domingo, 13 de febrero de 2011

Versiones alternas

Que el presente es fugaz, ya lo sabemos; excelentes poemas y poetas han recalcado que apenas vivido, ya es pasado y no hay manera de rescatarlo, o de hacerlo pervivir, más que con el recuerdo, la añoranza y a veces con el dolor revivido y perdurable.
Pero ni así; vivencias que se creyeron firmes y decisivas dejaron huella endeble, y fueron transformados por otras, que por alguna circunstancia ahora imposible de rastrear o de definir, se quedaron más tiempo que las originales. No sólo es que la memoria nos ayuda a borrar algunos de esos recuerdos dolorosos, sino que los adormece e incluso nos ayuda a transformarlos; “Esto hice, confiesa la memoria; no pude haber hecho eso, dice el orgullo, inexorable; finalmente la memoria cede”, dice Nietszche en alguno de sus aforismos de Más allá del bien y del mal. Modificamos las fechas, los hechos y hasta los protagonistas de algunas vivencias. James Thurber narraba que, a causa de su excelente memoria, tenía que rectificar los recuerdos de otras personas. Para reivindicarnos sin parecer mentirosos, hemos de recurrir a la literatura.
Pero de pronto aparecen testimonios que nos hacen ver que el pasado no fue como lo creemos, y que lo que hemos creído real y verídico no lo es tanto. Y no sólo en las vivencias personales, de los que sólo nosotros, y unos cuantos más, somos testigos. No sólo se trata de nuevas interpretaciones de sucesos conocidos, como una visión distinta del cine, de la literatura, a causa de cambios políticos, sociales, económicos; no es igual, y no sé qué sea mejor, leer a Herman Hesse a los 18 que a los 58 años; mientras más maduro se le lea, mejor se le entiende, pero la lectura de la adolescencia tendrá un vigor y dejará una huella más profunda. O leer a Thomas Mann a los 20 años o a los 60. Experiencias totalmente diferentes.

Todo esto porque, sin buscarlo, encontré una versión cantada de “El jarabe tapatío”, no tan bailable, por cierto, pero mucho más divertida; encontré, contra lo que creía, que ya en 1905 el “Adiós” de Alfredo Carrasco ya tenía una versión cantada, aunque no con la paupérrima letra que conocemos ahora en todas las estaciones que consagran la canción sentimental, con la línea más redundante (rebuznante, se dice en las redacciones de periódicos) e inútil que se haya escrito: “los ojos que tú tienes” (repito lo que escribí hace unos pocos años: Toño de la Villa lo mejoró: “Tus ojos, lindos son tus ojos”); y para que más me duela por andar haciendo afirmaciones, tuvo otro título: “Adiós a Guadalajara”; y una versión cantada de “Las chiapanecas”, sólo que se refiere sólo a una chiapaneca, coqueta y vivaracha como unos ojos de papel volando; y escuché la versión más cercana de “El limoncito” que oía Álvaro Obregón en La Bombilla cuando lo acribilló José de León Toral, es decir, con la Típica Lerdo de Tejada y con los cantantes originales; la única disponible era la que canta, con un coqueteo muy divertido, Rosita Quintana en Mi querido Capitán; pero esta versión incorpora unas coplas que incluye Gabriel Zaid en la sección de Poesía popular, en Coplas de tipo tradicional, en Ómnibus de poesía mexicana: “Chinita por un trabajo / me cobraste cuatro reales / Chinita, no seas tan cara: / yo puse los materiales”. Lo que no cuentan las historias es en qué parte de la canción iba cuando sonaron los balazos.
También encontré el famoso corrido del Niño Fidencio, donde lo llaman el hombre más famoso que se ha dado en Coahuila (de donde eran Madero y Carranza); tampoco había escuchado unas variantes muy atrevidas de “La Adelita”: “te compraría un vestido de seda para llevarte a dormir al cuartel”, más otras que había leído pero no oído, que incorporan los airoplanos a los transportes que se usarían para ir tras la Adelita si se fuera con otro.
Gracias al trabajo de recuperación que hacen algunos investigadores había conseguido piezas tan poco difundidas en la actualidad como “Las Margaritas”, o sea aquellas que se alegraron y alegraron el ojo cuando los gringos llegaron hasta el mero zócalo de la ciudad de México en 1847, y que para algunos era promesa de una vida más alejada de la chusma; o “La pasadita”; de ambas conocía la letra pero no la música. (Marco Antonio Pulido, en cambio, sabe hasta cómo se bailaban.)
Desde hace mucho ando detrás de algunas canciones que escuché hace cerca de 60 años, y que no he vuelto a oír: “voy a mandarles pedir a los ángeles del cielo, una pluma de sus alas para poderte escribir”, decía una; “de tan caliente que estaba [un atole, o un chocolate] hasta se quemó el gaznate [el diablo, en una posada a la que no lo habían invitado] (ésta la escuché hace unos diez años, cantada por Los Bribones, pero en ninguno de sus discos la he encontrado); encontré ahora, en cambio, “Los barandales del puente”, que escuché toda mi infancia pero hasta ahora en una versión grabada, con todos los versos que escuché varias veces, casi siempre como una confesión de añoranza, y de deseos incumplidos. De las pocas cosas rescatables que he escuchado en internet ha sido “¿En dónde está mi saxofón, que no lo veo en el rincón; Carolina me regalas una flor, o es que no te acuerdas ya de mí?”, que sólo era dable encontrar en las escenas iniciales de La sombra del otro, segunda película de Ricardo Moreno, El Pajarito, acompañado de Viruta y Capulina, y como pareja de Ana Bertha Lepe; fue en las épocas en que Moreno pasaba por el mejor peso pluma del mundo, hasta que lo puso en su lugar Hogan Kid Bassey al noquearlo en tres rounds. (En internet también encontré “Las piernas de Carolina” (un muerto resucito al ver, en el velorio, las piernas de Carolina, que no son largas, no son chicas, no son gordas, no son finas; las dos versiones disponibles en internet son colombianas; no recuerdo quién la cantaba en México.)

