sábado, 31 de mayo de 2008

Sirenas al ataque o las mujeres en el rock (mexicano)


Entre las novedades bibliográficas, se encuentra en las librerías Sirenas al ataque, de Tere Estrada, en su tercera versión; su primera investigación fue Lenguaje e identidad en el rock mexicano (1985-1990), que más afinada se convirtió en la primera edición de Sirenas, que abarcaba específicamente el universo femenino en el rock mexicano. Como dijeron de Emilio García Riera cuando comenzó la publicación de la Historia documental del cine mexicano, se empeña en ser historiadora de algo que no existe.
Esta edición, en Océano, está mucho más completa, más estudiada, con ilustraciones y fotografías por desgracia no muy bien impresas, pero con un aparato crítico muy estimable.
No me toca hablar del libro, porque intervine mínimamente en una etapa de su producción, lo que me haría perder imparcialidad, si ya de por sí porque tengo lazos de amistad con su familia, toda.
Pero su muy placentera lectura me trajo algunos recuerdos de cuando comencé a oír rock mexicano, que ante la ausencia del verdadero rock fue de lo que más escuchamos durante una buena temporada, que es la que coincide con la educación sentimental de mi generación.
Hace no mucho apareció un disco muy divertido, Los grandes covers en México (Universal, 039 260-2), con 20 canciones, diez versiones originales y sus respectivas versiones en español; aunque la selección pudo ser mejor (por ejemplo, “Rock del angelito” en vez de la ñoña “Bote de bananas”, que ni la de Belafonte es rock ni es de lo rescatable de Los Rebeldes del Rock) donde se ve que los mexicanos tocaban igual de bien, o más, que los originales: un piano que no tocan los estadounidenses, un bajo más adecuado que los originales; desde luego, Los Loud Jets no podían competir con Roy Orbison ni Enrique Guzmán con Jerry Lee Lewis, y sobran Las Hermanas Navarro (que, ya lo recordé en otra parte, eran anunciadas con un comercial de moda cuando la cerveza Corona sacó a la venta la Coronita: “tan buena la grande como la chiquita”), pero se escucha un buen nivel de los músicos mexicanos; en cuanto a la música, porque lo que los empobrecía eran las pésimas traducciones, o si no, las adecuaciones al peor sentimentalismo, cuando las piezas originales no tenían nada de sentimental, y sí apelaban a una libertad, sobre todo erótica, de la que estaba muy lejos la música mexicana.
Había buenas voces: Manolo Muñoz, que después, cuando se pasó al bolero, ya no tenía y debía gritar, destemplado; Alberto Vázquez, a quien le pasó lo mismo cuando cantó rancheras; Miguel Ángel, al menos entonado; los Carreón, quienes fueron originales en sus coros y enmarcaban la muy elegante guitarra de Diego de Cosío (González de Cosío, revela Tere Estrada).
Había unas cuantas mujeres; no se trata de equidad de género; por muchas causas, había un puñado por varias decenas de hombres; unos y otras fueron efímeros; sin recurrir a las discografías de Federico Arana (en Guaraches de ante azul) y de Tere Estrada, tengo la impresión de que fueron escasas y duraron muy poco. Recuerdo con agrado una versión de Lety Cisneros a “I’m sorry”, de Connie Francis, y cómo cantaba sin poder bailar, y ladeaba el rostro como si estuviera apenada, y no con dolor, como decía la canción; no recuerdo más canciones con ella, que tenía muy buena voz.
Las Hermanitas Jiménez, que mostraban las rodillas (lo más atrevido para la televisión de la época) cuando bailaban twist, pero su impulso también duró muy poco; más desenfrenada era Julissa, aunque menos pícara que Doris Day en su versión de “La favorita del profesor” (Julissa desempeñaba papel de mala en las películas, y hasta mostraba los muslos al bailar, al contrario de las modositas Patricia Conde –que cantó horrible en La edad de la violencia, y por fortuna no cantó en El cielo y la tierra— y Angélica María –quien mostró las piernas apenas en sus películas con José Agustín, varios años más tarde).
Más inquietantes eran Vianey Valdez y Leda Moreno.
Por Sirenas al ataque me enteré que su carrera no duró tan poco como recordaba; y es que entonces nuestro medio de información era Notitas Musicales; no teníamos, también por fortuna, todas las denigrantes revistas de farándula actuales; Valdez duró varios años en Monterrey, en programas televisivos; aquí se le recordaba por una versión bastante aceptable de “Muévanse todos”, y el contraste de su figura menuda, frágil, atractiva pero no arrebatadora, con una voz agresiva, sincera y rítmica; a Leda Moreno la encasillaron con canciones tipo tirolés y letras anodinas más que inocentes, y desaprovecharon una voz muy potente y con elegancia para contar la travesía de un tren subiendo una cuesta, o las travesuras de un diablito loco que no se alocaba por un erotismo incipiente, sino que hacía pensar en Flamita, el diablo bueno de Gasparín; o de plano se descaraba como una montañesa y uno pensaba que qué lástima, por la voz y por la anécdota.
También memorable fue Olivia Molina, no por las malas canciones que interpretó aquí, como “Juego de palabras”, versión ñoña de “Simon says”; más bien su fama fue porque nos decían que aquí la desperdiciamos y en cambio en Alemania era una superestrella; o Emily Cranz, que no cantaba pero provocaba malos pensamientos por su figura; de ella se dijo que era evidente que “no necesita Lovable” (el Wonderbra de los cincuenta y sesenta –del que se decía que era una mentira, “porque levanta falsos”); o las hermanas Gaos, de apellido célebre pero limitadas como cantantes, aunque sigue siendo memorable “El gran Tomás”, de Mayté (pero era horrible “¡te habla tu conciencia!”) y “Mi novio esquimal”, de Pily, con mejor voz pero menos entonada; ambas, bastante atractivas, tanto que Arana confiesa cómo las asediaban sus compañeros roqueros en las giras; la muy sensual pero nula cantante Magda Franco, al menos en el rock; Queta Garay, muy coqueta con sus vestidos ampones pero con una patética “Las caricaturas me hacen llorar”; Blanquita Estrada, lo contrario al rock, y la emblemática Angélica María, que iba de lo bueno (“Eddy Eddy” “Vivaracho”) a lo malo (“Johnny el enojón”); cuando José Agustín la encomió en La nueva música clásica nos hizo oírla de otra manera; tardé mucho en conseguir “Tonta” (una buena canción, vaya, de Manzanero), y hay que decir que Agustín tenía razón, pero no en el rock, y debería haberse dedicado al jazz antes que a las baladas, aunque insisto en que es excelente su versión de “Atotonilco”, en Las hijas del Amapolo, donde coincide con María Eugenia Rubio, quien tuvo varios éxitos pero injustificados, aunque hay una fotografía de ella en Guaraches de ante azul, cuando cantaba boleros, en un baby doll que hace que obviemos, aunque no perdonemos, sus versiones de “Cándida” y “Mi banco de escuela”.
Hubo otras muchas, de las que Tere Estrada se encarga de informarnos, con buena voz pero mala carrera, como Ela Laboriel, Matilde, Érica Carsson.
Tardaron muchos años para que llegaran roqueras más sólidas, mejor preparadas, mucho más cercanas al rock; lástima que el rock mexicano siga siendo subordinado, que no haya encontrado una línea apropiada, que no haya carreras sólidas, que haya muerto Rockdrigo, que Jaime López grabe tan poco y que incursione en otros géneros, que a veces lo tomen a choteo, que excelentes músicos tengan que tocar para pésimos conjuntos y cantantes, y que ser cantante en México no sea una profesión sino un pasatiempo remunerativo. Nos falta mucho para que tengamos una Linda Ronstadt, unas hermanas Wilson, una Christine McVie, una Marianne Faithfull, ya no digamos una Janis.
(Adjunto una fotografía de Leda Moreno, dedicada, como muestra de que el rock me viene desde la infancia.)

