martes, 8 de abril de 2008

Ley antitabaco iguala las fondas con los restaurantes

Ayer comenzó a aplicarse, por tercera vez en el último mes, la ley conocida como Antitabaco en el Distrito Federal, con resultados asombrosos: los soplones, amparados por el anonimato, se pusieron a denunciar aunque no hubiera fumadores en los sitios prohibidos (¿episodios similares en la historia?: la denuncia a las supuestas brujas de Salem; las denuncias en la época de la inquisición, la denuncia del senador Joseph McCarthy contra comunistas, que no lo eran, o si lo eran, no cometían ningún delito; las denuncias en la Alemania nazi contra familias por su origen judío).
Habrá otras consecuencias que los perseguidores no han previsto: ya muchos restauranteros se han quejado de una baja en las ventas por cerca de una cuarta parte de sus ganancias, en menos de un mes. Pero no sólo son las ventas menores, sino las pérdidas; al vender menos, ¿qué van a hacer con los insumos que no se acaben? ¿Van a servirlas de cualquier manera, a costa de la salud de los consumidores?, ¿como en Presagio, la película de Luis Arcoriza, ofrecerán comida en mal estado?
Las pérdidas no sólo serán en la comida; en la mayoría de los restaurantes considerados buenos, uno de los atractivos es el buen trato, la buena comida, y los placeres adherentes: un postre fino (que muchas veces cuesta la mitad, o más, de un plato “fuerte”), un café que se toma no de chingadazo sino saboreándolo, un digestivo que se toma calentándolo en las manos, o en las rocas, una buena plática, elementos todos que se acompañan con un tabaco.
Si se revisan las cuentas, se verá que un porcentaje alto de las ganancias corresponde a la sobremesa; wisky, coñac, brandy, vodka, ginebra, o una botella de vino (que pese a su precio, no son muy buenas en los restaurantes: como dice René Solís, hacen pasar del estado de sobriedad al de crudez sin pasar por el de embriaguez); siempre acompañado (y muchos restaurantes los ofrecen) de cigarrillo, cigarro, o pipa; ésta, sin embargo, es incómoda; al no poder fumar ninguno de éstos, los consumidores lo harán en sus casas, pese a los deseos expresados por algún locutor, de llevar esta práctica hasta el interior de las casas (o de los automóviles, que son extensión de la casa aunque los diputados lo hayan olvidado).

En 1992 apareció un exhorto: había que abstenerse de fumar en las tiendas departamentales: una tarde, don Armando Ayala Anguiano apagó su puro para entrar a Liverpool a buscar un libro, que desde luego no encontramos; mejor nos fuimos a la Librería de Cristal; no hubo muchas protestas porque no es muy cómodo andar revisando ropa con un cigarrillo en las manos; un poco antes, digamos en 1988, se pidió que no se fumara en el transporte colectivo, aunque ahí muchos se tardaron en acatar la sugerencia; en los hospitales siempre se ha prohibido fumar en las salas, excepto en la de espera por maternidad.
Extraña que en esta ley vuelvan a prohibirlo, si lo ha estado desde hace mucho tiempo; también prohíben hacerlo en el Sistema de Trasporte Colectivo, al que desde 1968 no hemos sabido darle otro nombre que el no muy original de Metro. Los diputados locales acaso ignoran que ha estado prohibido desde que se puso en marcha el primer convoy; tan prohibido como comer, beber (ahora con los calores ya no), la venta de artículos en vagones y pasillos, y los limosneros con garrote que ofrecen su estruendo a todo volumen, sin posibilidad de callarlos porque agreden a quienes protestan. Habría que hacer excepciones: la trovadora guapa, bien entonada, bien vestida, limpia, culta, que interpreta canciones de Jaime López casi siempre en la Línea 3 (Indios Verdes-Universidad), y el pobre viejito que conmueve con su Ratón Vaquero en la Línea 2 (Toreo-Taxqueña: me rehúso a identificarlas por colores; para eso dejamos de ser analfabetas); en su reglamento no prohibieron los escarceos eróticos, los picoretes ni mucho menos los actos sexuales que se practican a todas horas, como bien lo han documentado varios periódicos (no estoy haciendo ninguna denuncia anónima); vendedores, limosneros, pedigüeños, los encontramos a todas horas y en todas las líneas; fumadores, nunca, o casi; claro, se dice que aquellos están protegidos por partidos políticos, o por políticos sin partido.
Aquel día de 1992 (o una semana después, no importa), don Armando Ayala Anguiano nos invitó a comer a Ignacio Trejo y a mí (estaba otra persona pero se fue pronto) y luego tuvimos una sobremesa de varias horas, con tres o cuatro copas cada uno, y varios (¿cinco, ocho?) cigarrillos; de allí salieron varios proyectos, dos que cuajaron y otros que no, pero que nos enriquecieron bastante. Ahora será imposible, no porque no podamos estar una tarde sin fumar (de hecho, perdón por hablar en primera persona, no fumo más que en mis tertulias, a veces ni siquiera un cigarro en un mes), sino porque nos sentimos proscritos, perseguidos.

