miércoles, 21 de febrero de 2018

Las nalgas son importantísimas


Durante mucho tiempo hubo palabras impronunciables en las conversaciones cotidianas; sobre todo, las partes del cuerpo ocultas por la ropa, aunque no necesariamente las partes pudendas. Podían consultarse en los diccionarios, que no eran muy explícitos, y que apenas describían, de la manera más fría, esas partes que las faldas y vestidos ocultaban, pero resaltaban.
                A falta de la presencia de la palabra “nalgas” en revistas y periódicos, e incluso en la literatura, se usaba el gélido “glúteos”, o el más pícaro “asentaderas”, pero en la literatura popular, Gabriel Vargas popularizó “tambochas”, que no se encuentra en los diccionarios de mexicanismos ni de expresiones populares, pero que los lectores de La Familia Burrón leíamos sin necesidad de explicación. Usaban también “tepacuanas”, que sí se encuentra en el Diccionario de Mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua, pero no en el más real y sabroso Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos, de Héctor Manjarrez.
                Curiosamente llega a la literatura con más contundencia en los libros de Jorge Ibargüengoitia que en los de Gustavo Sainz o de José Agustín, quienes usan metáforas para evadir la palabra.
                En La ley de Herodes, el personaje de todos los relatos cubre las nalgas de Pampa Hash varias veces con “pantaletas”, que es lo primero y lo último que ve a esta extranjera a la que pierde porque la posee el ritmo, pero en “La vela perpetua”, dice que a Julia, que lo atormenta por años, “le faltaban pechos, le faltaban piernas, le faltaban nalgas y le sobraban dos o tres idiomas que ella creía que hablaba a las mil maravillas”; sufre menos con la protagonista de “¿Quién se lleva a Blanca”; Blanca, que tiene amoríos con varios personajes apenas mencionados, permite al protagonista que la lleve a su casa, pero al entrar a ésta, “le toqué las nalgas”, lo que causa hilaridad a unos niños testigos del acto; el reproche de ella es “¿Por qué eres así?”, pero nada más, lo que revela que estaría dispuesta a más.
           En Estas ruinas que ves, luego de una parranda, Malagón (Guillermo Orea en la excelente versión cinematográfica) se queja: "¿Por qué no me dijeron que le estaban viendo las nalgas a Sarita?" (Grace Renat en la cinta; también la muy bella Blanca Guerra las muestra dos veces, pero la descripción en la novela es menos erótica; lo de Sarita es una escena gratuita e innecesaria, en ambas obras).    
            En su mejor novela, Dos crímenes, Ramón Tarragona le dice a su sobrino Marcos que su sobrina Lucero le está poniendo las nalgas en las narices, escasamente disfrazada metáfora para referirse al coqueteo, o mejor dicho, nada disimulada insinuación. Marcos, sin embargo, copula con la madre de Lucero, en escenas en que lo cómico desplaza a lo erótico. En la cinta basada en esta novela, Dolores Heredia encarna con picardía a Lucero, y en la escena referida muestra el trasero, pero vestida; Margarita Isabel es Amalia, cómica y erótica al mismo tiempo; es también de las pocas veces en que la palabra se escucha con nitidez en el cine mexicano.
                El músico y poeta Vinicius de Moraes fue muy claro en su “Receta de mujer”; en la mucho más conocida “La chica de Ipanema” menciona dos veces el balanceo de la protagonista, balanceo de los glúteos, desde luego, pero no los menciona, como si se mencionan en “La Bossa Nostra”, de Les Luthiers, que combina ambos textos, y culmina con “nalgas marinas, y un pubis…”, que detiene un sacerdote con un “detente pecador”, aunque un coro celebra “pubis pro nobis”.
                En la “Receta…”, Moraes describe la perfección del cuerpo femenino, con adjetivos supremos para brazos, ojos, labios, talle, cuello; la mujer debe ser “ligera como un resto de nube: pero que sea una nube con ojos y nalgas. Las nalgas son importantísimas”, acota, sin necesidad de ningún otro adjetivo.
                Es curioso, sin embargo, que hayan llegado a la música más erótica entre las expresiones contemporáneas, como la menos sutil de las metáforas: Beny Moré en “La engañadora” describe a una mujer a la que todos los hombres la tenían que mirar porque estaba gordita, muy bien formadita, “en resumen, colosal”; gordita y bien formadita es sólo una manera, poco elegante pero nada obscena, de referirse a los glúteos, aunque al final de la canción se sabe que no son tales, sino rellenos, como en un cuento de Cristina Pacheco.
                Los antiguos no se complicaban: ni glúteos ni nalgas: “con las que me siento”, definían las señoritas decentes. Y las señoritas decentes las definían como "pompas", lo que se prestaba a juegos de palabras, y hasta una mención musical harto pícara: "Pompas" ("ricas"), de Eduardo Vigil y Robles, que popularizó en 1919 la muy pícara María Conesa. Un dicho mexicano describe a la perfección que las mujeres valen por sus cualidades intelectuales y que sean hacendosas, más que por lo sinuoso de su cuerpo: “busca a la mujer por lo que valga, y no sólo por la nalga” (La que de amarillo se viste. La mujer en el refranero mexicano, compilación de Ángeles Sánchez Bringas y Pilar Vallés, UNAN-CNCA, 2008).