jueves, 22 de mayo de 2008

El secreto de la fama, según Gabriel Zaid

El nuevo libro de Gabriel Zaid* es terrible: como en los casos de Kafka, Monterroso, los álbumes de zoología de Pacheco, el lector encuentra retratos de todos sus conocidos (de vista, de lectura, de audiencia) pero en la última página hay un espejo donde se refleja de manera cruel, porque no disimula las canas ni las arrugas, y menos los gestos de amargura.
La mayoría de los textos ya son conocidos por sus lectores fieles u ocasionales, pero al juntarlos forman un grupo que da miedo enfrentarlo así, inesperadamente, porque aislados pueden provocar una sonrisa, divertirnos, hacernos pensar y recordar, o todo eso junto; pero las 182 páginas (uno extraña el aparato que informa de origen y destino de los textos, que por primera vez no incluye como cortesía; tampoco hay un índice onomástico; Zaid es uno de los pocos lectores que los agota y los disfruta) y los 18 textos, de diferente extensión (otra rareza: suele ser muy constante en el número de cuartillas y a veces hasta de caracteres –puede el lector comprobarlo en sus Obras), no dejan escapatoria: allí se encuentran los escritores que no leen (faltó el crítico reputado que es reputado porque no termina de leer los libros que critica, excepto los suyos, que reseña de manera muy favorable; no faltó en cambio el investigador arrogante que se niega a reconocer sus errores y más bien los perpetúa), los editores que tampoco lo hacen (porque no tienen tiempo), la excitante vida social que encubre y deforma a la vida literaria; están las citas citables que borran la obra (por desgracia, no es aficionado al deporte, pues hubiera modificado su apreciación si conociera y disfrutara los yoguismos, y para darle la razón, comprobaría que las tres o cuatro páginas de Internet que los contienen no son tan disfrutables como el libro que sí recopila, y además explica, cada uno de ellos), los poemas que se dicen fuera de contexto (al grado de que por ello se ha encasillado y mal a Rosario Castellanos); el autor ingrato que borra la dedicatoria cariñosa de la primera edición en las subsiguientes, porque se considera que ha crecido al grado de superar al maestro; las notas al pie de página que estorban la lectura, en uno de los escritos más deliciosos del volumen, lleno de asteriscos y notas al pie, en el único texto de su carrera en que usa notas al pie (y sólo por contradecirlo: las notas del Pancho Villa de Friedrich Katz son tan necesarias como disfrutables, como también lo son las de Cristina y José Emilio Pacheco para Epístola: In Carcere et Vinculis [“De Profundis”], de Oscar Wilde, pero no son muchos los casos; o hay exagerados: México visto por el cine extranjero, de Emilio García Riera, consta de seis tomos, tres de ellos de notas, y no menciona que Bogart y Bargman bailan "Frenesí", del Chamaco Sandoval y Alberto Domínguez en Casablanca); los que citan y citan, pero sólo citan nombres célebres hasta descontextualizarlos; las lecturas impersonales.
También está otro mundo, el de los anónimos que intentan ser célebres y los célebres quienes desean regresar al anonimato (con todo y una errata preciosa de Rod Stewart –uno de los dos rocanroleros citados en el libro; el otro es George Harrison), el mundo de los famosos como figuras, pocas veces por su obra, o de cuando la fama opaca la obra de la gente.
Como todos sus libros de crítica, es demoledor, aunque no parece ser su intención; no hay un blanco contra el cual disparar, no hay un editor que se cuela en un diccionario con amplia ventaja sobre otros mejores; no hay biógrafos despistados, no hay colecciones oficiales y dispendiosas ni jurados sobornables; no es un ataque a las páginas culturales, aunque sí salen raspadas porque han sido las que sustituyeron la crítica y la reseña crítica con entrevistas a los autores, las que han convertido la cultura en un acto de páginas de sociales, las que acuden a los cocteles y presentaciones donde lo importante es la presentación, no el libro presentado.
