a su precio, no son muy buenas en los restaurantes: como dice René Solís, hacen pasar del estado de sobriedad al de crudez sin pasar por el de embriaguez); siempre acompañado (y muchos restaurantes los ofrecen) de cigarrillo, cigarro, o pipa; ésta, sin embargo, es incómoda; al no poder fumar ninguno de éstos, los consumidores lo harán en sus casas, pese a los deseos expresados por algún locutor, de llevar esta práctica hasta el interior de las casas (o de los automóviles, que son extensión de la casa aunque los diputados lo hayan olvidado).

En 1992 apareció un exhorto: había que abstenerse de fumar en las tiendas departamentales: una tarde, don Armando Ayala Anguiano apagó su puro para entrar a Liverpool a buscar un libro, que desde luego no encontramos; mejor nos fuimos a la Librería de Cristal; no hubo muchas protestas porque no es muy cómodo andar revisando ropa con un cigarrillo en las manos; un poco antes, digamos en 1988, se pidió que no se fumara en el transporte colectivo, aunque ahí muchos se tardaron en acatar la sugerencia; en los hospitales siempre se ha prohibido fumar en las salas, excepto en la de espera por maternidad.
Extraña que en esta ley vuelvan a prohibirlo, si lo ha estado desde hace mucho tiempo; también prohíben hacerlo en el Sistema de Trasporte Colectivo, al que desde 1968 no hemos sabido darle otro nombre que el no muy original de Metro. Los diputados locales acaso ignoran que ha estado prohibido desde que se puso en marcha el primer convoy; tan prohibido como comer, beber (ahora con los calores ya no), la venta de artículos en vagones y pasillos, y los limosneros con garrote que ofrecen su estruendo a todo volumen, sin posibilidad de callarlos porque agreden a quienes protestan. Habría que hacer excepciones: la trovadora guapa, bien entonada, bien vestida, limpia, culta, que interpreta canciones de Jaime López casi siempre en la Línea 3 (Indios Verdes-Universidad), y el pobre viejito que conmueve con su Ratón Vaquero en la Línea 2 (Toreo-Taxqueña: me rehúso a identificarlas por colores; para eso dejamos de ser analfabetas); en su reglamento no prohibieron los escarceos eróticos, los picoretes ni mucho menos los actos sexuales que se practican a todas horas, como bien lo han documentado varios periódicos (no estoy haciendo ninguna denuncia anónima); vendedores, limosneros, pedigüeños, los encontramos a todas horas y en todas las líneas; fumadores, nunca, o casi; claro, se dice que aquellos están protegidos por partidos políticos, o por políticos sin partido.
Aquel día de 1992 (o una semana después, no importa), don Armando Ayala Anguiano nos invitó a comer a Ignacio Trejo y a mí (estaba otra persona pero se fue pronto) y luego tuvimos una sobremesa de varias horas, con tres o cuatro copas cada uno, y varios (¿cinco, ocho?) cigarrillos; de allí salieron varios proyectos, dos que cuajaron y otros que no, pero que nos enriquecieron bastante. Ahora será imposible, no porque no podamos estar una tarde sin fumar (de hecho, perdón por hablar en primera persona, no fumo más que en mis tertulias, a veces ni siquiera un cigarro en un mes), sino porque nos sentimos proscritos, perseguidos.

