lunes, 28 de febrero de 2011

Is barniz (más de mexicanismos)

(Darius Milhaud, uno de los grandes músicos franceses, solía decir que cuando en París amanecía nublado, le bastaba poner el Huapango de José Pablo Moncayo para que saliera el sol. Lástima que no todos los franceses sean como Milhaud, aunque muchos lo son. Más que muchos mexicanos.)

Ante la dificultad de poder definir el Diccionario de Mexicanismos que publicó recientemente Siglo XXI para la Academia Mexicana de la Lengua, y con la autoría, o bajo la dirección, de Concepción Company Company, y de alguna manera también el Diccionario Breve de Mexicanismos, de Guido Gómez de Silva (el menos bueno de sus muchos excelentes diccionarios), hay que echar mano de otros diccionarios, que recogen el habla de una población específica, que por sus características atraen a los filólogos.
El más célebre de ellos es el Diccionario de caló, de Carlos G. Chabat, cuya segunda edición, de Francisco Méndez Oteo, se ha convertido en una reliquia de coleccionistas, y que no se encuentra con facilidad a menos que se tenga un marchante eficaz; se dice que la primera edición fue confiscada por la policía, en un intento de entender cómo los albureaban los presos en sus narices sin que entendieran una mínima parte; el subtítulo, El lenguaje del hampa en México, suena muy atractivo; el problema fue que, al aparecer la segunda edición, en 1956, el léxico formaba parte del vocabulario del mexicano común (y obviamente corriente), y no era un código secreto; ya se sabía que joven, sobre todo cuando lo espetaban los conductores de los camiones, era sinónimo de homosexual; que cuando preguntaban, ¿va a bajar aquí?, la frase era acompañada por un casi imperceptible ademán con que señalaban su entrepierna, y se reían, porque creían que habían hecho caer en la trampa al interlocutor, y en realidad habían preguntado si le iba a practicar sexo oral al que hacía la pregunta; en la misma nota del editor, el muy canijo agradecía al público “la acogida que le dispense”, que no carecía de intención dado el tema del volumen. Chabat no era filólogo, sino criminalista; de allí el carácter simplemente enumerativo del texto, pues no hay etimologías ni orígenes de las 2,426 palabras recogidas (perdón, compiladas); algunas son fáciles de explicar, como Acámbaro, que es una derivación de acá, y que no es difícil de entender hasta por los policías, como adentro para describir la situación de un preso; afanar ya era robar, mientras que en el Diccionario de la Real Academia (DRAE) estaba la acepción de hurtar, pero hasta en el quinto lugar que ahora ocupa lo que entonces, y hasta 1970, era: Dedicarse al trabajo con empeño; para Chabat, cristeros no eran los integrantes del ejército que defendía la religión atacada, decían, por el gobierno mexicano en tiempos sobre todo de Plutarco Elías Calles, sino “los que abren las puertas presionándolas con la espalda para entrar a robar”. Cuáchara era amigo, pero ya nadie lo dice; ¿Cuándo te veré? era una expresión tan críptica que es imposible adivinar por qué se usaba para detallar “dos centavos” (sobre todo que ya para entonces no circulaban los centavitos, o prácticamente carecían de valor después de la devaluación de Ruiz Cortines [Tin Tan se desespera porque en el incendio que provoca en la vecindad de El revoltoso, estaba perdiendo “¡mi centavito, mi centavito!”]; a lo mejor por eso); Chillón en cambio no perdió su significado de aparato de radio, de fonógrafo, y menos el de patrulla; sucede que para definir patrulla llegaron otros vocablos, y los radios han sido sustituidos por minicomponentes, o micros, y en la calle por reproductores de MP3, y los IPods y Ipads, que aunque cuestan caros, cuesta más trabajo volver a compilar los cientos de canciones que pueden almacenar en ellos, si llegan a pasar a otras manos. Hermenegildo ya no es el más común pronombre para designar a las víctimas de las bromas pesadas, ni para designar al tonto; en cambio, hígados, aunque ha perdido popularidad, en ciertos lugares sigue siendo una afirmación; perdió popularidad porque se divulgaron otras opciones para afirmar, gracias a la vulgarización del caliche durante los años sesenta, y entre otras cosas por el cine y las novelas de Carlos Fuentes, José Agustín, Parménides García Saldaña, Gustavo Sainz, y hasta un párrafo de Juan García Ponce en El gato; uno de los más usados fue el is, que no recoge Chabat pero sí lo usó Tin Tan, aunque prefería “simón” o “silverio”; “Silverio Nogales” se llama el personaje encarnado por Marcelo Chávez en Músico, poeta y loco a causa de un equívoco al pronunciar su nombre, si afirmaba o negaba, asegún.
El mayor defecto del Diccionario de caló es que, como Chabat no era filólogo, su método es lineal, y no cruza los vocablos; es decir, hay que echárselo (perdón) todo para encontrar todas las variantes de sí o de no, en vez de enumerarlas todas bajo un rubro, sin dejar de poner cada una por separado. Tiene muchos méritos, sobre todo si se toma en cuenta que logró más que otros filólogos.