Este libro está más cercano a Los demasiados libros que a Cómo leer en bicicleta, y aunque lo roza, no se emparenta con Leer poesía; hay alguna referencia lejana de La máquina de cantar; sin embargo, hay la misma carga cáustica que en los libros citados, no por otra cosa sino porque ese mundo está lejano del placer de la lectura. Si en Los demasiados libros hay tiros contra las bibliotecas huecas, de lujo, llenas de patas de elefante, aquí el blanco es más concreto: todos los escritores buscan ser estrellas (hay dos antecedentes: las canciones “So You Want To Be A Rock ‘N’ Roll Star”, de Roger McGuinn y Chris Hillman, y “[I Never Wanted] To Be a Star”, de Cat Stevens) en vez de ser escritores, se busca el glamour y no la eficacia, los autores, aun los mejores, los más legibles, los imprescindibles, son reconocidos por mucha gente que no los ha leído ni los leerá (Enrique Krauze, Octavio Paz, Carlos Montemayor); hay en cambio, en una de las páginas más memorables, autores de libros que no los escribieron y ni siquiera los leyeron (¿Vicente Fox, López Obrador? Zaid es piadoso: no se burla de los que juran haber leído a Sócrates, y no precisamente a través de Platón).
En un tono menos rudo, cuestiona el hecho de que ahora los autores sean los famosos y no las obras, y aboga por las épocas en que importaban éstas y no aquellos (cita, o da a conocer, que la muy repetida sentencia de que una golondrina no hace verano es de Aristóteles; si no se pasara de los 45 mencionados, podría haber referido que una, ya descontextualizada porque se usa lo mismo para política que para el deporte, “la unión hace la fuerza”, es de Esopo, de quien menos lo pensaría uno), y sugiere que estaríamos mejor si todas las obras, pasado algún tiempo, se volvieran anónimas (lo que ambicionaba Juan García Ponce; que sus libros se emparejaran a los de Dante).
En un cambio de tema, pero no de tono, habla de los efectos de los medios, que hacen famosos, y a algunos más de 15 minutos, a mucha gente; con el ejemplo terrible de los reality shows, que otorgan una fama efímera a quienes deberían vivir y disfrutar (eso recuerda algunas cintas espantosas: Te vi en TV, de Alejandro Galindo, con Adalberto Martínez Resortes y Yolanda Varela, sobre el estrellato no intencional, o También de dolor se canta, de René Cardona con Pedro Infante e Irma Dorantes, sobre la maldición de la fama), y del mal que les hacen cuando regresan a la cotidianeidad (otro ejemplo: Adolfo López Mateos, al contestarle a Luis Spota cuál era la sensación de dejar el poder, la definió como seguir pedaleando una bicicleta que ya le quitaron).
Zaid nunca le ha rehuido a la brevedad; los 18 ensayos ocupan, en promedio, nueve páginas cada uno, pero la caja es pequeña (19 por 33 y medio cuadratines, tipografía asombrosamente legible en 9 / 11, con lo contrario de cornisas –en versalitas, y folios incluidos, pero al pie de la página]; los textos están cargados a la izquierda, pero hay de pronto división silábica; el formato es muy elegante, está casi perfectamente corregido –una sola errata advertida, que hubo que buscar con mucho detenimiento; es de los pocos libros en que la camisa no se dobla ni se rompe, y la encuadernación es cómoda aunque lujosa); y la mayoría de las veces uno se queda con ganas de que el ensayo hubiera continuado un poco más, que eso es lo que diferencia los buenos textos de los malos.
La prosa de Gabriel Zaid es tan buena como su poesía; con un perfecto equilibrio rítmico pese a que busca la palabra exacta para cada situación, y está exento casi de adjetivos; los ensayos inteligentes además de bien escritos son excepcionales en la literatura mexicana, por eso éste tiene tantos elogios en una primera página, que no estorba aunque debiera ser de cortesía, pero la función de ésta la cumplen guardas rojas. Y se nota la belleza de la prosa de Zaid porque se transparenta, traducida con puntualidad por Natasha Wimmer, quien antes ya había traducido a Roberto Bolaño (mención aparte: alguna vez Teleguía lo confundió con Roberto Gómez Bolaños) y a Mario Vargas Llosa. Y es de apuntar que a Zaid siempre le han gustado los experimentos: que aparezca primero en inglés es uno de ellos, y obligará a que la edición mexicana sea tan pulcra y elegante como ésta.
Sólo queda preguntar a qué tomo de sus Obras deberá pertenecer este libro; ojalá que sea el primer capítulo de un nuevo volumen.

