lunes, 28 de febrero de 2011

Is barniz (más de mexicanismos)

(Darius Milhaud, uno de los grandes músicos franceses, solía decir que cuando en París amanecía nublado, le bastaba poner el Huapango de José Pablo Moncayo para que saliera el sol. Lástima que no todos los franceses sean como Milhaud, aunque muchos lo son. Más que muchos mexicanos.)

Ante la dificultad de poder definir el Diccionario de Mexicanismos que publicó recientemente Siglo XXI para la Academia Mexicana de la Lengua, y con la autoría, o bajo la dirección, de Concepción Company Company, y de alguna manera también el Diccionario Breve de Mexicanismos, de Guido Gómez de Silva (el menos bueno de sus muchos excelentes diccionarios), hay que echar mano de otros diccionarios, que recogen el habla de una población específica, que por sus características atraen a los filólogos.
El más célebre de ellos es el Diccionario de caló, de Carlos G. Chabat, cuya segunda edición, de Francisco Méndez Oteo, se ha convertido en una reliquia de coleccionistas, y que no se encuentra con facilidad a menos que se tenga un marchante eficaz; se dice que la primera edición fue confiscada por la policía, en un intento de entender cómo los albureaban los presos en sus narices sin que entendieran una mínima parte; el subtítulo, El lenguaje del hampa en México, suena muy atractivo; el problema fue que, al aparecer la segunda edición, en 1956, el léxico formaba parte del vocabulario del mexicano común (y obviamente corriente), y no era un código secreto; ya se sabía que joven, sobre todo cuando lo espetaban los conductores de los camiones, era sinónimo de homosexual; que cuando preguntaban, ¿va a bajar aquí?, la frase era acompañada por un casi imperceptible ademán con que señalaban su entrepierna, y se reían, porque creían que habían hecho caer en la trampa al interlocutor, y en realidad habían preguntado si le iba a practicar sexo oral al que hacía la pregunta; en la misma nota del editor, el muy canijo agradecía al público “la acogida que le dispense”, que no carecía de intención dado el tema del volumen. Chabat no era filólogo, sino criminalista; de allí el carácter simplemente enumerativo del texto, pues no hay etimologías ni orígenes de las 2,426 palabras recogidas (perdón, compiladas); algunas son fáciles de explicar, como Acámbaro, que es una derivación de acá, y que no es difícil de entender hasta por los policías, como adentro para describir la situación de un preso; afanar ya era robar, mientras que en el Diccionario de la Real Academia (DRAE) estaba la acepción de hurtar, pero hasta en el quinto lugar que ahora ocupa lo que entonces, y hasta 1970, era: Dedicarse al trabajo con empeño; para Chabat, cristeros no eran los integrantes del ejército que defendía la religión atacada, decían, por el gobierno mexicano en tiempos sobre todo de Plutarco Elías Calles, sino “los que abren las puertas presionándolas con la espalda para entrar a robar”. Cuáchara era amigo, pero ya nadie lo dice; ¿Cuándo te veré? era una expresión tan críptica que es imposible adivinar por qué se usaba para detallar “dos centavos” (sobre todo que ya para entonces no circulaban los centavitos, o prácticamente carecían de valor después de la devaluación de Ruiz Cortines [Tin Tan se desespera porque en el incendio que provoca en la vecindad de El revoltoso, estaba perdiendo “¡mi centavito, mi centavito!”]; a lo mejor por eso); Chillón en cambio no perdió su significado de aparato de radio, de fonógrafo, y menos el de patrulla; sucede que para definir patrulla llegaron otros vocablos, y los radios han sido sustituidos por minicomponentes, o micros, y en la calle por reproductores de MP3, y los IPods y Ipads, que aunque cuestan caros, cuesta más trabajo volver a compilar los cientos de canciones que pueden almacenar en ellos, si llegan a pasar a otras manos. Hermenegildo ya no es el más común pronombre para designar a las víctimas de las bromas pesadas, ni para designar al tonto; en cambio, hígados, aunque ha perdido popularidad, en ciertos lugares sigue siendo una afirmación; perdió popularidad porque se divulgaron otras opciones para afirmar, gracias a la vulgarización del caliche durante los años sesenta, y entre otras cosas por el cine y las novelas de Carlos Fuentes, José Agustín, Parménides García Saldaña, Gustavo Sainz, y hasta un párrafo de Juan García Ponce en El gato; uno de los más usados fue el is, que no recoge Chabat pero sí lo usó Tin Tan, aunque prefería “simón” o “silverio”; “Silverio Nogales” se llama el personaje encarnado por Marcelo Chávez en Músico, poeta y loco a causa de un equívoco al pronunciar su nombre, si afirmaba o negaba, asegún.
El mayor defecto del Diccionario de caló es que, como Chabat no era filólogo, su método es lineal, y no cruza los vocablos; es decir, hay que echárselo (perdón) todo para encontrar todas las variantes de sí o de no, en vez de enumerarlas todas bajo un rubro, sin dejar de poner cada una por separado. Tiene muchos méritos, sobre todo si se toma en cuenta que logró más que otros filólogos.
