lunes, 23 de enero de 2012

más de caló y modismos

Hace mucho no participo en mesas redondas ni en presentaciones de libros; recientemente me pidieron que asistiera a un homenaje a Ediciones Era, y acepté porque a la editorial le debo muchísimo; pero por dos motivos era imposible mi presencia física; una de esas razones, una visita de Nahúm; mandé un texto que, me dijo Elena Enríquez, fue más que bien recibido.
Hace un par de semanas Jorge García-Robles me invitó a que presentara su Diccionario de modismos mexicanos, el martes 17, en la sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes, junto a Alberto Vargas, a quien no conocía, y a Guillermo Samperio, uno de los narradores más leídos de mi generación, aunque parece mucho mayor que los de mi generación. No eran los otros presentadores un factor para aceptar o rechazar, sino que prácticamente sustituiría a Miguel Capistrán, un investigador al que respeto muchísimo, y a quien aprecio aunque hace demasiados años no lo veo. Otra razón fue que el libro me interesaba por su carácter, por la calidad del autor, y porque no me une a él una larga amistad: somos amigos aunque no nos conocemos y nos habíamos visto una sola vez; sin embargo tenemos un amigo en común, Salvador González, quien nos puso en contacto. Así, no había otro interés que el literario.
Pero estuvo lleno de incidentes; uno fue la descortesía de los empleadillos de Bellas Artes y del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes; aunque Capistrán renunció a presentar el libro más de dos semanas antes, nunca cambiaron el anuncio, no modificaron el boletín que mandaron a los periódicos, y cuando llegué a la sala Ponce (aunque dos guaruras intentaron que no entrara), los organizadores no sabían de mi presencia, no me habían puesto rótulo, faltaba silla para mí, y no me entregaron el reconocimiento por la participación. Peor aún: los diarios y las agencias no mandaron reporteros y se limitaron a reproducir el torpísimo boletín de prensa donde citaban mal mis palabras y se las atribuían al pobre de Capistrán, que no tenía culpa de mis afirmaciones. Así, se ve la ineptitud de jefes de prensa y de jefes de secciones.
Esos boletines recrean mal la ceremonia: fuimos descorteses y salimos a la mesa con cerca de 20 minutos de descortesía para los asistentes, por mera coquetería de ver llena la sala; confieso que no hice mucho por convencer a los participantes de la grosería para quienes habían llegado a tiempo.