Para aplicar la ley han hablado de estadísticas, no muy consistentes: primero se dijo que sólo el 17 por ciento de la población es fumadora; más recientemente se dijo que “sólo” el 30 por ciento; asombra que las cifras sean redondas, cuando se habla de millones de personas, en el DF y en el país; no han dicho de dónde sacan esas estadísticas, pero sí que el 30 por ciento de la población es una minoría absoluta; quienes han contratado seguros de vida saben que hasta hace muy poco, al llenar el cuestionario, se incluía entre los no fumadores a quienes no consumían cinco cigarrillos al día; digamos que somos considerados fumadores sociales, u ocasionales; si las encuestas sumaran a los fumadores ocasionales entre los fumadores, las estadísticas cambiarían sustancialmente. Pero supongamos (y sólo es un suponer) que los diputados locales no mienten; ¿el 30 por ciento es insignificante? Si en las más recientes votaciones los partidos políticos se conforman con el 30 por ciento de los sufragios emitidos, ¿cómo es que discriminan y criminalizan al 30 por ciento de la población? Si las estadísticas fueran al revés, ¿no sería incongruente que no permitieran entrar a los no fumadores a restaurantes, bares y cantinas y los dedicaran exclusivamente a fumadores? ¿No sería un acto de discriminación?
Y al hablar de “sólo” 30 por ciento de fumadores, ¿se pusieron a pensar (¡) que ese 30 por ciento tiene mucho más peso que el restante 70 por ciento? Hablo no en términos sociales o políticos, pero sí socioeconómicos; no que sean más importantes, pero son los que consumen; son quienes disfrutan la comida, la saborean, la digieren, y después hablan de sus proyectos, sus negocios, sus logros; son quienes arreglan su vida económica en una comida o una cena, y lo hacen con un digestivo bueno, y un tabaco; esos “fumadores sociales” no disfrutan lo mismo una copa si no le permite fumar; prometen los diputados locales que no habrá disminución de ventas; es probable que no haya disminución de comensales, pero sí de ventas; ya hoy los diarios traen la queja de restauranteros, quienes calculan en 25 por ciento sus pérdidas.

Lo que sí, es que lograron una igualdad, aunque no lo pensaron (seguro); pusieron en un mismo plano a restaurantes y fondas: en los primeros ya se va a comer en chinga, y se salen los comensales a fumar a la calle o a donde le dé la gana, faltaba más; y las segundas ya se sienten con una categoría que no tienen, sólo porque ponen su letrerito de que son espacios libres de humo (pero no de cursilería); allí los diputados locales también mostraron su ignorancia y su falta de sensibilidad: a nadie se le ocurre fumar un cigarro en El Grano de Oro, por ejemplo; allí se comen una orden, o un cuarto, de carnitas, y si quieren un cigarro o prolongar la plática, cruzan el Metro y se van al Sanborns de División, y ya; después de una birria en La Polar nadie se pone a fumar, se va al Sanborns de Galerías (hasta que empiezan los cantantes a correr a los comensales); en ninguna fonda se detiene nadie a fumar porque hay cola de impacientes para entrar; impacientes porque deben regresar a la chamba rápido.
Pero qué van a ser los de un restaurante italiano muy cercano a la Zona Rosa, que tiene cuatro mesas ocupadas a la hora pico, y la mayoría son fumadores en serio. ¿Van a correrlos, a decirle que el tabaco daña su salud? Y en otro restaurante italiano en pleno Reforma, donde hasta los dueños fuman, ¿van a decirle a sus clientes, casi todos de peso ya sea porque son políticos o artistas o empresarios, que se vayan porque el tabaco molesta a los demás, que también son fumadores? No me imagino a ningún mesero diciéndole a Diego Fernández de Cevallos o a Salvador Rocha o a Carlos Peralta o a Ramón Xirau que hagan favor de apagar su tabaco. O que entre un policía a decirle a alguno de ellos que si no aplasta su puro lo va a llevar a la delegación. Y antes que un genízaro le diga a uno que está contaminando su aire, uno va a abstenerse de asistir a esos restaurantes que, repito, desde hace un mes se han convertido en fondas de pisa y corre, y además con la comida mala porque no quieren desperdiciar lo que se le queda del día anterior o de dos días (ya está sucediendo). En todo caso, queda el recuerdo de Sharon Stone (de las actrices más inteligentes) que se burla de los policías que le dicen que no puede fumar (escena inolvidable).
Además, aplican una ley retroactivamente, porque quieren imponer construcciones cuando restaurantes, cantinas y bares fueron construidos y adecuados conforme la ley anterior. Pero no hay extrañeza: los diputados han demostrado ignorancia de las leyes que debían procurar.

