sábado, 26 de diciembre de 2009

Salarios en el soccer

Fue a mediados de año (escolar y civil), en 1960, cuando una mañana, a punto de irme a la escuela (la Teodoro Montiel López, que a partir de entonces tuvo ese nombre; antes le decíamos “Cuauhtémoc”, porque así se llama la calle donde se encuentra; pero era nominada M-521; poco menos de dos años antes había fallecido el director), mi padre me anunció que podía faltar, que iba a llevarme a su chamba, porque ese día comenzaría a chambear allí Julio María Palleiro, en esos momentos centro delantero del América, y que había jugado con Necaxa y Toluca, y tenía la fama de haber sido campeón goleador dos campañas seguidas; ya estaba en las últimas, y tampoco eran los mejores tiempos del América, aunque tenía jugadores que ahora son leyenda: Walter Ormeño y El Pájaro Huerta como porteros; Juan Bosco, Alfonso Portugal, el Tigre Gómez –a quien conocí muchos años después–, el Gato Lemus, el Perro Cuenca, como defensas; Ángel Schandley y Pedro Nájera en la línea media, y como delanteros el Curro Buendía, Carlos Calderón de la Barca, Lalo Pálmer (conocido como La Lulú Pálmer, porque no era broncudo como Héctor Hernández y el Mellone Gutiérrez, del Guadalajara), Pepín González, Mario Pavés, el Tico Soto; en esas fechas fueron dirigidos por Fernando Marcos y luego por Nacho Trelles; a Marcos y a Walter Ormeño los suspendieron un año por una bronca en Toluca donde el peruano Ormeño le bajó dos dientes al árbitro Felipe –¿o Fernando?– Buergos; compraron entonces a Manuel Camacho, quien había sido titular con el Toluca, pero que estaba también en sus últimas campañas, aunque dio aún excelentes partidos; a él lo sucedió Ataulfo Sánchez, quien casi solito dio el primer campeonato al América en muchos años; podría decirse que él solito, pero lo ayudó Zague.
Palleiro había debutado en el torneo Jarrito de Oro, que jugaban al terminar la campaña, la Copa de Oro (luego Copa México) y el juego Campeón de Campeones; ese torneo, patrocinado por los refrescos Jarritos (qué buenos son); era para probar a los novatos, y por esas fechas Toluca hizo debutar a Vantolrá, Juan Dosal y otros que enloquecieron a las defensas de los equipos que participaban en el torneo: Zacatepec, Necaxa y Atlante, los otros: aún no ascendían a la primera División la Universidad ni el Cruz Azul. Palleiro anotó algunos goles, y prometía que para la campaña reafirmaría su fama de romperredes (título que después le quedó al Pata Bendita, Osvaldo Castro, un chileno que también jugó para el América en una época que el equipo tenía tantos argentinos, chiles y brasileños, que en realidad se llamaba Suramérica).

Con Humberto Huerta, Jesús Desachy, Carlos Silva, jugábamos trivia sin saber qué era trivia; recitábamos las alineaciones de todos los equipos, nos sabíamos las de todas las selecciones hasta esa fecha, los que habían anotado los goles importantes, quién había fallado un penalti y quién lo había detenido, y seguíamos los juegos (por radio; se televisaban escasos partidos, entre ellos, diferido, el infame del 10 de mayo de 1960, cuando la selección de Inglaterra le dio un estruendoso regalo de día de las madres a la afición mexicana cuando derrotó a la selección mexicana por 8-0) y comprábamos La Afición porque tenía excelentes crónicas, muy detalladas para sufrir con morbo las derrotas de nuestros equipos favoritos; las ediciones del 24 y del 31 de diciembre eran gigantescas y resumían las hazañas y fracasos durante todo el año, además de regalar un calendario con alguna estampa deportiva; alguno de nuestros compañeros vio, casualmente, en una oficina del Registro Civil al Diablo Benhumea, defensa del Necaxa, y lo envidiamos; vecinas nuestras eran Rosa y Gloria Reynoso, sobrinas de Tomas Reynoso, el excelente medio volante del Necaxa, y conocíamos a Manuel Arellano, hermano del Cuate Arellano, muy amigo del Cuate Fal, el extremo derecho de una delantera necaxista que tenía a Alberto Evaristo, el Chato Ortiz (quien falleció hace unos días); debutaba el Pato Baeza, a quien suspendieron un año por lanzarle un balonazo a un árbitro, y mexicanizó a Carlos Lara, antes del Zacatepec.