El cronista Alberto Vargas leyó un texto con cierto sabor, aunque me temo que confunde “modismos” con “palabras altisonantes”; después leí el texto que incluí aquí el mismo martes por la noche; Samperio tardó 15 minutos antes de leer, a tropezones y entre carcajadas (de él mismo y de parte de algunos de los asistentes), un texto bastante interesante aunque también malinterpreta lo que significan los modismos: para él es un lenguaje cifrado, oculto, de minorías al que sólo tienen acceso los privilegiados como él, que pueden entenderlo. Después se desbocó atacando a la Academia y después a El Colegio Nacional; a la primera por ser la Academia y al segundo no supe por qué, porque no sabe a qué se dedica, lo califica de nido de mafiosos "por los premios que otorga"; lo adornó con una anécdota, pero afirmó que el protagonista fue Adolfo Castañón, quien no es miembro de la institución.
Cerró Jorge García-Robles con el texto más interesante de la jornada, al dar contexto histórico, político y social a los modismos; explica que a lo largo de los años las costumbres se relajan, la ropa se hace más cómoda, libre y erótica; luego se lamentó de que la Real Academia no acepte las malas palabras ni los modismos ni haga cambios necesarísimos, como la supresión de la “h”, de la “y”, comparó al español pobre con el italiano riquísimo porque ellos sí eliminaron la “h” a pesar de que su idioma viene del latín; se debe a que los académicos no ejercen su autoridad, aunque a veces sí, como en la supresión reciente de los monosílabos acentuados y de la supresión de la “b” en “oscuro” y las mayúsculas acentuadas. Dos veces los llamó "pasivos".
Por desgracia, los retrasos impidieron una réplica, que hago por este medio: no respeto a la Academia, aunque sí a alguno de los académicos, tanto de España como de las academias latinoamericanas; creo que se sigue cometiendo el error de incluir a escritores en vez de a filólogos, científicos, pedagogos, que agiliten la modernización del idioma; muchos escritores incluidos ven su nombramiento como un premio y no como una obligación, e incluso hay académicos que ignoran nuestro idioma: hay quien no sabe ni conjugar ciertos verbos, otros que cometen solecismos, redundancias y barbaridades al escribir. Pero la afirmación de que la Academia no ha modificado una coma o un punto del diccionario es ignorar lo que se ha hecho en últimos tiempos, con correcciones, agregados, añadidos, modificaciones, y muchos vocablos que han entrado al Diccionario; no siempre los cambios han sido acertados; falta mucho, pero no hay la apatía que reinó en otros tiempos, más por la altanería de la Academia española, egocentrista y altanera, que no permitía correcciones ni enmiendas.
Esa intolerancia provocó una inmovilidad que fue muy criticada por muchos; en México se distinguió Raúl Prieto Riodelaloza, que con su nombre o con su más conocido seudónimo de Nikito Nipongo, señaló errores, equívocos, mentiras y ridiculeces en numerosas ediciones del Diccionario; a veces exageró pues atacó a las personas más que a los académicos, se burló de quienes aceptaron el cargo en la Academia, y se contradijo: lo mismo la atacó por ser poco flexible que por ser muy flexible.
No fue el único en señalar errores, pero sí el más popular. Los muchos críticos forzaron, sin que lo reconocieran, a que la Academia no sólo corrigiera algunos errores; por ejemplo, la famosa definición de “día”: tiempo en que el sol tarda en dar vuelta a la Tierra, por “tiempo en que el Sol está sobre el horizonte”; también atemperaron muchas definiciones políticas (no hay que olvidar la sumisión de la Academia, que en su edición primera después de la Guerra Civil Española, puso en el lomo: “1939, año de la gloriosa victoria”; eso solo sirve para no confiar en la Academia ni en los académicos; pero en España ya no están los franquistas en la Academia –aunque ahi vienen, ahi vienen de nuevo– y muchos de los nuevos miembros han sido progresistas, gente de izquierda y son favorables a los cambios), aceptaron palabras que debieran estar en sus páginas, dieron cabida a modismos, regionalismos, y hasta errores repetidos por la ignorancia de las publicaciones periódicas poderosas por sus ingresos o por el número de sus lectores.
Difiero de Jorge García-Robles en que la Academia no acepta cambios; en 1956, luego de un congreso (en Madrid) en que participaron académicos de todo el mundo de habla hispana hicieron una cantidad de modificaciones que muchos se negaron a aceptar entonces, pero que a lo largo del tiempo adaptamos todos: las mayúsculas acentuadas, la supresión de letras inútiles o que tienden a no pronunciarse (como la “b” de obscuro), y los monosílabos sin pronunciación tónica, aunque hicieron diferencias; se acentúan los pronombres personales, no los posesivos; se acentúan las afirmaciones, no las condicionales.
García-Robles pide, como García Márquez, que se elimine la “h” que consideran inútil; sólo que García Márquez lo pide para disculpar su pésima ortografía, de la que hace gala en su portentosa autobiografía (donde relata que las cartas que le escribía a su madre, ésta las contestaba, pero le regresaba las suyas corregidas); no sé cuál sea el pretexto de García-Robles; no puedo admitir que sea su mala ortografía, y espero que no sea cierto lo que dijo, que el español debe escribirse como se habla, o sea una ortografía fonética, como la quieren algunos gramáticos: reducir a una letra los sonidos diferentes de la s, la c y la z; dejar la g para los sonidos suaves y la j para los fuertes (con más gracia, Juan Ramón Jiménez alegaba lo mismo: cuando un corrector señaló “ojo: reloj”, él contestó: “oído: reló”); de ser así, habría que eliminar letras que no pronunciamos, como la “d” al principio o al final de muchas palabras, la “j” de reloj (gracias al subcomandante Marcos no hay que suprimir la i de Chiapas, pero por su culpa ahora se pronuncia Chiiiiaapas y chiiiaapanecos).
El idioma no se reduce al significado de las palabras, sino a su correcta utilización; las más recientes propuestas de la Academia, que por fortuna no siguen ni los académicos españoles bien pensantes, parecen hacer más cómoda la escritura; ante la ineptitud de muchos que no saben conjugar o acentuar muchas palabras, la Academia concede que se simplifique: muchos nos detenemos a pensar si debe acentuarse “aquel”, “este” y otras palabras similares. Para evitarlo, “podemos” no acentuarlos, y que se chinguen los lectores.
Al lector le toca adivinar si Jorge García-Robles se refiere a una conjugación de haber o a una institutriz cuando escriba “aya”; pero él no alegó motivos etimológicos ni históricos, sino de comodidad. En otros idiomas hay diferentes sonidos para cada letra, y en cambio en español para muy pocas, por lo que éstas, las letras conflictivas, deberían de eliminarse o simplificarse.
Sin embargo, ¿qué pasaría si desecháramos la y? ¿Cómo sabríamos cuándo la i es vocal y cuándo consonante, que es básicamente la diferencia, aunque en apariencia suenen igual? Un ejemplo: destruia, ¿sería destruía o destruya?
Las letras en español no son únicas: la palabra celeste tiene en apariencia una sola vocal, puesta tres veces; pero basta con pronunciarla para ver que en cada caso la e es diferente.