Dicen los diputados locales, sin citar a verdaderas autoridades, que con esta medida van a lograr que la gente deje de fumar. ¿Habrán tomado en cuenta las consecuencias? Un médico de prestigio, del que no digo su nombre para que no lo acosen, pero que representa a uno de los mejores hospitales capitalinos, cuenta que cuando sus pacientes (todas, mujeres) llegan a decirle que dejaron de fumar, él les ordena que vuelvan a hacerlo, porque aumentan de tres a diez kilos, y además se ponen insoportables, que su marido qué culpa tiene; ahora que han descubierto que la obesidad es peligrosísima y causante de enfermedades fatales, verán incrementado el número de gordos por dejar el cigarro (si lo dejan), además de que ponen en peligro su chamba, o si son jefes, incrementarán el nivel de estrés laboral por su carácter intolerante; ¿y cómo combatir esa tensión? Regularmente con un cigarrito.

Hay reacciones curiosas: aunque los diputados locales temen que los fumadores se pongan impertinentes ante la prohibición, ha sucedido lo contrario: son los no fumadores los que pegan de gritos, querían aplicar una ley que no había entrado en vigor, hacen denuncias idiotas de las que hasta los policías se burlan; y las reacciones van en otros caminos curiosos: Guillermo Ochoa, fumador desde siempre (como gran jugador de dominó que es), aplaudió las medidas; Humberto Mussachio, quien no fuma ni bebe ni nada, se manifestó en contra con argumentos muy inteligentes.
Alguien apuntaba que la ley contra el tabaco es un experimento para ver cuánto aguantan los ciudadanos, y si ven que no hay protestas, impondrán leyes más intolerantes, castrantes y fascistas. No tendrán tiempo: el año que entra se irán muy lejos de los votantes y de los cargos públicos. Cuando menos se están entrenando para el Poder Judicial, porque amenazan con vigilar para que se cumpla su ley; ¿vigilarán también que se cumpla su incompleto y trunco reglamento de tránsito? ¿Vigilarán a quienes se estacionan en las banquetas, los que van hablando por su celular, los que van fumando mientras conducen?

No aguanto las ganas de terminar con una anécdota ya muy conocida: cuando un condenado a muerte pidió como última voluntad fumarse un cigarro, las autoridades se lo negaron, con el argumento de que dañaba su salud.