José Luis Desachy, hermano de nuestro compañero Jesús, estaba en las fuerzas juveniles del Atlante, equipo que tenía algunos de los jugadores a los que admirábamos: Cisneros, el Loco Sesma, sobre todo.
Que tuviera oportunidad de conocer a Julio María Palleiro bien valía la pena una pinta, aunque fuera solapada por mi padre; sin embargo, fue en vano porque Palleiro no se presentó a trabajar: necesitaba que le dieran permiso de faltar dos tardes a la semana porque entrenaba martes y jueves con el América. En el trabajo una semana se trabajaba en la tienda lunes, miércoles y viernes, y la siguiente semana martes, jueves y sábados; por lo tanto, no podían aceptar su petición.

Aunque era “estrella”, y además extranjero, necesitaba otra chamba; cuando leo las cantidades que reciben los actuales jugadores, que rebasan por mucho el salario del presidente, y que además piden trato fiscal especial con el alegato de que su carrera dura menos que la de un contador, un empleado bancario o de cualquier empresa, me asombro aún de que los mejores jugadores de hace no mucho tiempo pidieran otro trabajo. No quiero asegurar, como hacen muchos, que los jugadores de antes le tenían más amor a la camiseta; el futbol soccer, como casi todos los deportes, se ha especializado; además de que los jugadores son más altos, más fuertes y más delicados (algunos tienen apodos que son más delicaditos que el que le asestaban a Lalo Pálmer); necesita entonces jugadores de tiempo completo, que no se distraigan en otros empleos, ni siquiera en los estudios; por eso deben pagarles muy bien; no sólo en México: todo soccerista que empiece a destacar anhela irse a Europa para cobrar en euros, y de cualquier manera en México, violando la ley, cobran en dólares.
Alegan sus defensores que hacen bien, porque ellos son los que llevan a la gente a los estadios; pero cabe la pregunta de si con las escasas entradas le alcanza a los clubes para pagar salarios de cientos de miles, o cuando menos decenas de miles, a los jugadores; seguro que alcanza por el patrocinio de empresas que desembolsan cantidades para que pongan el nombre de su changarro en la playera de los jugadores, cuestión antes impensable: sentían orgullo por el escudo de su equipo.
Lo que debe cuestionarse es si de veras desquitan su salario; no me refiero a que si siempre juegan bien; en un torneo sólo puede haber un campeón, y los demás equipos deben conformarse con los puestos del segundo al decimosexto; nadie puede exigirle a ningún jugador que siempre juegue mejor que los demás, que nunca se equivoque, que siempre acierte; la pregunta es si cumplen con la dedicación completa y absoluta; todos los días aparecen fotografías de aspirantes a estrellas de televisión y modelos, con la noticia de que es novia, esposa o amante de un futbolista; más exuberantes mientras más famoso es su galán, o mientras más salario cobra; no sé si el precursor en el mundo fue Enrique Borja, aunque sí en México, al casar con Sagrario Baena, pero su matrimonio fue discreto, ella se retiró y él siguió jugando, administrando, y todo lo que ha hecho dentro y fuera del deporte.
Estrellas de televisión cuya popularidad depende de su físico comienzan a ser relacionadas con futbolistas; a veces se casan, otras viven en pecado. Algunas pueden comprobar su popularidad porque son pretendidas, perseguidas y alcanzadas por dos o más jugadores de un equipo. A veces, alguna resentida, llega a declarar que un jugador famoso es más eficaz en la cancha que en la intimidad, con lo que el desprestigio del jugador es mayor aún (aunque eso no debería repercutir en su salario).