No es el único diccionario dedicado al tema; el Diccionario etimológico latinoamericano del léxico de la delincuencia, de Arnulfo D. Trejo (Manuales –perdón– Uthea 365, 1968), recoge expresiones de los hampones de varios países de América Latina, en especial de Uruguay, Argentina, Perú y sobre todo de México; pero también de Colombia, Chile y Panamá; tiene más cuerpo de diccionario que de simple vocabulario, explica el origen geográfico y etimológico de cada palabra, e incluso de muchas expresiones; el autor, catedrático de Arizona, reconoce que su trabajo sólo alcanza el propósito de dar a conocer una mínima parte del léxico de quienes pueden ser denominados los de más abajo (sic; se refiere al estrato socioeconómico); son giros nacidos de “los arrabales de la ciudad donde se refugia” (era filólogo, no escritor; sus méritos no son literarios y, como muchos académicos, carece del sentido innato de colocar en su lugar adecuado el sujeto, el verbo y el complemento*) “la clase baja, la canalla, los que siempre llevan la peor parte, los que no tienen para pagar abogados chanchulleros y cuyas ganancias no les permiten pagar multas o depositar cauciones, son los criminales que salieron del pueblo, los que soportan todo lo que les venga encima” (Trejo cita Los métodos criminales en México; cómo defendernos, de José Raúl Aguilar, México, 1941; ninguno de los dos entendió el autoalbur). Amparado en una muy amplia bibliografía que incluye diccionarios de mexicanismos y de caló mexicanos que el diccionario de mexicanismos de Company Company y quien le hizo la introducción ignoraron (en alguno de los sentidos del verbo), como el apuntado en El Periquillo sarniento de Lizardi, y otros menos literarios y más filológicos, como el "Diccionario del caló mexicano" incluido por Aguilar en su libro, en 31 páginas; el de Féliz Ramos Duarte, Diccionario de mejicanismos. Colección de locuciones i frases viciosas; uno de Cecilio Robelo, y entre los literarios, no sólo cita a Azuela y Salazar Mallén, lo que parece obvio, sino a Quevedo y a Cervantes (a éste lo responsabiliza Alfonso Reyes de la paternidad de muchos refranes divulgados en México y que parecen mexicanos, a lo largo de varios siglos, y que salieron de las páginas del Quijote).
La riqueza de este diccionario, pese a los límites impuestos por el tema (los relacionados con los actos delictivos, en especial el hurto, y sólo cierto tipo de violencia, no siempre la verbal) es inconmensurable; a cada palabra sigue una etimología probable, aun cuando parezca cierta; por ejemplo, Juan Camaney fue un personaje destacado de la Revolución; pero como no puede probar su dicho, aventura que se trata de la derivación de los distintos juanes prototípicos de todas las excelencias, y cita a Juan Cuerdas, Juan Pistolas y a Juan Polainas; o los protagonistas de refranes o leyendas urbanas, como Juan Lanas, Juan Palomo (“yo me lo guiso y yo me lo como”), Juan Soldado; las ruleteras son las prostitutas que circulan por las calles en busca de clientes, y por la connotación jergal de los ruleteros, como por entonces todavía les decían a los ahora taxistas, y eran los que andaban prestando servicios en auto de alquiler sin pertenecer a un sitio, sino que daban vueltas por el rumbo que preferían, como una ruleta, y que sobrevive el término por la supervivencia del excelente Mambo del ruletero, de Pérez Prado, aunque no se puedan descifrar algunas de sus palabras, como el "Icuiricui" (Carlos Monsiváis alardeaba de haber descifrado el “macalacachimba”, o sea el que apretaba la especie de pipa que sirve para fumar algo más que Raleigh con boquilla, por favor); a los pechos femeninos se les decía pirámides, por la figura explícita (tan explícita que Reyes usaba un término similar cuando lo sorprendieron al lado de una mujer exuberante); amurar, un término que oíamos en los tangos y que lo divulgaron Les Luthier, y que en lunfardo es robar, viene de murare, italiano, que es rodear de muros.
Baisa, que era una palabra muy usada en los años cincuenta y que uno relacionaba con el lenguaje propio de Tepito (tal vez por "Pepe el Toro"), Trejo nos informa que viene del sánscrito, que pasa al indostaní, y de allí al caló gitano; y uno recuerda aquella canción calificada de “ritmo tropical” “Cuidado con la mano”, que derivaba a “cómo la diría un francés” (cuidadé, cuidadé con la mané; cuidadín, cuidadín con la maní, en italiano), y en Tepito, "Cuidado, cuidado con la baisa, ¿no?", y los intérpretes que pensaban que era de lo más vulgar. Company Company sólo dice que es supranacional, pero no insinúa siquiera qué tan remoto es el término.
Trejo, muy metódico, explica los orígenes del léxico acumulado por las alteraciones fonéticas, las formas de representación sensibles (onomatopeyas, automatismos, paronomasias, seudoetimologías), las formas de representación sugestivas (metáforas), personificaciones, neologismos, arcaísmos, extranjerismos, designaciones de origen desconocido y la fraseología; método muy rico para los temas tan poco variados: robo, contienda, autoridad, penitenciaría, gente, partes del cuerpo, vestuario, vida erótica, necesidades físicas, comunicación, evasión y observación, dinero, cantidad y tiempo, partes de la oración y calificativos, más una mínima miscelánea, que con todo y bibliografía apenas rebasa las 200 páginas, pero harto divertidas. En la larga introducción (perdón) lamenta que el folclor mexicano haya sido tan poco receptivo del lenguaje del hampa, como sí lo fue el tango. Como es obvio, Trejo no había leído ni Gazapo ni De perfil ni Cambio de piel, donde hay ejemplos de que sí lo había adoptado, aunque en mínima parte; y desde luego no habían llegado Jaime López ni Rockdrigo, que sí entendieron la posibilidad de escribir canciones en caló; por cierto, Jaime López tiene un verso que intrigó a los escuchas: “ella empacó su bisté, con todo y refrigerador”; bistec es darse un beso de lengua, según el Diccionario del argot español, del que hablaremos en la próxima.