Veamos brevemente el caso de los diccionarios; en la mesa coincidimos en que a los escritores le gustan los diccionarios, pero parece que no los conocemos, por la insistencia de los ponentes de que la Academia debería incluir las palabras altisonantes, muchas de las cuales están en el diccionario preparado por Jorge García-Robles; pero sí están. En las escuelas, cuando los maestros piden diccionarios, los alumnos las buscan, excitados; sólo encuentran “macho cabrío”, que no suena a grosería; otra acepción de esa palabra es la del marido que consiente el adulterio de su esposa, cosa que los alumnos de primaria no alcanzan a comprender (quién sabe ahora: están muy desarrolladitos en temas escabrosos); para Vargas, esa calificación la adopta mejor la palabra “güey”, pero todo mundo sabe que güey es sinónimo de tonto, no de cornudo consciente que consiente.
Un diccionario académico, que pretende fijar, pulir y dar esplendor, no puede aceptar a la primera una palabra que probablemente no tenga durabilidad, como fue el caso de “chiro”, que duró unos cuantos meses; o que tiene un significado en una región, y otro distinto en otra, aunque compartan básicamente el mismo idioma. Para eso son los diccionarios de caló y de modismos, que tan mojigatos nos han salido.
Se queja Jorge de la poca sensibilidad de los académicos para notar los cambios, y su nula autoridad para hacer un idioma más cómodo y más sencillo. Las críticas, como decía al principio, escaldaron a los académicos y le soplan hasta al jocoque; las últimas versiones del Diccionario de la Academia no son normativas, se acercan más a un diccionario de uso, no tan directo como los de Moliner (de uso, pero para escritores y editores, no para el habla cotidiana) o el reciente (más o menos) de Seco, que tiene la virtud de explorar más allá de las fronteras españolas, pero que tampoco es muy extenso. Una simple comparación entre la edición de 1970 y la de 2002 asombraría a quienes afirman que no hay cambios ni nuevas acepciones; lo malo es que verá que no siempre son adecuados ni acertados, y responden a exigencias sociales o políticas; mucho me temo que si algún académico tomara en serio la petición de García-Robles, propondría que eliminemos la “h” que muchos creen que no pronuncian; sólo entonces verían la falta que hace.

Queda pendiente el comentario sobre los académicos que sólo cobran sin aportar nada, y los premios que da El Colegio Nacional, ambas afirmaciones de Guillermo Samperio; también sobre la comodidad y lo erótico de las ropas actuales, y de otras costumbres; lo dejo para la siguiente entrega, y algún otro detalle. No puedo terminar sin rectificar mi afirmación sobre el Índice de mexicanismos, que es mucho más que un refranero; quise decir que su mejor parte es el refranero, no por ser un refranero sino porque enseña a usar los modismos y el lenguaje cifrado de una manera inteligente y graciosa.

En la edición mexicana del (self)Play, boy, que muestra qué tan vieja puede ser una joven como Lindsay Lohan (por el uso, diría el personaje de una novela mía), en entrevista a la ex miss, Lupita Jones, se afirma que Pablo Neruda escribió unos versos de Rubén Darío: “Juventud, divino tesoro”. Órale.