Zaid, Gabriel, The Secret of Fame, traducción de Natasha Wimmer, Paul Dry Books, 182 pp, 2008.

domingo, 18 de mayo de 2008

Los 60 de Winwood

El 29 de abril (dos semanas antes de que cumpliera 60 años) apareció el noveno disco solista de Steve Winwood (no se toman en cuenta las ya muchas antologías, desde las prematuras Winwood y Winwood and friends, ahora imposibles de conseguir y sin edición en disco compacto, hasta Chronicles, Keep on runnings y las acostumbradas Millenium, Best, Colours y algunas más que son prácticamente la misma, con las mismas piezas y las mismas versiones, hasta The finner things, que es más bien recopilación y no antología). Nine lives (Columbia, 88697 22250 2), que presenta como máximo atractivo una pieza en la que vuelve a colaborar Winwood con su viejo amigo Eric Clapton.
Cuenta la leyenda que cuando Muff Winwood, ya músico profesional, llevó a su casa a su amigo Clapton, que comenzaba a brillar, el niño Steve le señaló algunos defectos en su manera de tocar el requinto.
Después, Steve y Muff con Spencer Davis y Clapton con John Mayall, se juntaban para sesiones improvisadas, o al terminar una actuación alguno de los dos se sumaba al conjunto del otro, y tocaban horas y horas hasta que se cansaban.
Así como hay amigos escritores que anhelan escribir algo al alimón y nunca pueden, así ellos han intentado desde hace 45 años tocar juntos. Y lo han hecho: hicieron un conjunto que se llamó Powerhouse, con Jack Bruce al bajo, Pete York como baterista (la tocaba para Spencer Davis) y Paul Jones con armónica; grabaron varias canciones de las que sobreviven tres que aparecieron en un disco colectivo, What’s shakin' (hay compacto); luego integraron un conjunto para que se luciera Howlin’ Wolf en London Session (en un conjunto que abarca a Bill Wyman, Charlie Watts, John Simon, Humbert Sumlin y, en una pieza, a Ringo Starr); en la edición de lujo de este disco se aclara que Winwood grabó sus intervenciones no en la misma sesión, sino posteriormente.
Hicieron el esfuerzo de formar un conjunto, célebre antes de que naciera, Blind Faith, porque ambos tenían fe ciega en su colaboración; de él se ha escrito mucho, bueno y malo; entre lo malo es que Winwood le arrebataba a Clapton los momentos estelares, se lucía en los duelos de guitarra o lo reducía a un acompañamiento de lujo, y para colmo en la única pieza que Clapton compuso (por tres de Winwood, una de Baker y una pieza clásica de Buddy Holly), Winwood la cantó con un sentimiento inmejorable. Aunque el disco que apareció es un clásico absoluto, los conciertos que dieron fueron desilusionantes para ambos.
Eso fue en 1969; en 1973, luego de la debacle de Clapton por bajarle la esposa a Harrison y vivir con esa angustia (“Have you ever love a woman? / But all the times you know, yes you know she belongs to your best friend”), de caer en la cocaína (“the dirty cocaine”, como canta ahora), Winwood acudió al llamado de Pete Townshend para ayudar a Clapton y a Layla, y formó parte del conjunto efímero, The Palpitation (con Jim Capaldi, Ronnie Wood –otro partner de Layla—, Rick Grech, Jim Karstein y Rebop Baah –como se ve, una variación heterodoxa de Traffic), en la que se lució tocando espléndidamente piano, órgano y guitarra, y cantando "Presence of the lord", de Clapton. Ray Coleman narra cómo Clapton se desesperaba ante la impuntualidad de Winwood para llegar a los ensayos, y se negaba a hacer algo si no llegaba “Stevie”, lo que provocaba la furia del nada tranquilo Townshend.