Espero que no suene a envidia mi creencia de que ellas tienen la culpa del bajo nivel de calidad del soccer actual; tendrían que ver cómo descendieron los números de Joe DiMaggio cuando conoció a Marilyn Monroe (.301, 32 jonrones y 122 empujadas en 1950; .263, 12, 71 en 1951), y cómo prefirió retirarse y despreciar una oferta de 105,000 dólares anuales (equivalente a algunos millones de hoy), en vez de portarse bien y desquitar el salario devengado. Todo para que al poco de casados ella diera de qué hablar cuando filmó La comezón del séptimo año (La tentación vive arriba, la traducción madrileña) y la famosa escena de las rejillas del Metro, que ocasionó que DiMaggio, Frank Sinatra y otros trataran de entrar a la recámara donde ella se refugió para eludir la violencia de género ocasionada por los celos de los dos.
Y no son pocas las socceras que han sufrido violencia de género por los socceros de hoy; su mamá se lo decía, como dijo la canción.
Julio María Palleiro necesitaba otra chamba porque no le alcanzaba lo que le pagaba el América; ahora necesitan altos ingresos (que acabalan con contratos de publicidad, lo que pagan algunas revistas para que hablen de sus vergüenzas o para que presuman sus residencias) para estar mejor cotizados en el otro mercado: el de las aspirantes a actrices que venden caro su amor.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Ética, deportes y publicidad

Comenzaba a fumar; los Del Prado mareaban pero los Raleigh eran carísimos; no en balde el personaje central en De Perfil se gana una corretiza de porros en la UNAM cuando le piden cigarros y él presume: “son Raleigh, ¿no le hace?”; por esa época aparecieron los Nova, no tan caros y no tan fuertes; el problema era la publicidad: “Nova renova el placer de fumar”; en las páginas de Siempre! varios se quejaron de la desfachatez de los copy a los que no les importaba la gramática; pocos años antes, los encargados de promover los zapatos Canadá salieron de un problema con los zapatos Ringo, aprovechando la popularidad de los Beatles y de su baterista Richard Starkey, conocido porque usaba muchos anillos (“en los dedos”, completaba uno de sus panegiristas a posteriori); esos zapatos tenían un tacón más alto, y antes de achacárselos a Ringo, los promovían para que los chaparros no nos sintiéramos tan acomplejados: ¡alturízate!, aconsejaban, para soponcio de los puristas de esa época, que mostraron poco sentido del humor, y una justificada indignación, que no les saltaba en las torterías que ofrecían de "milaneza", y hasta decían que se veía mal si se escribía bien.
No ha habido tanta indignación con las modernas promociones de teléfonos ¿celulares?, ¿móviles?: “mensajéate”, dicen para decirle a sus clientes que pueden enviar mensajes telefónicos, y hay hasta funcionarios que reprochan a la Academia de la Lengua que no hayan reglamentado ese lenguaje taquigráfico que usan hasta los alfabetizados.
En realidad no hay que enojarse tanto: el “¡alturízate!”, el “renova” ya no los recuerda casi nadie, y pasaron al baúl de los desechos casi tan rápido como las “planeaciones”, los “presupuestar” que dejaron de usarse antes de que la Academia los aprobara; y no hay que enojarse porque la publicidad es tan efímera como los productos que promueve; aunque todavía se recuerda con agrado el “Adiós Malena”, ya no existen, más que oficialmente como chatarra, los Sedán de Volkswagen que sacaron ese comercial memorable; subsiste el Mejor Mejora Mejoral (creación de Xavier Villaurrutia) aunque el producto haya sido desplazado por otros más noqueadores. Y el Siga los tres movimientos de Fab, de don José Hernández, tiene más de medio siglo aunque hace más de 40 años que Fab fue derrotado por otros productos también fugaces. El "Caramba doña Leonor" que molestó a tantas mujeres, queda ahora injustificado con la moda de súper héroes (los calzones por fuera).
Pero hay productos que aunque cambian de apariencia, siguen siendo necesarios, como las hojas de rasurar; hace casi medio siglo apareció la competencia de las Gillete, las hojas Pegaso; no duraron tantos años; ahora las que tratan de quitarle clientela son más, pero no tan fuertes como para hacer preocupar a las Gillete; lo curioso es que pocas hablan de las bondades que uno buscaría: hacer más tolerable la rasurada, a la que Alfonso Reyes calificaba de “rito masoquista que parece haber tenido origen en Sumeria o en el antiguo Egipto”, y de la que José Emilio Pacheco ha hecho dos poemas memorables, en 1969 y en 2009. Al rasurarse, uno queda con la piel irritada, y gracias a la modernización de los rastrillos, uno cada vez se corta menos; pero no ha dejado de ser un suplicio que intentan suavizar con cremas, jabones, lociones refrescantes, pero nadie deja de sentir ardor, y quisiéramos gritar y correr como Macauley Culkin en Home Alone la primera vez que se rasura.