martes, 17 de enero de 2012

De modismos y caló

Para empezar, declaro que este libro me cuachalanga; pero debo explicarme; admiro a los escritores que dominan el lenguaje coloquial que no siempre, o casi nunca, se somete al mundo de las reglas que pretende dominar la Academia, entre otras cosas porque el lenguaje es vivo, se modifica con una frecuencia que no siempre pueden seguir los filólogos, y que los académicos se niegan a registrar mientras una palabra no siente plaza, quede establecida debidamente y que la entiendan todos. (Véase Perspectivas mexicanas desde París, entrevista de James R. Fortson a Carlos Fuentes, en 1974.)
(Claro, la Academia se equivoca con una frecuencia sospechosa: no registra chido, pero aceptó presupuestar, que en el lenguaje cotidiano sustituía a presuponer, y eso indicaba sumisión al mundo político-administrativo; pero apenas entró a su tumbaburros los políticos dejaron de usar ese término. Y a propósito de chido, éste sustituyó al muy efímero chiro, que duró menos de lo que dice Jorge, y que a su vez sustituía a chicho; no es que hayan desaparecido, sirven para establecer la edad de quien los dice; los que vivieron su plenitud en los años treinta a cincuenta se identifican con la definición “el muchacho chicho de la película gacha”, y allí vemos el extraño caso de la supervivencia de los modismos: ya pocos dicen chicho, pero nadie necesita que le expliquen el significado de gacho; también me sirve para disentir, porque Jorge dice que chicho es valiente y arrojado, pero también significa chido, lo que no es necesario explicar, pese a que las nuevas generaciones tienden más a decir de pelos.)
Admiro, decía, a los escritores que dominan el lenguaje coloquial; hay quienes no lo dominan, ni lo pretenden; por ejemplo, la escena de la mudanza en El gato, no el cuento sino la novela de Juan García Ponce, en que uno de los cargadores, al dar por terminada su labor, exclama: “¿Ora sí listo, señora? Hasta la próxima mudanza, entonces. Sale”, que se sale de tono con la narración, y nadie dice eso. José Agustín, en cambio, puede hacer toda una novela a base de modismos, e incluso adelantarse a los vocablos de moda, sin que suene artificial, falso o impostado, ni es necesario recurrir a un diccionario para entender la trama. Lo mismo sucede con Carlos Fuentes, quien hace convivir a personajes de diferentes estratos socioeconómicos y hacerlos hablar con un lenguaje propio de su estrato, sin que haya malos entendidos. Fuentes ha declarado varias veces su pasión por el lenguaje vivo, cambiante, frente al anquilosado que se perpetúa en el tumbaburros de la Academia.
Muchos escritores intercalan palabras propias del caló, o expresiones coloquiales, como contrapunto del lenguaje aparentemente correcto, y logran efectos espléndidos; pero las novelas verosímiles son las que se narran con el lenguaje que utilizamos en la cotidianeidad, en la intimidad, en la sobremesa, en la cantina; muchas veces el uso cotidiano de una palabra contradice su definición en el tumbaburros: en una ocasión, comiendo con Jorge De’Angeli en un restaurante de lujo, se nos antojó fumar; él iba a hacerlo por primera vez; por ello no se me había ocurrido llevar cigarros porque a él, hasta entonces, le molestaba que alguien fumara delante suyo, en comidas; llamó al dueño del restaurante, Luis Marcet, quien llamó a uno de sus chalanes y le ordenó: “pepénate dos cigarros”; en el DRAE, pepenar es recoger algo del suelo, pero también, sorpréndanse, es reprobar a un alumno; más aún, el DRAE ordena que en México se le dé la acepción de robar. Luis Marcet no le ordenó que buscara entre los ceniceros, o en el suelo del restaurante, dos colillas (mucho menos a dos ayudantes del conductor que transporta el pulque, que es la definición que da Jorge a colilla, lo que mucho me sorprende), ni mucho menos que robara dos cigarrillos, sino que los consiguiera. ¿Para qué sirve un diccionario si ninguna de sus definiciones nos ayuda a entender una plática común y corriente? Si en una novela el dueño de un restaurante le pide a un ayudante que pepene un cigarro, el lector entiende que el mesero debe buscar quién le obsequie uno, sea un comensal (de confianza, desde luego), otro mesero, uno de los pinches, o el cajero, ya verá quién; nadie entenderá que se lo robe, que lo busque en el suelo o entre los desechos, ni que para ello repruebe a un alumno.
(A propósito, en el mundo antiguo los cocineros tenían dos ayudantes: el que pinchaba la carne y el que la picaba; pese a su inferioridad laboral, tuvo fortuna filológica el segundo, que pasa a la cultura con el prestigio de pícaro, o alburero; el primero, en cambio, tiene la desgracia de representar la pobreza, la mediocridad, lo pinche.)