*Esta observación me la regaló un escritor de gran altura, pero como es muy amigo de algunos académicos, "mejor no les doy su nombre"**
**Frase de José Alfredo Jiménez de "El mala estrella".

domingo, 20 de febrero de 2011

Gabriel Zaid tiene razón (hasta cierto punto)

En 200 años de la historia de la música mexicana, de Jesús Flores y Escalante y Pablo Dueñas (Sony Music), aparte de otras rarezas, se incluye en el primero de los cuatro discos compactos, una pieza, “Mi Negra”, que con toda claridad dice “Negrita de mis amores, hoja de papel volando; a todos diles que sí, pero no les digas cuando; así me dijiste a mí, y hasta ahora vivo penando”. Si se le escucha más veces parece que se arrastra una s tímida: “hojas de papel volando”.
Hace unas semanas disentí de Gabriel Zaid; aseguré que la letra dice, como lo cantan todos los mariachis, “ojos de papel volando”; Zaid en su artículo de Letras Libres de noviembre de 2010 asegura que la letra original decía “hoja de papel volando”; así lo asegura además un descendiente de uno de los dos autores de “El son de La Negra”, Fidencio y Alberto Lomelí Gutiérrez, quienes la compusieron en 1926.
Aunque la interpretación de los Trovadores Tamaulipecos (Ernesto Cortázar, José Agustín Ramírez –tío de José Agustín–, Lorenzo Barcelata y el menos conocido Carlos Peña) es de 1929, es, aseguran Flores y Escalante y Dueñas (son dos, no tres), la primera grabación, y por lo tanto seguramente la más fiel. Aunque me sigue pareciendo una imagen más sensual, más gráfica, la de los “ojos de papel volando”, porque retrata a la mujer que, delante de uno, mira con coquetería a otros, haciendo que uno se sienta traicionado y sin poder reclamar porque se vive una etapa de pretensión, y no se tienen derechos, admito que seguramente tiene razón en lo de “hojas de papel volando”, que no me remite a ninguna imagen.
Algunas páginas de internet intentan explicar que se trata de las hojas de papel que vuelan al paso veloz de la locomotora, es decir, que están tiradas cerca de las vías y que cuando pasa la locomotora vuelan sin destino. Pero resulta que la imagen de la locomotora no es tan gráfica en esta versión de los Trovadores Tamaulipecos, donde resalta un violín, interpretado por Ricardo Bell, hijo del cirquero del mismo nombre. En la versión de los mariachis sí semeja a la aceleración de la locomotora, pero eso es un efecto producido por las trompetas, que fueron incorporadas a los mariachis tan recientemente como 1941.
(Ricardo Bell era un payaso; la víctima de sus bromas era el animador del espectáculo, un señor Patiño; al menos, es lo que oí de tradición oral: no he encontrado ningún documento que lo avale o lo desmienta; antes de ellos los payasos no conversaban, sólo hablaban en verso; quién sabe qué tan conscientes hayan estado de su importancia, que durante mucho tiempo a la pareja seria de cualquier cómico se le llamaba “su patiño”: Marcelo, de Tin Tan; Schillinsky, de Manolín, Viruta, de Capulina, por mencionar algunos. Ricardo Bell tuvo su circo propio luego de haber actuado para otros; es quien inspiró el poema “Reír llorando”, de Juan de Dios Peza –a quien también se le escucha en el disco compilado por Flores y Escalante y Dueñas–; el señor Patiño tuvo también su propio circo; todos, antes que fueran desplazados en la fama por los hermanos Atayde.)
Pero fuera de las hojas, las versiones de Flores y Escalante y Dueñas difieren en todo de la versión apuntada por Zaid; ellos datan “La Negra”, que en la grabación se llama “Mi Negra”, en 1865, y la autoría se la adjudican a un Salvador Flores que no es el Chava Flores que conocemos; es más, se contradicen, o cuando menos son inconsistentes; dicen que fue grabada “durante” 1928 con un arreglo del folclorista Francisco Domínguez, “quien retomó las coplas originales del sonecito creado a mediados del siglo XIX por Salvador Flores, casi setenta años atrás” (quisieron decir “antes”, no atrás; y son 63, no casi 70 años); en esta versión dice que se conserva la copla con su sentido original, que dice “Negrita del alma mía, hojas de papel volando”. En la ficha del disco ponen la fecha “1929”, y la autoría a Domínguez; no sé qué tan confiables sean porque en la ficha de “El limoncito” apuntan que se grabó en 1910, y en el texto, que fue dos o tres meses antes del asesinato de Obregón, en 1928; ya sabemos que era de sus favoritas y que la estaba escuchando cuando lo asesinó José de León Toral (entre otros, según se sigue presumiendo).
Pero en otra página, la 164, dedicada expresamente a “El son de la negra” (quién sabe por qué en minúsculas, porque La Negra es un pronombre, es el apelativo de la casquivana), lo subtitulan “ojos de papel volando”, ponen una fotografía de los Trovadores Tamaulipecos (dos de ellos, de gran importancia en nuestra cinematografía, además de la que tienen en la música; Cortázar es casi siempre el letrista de Manuel Esperón –excepto en “Amorcito corazón”, con letra de Pedro de Urdimalas, seudónimo de Jesús Camacho–, y autor entre otras de “Yo soy mexicano” y de aquellos versos en que reniega de la música de trompeta y saxofón, y que prefiere los piropos en vez de los chifliditos tontos; escribió argumentos y guiones, y hasta dirigió; la más célebre de sus películas, Juan Charrasqueado, es bastante mala, pero por razones muy personales que no están para saber, es de mis favoritas, y no porque en ella cante, muy mal, por cierto, Pedro Armendáriz –otra cinta en la que canta es El charro y la dama, nada menos que “Ah, que la coneja”, que también canta Arturo Manrique, el Panzón Panseco, en alemán, en Juntos pero no revueltos–;Barcelata, además de ser autor de “María Elena”, una de las canciones mexicanas más populares en el extranjero, y de la alburera “Coconito” –“así le baja tu hermana al otro buey su maicito”–, es quien le contesta a Tito Guízar sus coplas de retache –“como uno que conocí y que sigo conociendo” y de la Cruz que “por un caballo Palomo no se la cambio al patrón” que provoca la respuesta airada de Guízar, la frase más célebre del cine mexicano: “eso que me dices en verso me lo vas a repetir en prosa”; Ramírez es autor de muchísimas canciones famosas: “Por los caminos del sur”, “Acapulqueña” y “San Marcos”, que es de las que más se han prestado a las versiones albureras), dicen que se grabó en 1929 por la Columbia (después, CBS), pero dicen que Flores la dedica a las “hojitas de papel volando que utilizaron todos los corrideros, cantores, decimistas y juglares de aquella época”. Flores y Escalante se refieren a lo que los cultos llaman “pliegos sueltos”, que era el medio de difusión de la cultura popular.
Pero surgen varias preguntas:
a) ¿Quién es el verdadero autor de la pieza: Salvador Flores, Baltazar Orozco –a quien se lo atribuyen en el disco Música tradicional nayarita–, los hermanos Lomelí Gutiérrez o Francisco Domínguez?
b) ¿Cuáles son los versos originales, “Negrita de mis amores” o “Negrita de mis pesares”? Tampoco el final es el mismo: “Por eso vivo penando” o “Hasta ahora vivo penando”. Hay que considerar que la versión incluida en el libro de Flores y Escalante y Dueñas consigna un orden diferente, porque comienza con “¿Cuándo me traes a mi negra…?” e incluye otras coplas que no están en las versiones conocidas.
c) ¿Qué tienen que ver los pliegos sueltos con la coquetería de La Negra? No es verosímil que se defina la belleza o el comportamiento de una mujer a la que se le echan los perros con un género literario, a menos que sea muy culta: “tus ojos son como un madrigal de Zetina”, más o menos, pero decirle, “¿Cómo estás, soneto alejandrino?”; no lo entendería ni siquiera una mujer que se llame Alejandra. Todavía si se le dice “hoja de papel volando” podría significar que es impredecible, pero ¿hojas? Y más si se considera que los pliegos sueltos difundían más noticias de crímenes o de asonadas militares; aunque esta última posibilidad significaría que la mujer es tormentosa, casquivana y que provoca bajas pasiones.
d) Si los autores fueran los hermanos Lomelí Gutiérrez y se acercaron a Silvestre Vargas, a cuyo mariachi se integraron, ¿cómo permitieron que Vargas cambiara la letra y su sentido? ¿Cómo es que los descendientes permitieron que Rubén Fuentes y Silvestre Vargas firmen como los autores, en algunos discos, y como arreglistas en otros, si es que fueron integrantes del Mariachi Vargas de Tecalitán? Es cierto que los propios compositores y los cantantes cambian la letra de sus canciones con cierta frecuencia; por ejemplo, en “La noche y tú”, la letra original dice “anoche soné contigo, soñé y soñaba, que te tenía aquí en mi pecho, que me arrojaba en tu pecho” (Gran cancionero mexicano, tomo I, recopilación de Ramón Córdoba), pero Miguel Aceves Mejía canta “que te tenía aquí en mi lecho, que me apretaba en tu pecho”; Aída Cuevas canta “que te tenía aquí en mi lecho, que me apretaba en mi pecho”; los Hermanos Silva: “que te abrazaba en mi pecho”. Más grave aún: en “La verdolaga”, la letra original dice “los amores más bonitos son como la verdolaga, nomás le pones tantito y crece como una plaga”; Pedro Infante canta “nomás les pones tantito y crecen como una plaga”. Aunque la letra de la primera es de Rafael Cárdenas y la segunda de Alberto Cervantes, la música de ambas es del muy cuidadoso Rubén Fuentes; y Fuentes fue quien produjo cuando menos las versiones de Aceves Mejía y de Infante; ¿por qué permitió que le cambiaran la letra? Sólo que porque oiría que la mejoraban. Si los hermanos Lomelí Gutiérrez oyeron a Silvestre Vargas que corregía las hojas de papel volando fue porque pensaron que sí, se oía y se entendía mejor.