jueves, 3 de abril de 2008

Murakami, ahora cuentista


Después de que en relativamente poco tiempo llegaron cinco novelas de Haruki Murakami a las libreríasa mexicanas, en las últimas semanas nos sorprendió con un tomo de cuentos que alberga algunos volúmenes breves y que son una muestra de las obsesiones del japonés.
Es difícil juzgar, porque un tomo de relatos acusa altas y bajas, no siempre tiene el mismo nivel de calidad, y menos si se reúne escritos de muy distintas épocas; éste es bastante disparejo, hay cuentos flojos pero hay otros excelentes, y no tiene nada que ver el orden cronológico; entre los primeros hay algunos muy buenos, y entre los más recientes, alguno que pudiera omitirse: Sauce ciego, mujer dormida (Tusquets Editores, colección Andanzas, 2008, edición simultánea en España y en México) a ratos provoca el deseo de abandonar su lectura, pero en el siguiente relato despierta el entusiasmo y el estímulo.
Pareciera que cuando Murakami sigue sus temas tradicionales es cuando consigue sus mejores cuentos; cuando se distancia de ellos, el tono es disparejo y carece de ritmo y de consistencia. Cuando aborda la soledad, el absurdo, la búsqueda incesante de una meta que los personajes no tienen claro cuál es, alcanza sus momentos culminantes.
Pero además de los temas, hay situaciones que se repiten en todos sus escritos: la compañía de la música, sobre todo si es rock; la insatisfacción sexual pese a una serie de encuentros casi siempre efímeros; la presencia de mujeres dispuestas a la entrega, aunque no a la pasión (atractivas, aunque el narrador aclara que no son bellas, pero sí interesantes; eso sucede también en todas sus novelas); la intangible pero presente cultura de los protagonistas; algunos animales fuera de lo común; la vida académica; la sensualidad a flor de piel.
Un prólogo da a entender que mientras más se avance en la lectura nos toparemos con un mejor narrador; sin embargo, hay relatos desde el inicio que atrapan por su buena factura, por la trama; y hay otros que exigen una complicidad que conlleva la absoluta credibilidad; al igual que en Kafka en la orilla, un animal soluciona un enigma; para terminar de leer el cuento debe suspenderse la lógica y eliminar raciocinio y decir que si lo pudo hacer Edgar Allan Poe por qué no lo puede hacer Murakami.
Pero hay varios textos que resultan conmovedores pese a que la irrupción del absurdo desbarata todas las soluciones que pueda ir imaginando el lector; y no sólo se habla de los cuentos en los que hay una atmósfera de terror, o de lo sobrenatural, como en los mejores de esta colección: “El espejo”, “Hanalei Bay” (en donde la protagonista es una mujer con gran fuerza, y que va revelando poco a poco el desamor y el desafecto en el que ha vivido siempre) y “Viajero por casualidad”, en donde el miedo (mejor, el terror) aparece inesperadamente, cuando uno cree estar leyendo una historia sentimental con un buen manejo de situaciones sexuales.
Hay desde luego varios Murakamis en este volumen, algunos que uno no imagina porque pese a la excelente labor de Tusquets por darnos a conocer al más occidental de los escritores japoneses (al menos entre los más reconocidos por el momento), hay varios tomos que aún no han sido traducidos, y por lo tanto toman por sorpresa al lector; son los relatos menos sólidos; casi la tercera parte de los cuentos son de magnífica factura, pero en ningún momento hacen pensar que el Murakami cuentista pueda ser mejor que el novelista; pocas veces (como en los tres relatos citados) uno se siente satisfecho, y casi siempre queda la sensación de que los cuentos pudieran ser, mejor trabajados, buenas novelas: parecen relatos truncos, situaciones extraídas de las novelas conocidas, ensayos inacabados.
Pero lo que es de llamar la atención es la vitalidad de Haruki Murakami: tiene 58 años entrados en 59, o 59 entrados en 60, y sigue escribiendo con gran naturalidad acerca de jóvenes e incluso de adolescentes: su juventud es incuestionable, y su acercamiento a la música es natural, no melancólico ni menos nostálgico; sus personajes no son juzgados ni su comportamiento visto como algo excéntrico y lejano en el tiempo; las relaciones sexuales no se dan por compasión ni por presiones sociales, sino como culminación de una relación natural, con una gran fuerza de las protagonistas, que son quienes deciden cuándo y dónde se entregan; lo efímero de los acostones no nos lleva a pensar en frivolidad, aunque casi siempre existe la advertencia de que no hay un compromiso, mucho menos una relación sentimental, pero no por eso son vacías.
Es envidiable esa juventud, ese vigor de un escritor casi sexagenario, que hace parecer caducos a los escritores mexicanos que a los cuarenta están dando el viejazo.
Es de hacer notar que por primera vez, al menos en los libros traducidos por Tusquets, se menciona el beisbol, aunque sea de pasada. Y eso de que están traducidos es una exageración, porque aunque la edición es impecable, sin erratas aunque con algunos detalles de la formación, la traductora Lourdes Porta abusa de solecismos, redundancias y fallas gramaticales, además de su acento madrileño cuando Murakami utiliza lenguaje coloquial; choca tanto “salir fuera”, hay cuando menos uno por cuento. Pero eso es lo de menos: lo peor es la frecuencia con que la traductora dice “de qué va”; éste es uno de los modismos más frecuentes, que por desgracia está infectando al periodismo mexicano, en vez de nuestro tradicional, muvho más natural “de qué se trata".