¿El lenguaje cotidiano requiere de un diccionario? ¿Lo que hizo Jorge García-Robles es un mero deleite personal que comparte con sus lectores, entre los que me cuento –así como me cuento entre sus amigos aunque hoy es la tercera vez que lo veo, pese a que antes hayamos intercambiado lecturas gracias a la generosidad de Salvador González? ¿Es un placer de filólogo el registrar cada giro lingüístico, cada invento verbal, cada uso diferente que le dan los escritores que se acercan al idioma que se habla en las calles y que a veces es distinto al que se registra en tareas académicas? ¿Es necesario uno más, entre los no demasiados que han aparecido desde el vocabulario incluido en la segunda edición de El periquillo sarniento –porque muchos lectores de la primera no entendieron alguno de esos modismos?
En la reunión de académicos de Zacatecas –donde Gabriel García Márquez pedía solidaridad para con su desorden ortográfico— la Academia Mexicana de la Lengua publicó un registro de mexicanismos, que era más bien un refranero, y que incluía un disquete ahora ya inservible con frases, palabras, dichos y refranes, pero se reconocía incompleto; apareció después publicado por el Fondo de Cultura Económica, sin disquete, pero uno se pierde en diccionarios y refraneros, además de que éstos son contradictorios y nadie puede regir su vida por ellos, pues lo mismo aconsejan dejarse llevar por los instintos, que reflexionar antes que caer en lo más bajo de ellos: lo mismo “Mujer que tiene buena pierna y buen andar, merece ser reina y su marido general”, que “busca a la mujer por lo que valga, no sólo por…”, lo que Jorge llama tepanjuanas, la zona del aguayón, las tambochas (aunque ésta Jorge no la recoge; perdón, no la registra, pero la reconocen los lectores de Gabriel Vargas), la zona de las inyecciones, las almohaditas (según la acepción que da Benny Moré en La engañadora), o como recordaba Carlos Fuentes que se decía a principios del siglo XX, “con las que me siento” y que también incluye Ángeles Mastretta en su lamentablemente inconcluso “Diccionario de mi tía”.
Ha habido algunos intentos por recopilar el lenguaje coloquial; recientemente la Academia Mexicana de la Lengua ha publicado dos diccionarios de mexicanismos que no son mexicanismos (como hot dog) sino modismos y no particularmente mexicanos; a la lista incluida por Jorge habría que añadir algunos trabajos no académicos ni muy rigurosos, como Así habla el mexicano, de Jorge Mejía Prieto, y otros más rigurosos, como el reciente de Héctor Manjarrez que se define como “útil vocabulario”, y algunos españoles, como El lenguaje del hampa, El léxico de la delincuencia, El diccionario de palabras malsonantes, el Diccionario de caló y el Diccionario de germanías, que pese a que son muy localistas, tienen nexos con el lenguaje cotidiano de México (por ejemplo, en uno de ellos entendí un verso muy hermético de Jaime López: “ella empacó su bistec con todo y refrigerador”). Son mejores los de los literatos que los de los filólogos, aunque no tan divertidos; pero recalco que éstos son divertidos por sus fallas, sus carencias y sus errores.
El de Jorge es uno de los mejores que he leído, yo, que soy fanático de los diccionarios, aunque no tengo tantos como Antonio Bolívar y Gabriel Zaid (citados en orden alfabético): combina el rigor del académico y la imaginación del literato; revela que es un buen lector; en la plática más extensa que hemos tenido me confesó que hubiera necesitado dos años más para hacerlo más completo; no abundaré en ello porque ninguno de los existentes es completo, aunque el de Jorge no tiene desperdicio; es decir, no le sobran muchas acepciones ni muchos vocablos, aunque falta “ay chuz”, que ya no está de moda y es políticamente incorrecto: la leí por última vez hace más de diez años, en voz de Ángel Fernández refiriéndose a Fernando Marcos en un texto de Juan Villoro; tampoco “sale y vale”, simplificada como salivali; y ya metidos en gastos, anoto algunas discrepancias: incluye dos tres pero no el arcaísmo dos que tres ni el más actual dos dos, mucho más exacto según la contundencia explicitada por Diego, Pao y Nahúm, mis informantes de lo cotidiano, pues Lourdes y yo tendemos a ver más los libros que la realidad. Tampoco me la ha refutado Marco Pulido, mi informante de lo cotidiano.
Añado otros desacuerdos: las Margaritas, más que las “cortesanas, zorras, tías, fulanas, perendangas, furcias, horizontales, pellejas, pelanduscas, pupilas, maturrangas, heteras, meretrices, cantoneras, calloncas, calientacamas, busconas, bagasas” del siglo XIX, eran el comité de recepción a los green grows del ejército estadounidense que invadió México en 1847, y que tan buena acogida tuvieron en ciertos sectores de la sociedad nacional; y que los polkos, más que oponerse a las medidas anticlericales de Valentín Gómez Farías, se negaban a mocharse con una lana porque el gobierno carecía de recursos para combatir la invasión (acierta al decir que se les llamaba así porque eran buenos pa’l bailongo). (“¡oh, qué desgracia tan fuerte / de los polkos atontados / que pensaban caer parados / y se les trocó la suerte!”; “Un zancudo muy zancudo / promete a las Margaritas / que les ha de dar lo suyo / ahora que queden viuditas”, son dos de las glosas que recopila Vicente T. Mendoza, pero hay más testimonios.) No estoy de acuerdo con su definición de piocha, pero no tengo más argumentos que los testimoniales, no filológicos; le reclamo que en suave y suavena no lo acomplete con “su avena con su arroz”.
En cambio, me informo de muchos vocablos que desconocía (y sigo desconociendo) y, lo mejor, me entero por él del periodo de vigencia de cada palabra, de cada vocablo, de cada modismo; admiro su capacidad de leer cosas tan diferentes, sin prejuicios; envidio alguno de los libros que posee, y que haya salido indemne de esta aventura. Por último, confieso que su libro lo envidio porque hace mucho ambicioné recopilar uno parecido, pero fracasé; me limito a usar modismos y caló más como provocación que como método literario. Envidio su libro, y espero que lo prolongue. Sale y vale.