No es el único diccionario dedicado al tema; el Diccionario etimológico latinoamericano del léxico de la delincuencia, de Arnulfo D. Trejo (Manuales –perdón– Uthea 365, 1968), recoge expresiones de los hampones de varios países de América Latina, en especial de Uruguay, Argentina, Perú y sobre todo de México; pero también de Colombia, Chile y Panamá; tiene más cuerpo de diccionario que de simple vocabulario, explica el origen geográfico y etimológico de cada palabra, e incluso de muchas expresiones; el autor, catedrático de Arizona, reconoce que su trabajo sólo alcanza el propósito de dar a conocer una mínima parte del léxico de quienes pueden ser denominados los de más abajo (sic; se refiere al estrato socioeconómico); son giros nacidos de “los arrabales de la ciudad donde se refugia” (era filólogo, no escritor; sus méritos no son literarios y, como muchos académicos, carece del sentido innato de colocar en su lugar adecuado el sujeto, el verbo y el complemento*) “la clase baja, la canalla, los que siempre llevan la peor parte, los que no tienen para pagar abogados chanchulleros y cuyas ganancias no les permiten pagar multas o depositar cauciones, son los criminales que salieron del pueblo, los que soportan todo lo que les venga encima” (Trejo cita Los métodos criminales en México; cómo defendernos, de José Raúl Aguilar, México, 1941; ninguno de los dos entendió el autoalbur). Amparado en una muy amplia bibliografía que incluye diccionarios de mexicanismos y de caló mexicanos que el diccionario de mexicanismos de Company Company y quien le hizo la introducción ignoraron (en alguno de los sentidos del verbo), como el apuntado en El Periquillo sarniento de Lizardi, y otros menos literarios y más filológicos, como el "Diccionario del caló mexicano" incluido por Aguilar en su libro, en 31 páginas; el de Féliz Ramos Duarte, Diccionario de mejicanismos. Colección de locuciones i frases viciosas; uno de Cecilio Robelo, y entre los literarios, no sólo cita a Azuela y Salazar Mallén, lo que parece obvio, sino a Quevedo y a Cervantes (a éste lo responsabiliza Alfonso Reyes de la paternidad de muchos refranes divulgados en México y que parecen mexicanos, a lo largo de varios siglos, y que salieron de las páginas del Quijote).
La riqueza de este diccionario, pese a los límites impuestos por el tema (los relacionados con los actos delictivos, en especial el hurto, y sólo cierto tipo de violencia, no siempre la verbal) es inconmensurable; a cada palabra sigue una etimología probable, aun cuando parezca cierta; por ejemplo, Juan Camaney fue un personaje destacado de la Revolución; pero como no puede probar su dicho, aventura que se trata de la derivación de los distintos juanes prototípicos de todas las excelencias, y cita a Juan Cuerdas, Juan Pistolas y a Juan Polainas; o los protagonistas de refranes o leyendas urbanas, como Juan Lanas, Juan Palomo (“yo me lo guiso y yo me lo como”), Juan Soldado; las ruleteras son las prostitutas que circulan por las calles en busca de clientes, y por la connotación jergal de los ruleteros, como por entonces todavía les decían a los ahora taxistas, y eran los que andaban prestando servicios en auto de alquiler sin pertenecer a un sitio, sino que daban vueltas por el rumbo que preferían, como una ruleta, y que sobrevive el término por la supervivencia del excelente Mambo del ruletero, de Pérez Prado, aunque no se puedan descifrar algunas de sus palabras, como el "Icuiricui" (Carlos Monsiváis alardeaba de haber descifrado el “macalacachimba”, o sea el que apretaba la especie de pipa que sirve para fumar algo más que Raleigh con boquilla, por favor); a los pechos femeninos se les decía pirámides, por la figura explícita (tan explícita que Reyes usaba un término similar cuando lo sorprendieron al lado de una mujer exuberante); amurar, un término que oíamos en los tangos y que lo divulgaron Les Luthier, y que en lunfardo es robar, viene de murare, italiano, que es rodear de muros.
Baisa, que era una palabra muy usada en los años cincuenta y que uno relacionaba con el lenguaje propio de Tepito (tal vez por "Pepe el Toro"), Trejo nos informa que viene del sánscrito, que pasa al indostaní, y de allí al caló gitano; y uno recuerda aquella canción calificada de “ritmo tropical” “Cuidado con la mano”, que derivaba a “cómo la diría un francés” (cuidadé, cuidadé con la mané; cuidadín, cuidadín con la maní, en italiano), y en Tepito, "Cuidado, cuidado con la baisa, ¿no?", y los intérpretes que pensaban que era de lo más vulgar. Company Company sólo dice que es supranacional, pero no insinúa siquiera qué tan remoto es el término.
Trejo, muy metódico, explica los orígenes del léxico acumulado por las alteraciones fonéticas, las formas de representación sensibles (onomatopeyas, automatismos, paronomasias, seudoetimologías), las formas de representación sugestivas (metáforas), personificaciones, neologismos, arcaísmos, extranjerismos, designaciones de origen desconocido y la fraseología; método muy rico para los temas tan poco variados: robo, contienda, autoridad, penitenciaría, gente, partes del cuerpo, vestuario, vida erótica, necesidades físicas, comunicación, evasión y observación, dinero, cantidad y tiempo, partes de la oración y calificativos, más una mínima miscelánea, que con todo y bibliografía apenas rebasa las 200 páginas, pero harto divertidas. En la larga introducción (perdón) lamenta que el folclor mexicano haya sido tan poco receptivo del lenguaje del hampa, como sí lo fue el tango. Como es obvio, Trejo no había leído ni Gazapo ni De perfil ni Cambio de piel, donde hay ejemplos de que sí lo había adoptado, aunque en mínima parte; y desde luego no habían llegado Jaime López ni Rockdrigo, que sí entendieron la posibilidad de escribir canciones en caló; por cierto, Jaime López tiene un verso que intrigó a los escuchas: “ella empacó su bisté, con todo y refrigerador”; bistec es darse un beso de lengua, según el Diccionario del argot español, del que hablaremos en la próxima.

*Esta observación me la regaló un escritor de gran altura, pero como es muy amigo de algunos académicos, "mejor no les doy su nombre"**
**Frase de José Alfredo Jiménez de "El mala estrella".

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