Diez años después tocaron juntos en un conjunto excelente, acompañados de Chris Staiton (uno de los rivales de Winwood al piano), Wyman, Watts, Ray Cooper y otros en un concierto, Arms, en homenaje a Ronnie Laine (otro fanático de Layla), donde ambos se lucieron como solistas, aunque quien se lleva el show es el percusionista Ray Cooper.
En el Crossroad 2007, casi al final, en los momentos estelares, Clapton, el anfitrión, aclara que el invitado Steve Winwood debió haberlo sido desde el primer Crossroad, y que en adelante no dejaría de invitarlo. En febrero dieron tres conciertos en el Madison Squard Garden; ya en las últimas veces lo que hacen es tocar las piezas de Blind Faith, improvisando y turnándose la guitarra (véanse como 30 fragmentos en You Tube). Y eso es lo que hacen en Nine Lives, en una sola pieza "Dirty City", que es la que promueven en Internet y que seguramente es la que saldrá como sencillo: se turnan a la guitarra, y Winwood añade algo de su Hammond 3, que es el instrumento que toca en las demás canciones y que tocó en su anterior álbum, About Time.
Winwood es uno de los músicos más hábiles y multifacéticos, por lo que es fácil distinguir sus trabajos con Spencer Davis (blues mezclado con rock), Traffic (una mezcolanza entre blues, jazz, algo de rock y música folclórica antigua), Stomu Yamashta (música sinfónica, electrónica y rock), Remi Kabaka (música africana), Fannia All Star (salsa), y se ha subordinado a proyectos ambiciosos con Joe Cocker, Jim Capaldi, George Harrison, The Who, aunque no deja de arrebatarles la batuta, si se dejan (escúchense los discos de Capaldi, en especial los tres primeros); y en todos ellos es distinto que cuando toca como simplemente como Steve Winwood.
Este Nine Lives (¿su último, su retiro, o significa que tiene muchas vidas?) es distinto de sus otros discos como “solista” (en los tres primeros tocó casi todos los instrumentos e hizo casi todas las voces); después ya tiene músicos de apoyo, y hasta una especie de conjunto, en el que sobresale José Neto (a quien ya también le produjo un disco y tocó en él), un guitarrista muy puntual. Es distinto por la manera en que da cabida a los instrumentos; en sus ocho discos anteriores alternaba los tiempos y dejaba que en los puentes resaltara la guitarra, el sintetizador, el piano, a veces órgano, casi siempre interpretados por él, pocas veces por invitados fugaces, que en alguna ocasión era una voz que alternaba con él, como Chaka Khan, en Back to the high life again.
Esta fórmula sólo la sigue en “Dirty City”, donde Clapton y él intercalan la guitarra, se avientan un duelo amable, y como fondo el Hammond 3 que a veces toma la parte solista.
En las otras más bien utiliza la fórmula de Traffic: órgano y vientos alternan con su voz, en el puente dialogan los dos con la guitarra, y ésta sirve de fondo a la voz asombrosamente fresca de Winwood, que no parece que haya debutado hace 46 años y no haya envejecido nada, cuando mucho ha madurado, si se compara con la voz que tenía cuando grabó “Keep on running”, pero tiene las mismas vibraciones que en “Gimme some lovin’”, y la misma tesitura que con “Pearly Queen” (de 1968); no hay diferencias entre esa voz y la de Roll with it.
¿Por qué es sobresaliente como tecladista? Ya sea en el órgano, el sintetizador o el piano, acaricia, no golpea las teclas, pasa de una nota a otra sin intervalos, y da una atmósfera continua; en cambio, con la guitarra golpea las cuerdas; por eso utiliza a Neto, quien las puntea con suavidad, lo que hace que el diálogos entre los instrumentos sea muy discreto y ayuda a resaltar su voz blusera.
A lo largo del disco da la impresión de que se escuchara un concierto con el mismo tema, pero en diferentes tonalidades.
Las letras, que no son suyas, hablan de un mundo tranquilo, lo que combina muy bien con la música, que tampoco tiene altibajos, con una serenidad que invita a escucharla en silencio, y hay que hacer grandes esfuerzos para distinguir la maestría en cada nota, sólo alterada por las percusiones que son las que remontan a las canciones de hace 20 años, cuando intentaba recuperar la calma después de los tiempos tormentosos en que se sentía fuera de lugar.
Como Paul Simon, Christine McVie, Joni Mitchell y Van Morrison, al cumplir 60 años Winwood suena más sereno, y más a Mozart que a Traffic, aunque use las fórmulas de Traffic; y demuestra que la cosecha del 48 fue bastante buena.