(Texto leído el martes 17 de enero en la Sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes, casi llena; en la mesa estaban el cronista Alberto Vargas, Guillermo Samperio y el autor del libro; las autoridades de Bellas Artes fueron descorteses, y la presentación se prolongó; por ello no pude replicar algunos dichos de Samperio y otros de Jorge García-Robles acerca de la ortografía, la Academia, los diccionarios de uso; ello será motivo de la siguiente entrega.)

lunes, 9 de enero de 2012

La mala suerte de Eric Clapton

Eric Clapton tiene mala suerte; comenzó a tocar en marzo de 1963 con The Rooters, de lo que no quedó ninguna prueba, pero se sabe que el cantante del conjunto era Terry Brenan; el grupo, aparte de Clapton, tenía a Ben Palmer como pianista, y a Tim McGuinness como bajista; éste fue el bajista de Manfred Mann algún tiempo.
Luego de unos cuantos meses Clapton estuvo unas semanas con Casey Jones & The Engineers, donde el cantante era Brian Casser. De allí pasó a uno de los grupos más célebres de los inicios del rock inglés, Yardbirds, donde sustituyó a Top Topham como requinto, desde octubre de 1963 a marzo de 1965; aunque grabó dos discos con el conjunto, no se sintió muy a gusto porque, decía, él quería tocar blues puro y los demás se dejaban seducir por los éxitos instantáneos. Claro, eso lo dijo entonces, pero en la más reciente de sus autobiografías admite que exageró. A Yardbirds no le costó sustituirlo porque adquirieron a Jeff Beck y luego a Jimmy Page, quien también tocaba el bajo; el cantante del conjunto fue Keith Relf, de voz muy ácida y potente; Clapton ni chance tenía de cantar, entretenido como estaba con los solos que comenzaron a hacerlo famoso.
Al saber que andaba sin chamba, lo llamó John Mayall, otro de los célebres a los que se les dice leyenda. Con él no podía tener pretexto, porque Mayall no buscaba el éxito fácil, le gustaba dar oportunidad a los buenos aunque no fueran famosos, y experimentaba mucho. Con Bluesbreaker estuvo poco más de un año, aunque con la interrupción de un par de meses, en que se juntó con The Glands, donde estaba Ben Palmer y donde cantaba un casi desconocido John Bailey.
Con Bluesbaker grabó un disco célebre, con el nombre del conjunto, y donde compartía créditos con Hughie Flint, a la batería, y John McVie, bajista; a veces se les juntaba Jack Bruce, uno de los mejores bajistas de esa época, y de todo el rock. En otro álbum, Primal Solos, grabó en la mitad del disco; en la otra mitad Mick Taylor toca la guitarra.
Y aunque eran más puristas, Clapton al poco tiempo se sintió a disgusto y volvió a separarse: al parecer Mayall era bastante despótico, o berrinchudito, y no le prestaba el micrófono a nadie, excepto a su esposa, y de vez en cuando a algún invitado, siempre que fuera de incógnito o con seudónimo, como Steve Anglo, nada menos que Steve Winwood, en una sola pieza.
Con otro necio, como Jack Bruce, y un baterista no exhibicionista (al principio), Ginger Baker, formó Cream, otro conjunto célebre; hizo un paréntesis para integrar un conjunto que duró tres canciones: Powerhouse, con Bruce, Paul Jones, Pete York y Winwood, que entonces chambeaba como guitarrista, tecladista y voz principal con Spencer Davis; las tres canciones se editaron en un disco misceláneo, llamado What’s a Shakin?.