Sí, Gabriel Zaid tiene razón. Hasta cierto punto.

“La Dulce Francia”, se llama el largo capítulo de la Historia Moderna de México, dedicado a la política exterior en el Porfiriato, donde Daniel Cosío Villegas relata el largo camino emprendido a tropezones, disidencias, malos entendidos, rectificaciones, acusaciones y contraacusaciones, dimes y diretes, entre México y Francia a finales del siglo XX, para reanudar relaciones; reclamaciones por daños en la guerra, que no eran válidos porque Francia fue la que invadió, que si inocentes pagaban males ajenos, y luego para ver cuál de las dos naciones pedía primero las relaciones, quién era el ofendido y quién el interesado. Los diplomáticos de los dos países harían bien en echarle un ojo a esas páginas nomás para sopesar lo que les espera si quieren limar asperezas.

Y sí, en 1862-1867 seguían existiendo las Margaritas, igual que ahora.

No olviden; en el portal de El Universal, en la edición dominical, puede leerse "El Librero".

domingo, 13 de febrero de 2011

Versiones alternas

Que el presente es fugaz, ya lo sabemos; excelentes poemas y poetas han recalcado que apenas vivido, ya es pasado y no hay manera de rescatarlo, o de hacerlo pervivir, más que con el recuerdo, la añoranza y a veces con el dolor revivido y perdurable.
Pero ni así; vivencias que se creyeron firmes y decisivas dejaron huella endeble, y fueron transformados por otras, que por alguna circunstancia ahora imposible de rastrear o de definir, se quedaron más tiempo que las originales. No sólo es que la memoria nos ayuda a borrar algunos de esos recuerdos dolorosos, sino que los adormece e incluso nos ayuda a transformarlos; “Esto hice, confiesa la memoria; no pude haber hecho eso, dice el orgullo, inexorable; finalmente la memoria cede”, dice Nietszche en alguno de sus aforismos de Más allá del bien y del mal. Modificamos las fechas, los hechos y hasta los protagonistas de algunas vivencias. James Thurber narraba que, a causa de su excelente memoria, tenía que rectificar los recuerdos de otras personas. Para reivindicarnos sin parecer mentirosos, hemos de recurrir a la literatura.
Pero de pronto aparecen testimonios que nos hacen ver que el pasado no fue como lo creemos, y que lo que hemos creído real y verídico no lo es tanto. Y no sólo en las vivencias personales, de los que sólo nosotros, y unos cuantos más, somos testigos. No sólo se trata de nuevas interpretaciones de sucesos conocidos, como una visión distinta del cine, de la literatura, a causa de cambios políticos, sociales, económicos; no es igual, y no sé qué sea mejor, leer a Herman Hesse a los 18 que a los 58 años; mientras más maduro se le lea, mejor se le entiende, pero la lectura de la adolescencia tendrá un vigor y dejará una huella más profunda. O leer a Thomas Mann a los 20 años o a los 60. Experiencias totalmente diferentes.