martes, 13 de mayo de 2008

Las razones de Schopenhauer

Con una frecuencia que harta, se repite la frase de Arthur Schopenhauer, descontextualizada, sobre las ideas cortas, los hombros estrechos, las caderas anchas, en un libro difícil ya no sólo de leer, cuando menos de conseguir; y aunque es más ligero, más digerible, bastante más breve, y publicado también en Sepan cuantos…, de Porrrúa, no se lee como se debiera el fragmento correspondiente a las mujeres en El amor, las mujeres, la muerte y otros temas, donde es más incisivo, más hiriente, contra la conducta femenina.
Schopenhauer no es el único violento; muchas de las preguntas que se hizo Rosario Castellanos en su tesis sobre la inexistencia histórica de las mujeres en la cultura, y que con aplastante mordacidad lo plasma en El eterno femenino, coinciden no poco con las de Schopenhauer.
Es fácil, demasiado fácil explicarse la misoginia del filósofo, cuando en las biografías, extensas y profundas lo mismo que en las elementales, se habla del rompimiento con su señora madre, a la que se califica como “una novelista muy estimada en su tiempo” (Historia de la filosofía, Francisco Repetto Milán, Mérida, 1963;) y se dice de ella que “era de temperamento alegre y muy sociable, interesada en la literatura y todo cuanto se relacionara con el arte; fue autora de varias novelas y ya en su viudez fundó un salón literario, al que acudía con frecuencia Goethe… Schopenhauer heredó [de su madre] la sensibilidad artística y el gusto por la actividad intelectual…” (Doce mil grandes, volumen 8, Filosofía y religión, Promexa, 1982).
Sin embargo, no habíamos tenido oportunidad de leerla, de comprobar las relaciones tirantes entre ellos, y entender (un poco) las razones de la misoginia de Schopenhauer.
Acaba de llegar a las pocas librerías que quedan La nieve, de Johanna Schopenhauer (editorial Periférica, número 14 de la colección Biblioteca Portátil, Cáceres, España, 204 páginas, incluyendo Introducción y Posfacio de Luis Fernando Moreno Claros, también traductor del relato; es de resaltar la rapidez con que nos llegó, pues el libro fue impreso apenas en octubre de 2007).
Es de temer que, en mucho tiempo, sea el primer libro de ella disponible en español; ni el Diccionario de Literatura (Penguin) ni el Diccionario de Literatura Universal la consideran; es rescatada en una colección que publica obras poco conocidas de autores renombrados.
Los dichos sobre la enemistad entre el filósofo y su señora madre hicieron creer (es culpa nuestra, no de los biógrafos) que era una rivalidad entre una mujer talentosa y su hijo talentoso pero no dotado para la literatura sino para la filosofía.
La nieve es un libro que, como todos los de autores noveles, habla más del autor que de sus personajes; Manuel Puig se quejaba de que los escritores contemporáneos estaban condenados a que críticos y buenos lectores supusieran que ellos eran los protagonistas de sus libros, que todos son Madame Bovary. En el caso de Johanna Schopenhauer no hay ninguna duda: ella es la protagonista de La nieve, aunque no haya vivido lo mismo que se narra en el relato.
La anécdota es cursi, exagerada e inverosímil; si tuviera sentido del humor y de la tensión dramática, podría parecerse a las novelas de Ross McDonald en que todos los personajes están emparentados y movidos por rencores muy antiguos; pero no, la trama de Schopenhauer se asemeja más a una telenovela; todos los personajes resultan con lazos familiares y todos con la pena de tener un antepasado manchado por la vergüenza; todos pertenecen a la nobleza (en vías de extinción ya desde entonces), además de ser nobles de corazón, con habilidad artística (música, pintura, letras), con sensibilidad, sin problemas económicos, y los que se dedican al comercio son almas gemelas de los artistas; además del maniqueísmo, la autora tiene una tendencia por los adjetivos que sólo consiguen que el lector no se crea nada. Además, cuando no sabe qué hacer con alguno de los personajes, recurre al mismo truco que Zevaco: hace que se desmayen o son presa de una angustia insoportable y huyen de la escena.
A lo tedioso de encontrarse con personajes intachables, ejemplares, intensos, uno debe toparse con que por mucho que amen, son incapaces de mostrarse el amor más que con el sacrificio: casándose con hombres mucho mayores y con inferioridad física (feos, supónese que repulsivos aunque tengan varios hijos con ellos), celosos y con tendencia a ser cornudos, y si no lo son es por que ellas son virtuosas (sólo por omisión, porque están que se queman por entregarse, pero se aguantan).
Como la autora, la protagonista es la anfitriona (huésped, en el lenguaje de entonces) de una tertulia que acoge a lo más granado de la sociedad (para retomar un lugar común), y en una de las sesiones un hombre ya viejo (no se dice su edad, pero para los estándares de entonces debe andar por los 50 años) cuenta la historia de su mejor amigo, un joven talentoso, bello, incorruptible que además hace que todas se enamoren de él, aunque él sea incapaz de la seducción, ni siquiera de corresponderles (al estilo de Pedro Chávez y Luis Macías en ATM y ¿Qué te ha dado esa mujer?), hasta que se enamora de una mujer que, por una promesa hecha a su padre, no puede casar más que con el hijo de un amigo que, sin querer, mató a la hermana mayor de ella. Pero aunque el marido no le resulta tan repulsivo, de cualquier manera se enamora del joven talentoso, y es capaz de resistir la tentación carnal, con consecuencias fatales que, pa’ molarla de acabar, les cae la maldición de la maledicencia, y no sólo mueren sin “llevar su amor hasta las últimas consecuencias”, sino que echan a perder la vida de todos los que los rodearon, incluida una joven tan virtuosa que no posaba sino acompañada de un familiar, pero que al final de la historia aparece con una hija de la que no se revela quién es el padre, lo que añade una picardía involuntaria al texto, y además enreda tanto las cosas que termina siendo la hija adoptiva de una mujer casada con su concuñado, y sin que ambos lo supieran. Pero el enredo no es divertido.
También como la autora, la protagonista casa con un hombre mucho mayor y dedicado a otros asuntos no tan artísticos.
Los rasgos autobiográficos son lo de menos; lo importante es cómo delata sus ambiciones, la autoindulgencia, la idealización de su ámbito, de su vida, de su personalidad; casi todos los autores muestran rasgos suyos en algún personaje, no necesariamente el principal, pero Schopenhauer carece de autocrítica y de humor.
Es cierto que no era profesional, o lo era en un sentido peyorativo; de hecho, en esa época (primera mitad del siglo XIX) pocos lo eran, y mucho menos había muchas mujeres que se dedicaran a escribir; pero sí lo era porque, en su viudez, nos informa el prologuista y traductor Moreno Claros, perdió, o dilapidó, o fue despojada, de su herencia, y su manera de conseguir ingresos, aparte de bajarle la dote a su hija Adele (lo que la condenó a la solteronía), fue escribir este tipo de historias; se entiende que haya sido popular: las tramas siguen siendo las de la literatura barata y popular: sentimental, en las que triunfa el amor aunque los amantes no; malas películas, malas telenovelas, malas series televisivas, se alimentan de estas anécdotas, sólo que ahora añaden desnudos, palabras altisonantes y referencias a los políticos de moda.
Se entiende que Schopenhauer y su señora madre se hayan distanciado: ella representa todo lo que a él le parecen defectos: la habilidad del disimulo, la sensibilidad que hace imposible el acercamiento a lo abstracto, el arte de engañar y de administrar, la incapacidad para el pensamiento profundo, la cursilería, la carencia de originalidad.
Sin embargo, Johanna Schopenhauer era una buena narradora, y pese al maniqueísmo y a la cursilería, el lector termina de leer esta subtrama: su habilidad narrativa hubiera merecido un mejor resultado: una buena novela.
A la belleza de la edición hay que reprochar que no hayan sido estrictos con la traducción, con la corrección de estilo (un par de veces permite “desaparecibido”) y con la corrección de galeras, que aunque limpió todas las erratas y las moscas, permitió algunas malas divisiones silábicas (hay un "círculos" mal dividido que “me distinguían de una manera que me abrumaba y abochornaba”, dice el narrador); no hay división entre los personajes y el lector debe adivinar quién habla, además de cajas y callejones que distraen de la lectura. Detalles en los que cada vez se fijan menos los editores.
En fin, que Schopenhauer tenía razón.