Cream es uno de los conjuntos indispensables para cualquiera al que le guste la música, y se le llamó supergrupo, porque los tres (cuatro, porque Felix Papalardi tocaba con ellos en todos los conciertos y en varias canciones grabados en estudio, y en alguna pieza Gaorge Harrison tocó guitarra rítmica); en los tres discos en estudio y dos en vivo, logra cantar algunas veces, aunque detrás de Jack Bruce, quien además tocaba el bajo con más velocidad que Clapton el requinto. El más conocido era él, y es a quien presentan en multitud de canciones; es Jack Bruce en realidad la figura principal de Cream, pues son suyas varias de las canciones más famosas, y es el que da tono e intención a todos los álbumes.
Dio la casualidad de que su amigo Winwood no estaba tan a gusto en Traffic, del que era cantante, compositor, guitarrista, pianista, organista y, si era necesario, también bajista; el concepto, sin embargo, tenía más ideas de Jim Capaldi y de Chris Wood, y Dave Mason, que tocaba guitarra, cítara, componía, cantaba, tenía un estilo diferente; y como en las telenovelas, apenas se hablaba con Winwood.
La versión oficial es que Baker se enteró de que Clapton y Winwood iban a formar un nuevo conjunto y se les pegó; en la reciente autobiografía del baterista se insinúa que estaba en el proyecto desde el principio, que no fue ningún arribista, y que nadie lo invitó: él ayudó a integrar Blind Faith, el primero de los conocidos como Súper Banda; grabaron un disco que es célebre, y otras piezas más que daban lugar para otros tres discos, con versiones alternas, jams y ensayos; no en todos participa el cuarto integrante del grupo, Rich Grich.
Clapton era un iluso si pensaba que Winwood se iba a dejar arrebatar la batuta; la historia del conjunto es similar a la cinta que narra las desavenencias de Tommy y Jimmy Dorsey, los excelentes músicos estadounidenses que, aunque se querían mucho, no podían tocar juntos porque eran mandonsitos; en el disco Winwood toca órgano, pero también guitarra, y sostiene duelos bellísimos con Clapton, pero a su altura, no como segundo guitarrista; tres de las seis canciones son suyas, otra de Baker, una de Buddy Hollie, y una más de Clapton, pero ni siquiera ésa logró cantarla: todas las interpreta Winwood; desde luego, hubiera sido iluso que intentara equiparársele, pero que lo opacara como guitarrista debe haberle dolido, tanto, que en la gira (hay un video que lo demuestra) para promover el disco se sentía incómodo, desplazado, y prefería palomear con el conjunto de superestrellas desconocidas que abría los conciertos, Delany and Bonnie (and Friends; lo que pasa es que los friends eran Leon Russell, Jim Gordon, Dave Mason, Rita Coolidge, Carl Radle y Bobby Whitlock; debía conformarse con ser el guitarrista principal, aunque Mason a veces se le adelantara, y otro friend ocasional, George Harrison, no permitía que lo ningunearan).
Terminada la gira terminó la vida de Blind Faith, e integró, con Radle, Whitlock y Gordon, Derek and the Dominos, donde era el amo, con sus asegunes, porque los invitados Harrison y Mason y sobre todo Duane Allman hacían lo que se les pegaba la gana.
Terminó por formar un conjunto que se llamaba Eric Clapton & his Band, donde nadie le ganaba (excepto la excelente Marcy Levi, después solista y después Shakespeare Sister; ah, y tenía que ceder el micrófono a Ivonne Elliman, esposa del productor Robert Stigwood, dueño de la RSO, donde grabó muchos de sus discos).
Uno de sus mejores discos, Slowhand (su apodo entre los cuates), fue calificado por Óscar Sarquiz como el álbum de un guitarrista que canta.