Todo esto porque, sin buscarlo, encontré una versión cantada de “El jarabe tapatío”, no tan bailable, por cierto, pero mucho más divertida; encontré, contra lo que creía, que ya en 1905 el “Adiós” de Alfredo Carrasco ya tenía una versión cantada, aunque no con la paupérrima letra que conocemos ahora en todas las estaciones que consagran la canción sentimental, con la línea más redundante (rebuznante, se dice en las redacciones de periódicos) e inútil que se haya escrito: “los ojos que tú tienes” (repito lo que escribí hace unos pocos años: Toño de la Villa lo mejoró: “Tus ojos, lindos son tus ojos”); y para que más me duela por andar haciendo afirmaciones, tuvo otro título: “Adiós a Guadalajara”; y una versión cantada de “Las chiapanecas”, sólo que se refiere sólo a una chiapaneca, coqueta y vivaracha como unos ojos de papel volando; y escuché la versión más cercana de “El limoncito” que oía Álvaro Obregón en La Bombilla cuando lo acribilló José de León Toral, es decir, con la Típica Lerdo de Tejada y con los cantantes originales; la única disponible era la que canta, con un coqueteo muy divertido, Rosita Quintana en Mi querido Capitán; pero esta versión incorpora unas coplas que incluye Gabriel Zaid en la sección de Poesía popular, en Coplas de tipo tradicional, en Ómnibus de poesía mexicana: “Chinita por un trabajo / me cobraste cuatro reales / Chinita, no seas tan cara: / yo puse los materiales”. Lo que no cuentan las historias es en qué parte de la canción iba cuando sonaron los balazos.
También encontré el famoso corrido del Niño Fidencio, donde lo llaman el hombre más famoso que se ha dado en Coahuila (de donde eran Madero y Carranza); tampoco había escuchado unas variantes muy atrevidas de “La Adelita”: “te compraría un vestido de seda para llevarte a dormir al cuartel”, más otras que había leído pero no oído, que incorporan los airoplanos a los transportes que se usarían para ir tras la Adelita si se fuera con otro.
Gracias al trabajo de recuperación que hacen algunos investigadores había conseguido piezas tan poco difundidas en la actualidad como “Las Margaritas”, o sea aquellas que se alegraron y alegraron el ojo cuando los gringos llegaron hasta el mero zócalo de la ciudad de México en 1847, y que para algunos era promesa de una vida más alejada de la chusma; o “La pasadita”; de ambas conocía la letra pero no la música. (Marco Antonio Pulido, en cambio, sabe hasta cómo se bailaban.)
Desde hace mucho ando detrás de algunas canciones que escuché hace cerca de 60 años, y que no he vuelto a oír: “voy a mandarles pedir a los ángeles del cielo, una pluma de sus alas para poderte escribir”, decía una; “de tan caliente que estaba [un atole, o un chocolate] hasta se quemó el gaznate [el diablo, en una posada a la que no lo habían invitado] (ésta la escuché hace unos diez años, cantada por Los Bribones, pero en ninguno de sus discos la he encontrado); encontré ahora, en cambio, “Los barandales del puente”, que escuché toda mi infancia pero hasta ahora en una versión grabada, con todos los versos que escuché varias veces, casi siempre como una confesión de añoranza, y de deseos incumplidos. De las pocas cosas rescatables que he escuchado en internet ha sido “¿En dónde está mi saxofón, que no lo veo en el rincón; Carolina me regalas una flor, o es que no te acuerdas ya de mí?”, que sólo era dable encontrar en las escenas iniciales de La sombra del otro, segunda película de Ricardo Moreno, El Pajarito, acompañado de Viruta y Capulina, y como pareja de Ana Bertha Lepe; fue en las épocas en que Moreno pasaba por el mejor peso pluma del mundo, hasta que lo puso en su lugar Hogan Kid Bassey al noquearlo en tres rounds. (En internet también encontré “Las piernas de Carolina” (un muerto resucito al ver, en el velorio, las piernas de Carolina, que no son largas, no son chicas, no son gordas, no son finas; las dos versiones disponibles en internet son colombianas; no recuerdo quién la cantaba en México.)