La publicidad, de Gillete, Pegaso, Shack y otras no es que hagan más tolerable el rito masoquista, sino el impacto que una buena rasurada causa en las chavas, y la promesa de que al restregar la mejilla en la de ellas no le producirá raspones ni irritación posterior; y los anuncios mostraban a una mujer con cara de probar que una buena rasurada, por mucho que quite tiempo, moleste, produzca irritación y cause pequeñas pero a veces alarmantes heridas (las cortaditas también sangran, nos advertía Jim Capaldi en una de sus canciones más memorables), logra una imagen impecable, tanto que hasta se les antoja lanzarse; los barbones, advertían los anuncios, tendrían menos pegue con las chavas.
Y después de casi un siglo, los publicistas de estas navajas se alarman porque uno de los personajes que las promueven les ha creído sus mensajes; acaban de finiquitar un contrato millonario con el aún millonario, pero quién sabe al rato, Tiger Woods, reputado como el mejor golfista de la actualidad, y para muchos desmemoriados, de la historia.
Tiger ha demostrado la efectividad de las rasuradas con Gillete, porque en cosa de cuatro años ha sostenido encuentros sexuales con una docena de mujeres, además de con su legítima esposa, que según indiscreciones de alguna de las “capillitas”, sólo sirve de pantalla, al costo de 55 millones de dólares si es que llegan a un determinado número de años de matrimonio. Tiger, aprovechando la imagen de pulcritud sensual, además de una buena cantidad de millones de dólares que ha conseguido ganando torneos, o quedando en segundo o tercer lugar, además de promover camisas, autos, agencias de viajes, bebidas y navajas de rasurar, y otros muchos otros productos, porque los publicistas hacen creer a los espectadores que pueden llegar a ser como el Tiger, sobre todo conquistando groupies, algunas de ellas seducidas por la fama, otras por el dinero, y otras por la piel suave del golfista.
Es una contradicción que la compañía de navajas castigue al deportista sólo por demostrar que tiene razón su publicidad; si la Gillete se hubiera dedicado a promover desde siempre un producto que causara menos molestias, y nunca hubiera afirmado que los barbones tenemos menos pegue que los que se rasuran a diario, tendría razón en molestarse por las infidelidades de Woods, imposibles de calcular porque algunas de sus seguidoras lo siguieron hasta la intimidad unas doce a veinte veces, algunas por un par de años y otras aún no saben si van a soportar la presión, y si van a creerle cuando les jure que va con ellas porque su esposa, una modelo rubia, extranjera, que no sabe perdonar (como explicó Tony Aguilar las causas de su condición de divorciado), nomás no lo comprende (ora sí que ahora con razón).
¿Castigan a Woods por ser mal deportista, o por coscolino? Desconozco los términos de su contrato, pero esos escándalos, ¿no pertenecen a su vida privada?, o como dijo Ernesto Zedillo cuando se afirmó que uno de sus más cercanos colaboradores sostenía una especie de romance con una modelo de televisión, eso es entre él y su esposa.
Más todavía cuando estamos viviendo una situación totalmente a la inversa de lo que sucedía todavía a mediados del siglo XX; tiene razón mi amiga Lourdes Penella cuando afirma que si antes los fallecimientos eran públicos (hasta se mandaban cartas en un sobre con filetes negros) y el sexo privado, ahora resulta lo contrario, y hay actores que presumen del número de ligues que tienen a la semana; actrices que revelan las audacias que más gustan de hacer y quiénes de sus (varias) parejas las dejan insatisfechas, y uno se acuerda que una indiscreción de esa naturaleza las dejaba inútil “para vos y para mí”; las parejas se dejan ver en restaurantes anexos a hoteles, y sin recato alguno se van para el cuarto sin importar que los fotografíen, y hasta hay políticos que intentan hacer creer a sus gobernados que tienen tanto éxito en la intimidad como su paisano Marcelo Mastroianni, y en México, pese a la embestida moralista, siguen alabando a Pedro Infante y a Germán Valdés, al par de sus cualidades histriónicas, por el número de parejas fugaces o permanentes, o porque los picoretes que daban en las películas no eran fingidos. Todavía en 1968 los cinéfilos se alarmaron cuando en La escalera, Richard Burton y Richard Harris se alarmaban cuando veían que un joven confirmaba palpablemente la dureza de los glúteos de su acompañante femenina, y un poco antes se veía con azoro cómo en The Knack and how to get it, dilataban una caricia en el trasero de una joven sin que ésta protestara como sí protestó Lucha Reyes cuando Jorge Negrete le hizo una caricia, que el público sólo intuyó, en ¡Ay, Jalisco, no te rajes!