martes, 6 de mayo de 2008

Harrison, ¿mejor que Lennon y McCartney?

Desde 1963, cuando comenzó el fenómeno mercadotécnico y publicitario llamado beatlemanía, George Harrison fue conocido como el tercer miembro del grupo; le dijeron “el cantante invisible” porque era opacado por John Lennon y Paul McCartney, y como un compositor discreto que a veces podía alcanzar grandes alturas (de hecho, cuando su “Something” asombró al mundo, fue puesto en el lado A de un sencillo, y por primera vez una pieza suya desplazaba a una canción firmada por Lennon-McCartney –en este caso, “Come together”, de Lennon).
Cuando los etiquetaron (Lennon el intelectual, Paul el ambicioso, Ringo el bufón), a él le tocó el papel del discreto pero egocéntrico, lo que fue confirmado, asegún, por su canción “I, me, mine”, y que él agravó llamando así a su autobiografía, leída por pocos por su tiraje limitado.
Y para que más le doliera, su eficacia como guitarrista fue puesta en duda cuando proliferaron los solistas virtuosos, tipo Jeff Beck, Jimmy Page Jimi Hendrix y su amigo del alma (¿para qué quería enemigos?, llegaron a decir) Eric Clapton. Él en cambio era disciplinado, discreto, no usaba mucho los solos muy prolongados.
Pero eso era antes, como dicen los clásicos. Ha habido muchas revaloraciones de Harrison, su música, su actuación como guitarrista de Beatles y como solista, además de que se supo de todas sus aventuras con Doris Troy, Billie Preston, Nilsson, además de sus colaboraciones con Dylan.
Después, su proyecto de Travellin’ Wilbury, con dos discos, uno de ellos magistral, y hace ya ocho años se supo de su enfermedad que afrontó con una serenidad de la que no fueron capaces sus seguidores, y que demostró con un último disco bastante bueno, y colaboraciones y la reedición de sus álbumes, con agregados y demos aceptables.
Su intervención en un disco de Jim Capaldi hizo parecer que no estaba enfermo de nada, y que su calidad se debía no sólo a su capacidad, sino a sus ganas de vivir.
Su muerte provocó homenajes, conciertos en su honor, más reediciones de sus discos; por eso extraña la aparición de While my guitar gently weeps. The music of George Harrison, de Simon Leng (Hal Leonard, 2006, pero no ha circulado casi nada; en la contraportada se afirma que hay versión en español, pero no en nuestras muy precarias librerías; a ver si se componen con la nueva ley, si es que no es demasiado tarde), donde el autor nos culpa de no saber escuchar a George, de ponerle más atención a los sobrevalorados John y Paul (son conceptos suyos, no nuestros), de pasar por alto obras maestras del mejor de los cuatro beatles, y a continuación llena 332 páginas en donde insiste en que debemos escuchar todos los discos, y aceptar que hemos sido unos pazguatos por no haber entendido nada desde 1963.
El libro carecería de interés, porque Leng evidentemente se pasa con los elogios a Harrison, aunque pierde de vista muchas cosas; por ejemplo, asegura que el complot entre George Martin (¿agraviado acaso porque cuando pidió que dijeran –en la primera sesión en los estudios de grabación— qué necesitaban o si estaban inconformes con algo, el insolente de George –el menor del grupo— dijo a Martin que, para empezar, su corbata?), Lennon y McCartney, impide escuchar la maestría de Harrison y la tapan con armónicas, coros, voces que opacan su guitarra, y que eso se puede escuchar y palpar (bueno, casi) en por ejemplo la versión de “And I Love Her” incluida en Anthology (esa edición que oficializa la piratería), que, dice, es mucho mejor que la grabada.
Pero Leng no es capaz de escuchar y disfrutar el excelente solo de guitarra acústica de Harrison en esa pieza, la versión oficial, calcado prácticamente del primer movimiento de la Sonata 14 de Beethoven para piano.
Así, insiste en que Lennon y McCartney se la pasaron opacando el talento de Harrison, al extremo de que Paul aprendió a tocar requinto nada más para quitar la intervención de Harrison en algunas piezas, como en “Another girl”, para grabar solito “Why don’t we do it in the road?”, o para dejarlo hasta el final en el duelo de requintos en “The end”.
Afirma Leng que a Lennon le dio tanta envidia la excelente actuación de Harrison en Revolver, que a partir de entonces no volvió a tocar más que en tres canciones de Harrison (“The inner light”, “While my guitar gently weeps” y “For you blues”), pero no sabe hacer cuentas, porque Lennon tocó la pandereta (un instrumento que dominó mejor que el mismo Ringo) en “Blue jay way”, se encargó de los sonidos especiales en “Piggies”, tocó guitarra acústica y piano en “Long, long, long”, entabló con Harrison un duelo (amistoso) con requintos en “Savoy truffle”, abordó el piano en “Only a Northern song” y en “It’s all too much”, en la que además hizo armonías vocales junto con Paul; también tocó requinto en “Something”, guitarra acústica en “Old brown shoe”; además, lo llamó para que lo acompañara en “Cold turkey”, para que estuviera en varias piezas en Imagine, y formaron el cuasibleatles en “I’m the greatest”, y según el mismo Leng, tocó guitarra acústica, sólo que sin crédito, en “If not for you”, de All thing must pass.