Hace algunos años se editaron unos discos excelentes, con interpretaciones poco conocidas de Dolores del Río, Tito Guízar (cantando “Chatanooga Cho Cho”), Ramón Novarro, Lupe Vélez y otros; o los primeros danzones que se grabaron, o versiones originales de la Trova Yucateca; o uno con versiones creo que originales de la revista musical mexicana, puente entre el porfiriato y los primeros gobiernos revolucionarios (aunque la versión de “Mi querido capitán” incorpora los versos en que mencionan a las más tardías Lupe Vélez y la Montalbán); o uno extraordinario de Margarita Romero, ahora desconocida pero de las mejores cancioneras de nuestra música; este disco contiene sólo piezas de Rafael Hernández, nacido en Puerto Rico (como lo declara en una de las canciones con más intención política, como lo revela el verso de “Preciosa”, “no importa el tirano te trate con negra maldad” [Jorge Negrete lo suaviza: “el destino” en vez del “tirano”, que desde luego es Estados Unidos]) pero más mexicano que muchos; y una de esas canciones es “Corazón no llores”, uno de los más sinceros lamentos de un amor imposible, extraordinaria; o “La borracha”, con los versos inmortales de “Adán y Eva eran yucatecos, pregúntaselo a Diego de Rivera”, y “¿qué cosa es un centímetro cuadrado?”, o “Desvelo de amor”, con la confesión “mirando tu retrato me consuelo”.
Casi todos esos descubrimientos y recuperaciones se deben a Jesús Flores y Escalante y a Pablo Dueñas, quienes ahora se mandan sacando cuatro discos, uno que pudiera parecer prescindible aunque quién sabe si en unos años sea apreciable; otro está bien, pero hay dos excelentes, que deben ser mejor conocidos. Los discos vienen acompañados de un libro mal escrito, bien ilustrado y con fotografías apreciables; se merecen un comentario más extenso que éste en que sólo doy constancia de mi azoro, porque no sólo hay canciones memorables con versiones desconocidas, sino que incluyen testimonios fonográficos no musicales (uno sí, apreciable por la música, pero que causa escalofríos, y es el dedicado a la “revolución de la Ciudadela”, o sea el cuartelazo que derribó a Madero y que causó su asesinato): discursos de Madero, el testimonio de la renuncia de Porfirio Díaz, y la celebración del Centenario de la Independencia.

Nos enteramos del fallecimiento de Manuel Esperón, uno de los compositores sin cuya calidad no serían los mismos Jorge Negrete ni Pedro Infante, y autor de tantas canciones excelentes que es imposible mencionarlas todas, ni siquiera las más notables; basta con decir que es autor de “Amorcito corazón” y de “Yo soy mexicano”, las firmas musicales de los dos charros cantores; pero también de “El apagón”, que inmortalizó Toña la Negra, y que bailó con una sensualidad asombrosa Gloria Marín en ¡Qué hombre tan simpático!, que en los ochenta rescató en una versión mediana Yuri, y que ha recordado con entusiasmo José de la Colina varias veces n menjores versiones; canción que ahora prohibirían las buenas conciencias, por lo de la pederastia y, sobre todo, el incesto que en ella se describen.

Y a propósito de pun, como se decía antes y expresión que no recoge el Diccionario de Mexicanismos (aunque sí la palabra, pero con una acepción grosera y equívoca). Dice Umberto Eco en El cementerio de Praga, su más reciente novela: “Están [los franceses] orgullosos de tener un Estado que dicen poderoso, pero se pasan el tiempo intentando que caiga: nadie como el francés tiene tanta habilidad para hacer barricadas por cualquier motivo y cada dos por tres, a menudo sin saber siquiera por qué, dejándose arrastrar a la calle por cualquier chusma. El francés no sabe bien qué quiere, lo único que sabe a la perfección es que no quiere lo que tiene.” (Editorial Lumen, noviembre de 2010.)