¿Ser buen deportista exige una ética fuera de la competencia tan decorosa como dentro de ella? En el beisbol sí; Mickey Mantle y Willie Mays fueron amonestados porque prestaban su figura y su nombre como atractivo de negocios donde se explota la belleza femenina como mercancía adquirible o rentable; fueron un poco laxos con Ty Cobb, quien gustaba de apostar fuerte, pero estuvieron a punto de expulsarlo de las Ligas Mayores, así como impidieron el ingreso al Salón de la Fama a Pete Rose, por apostar y aparentemente contra su propio equipo; expulsaron a ocho jugadores de los Medias Blancas aunque la justicia los exoneró, con el riesgo de cometer una injusticia con cuatro de ellos, cuando menos. Para ingresar al Salón de la Fama del Beisbol se necesita, además de una carrera brillante y consistente (un buen juego no hace una buena temporada, ni una buena temporada hace una buena carrera, es la premisa), un comportamiento ejemplar dentro y fuera del diamante; una bronca estuvo a punto de costarle la inmortalidad a Juan Marichal, cuando dio un batazo a Johnnie Roseboro; le ha costado votos a Mark McGwire y les costará a Sammy Sosa, Rafael Palmeiro, y posiblemente a Roger Clemens y a Barry Bonds si no limpian sus nombres ligados a consumo de esteroides para aumentar su potencial.
No es exagerado afirmar que por menos de eso se cometió una injusticia con Steve Garvey, excelente deportista pero con una vida sentimental desastrosa con una exreina de belleza, así como la promiscuidad de Bo Belinsky con las actrices más accesibles de su época le costaron su muy prometedora carrera, y como le costó una buena temporada a Tony Romo, por andar con la traviesa Jessica Simpson, quien le hacía pasar corajes porque si hasta en su propia cara coqueteaba; ¿qué sería lejos de él?
Las consecuencias para Tiger Woods son alarmantes; en una semana ha visto cómo se derrumba su imperio millonario, y cómo el escándalo puede minar su fortuna y más si se acaban los ingresos; lo peor es que sus competidores están todavía más asustados, porque cuando Woods no participa en un torneo, los ingresos televisivos, publicitarios y de asistencia se reducen a más de la mitad; ahora con su retiro indefinido, los ingresos de sus contrincantes (y eso que en el golf no hay rivales, porque uno juega contra sí mismo) pueden desvanecerse, y evaporarse, y regresar al nivel de antes de Woods: un deporte para pocos.
Una contradicción más: Woods hizo atractivo al golf, y ese atractivo lo llevo a él a cometer excesos y por ellos ha caído en desgracia; ¿hubiera pasado lo mismo de haber sido barbón?
No hace mucho una persona consumió desodorantes durante años confiado en la publicidad, que prometía hacer que las chavas cayeran a sus pies, atraídas por ese desodorante; harto de la ineficacia del producto, los demandó; ¿no podría la Gillete otorgarle un bono de productividad a Tiger Woods por demostrar que al usar sus rastrillos tiene el pegue que insinúa su publicidad? Sólo uno de sus patrocinadores ha respetado el contrato con el argumento de que no por sus coscolineses ha dejado de ser el mejor golfista del momento. Cuando menos.