Leng carece de objetividad, y le perdona incluso los discos aburridos, como la mitad de Livin’ in the material world (con todo y que hay piezas excelentes), todo Dark Horse y Extra Texture; en cambio, no entiende Electric sounds, mucho más merecedora de atención, pero no apta para maniqueos.
Leng es indulgente con Harrison, aunque dice que Lennon y McCartney son autoindulgentes; no considera que los muchos experimentos que hizo no fueron tan logrados como hubiera querido, y que incluso cuando se soltó el pelo, se contuvo; entonces, discos como Somewhere in England, George Harrison y Cloud Nine son fallidos (no malos) por falta de continuidad; tiene razón Leng cuando dice que Harrison es mejor cuando se deja llevar por su sentido del humor (Gonna Troppo), pero no advierte que éstos son momentos aislados, que demasiadas veces se tomó muy en serio. Y sus defectos, como su voz que tiende a ser monótona, y que insistió en ser multiinstrumentista cuando su habilidad estaba fundamentalmente en la guitarra y a veces en las percusiones, pero no como tecladista.
Valen mucho la pena en cambio los datos que aporta, como detallar qué músicos tocan qué instrumentos en cada canción (pero se limita a las compuestas por Harrison, cuando debería haber incluido sus muchísimas colaboraciones buenas y malas); cuando devela algunos misterios al aclarar que Eric Clapton no participó en Dark Horse, y menos en “Bye, bye, love”, como se ha especulado e incluso afirmado (lo que hace Harrison en esa canción es decir que Patty y Eric Clapton “se hicieron un favor” pero que “George” estuvo en todos los instrumentos, y agrega un irónico “What!”; no hay que olvidar que, dolido como estaba de todas las mujeres, cambió la letra para ser irónico con ellos, y no suena sincero cuando desea que les vaya bien; se ganó que Clapton le contestara que nomás era un cambio de paraguas), o con la enumeración de las piezas en que interviene Steve Winwood en George Harrison, dato que ni siquiera se incluye en las discografías de Eric Clapton y de Winwood. Y verifica que no sólo Clapton le pedaleó la bicicleta, también Ron Wood.
Es decir, acierta como cronista, pero no como crítico; por ejemplo, no enumera las casi coplas de retache entre Harrison y Clapton que se dieron en los discos de Ringo y que terminaron en 33 1/3, bastante divertidas aunque ahora, ya pasados los años, pareciera que los “guitar in law” y “husband in law” nunca se pelearon, pero claro que le dolió, y como consecuencia, Harrison hizo los discos menos buenos de su carrera (hasta que se encontró con Olivia Trinidad Arias).
También falta una buena discografía; la que hay es muy somera, no trae datos, y olvida algunas colaboraciones, como las que hizo con Ringo en Rotograbado (esos primeros discos de Ringo tienen el tinte del resquemor; no hay que olvidar que Harrison se declaró enamorado de la señora Starkey); en cambio afirma que participa en Delaney & Bonnie & friends on tour with Eric Clapton, en donde todos reciben crédito pero no George.
Otro detalle importante es que cuando comenta los discos no se refiere a la música, sino de manera muy vaga, o demasiado especializada (dice en qué tono canta o toca ciertas piezas); en cambio explica las letras; quien conoce los discos de Harrison sabe que tiene buenas letras, pero su significado es demasiado claro, no tiene las herramientas poéticas de Lennon ni los mensajes en clave de McCartney; Leng se pasa explicando lo que no requiere explicación.
En una discografía comentada como que no caben las fotografías, y menos las que se incluyen en el libro, muy conocidas por los seguidores de Beatles y de Harrison en especial; y su bibliografía es demasiado elemental; con decir que no menciona ni siquiera las más conocidas biografías de los demás exbeatles, ni los libros de Russell, indispensables para escuchar bien a los Beatles.
Y algo más: la muy mala encuadernación y las erratas que abundan (a Klaus Voormann le cambia el apellido con frecuencia, por ejemplo) no justifican su precio tan alto.

(Mi amigo Miguel Ángel Morales –¿cuánto hace que no nos vemos? ¿30 años?— comenta que me equivoqué en el nombre de Rafael Aviña en mi reseña del libro sobre David Silva, por confiarme a la memoria; lo peor es que tenía el libro enfrente, y ya no sé si me equivoqué al teclear o el corrector de la computadora lo cambió y no revisé bien, porque ni modo de confundir a Aviña con David Viñas; no hay modo. Gracias a MAM.)