domingo, 6 de febrero de 2011

Las contradicciones del inocente Pedro Infante

Una de las cintas estelarizadas por Pedro Infante que más se han exhibido, y con un éxito que no parece apagarse, es El inocente; es indispensable en las celebraciones televisivas en épocas de Navidad, y ha tenido remakes regularmente malos, una de ellas con Alberto Vázquez y Angélica María, y es una más de las variantes de la Cenicienta, sólo que es a él, gente del pueblo, sencillo y sin amaneramientos, quien se atreve a escalar la ruta ascendente en un estrato socioeconómico. Las situaciones clave se han filmado varias veces, y cuando Televisa incursionó en la producción cinematográfica, una de las escenas más célebres fue homenajeada y parodiada por músicos más ambiciosos, como uno de los integrantes de Botellita de Jerez, dirigidos por un artesano que ha conseguido prestigio internacional. Y una vez más, como sucedió con casi todas las cintas de Infante, gran parte del éxito se debe a los actores secundarios; uno de ellos, Pedro D’Aguillón, fue galardonado como actor de reparto; sin embargo, fueron mejores las interpretaciones de Sara García, Óscar Ortiz de Pinedo y Félix González.
La trama es más que conocida, y no tiene nada de original, pero el ritmo que le da Rogelio González, en la penúltima ocasión en que dirigió a Infante, hizo que se aguantaran incluso los malos momentos, que no son pocos; además, la naturalidad, la gracia, la belleza y la simpatía que aportó Silvia Pinal fueron ingredientes que ayudaron a superar las fallas del argumento de Luis y Janet Alcoriza. Una joven, comprometida y todo, se sale de la fiesta de fin de año en casa de su futura suegra Maruja Griffel, a la que no le tolera cómo trata al sobreprotegido Alberto (Armando Sáenz, sobreactuado), su novio, para irse a la fiesta en Cuernavaca, donde los padres de ella (García y Ortiz de Pinedo) esperan a la pareja; el auto se le descompone en plena carretera; alguien avisa a la AMA, en donde Infante y D’Aguillón hacen guardia, y se turnan para no contestar el teléfono (algo así nos sucedió, cuando nunca contestaron para auxiliarnos en una descompostura; Pinal no tuvo tan mala atención); el auto está desbielado, e Infante se acomide a llevarla a su casa, donde los sirvientes, desobedeciendo a los patrones, se ausentaron para ir a celebrar; ella es incapaz de encender la chimenea, de preparar algún alimento, de servir bebidas, casi ni de encender la luz ni de abrir la puerta; teme, además, quedarse sola, y obliga a Infante, de nombre supuestamente ridículo (Cutberto Gaudazar; Gutierre Tibón explica la decadencia de la popularidad del nombre: era como apodaban a los evasores del servicio militar durante la Primera Guerra Mundial en Inglaterra; Gaudazar no lo registra Tibón en su Diccionario etimológico comparado de los apellidos españoles, hispanoamericanos y filipinos), a acompañarla, a brindar con ella; se embriagan después de bailar rondas infantiles con una picardía impensable, no por ellos sino por las canciones, y ella, dormida, es llevada en brazos, en una escena muy celebrada, a la recámara de los padres; él, también briago, se queda dormido junto a ella; sin advertir la presencia del otro, cada uno se desviste (a medias) y vuelve a quedarse dormido; cuando a la mañana siguiente los padres regresan, preguntan a los sirvientes por Pinal (Mané, nombre que también provoca risas en Infante); cuando los sorprenden, se indignan pues asumen que han mantenido relaciones sexuales; Pinal se despierta y se hace pasar, con sinceridad, por víctima; Infante asume, arrogante, que se aprovechó pero no se acuerda; sale huyendo en la motocicleta de la compañía, y se lleva la colcha con la que tapó su desnudez (a medias); el hermano de Mané (Félix González) asume que fue Alberto quien la violó y lo golpea; Alberto resume bien la situación: ya cómo, ya para qué.
Mandan llamar a Cutberto, quien regresa la colcha, perfectamente bien envuelta; lo obligan a casarse con Pinal; ella llora mientras él se muestra arrobado; con justa razón: Pinal estaba en uno de sus mejores momentos; la boda es una farsa, y le impiden hablar con los invitados porque temen que los ponga en ridículo; se van a Acapulco, entonces de moda, de luna de miel; al llegar a la casa encuentran a la familia ya instalada, y nos explican: un matrimonio en apariencia y tras un plazo prudente para justificar la ausencia de virginidad, un divorcio rápido; Cutberto, harto del mal trato y de no poder consumar el matrimonio, los abandona; Mané lo busca en los talleres de la AMA, pero él se niega a darle el divorcio voluntario mientras ella no acceda a ser su mujer (o sea...) cuando menos un día; finalmente accede, y luego de que Mané vuelve a mostrar su ineptitud como ama de casa, él la deja ir intacta; en otra fiesta, Mané, otra vez briaga, se deja convencer por su hermano, vuelve a irse a la carretera con el auto descompuesto para que vaya la grúa por ella, y confiesa a D’Aguillón de que está enamorada de Gaudazar, quien la escucha escondido; acepta aprender a ser esposa de un humilde mecánico. Nos ahorran los trámites engorrosos de volver a casarse, supuestamente ahora sí por la iglesia.
Aunque la trama es graciosa tiene muchas incongruencias e inconsistencias. En primer lugar, Mané se queja de que Alberto sea mangoneado por su madre manipuladora y lo reta por inútil, pero ella, que aprendió a conducir auto, no sabe que hay que ponerle aceite, agua y llevarlo a revisión cada dos mil kilómetros: ¿qué clase de educación le dan en una familia más que pudiente, dueña cuando menos de tres residencias, dos de ellas de lujo –la de Cuernavaca no la muestran más que a medias–, y con muchos recursos? ¿Dónde aprendió a manejar que no le dieron esa información? No sólo no sabe nada de autos, sino que es tan inútil como Alberto pues no sabe ni dónde están los platos y las copas, y desconoce todo lo del hogar; cuando va al cuartito donde vive Infante (¿tan mal le pagan que no puede habitar un departamento aunque fuera pequeño?) se asusta de las labores que debe hacer, e Infante ni siquiera se acomide a explicarle; se quema con la cafetera que está en el fuego (o sea que además de fodonga es tonta, porque no sabe que lo caliente quema); o sea que se atreve a reclamarle a Sáenz defectos de los que ella misma adolece: cosas de la burguesía.
Tampoco se explica por qué Infante va en moto en plena carretera, si los síntomas de la falla del auto debían prever que se necesitaba la grúa; pero eso, que sí puede pasar, omite los demás detalles: ¿quién recogió el auto, a dónde lo llevaron; fue por las indicaciones de Infante, o fue la familia de Mané por su cuenta?
Pero la trama se desarrolla por el equívoco de suponer que si durmieron juntos y semivestidos (él sólo se quita las botas y los pantalones, no los calzoncillos; ella sólo el vestido pero se queda en fondo, con la ropa interior) tuvieron un intercambio sexual; montan la farsa de la boda, invitan a más de una docena de amistades (no se ven más extras en la escena), disfrazan la luna de miel, ¿y ni siquiera tuvieron la curiosidad de atisbar en las sábanas para ver si había “la mancha de sangre” que mostrara que había sucedido el acto sexual? Y si no encontraron la sangre, ¿por qué no consultaron un ginecólogo que mostrara el himen roto? De no haber sucedido nada, no tenían por qué montar la farsa si nadie, excepto los criados fácilmente sobornables, se iba a enterar de nada, pues además no había nada qué ocultar, excepto un faje muy inocente. El único que podría haber reclamado sería Alberto (o su mamá), porque aunque no hubo daño sí fue en su año.
Y si después que Cutberto confiesa que no supo qué pasó, y más razón habría de suponer en que no había daño, ¿por qué no entablar la demanda de divorcio al que tanto se niega él? Sólo ganas de forzar la trama.
Una incongruencia más; al final, ¿cómo le hace Mané para calcular a qué altura se va a descomponer el auto otra vez para que vaya Cutberto a buscarla, ahora sí en una grúa, dejando a la AMA sin guardia, porque acuden tanto Infante como D’Aguillón?; eso, ¿no les costará la chamba? Cutberto Gaudazar no tendría problemas porque iba a emparentar con ricos, ¿pero D’Aguillón? Todo eso suponiendo que, si creían que habían consumado el acto sexual pese a la borrachera, debieron suponer que esa borrachera les habría impedido la habilidad de consumarlo sin despojarse de la ropa; y eso que no era la época de las pantimedias para rememorar el chiste de “si hubiera sabido que erras virgen te habría dedicado más tiempo…”; también desconcierta la actitud de Félix González, quien en un día pasa de la ira contra el supuesto violador de la hermana, a cómplice del cuñado.