Para aplicar la ley han hablado de estadísticas, no muy consistentes: primero se dijo que sólo el 17 por ciento de la población es fumadora; más recientemente se dijo que “sólo” el 30 por ciento; asombra que las cifras sean redondas, cuando se habla de millones de personas, en el DF y en el país; no han dicho de dónde sacan esas estadísticas, pero sí que el 30 por ciento de la población es una minoría absoluta; quienes han contratado seguros de vida saben que hasta hace muy poco, al llenar el cuestionario, se incluía entre los no fumadores a quienes no consumían cinco cigarrillos al día; digamos que somos considerados fumadores sociales, u ocasionales; si las encuestas sumaran a los fumadores ocasionales entre los fumadores, las estadísticas cambiarían sustancialmente. Pero supongamos (y sólo es un suponer) que los diputados locales no mienten; ¿el 30 por ciento es insignificante? Si en las más recientes votaciones los partidos políticos se conforman con el 30 por ciento de los sufragios emitidos, ¿cómo es que discriminan y criminalizan al 30 por ciento de la población? Si las estadísticas fueran al revés, ¿no sería incongruente que no permitieran entrar a los no fumadores a restaurantes, bares y cantinas y los dedicaran exclusivamente a fumadores? ¿No sería un acto de discriminación?
Y al hablar de “sólo” 30 por ciento de fumadores, ¿se pusieron a pensar (¡) que ese 30 por ciento tiene mucho más peso que el restante 70 por ciento? Hablo no en términos sociales o políticos, pero sí socioeconómicos; no que sean más importantes, pero son los que consumen; son quienes disfrutan la comida, la saborean, la digieren, y después hablan de sus proyectos, sus negocios, sus logros; son quienes arreglan su vida económica en una comida o una cena, y lo hacen con un digestivo bueno, y un tabaco; esos “fumadores sociales” no disfrutan lo mismo una copa si no le permite fumar; prometen los diputados locales que no habrá disminución de ventas; es probable que no haya disminución de comensales, pero sí de ventas; ya hoy los diarios traen la queja de restauranteros, quienes calculan en 25 por ciento sus pérdidas.