lunes, 7 de diciembre de 2009

México y el beisbol, nuestro nuevo libro


Alguna vez escribí en El Financiero una nota sobre música popular, y le adjudiqué a Los Diamantes una versión de Schumann; Salvador González Vilchis me corrigió el error en un correo electrónico; en mi siguiente nota reparé la falta, y eso mereció un nuevo correo de Salvador: se la pasa señalando errores de quienes escribimos, pero nadie le hace caso, por lo que agradecía el hecho; en nuevos correos me dejó anonadado: conocía todo lo que había publicado, fuera en libro, revista, reseñas, reportajes, entrevistas; sólo se le escapaba Promesa matrimonial, y eso porque el primer tiraje fue de 50 ejemplares, de la colección La Pájina del Día, editada por Héctor Carreto y Jaime Velásquez en la UAM (50 ejemplares que me tardé como cinco años en acabármelos); no quedó más remedio que conocerlo, e incluirlo en la tertulia que, con el pretexto del dominó, celebrábamos en una cantina de la colonia Roma.
Por su iniciativa volví a editar Promesa matrimonial, con tipografía y diseño suyo, en una edición de cien ejemplares que esta vez tardé cinco años en agotar.

Gracias a él, de nuevo, aparece por estos días un nuevo libro: México y el beisbol; la historia es compleja: trabaja para la ADABI, que dirige la doctora Stella María González Cicero, y preside María Isabel Grañén Porrúa, y esta institución maneja un archivo de fotografías de beisbol que Alfredo Harp Helú ha invertido varios años en conseguir de diversos orígenes y medios; catalogado y ordenado a lo largo de cinco años, está a la disposición de profesionales y aficionados tanto al beisbol como a la historia del deporte, y a la historia en general. Generosamente, me ofrecieron que hurgara en él; luego de una larga y sabrosa plática, surgió el proyecto de escribir un libro que versara sobre el beisbol; para darle la forma debida tenía que contar con la colaboración de mi hijo Diego; nos aprobaron el proyecto, y supervisado, carrereado por Salvador, y por José Luis Cadena, quien lo diseñó, y luego del duro proceso de dar a luz un libro, acaba de salir de las prensas para debutar en la FIL de Guadalajara, donde tuvo un buen recibimiento.

Por desgracia, en México el deporte no es lo que debiera ser. Tengo la impresión que desde que salió José Vasconcelos de la Secretaría de Educación Pública, el 2 de julio de 1924, el gobierno no le ha dado a la Educación Física la importancia necesaria; las clases de esta materia se han limitado, la mayoría de las veces, a ejercicios inocuos y rutinarios, a detectar quiénes de los alumnos muestran alguna facultad, y seleccionarlos para unas competencias anuales a las que ni la SEP presta atención. Los diferentes gobiernos después de Plutarco Elías Calles han creído que la Subsecretaría del Deporte sirve para abanderar a los atletas seleccionados para competencias internacionales, y dar un apoyo económico al deporte profesional, que no lo necesita porque ya tienen sus propios patrocinadores. Así, la Educación Física ha dejado de otorgar una educación que todos necesitamos, no para convertirnos en deportistas profesionales, como lo han pretendido sin lograrlo, sino para ayudarnos a saber cómo, cuánto y a qué hora caminar; cómo sentarnos, cómo dormir, qué tipo de ejercicio conviene a cada quien; cuándo fumar, cómo beber; y otra cosa: saber, entender y disfrutar todos los deportes, como espectadores; me ha tocado ver a jefes de secciones deportivas que, ante la exigencia de la dirección del periódico de dar un enfoque diferente a la sección, piensan durante media hora, y exclaman: “¡un reportaje sobre las edecanes de la lucha libre!”; no saben en qué consiste el golf, y desconocen las reglas nada complejas del básquetbol, por ejemplo. La mayoría de la gente, cuando oye la palabra “deporte” sólo piensa en el futbol soccer; cree que el boxeo consiste en que un peleador muela a golpes a su contrincante, y cree que es mejor el nocaut fulminante que el nocaut técnico; no entiende la diferencia de las suertes del toreo, cree que el ajedrez es aburrido, que el golf es para ricos holgazanes, y que quedar en tercer o cuarto lugar en una competencia es malo, que sólo sirven las medallas de oro; o que el futbol americano sólo es un torneo en el que ganan los que pegan más fuerte, y que los héroes de este deporte son los que lanzan el balón y los que los reciben y los que corren; y que lo único atractivo del volibol es un juego a cinco sets entre los equipos femeniles de Cuba y Brasil.