Si se hace a un lado esta falla del argumento, que no preocupó a los comentaristas de la época ni a los críticos e historiadores posteriores, ni mucho menos a un público cautivado por la simpatía de los protagonistas, la cinta tiene muchos aspectos dignos de elogio.
A Sara García no se le siente cómoda en la fiesta, pero en sus demás apariciones está excelente: madre tan mandona pero no tan empalagosa como Griffel, la pantalla se ilumina con sus apariciones, provoca tensión, y hasta se justifica el miedo de Infante; sus estallidos son genuinos y son más de temer que las amenazas de Félix González; sube el tono de la voz y su indignación parece sincera, aunque cuando Pinal advierte que la exigencia de Infante para el divorcio es que vaya a su casa, García dice que en su lugar va a ir ella; Pinedo, en su intervención más oportuna, aclara que ”no es lo mismo”, algo que ya había comprobado cuando Infante irrumpe en la recámara, creyendo que es Pinal la que ocupa la cama, e intenta seducirla (tampoco se entiende que duerman juntas Pinal y García, a menos que la mansión sólo tenga tres recámaras); en las escenas finales, cuando aparenta indiferencia, comete un equívoco al pedirle a González que saque a Pinal a que brinque la tablita (ronda infantil que ha estado cantando Pinal, otra vez briaga), y remata diciendo que Pinal sacó el carácter fuerte de Pinedo, quien hace un auténtico gesto de asombro con un atisbo de rebeldía; Pinedo, que no deja de estar gracioso, pronuncia una muletilla por entonces de moda: “yo opino”; lo decían Los Tres: Silva, Vilma y Troski (y contestaban “usted no opina nada”) y un comercial de una pasta dentífrica (que terminaba con León Michel atajando al opinante: “mire joven, hábleme de perfil”). En sus escasas intervenciones está siempre a tiempo y parece natural.
Los otros mecánicos, los hermanos Samperio, intervienen sobre todo en los números musicales, acompañando a Infante en “No volveré”, una canción excelente de Esperón y Cortázar, y “La verdolaga”, en la que no sólo lo acompañan en los coros sino que baila uno de ellos con D’Aguillón en el puente; aunque no bailan mal, exageran los movimientos y los ademanes de afeminamiento, mostrando que no son de los que dicen que les dicen que lo son; mientras, Infante compone un auto; ha sido una de mis preguntas favoritas en la trivia, y con la que cierra el perfil en este blog.
D’Aguillón, repito, obtuvo un Ariel por coactuación; por el baile en “La Verdolaga”, una de las canciones más albureras de la historia de la música mexicana, o por lo menos promocional de las relaciones sin compromiso (cariñitos de un instante, y no volverlos a ver); de las relaciones extramaritales (solteras o con marido siempre es buena la mujer) y sobre todo, efímeras, pero ardientes (los amores más bonitos son como la verdolaga [sic], nomás le pones tantito y crecen como una plaga; y tienes otra ventaja si cultivas este amor: que cuando ya se te pasa con un jalón se acabó). En la cinta omiten el verso intermedio, y aunque es de las mejores interpretaciones de Infante en el cine, contradice lo que proclama Cutberto Gaudazar en la trama: él quiere a Pinal para toda la vida.

Silvia Pinal está en uno de sus mejores momentos de su buena carrera cinematográfica: ágil, simpática, pícara; el gesto que hace cuando canta y baila (mejor que Infante: bien entonada, con voz fresca), y se pone el vestido ampón en la cabeza nos deja con ganas de verle las piernas, pero nos la esconden; las muestra con generosidad en Acapulco, cuando en traje de baño esquía y luego se sube a la lancha; bien torneadas, muslos contundentes, caderas amplias pero proporcionadas, y su rostro es de una gran belleza, sobre todo de perfil, bastante difícil porque casi todas las actrices de rostro bello lo son de frente o de tres cuartos, pero poco fotogénicas de perfil. Su momento de mayor picardía es cuando ordena en la gasolinera que le quiten toda el agua y el aceite y al auto, y le pongan “tantitita” gasolina (y los irresponsables le hacen caso). Se ve simpática cuando declara que cualquier tarea doméstica es dificilísima (muchos años después, Vicente Fernández declaraba su admiración por esa muletilla), más aún cuando declara que se disfraza de mujer avergonzada, y viste con elegancia y naturalidad todas sus prendas, aunque no se ve sensual cuando se queda en fondo; su embriaguez, como casi cualquiera del cine mexicano, no se ve natural, y cuando Infante la carga y la sube a las recámaras empujándola por el barandal se ve que va riéndose.
Infante también se muestra simpático; lleva el favor del público y del director, porque se le sabe inocente de la violación, pero también ante la vida; su mejor escena es cuando Pinal intenta convencerlo de que firme el divorcio, y cree que lo que busca es una compensación económica: hablábamos de dinero; tú hablabas de dinero, responde Infante indignado; pero su desconcierto al ser descubierto por la familia acostado junto a Pinal no es natural, ni en sus enfrentamientos a García y a González; por enésima vez le achacan un hablar cantadito supuestamente popular, suponiendo que los mecánicos son ñeros y que hablan como de Tepito; se ve más natural de overol que de smoking, pero no por habilidad histriónica, sino por falta de elegancia; representa más edad de la que le achacan.

El buen ritmo de la comedia, el tema, la popularidad de Infante y la belleza y gracia de Pinal, más buenas actuaciones en general, dieron buena taquilla a la cinta, que duró siete semanas, apunta Jorge Ayala Blanco, en el cine de estreno, el México; es decir, hasta mediados de noviembre de 1956; pocos meses después, en abril de 1957, Infante falleció en el último de sus accidentes aéreos; El inocente fue la última de sus películas que se estrenó antes de su fallecimiento; quedaron inéditas tres; una buena, una mala y una pésima; con ellas concluiré la revisión de su carrera como actor. (Escribí mal el apellido del personaje interpretado por Infante; como siempre, José de la Colina me amonesta, con razón, lo que le agradezco.)

Los académicos que aseguran que la h es muda seguramente piensan que los silencios en la música ni cuentan ni se escuchan.