Lo que sí, es que lograron una igualdad, aunque no lo pensaron (seguro); pusieron en un mismo plano a restaurantes y fondas: en los primeros ya se va a comer en chinga, y se salen los comensales a fumar a la calle o a donde le dé la gana, faltaba más; y las segundas ya se sienten con una categoría que no tienen, sólo porque ponen su letrerito de que son espacios libres de humo (pero no de cursilería); allí los diputados locales también mostraron su ignorancia y su falta de sensibilidad: a nadie se le ocurre fumar un cigarro en El Grano de Oro, por ejemplo; allí se comen una orden, o un cuarto, de carnitas, y si quieren un cigarro o prolongar la plática, cruzan el Metro y se van al Sanborns de División, y ya; después de una birria en La Polar nadie se pone a fumar, se va al Sanborns de Galerías (hasta que empiezan los cantantes a correr a los comensales); en ninguna fonda se detiene nadie a fumar porque hay cola de impacientes para entrar; impacientes porque deben regresar a la chamba rápido.
Pero qué van a ser los de un restaurante italiano muy cercano a la Zona Rosa, que tiene cuatro mesas ocupadas a la hora pico, y la mayoría son fumadores en serio. ¿Van a correrlos, a decirle que el tabaco daña su salud? Y en otro restaurante italiano en pleno Reforma, donde hasta los dueños fuman, ¿van a decirle a sus clientes, casi todos de peso ya sea porque son políticos o artistas o empresarios, que se vayan porque el tabaco molesta a los demás, que también son fumadores? No me imagino a ningún mesero diciéndole a Diego Fernández de Cevallos o a Salvador Rocha o a Carlos Peralta o a Ramón Xirau que hagan favor de apagar su tabaco. O que entre un policía a decirle a alguno de ellos que si no aplasta su puro lo va a llevar a la delegación. Y antes que un genízaro le diga a uno que está contaminando su aire, uno va a abstenerse de asistir a esos restaurantes que, repito, desde hace un mes se han convertido en fondas de pisa y corre, y además con la comida mala porque no quieren desperdiciar lo que se le queda del día anterior o de dos días (ya está sucediendo). En todo caso, queda el recuerdo de Sharon Stone (de las actrices más inteligentes) que se burla de los policías que le dicen que no puede fumar (escena inolvidable).
Además, aplican una ley retroactivamente, porque quieren imponer construcciones cuando restaurantes, cantinas y bares fueron construidos y adecuados conforme la ley anterior. Pero no hay extrañeza: los diputados han demostrado ignorancia de las leyes que debían procurar.

Dicen los diputados locales, sin citar a verdaderas autoridades, que con esta medida van a lograr que la gente deje de fumar. ¿Habrán tomado en cuenta las consecuencias? Un médico de prestigio, del que no digo su nombre para que no lo acosen, pero que representa a uno de los mejores hospitales capitalinos, cuenta que cuando sus pacientes (todas, mujeres) llegan a decirle que dejaron de fumar, él les ordena que vuelvan a hacerlo, porque aumentan de tres a diez kilos, y además se ponen insoportables, que su marido qué culpa tiene; ahora que han descubierto que la obesidad es peligrosísima y causante de enfermedades fatales, verán incrementado el número de gordos por dejar el cigarro (si lo dejan), además de que ponen en peligro su chamba, o si son jefes, incrementarán el nivel de estrés laboral por su carácter intolerante; ¿y cómo combatir esa tensión? Regularmente con un cigarrito.

Hay reacciones curiosas: aunque los diputados locales temen que los fumadores se pongan impertinentes ante la prohibición, ha sucedido lo contrario: son los no fumadores los que pegan de gritos, querían aplicar una ley que no había entrado en vigor, hacen denuncias idiotas de las que hasta los policías se burlan; y las reacciones van en otros caminos curiosos: Guillermo Ochoa, fumador desde siempre (como gran jugador de dominó que es), aplaudió las medidas; Humberto Mussachio, quien no fuma ni bebe ni nada, se manifestó en contra con argumentos muy inteligentes.
Alguien apuntaba que la ley contra el tabaco es un experimento para ver cuánto aguantan los ciudadanos, y si ven que no hay protestas, impondrán leyes más intolerantes, castrantes y fascistas. No tendrán tiempo: el año que entra se irán muy lejos de los votantes y de los cargos públicos. Cuando menos se están entrenando para el Poder Judicial, porque amenazan con vigilar para que se cumpla su ley; ¿vigilarán también que se cumpla su incompleto y trunco reglamento de tránsito? ¿Vigilarán a quienes se estacionan en las banquetas, los que van hablando por su celular, los que van fumando mientras conducen?

No aguanto las ganas de terminar con una anécdota ya muy conocida: cuando un condenado a muerte pidió como última voluntad fumarse un cigarro, las autoridades se lo negaron, con el argumento de que dañaba su salud.

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