sábado, 10 de febrero de 2018

La otra obra maestra


Sucedió durante varios meses, todos los lunes, en un restaurante especializado en paellas, en pleno centro de la ciudad de México; aunque hubo varios protagonistas, dos son los actores principales; los demás, curiosos testigos.
Los actores eran suramericanos; uno, publicista, periodista y a ratos escritor; tenía algunos libros publicados, pero ninguno vendía más que unas cuantas decenas de ejemplares; el otro era un diletante que vivía de aplicar sus conocimientos, su amplísima cultura, su ortografía estricta aunque flexible, y su prodigiosa memoria, en la corrección de libros; ambos, con mucho sentido del humor; ambos, mitómanos; el primero era prestidigitador; el otro, sólo mago; la diferencia radicaba en la audacia del primero y en el rigor del segundo.
                Ambos se reunían en alguna de las tres (en realidad seis) librerías cercanas; las tres, propiedades de españoles cultos, amables, atentos a los gustos de la clientela; dos de ellos, estrictos (a uno lo vi que corrió a un posible cliente porque copiaba datos de un libro, supuestamente hojeándolo para ver si lo compraba); el otro, contagiado del humor de sus clientes, armaba tertulias a diario, fuera con cineastas, con críticos de cine (que no es lo mismo), pintores, poetas, jóvenes novelistas que lo convirtieron en personaje de sus novelas o de sus autobiografías.
                El prestidigitador y el mago se juntaban los lunes en alguna de las librerías; jugaban a las adivinanzas, porque no se ponían de acuerdo en donde sería la reunión, pero muy pocas veces fallaron; después de revisar las novedades, las novedades viejas, de escuchar los corrillos de la última semana, esperaban a que cerraran la librería y caminaban unos pasos hacia el restaurante especializado en paellas, y allí proseguían la plática en lo que bebían dos o tres cervezas, cuando mucho, y luego se despedían, en la terminal de los camiones que iban, unos hacia el norte de la ciudad (salían de Avenida Hidalgo), otros hacia el sur (salían de Avenida Juárez); el prestidigitador iba a San Ángel, y lo acompañaba un joven editor y escritor aún sin la fama que se merecía; el mago iba hacia el norte, y lo acompañaba un empresario simpático y divertido; en el camino comentaban la tertulia.
                Un día el prestidigitador faltó a la cita durante cinco semanas; ni su compañero de viaje sabía el motivo de la ausencia. A la sexta se presentó radiante, más alegre, menos chismoso, con un aura adornándole la melena negra y alborotada; el mago adivinó: “¡estás escribiendo una novela!”.
                El prestidigitador asentó, y comenzó a platicar la trama: “se me ocurrió durante un viaje”; los contertulios (puros escritores ese día) se fascinaron con la anécdota, fantasiosa e increíble, pero que el prestidigitador hizo verosímil.
                Al abordar el camión, cerca de la medianoche, su compañero de trayecto le dijo, casi en tono de reproche: “cómo te envidio, yo no podría contar la trama de una novela porque se me ceba”, y le aclaró el significado del mexicanismo.
                El prestidigitador se alarmó, porque era, como todos los de su provincia, supersticioso (por ejemplo, nunca copulaba con los calcetines puestos); llegó a su casa y rompió las cuartillas que había pergueñado en esas semanas, y volvió a escribirlas, con redacción diferente y cambió algunas de las anécdotas, aunque la trama principal la conservó, con modificaciones, lo que lo llevó a ensayar una nueva estructura.
                A la semana siguiente, apurado por los contertulios, no sólo contó las nuevas peripecias (aunque no era el adjetivo adecuado, dictaminaron el editor y el mago) de la novela, y no sólo eso, sino que leyó las nuevas cuartillas. Sólo que para que no se le cebaran, eran diferentes a las que escribía en su casa; sus contertulios, cada vez más numerosos, impulsados al ser testigos de la nueva obra maestra, disfrutaban las aventuras de aquella familia singular.
                Se cumplió el plazo, terminó la novela, y luego de unos meses llegó con un tambache de ejemplares para los contertulios más asiduos; alguien empezó a leerla, y reclamó: “esto no es lo que nos leíste”; “no, claro, porque se me cebaba”. Todos festejaron la ocurrencia, menos el mago, que a la semana siguiente llegó con unas cuartillas encuadernadas: “aquí está lo que nos leíste”, dijo: todos los lunes llegaba a su casa, y gracias a su memoria prodigiosa, reproducía lo que el prestidigitador había leído, comas más, comas menos.
                Así que existen dos versiones: la que conoce todo el mundo de habla hispana, y otra, la que oímos los que íbamos a las tertulias, aunque ya sólo la recordamos el mago y yo, con todo y puntos y comas e interjecciones.