Hace algunos años se editaron unos discos excelentes, con interpretaciones poco conocidas de Dolores del Río, Tito Guízar (cantando “Chatanooga Cho Cho”), Ramón Novarro, Lupe Vélez y otros; o los primeros danzones que se grabaron, o versiones originales de la Trova Yucateca; o uno con versiones creo que originales de la revista musical mexicana, puente entre el porfiriato y los primeros gobiernos revolucionarios (aunque la versión de “Mi querido capitán” incorpora los versos en que mencionan a las más tardías Lupe Vélez y la Montalbán); o uno extraordinario de Margarita Romero, ahora desconocida pero de las mejores cancioneras de nuestra música; este disco contiene sólo piezas de Rafael Hernández, nacido en Puerto Rico (como lo declara en una de las canciones con más intención política, como lo revela el verso de “Preciosa”, “no importa el tirano te trate con negra maldad” [Jorge Negrete lo suaviza: “el destino” en vez del “tirano”, que desde luego es Estados Unidos]) pero más mexicano que muchos; y una de esas canciones es “Corazón no llores”, uno de los más sinceros lamentos de un amor imposible, extraordinaria; o “La borracha”, con los versos inmortales de “Adán y Eva eran yucatecos, pregúntaselo a Diego de Rivera”, y “¿qué cosa es un centímetro cuadrado?”, o “Desvelo de amor”, con la confesión “mirando tu retrato me consuelo”.
Casi todos esos descubrimientos y recuperaciones se deben a Jesús Flores y Escalante y a Pablo Dueñas, quienes ahora se mandan sacando cuatro discos, uno que pudiera parecer prescindible aunque quién sabe si en unos años sea apreciable; otro está bien, pero hay dos excelentes, que deben ser mejor conocidos. Los discos vienen acompañados de un libro mal escrito, bien ilustrado y con fotografías apreciables; se merecen un comentario más extenso que éste en que sólo doy constancia de mi azoro, porque no sólo hay canciones memorables con versiones desconocidas, sino que incluyen testimonios fonográficos no musicales (uno sí, apreciable por la música, pero que causa escalofríos, y es el dedicado a la “revolución de la Ciudadela”, o sea el cuartelazo que derribó a Madero y que causó su asesinato): discursos de Madero, el testimonio de la renuncia de Porfirio Díaz, y la celebración del Centenario de la Independencia.

Nos enteramos del fallecimiento de Manuel Esperón, uno de los compositores sin cuya calidad no serían los mismos Jorge Negrete ni Pedro Infante, y autor de tantas canciones excelentes que es imposible mencionarlas todas, ni siquiera las más notables; basta con decir que es autor de “Amorcito corazón” y de “Yo soy mexicano”, las firmas musicales de los dos charros cantores; pero también de “El apagón”, que inmortalizó Toña la Negra, y que bailó con una sensualidad asombrosa Gloria Marín en ¡Qué hombre tan simpático!, que en los ochenta rescató en una versión mediana Yuri, y que ha recordado con entusiasmo José de la Colina varias veces n menjores versiones; canción que ahora prohibirían las buenas conciencias, por lo de la pederastia y, sobre todo, el incesto que en ella se describen.

Y a propósito de pun, como se decía antes y expresión que no recoge el Diccionario de Mexicanismos (aunque sí la palabra, pero con una acepción grosera y equívoca). Dice Umberto Eco en El cementerio de Praga, su más reciente novela: “Están [los franceses] orgullosos de tener un Estado que dicen poderoso, pero se pasan el tiempo intentando que caiga: nadie como el francés tiene tanta habilidad para hacer barricadas por cualquier motivo y cada dos por tres, a menudo sin saber siquiera por qué, dejándose arrastrar a la calle por cualquier chusma. El francés no sabe bien qué quiere, lo único que sabe a la perfección es que no quiere lo que tiene.” (Editorial Lumen, noviembre de 2010.)

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