El espectador de deporte es ingenuo e inmaduro; se encomienda a santos y vírgenes para que ayuden a que gane su equipo favorito; no disfrutan el juego, lo padecen y lo sufren; si ese equipo gana un juego, creen que ellos contribuyeron, y lo peor es que no les importa que el triunfo lo conquisten aun con trampas; veintitantos años después, Diego Armando Maradona confesó que el gol con el que su equipo obtuvo una copa denominada Mundial, fue ilegítimo, cosa que ya sabían todos los aficionados; la semana anterior un integrante de la Liga Mexicana de Futbol aceptó que cuando reciben un golpe, exageran y actúan para impresionar al árbitro y a los aficionados, que viven la semana siguiente padeciendo o disfrutando esos momentos (es muy recomendable la lectura de Los dueños del tiempo, de Emmanuel Carballo, que analiza el comportamiento del aficionado al futbol, aunque es generalizable a la mayoría de los deportes); el jugador que comete la falta de inmediato levanta las manitas clamando inocencia, aunque lo hayan observado unos cientos en el estadio y cientos de miles por televisión. Es vergonzoso que el equipo que va a representar al futbol mexicano profesional lo comande un hombre que para evitar una jugada contra su oncena, zancadilleó a un delantero rival; que las trampas estén por arriba de la ética hablan pésimo del futbol mexicano, y del país, y de la afición, que no lo repudiaron; así le sucedió a Raúl Cárdenas, jugador ejemplar, por no haber cometido una falta a un jugador español en un torneo mundial en Chile: “¡¿por qué!?”, chillaban los cronistas, ¿por qué no lo fauleó? Así estigmatizaron a un jugador decente, por no haber hecho trampa.

El deporte además de espectáculo es un negocio; no sólo el hecho de que equipos de futbol americano y de beisbol reciben ingresos millonarios cada año por concepto de boletos vendidos, más la comercialización de playeras, uniformes, gorras, tarjetas y otros souvenirs relacionados con equipos, jugadores, más contratos por la transmisión televisiva de los juegos (o como en México, que pagan para que no los contrate la otra cadena, aunque no transmitan los juegos), además de otros ingresos por publicidad.
Es además un negocio no sé si ilegal, pero de muchas maneras poco elegante: los equipos de futbol soccer son profesionales, reciben patrocinio de marcas comerciales, que a su vez recuperan ese patrocinio comercializando la popularidad de los jugadores, del mismo equipo, y tienen una retroalimentación inimaginable; pero además, cuando logran clasificarse para torneos internacionales, buscan, y consiguen, el patrocinio del gobierno, que tiene otros asuntos más importantes que atender que el triunfo o la derrota de un equipo que, además, no representa al deporte nacional. ¿Cuál es la ayuda que reciben los que hacen deporte los fines de semana? Albercas sucias e inseguras, canchas de tenis tan mal cuidadas que no son pocos los que se lesionan por la tierra floja y desnivelada; malas pistas de boliche; y no son gratuitos, además.
Y lo peor: ni siquiera los profesionales saben disfrutar de los deportes; hasta los reporteros creen que un juego que termina 7-2, no importa a favor de quién, fue bueno, y que uno que termina 0-0 es malo y aburrido, lo que indica que no disfrutan de la mitad de un deporte, que es la defensiva; esto incluye a comentaristas de radio y televisión, que carecen de poder narrativo, en primer lugar, y que no pueden explicar, porque ellos mismos no lo saben, si un juego es bueno o malo. Carecen además de imparcialidad, y tienen un favorito, o le hacen creer al televidente o radioescucha, que lo tienen; es famoso que Ángel Fernández, ahora tan añorado, quién lo dijera, confesaba a quien quería oírlo que su equipo favorito era el Necaxa (aquel Necaxa), no el América, y que su deporte favorito era el beisbol, no el futbol soccer.