Recientemente ha hecho giras con Jeff Beck (hay algunas piezas en las que tocan juntos, y otras donde además se les une Page), y varias con Steve Winwood; éste ya no es tan competitivo, y sólo en algunas canciones toca la guitarra, prefiere los teclados, donde se combina con Chris Staiton, y permite que cante, aunque, desde luego, sigue cantando sin perder nada de su voz de tenor mientras que Clapton, como Pedro Infante, no tiene registro definido. Creo que Clapton no abandonaba los excelentes conjuuntos donde era el estrella, cuando menos ante el público, porque no correspondían a sus exigencias de calidad, sino porque no lo dejaban cantar.

Una comisión de algo determinó que es obligatorio decir “persona con discapacidad” cuando uno se refiera a un inválido; es más, invalida el término inválido, que según el Diccionario de la Real Academia es una persona que adolece de un defecto físico o mental, congénito o adquirido, que le impide o dificulta alguna de sus actividades; en alguna definición, inválido es quien no se vale por sí mismo, o sea cualquiera que, como yo, y como la mayoría de mis amigos, necesita lentes, anteojos, plantillas, muletas, silla de ruedas; hay diferentes grados de invalidez, como las hay en los delitos o en los pecados: algunos más graves que otros, pero todos requieren ayuda externa. Discapacitado es quien no es capaz, pero le suena mejor a éstos que, además, se sienten autorizados para ordenar, algo que ni siquiera la Real Academia se atreve a hacer, y mejor, porque son muy pocos, incapacitados para manejar el lenguaje y la gramática y la ortografía, que hacen caso a sus muy intrépidas, absurdas e inútiles reglas ortográficas.
Y a propósito de reglas (ortográficas), en un organismo llamado del español emergente, hicieron en una de sus cápsulas radiofónicas la diferenciación entre equidad e igualdad, pero se abstuvieron de indicar que el antónimo de equidad es iniquidad, y de equitativo es inicuo; la mayoría de los diarios y revistas, inclusive culturales, escriben (o mecanografían, o teclean) “inequidad” e “inequitativo”, sin ninguna vergüenza.
Y a propósito de tiranías, los españoles deben estar desconcertados con las acciones de su nuevo presidente: alza de impuestos (que nunca dijo en su campaña que pretendiera hacer), regreso de la prohibición legal de la interrupción del embarazo (cursilería para nombrar el aborto), y la terminación abrupta de la ayuda a la industria editorial. Cierto, Rajoy no lo advirtió, pero era de suponerse que actuaría así. Faulkner tiene razón: “Hay que confiar en los malos: nunca cambian”.

Y a propósito de intolerancia, me escriben unos anónimos, enojados porque dije que Escuela de vagabundos es una cinta muy divertida, con muy buen ritmo, y sensacionales actuaciones pese a lo sobreactuado de Blanca de Castejón, lo arrogante del papel de Infante, y a muchas incongruencias que aparecen en la pantalla, como la tercera mano de Ramón Valdés, a lo injustificado de la más famosa frase del guión ("Qué bueno que vinieron porque si no qué hubiera hecho con tanta comida", lo que se desmiente cuando se ve a Castejón planeando la cena, y a que no le alcanza para Carl Hillos); a que se ven escenas de pederastia –Infante cuarentón enamorando a la supuesta quinceañera Anabelle Gutiérrez— y de perversión –Gutiérrez consumiendo bebidas alcohólicas). Me encantaría discutir con esos anónimos, pero en su portada no se ven argumentos, sólo opiniones, diatribas y descalificaciones porque no digo que Infante es el mejor actor del mundo; no haberlo dicho me costó la expulsión de un libro que, por decirlo, quedó hecho una birria. Lo que me asombra es que digan que como encontré errores, me aburro y me enfurezco con cualquier película; al contrario, me divierto muchísimo viendo churros; lo dicho, con ellos es imposible hablar.

Hace más de 45 años que no hago propósitos de año nuevo; ahora sí: me propongo dejar que me crezcan los bigotes.