Esta deformación del deporte, característica del futbol soccer, se extiende a otros deportes; hasta ahora el beisbol mexicano se ha salvado, aunque en las Mayores ya haya tramposos como Barry Bonds, Sammy Sosa, Mark McGwire, Álex Rodríguez, y otros 150 que han sido sorprendidos ingiriendo drogas o esteroides para mejorar su juego; desde los años veinte no ha sorprendido a nadie haciendo trampa, vendiendo resultados, sobornando árbitros, como ya sucede en el soccer, y además en potencias como Argentina, Italia y otros países ansiosos de glorias deportivas, como si carecieran de otras; o como en el tenis.
Pero es tan importante la afición por un deporte, que los gobiernos de muchos países no sólo aceptan patrocinarlos y les encargan que honren al país y a la bandera, aunque no representan ni uno ni a otra, sino a una marca comercial. Y ha sido tan importante que el gobierno argentino hizo lo posible por conquistar un torneo internacional para que sus ciudadanos olvidaran una derrota militar humillante, y el gobierno mexicano vio en 1986 la oportunidad, al evadir Colombia el compromiso de ser el país anfitrión del torneo correspondiente a ese año (por sus problemas económicos y financieros, y por la violencia desatada por el narcotráfico), para ayudar a reparar la imagen despedazada por los sismos del año anterior.
En Estados Unidos también están conscientes de la importancia social del deporte profesional; cada año el presidente en turno acude a un estadio, si es en Washington mejor, a hacer el primer lanzamiento del juego inaugural, y cada año, al terminar la temporada y la postemporada, reciben al equipo ganador en la Casa Blanca; por eso su humillación en cada torneo mundial cuando son derrotados por el equipo cubano, que si no es profesional tiene casi tantos privilegios como los profesionales; la más reciente novela de Henning Mankell, El hombre inquieto, aborda de manera lateral el tema de los deportistas artificiales, creados por la Alemania Oriental, para exhibirlos como si fueran el prototipo del ciudadano de ese Estado; los Juegos Olímpicos ya no son los únicos escaparates para demostrar la eficacia de una doctrina política, y en cambio desde los Juegos en Los Ángeles, lo son de la corrupción de todo el deporte que ya no es de amateurs y de profesionales, sino todos lo mismo.

En ese contexto, en la importancia que representa el beisbol mexicano a lo largo de más de 80 años, fue que escribimos México y el beisbol. Se ha jugado en épocas de esplendor y cuando ha habido economía de guerra; contribuyó de manera muy importante al fin de la segregación racial en el deporte estadounidense; ha sido el único deporte colectivo que ha buscado el equilibrio entre equipos poderosos y otros débiles; es el único, al menos en México que sus aficionados elogian las buenas jugadas, aunque sean del contgrincante, aunque ya haya cronistas que insitan a no apluadirlas; ha representado, en su momento, la eficacia (o no) de la política mexicana. Durante muchos años fue uno de los tres deportes más populares en todo el país (el boxeo y el toreo, los otros); fue desplazado de las transmisiones electrónicas y de las páginas deportivas por el soccer, aunque en eso contribuyeron las empresas televisivas, que transmitían dos juegos de futbol a la semana, y ahora transmiten cuatro, ocho o 12 ¡diarios!; le quitaron espacios no sólo a los dos equipos profesionales en el DF, sino a los semiprofesionales en invierno; las mismas empresas quitaron diamantes de beisbol para hacer canchas de futbol rápido; en las instalaciones deportivas del DF aumentaron canchas de futbol y eliminaron las del beis; pese a eso, en estos momentos hay en beisbol de AAA y de las Mayores más jugadores mexicanos que en toda la historia del soccer (no en el extranjero, sino en futbol de buena categoría); pese a todo, el beisbol sigue íntegro, no ha caído en las trampas del dinero fácil (y fugaz) y mantiene una dignidad que no tienen otros deportes; han sobrevivido a la tontería, a la fama oportunista, a la carencia de aficionados, aunque no tengan ganancias, aunque tengan que batallar contra la ineficacia gubernamental, que cree que la educación física significa encontrar una docena de mexicanos con facultades sobresalientes, como si enseñar a leer y escribir tuviera la aspiración de que todo mexicano alfabetizado tuviera la obligación de ser escritor, y que consumiera al menos 25 libros al año.
Por eso escribimos este libro, que no aspira a ser la historia del beisbol mexicano, sino vincular al beisbol con una parte de la historia del país.