sábado, 17 de febrero de 2007

Un genio desconocido

Eduardo Mejía

¿Qué tienen en común Ray Charles, Paul Simon, Eric Clapton, Dr. John, Elton John, Joe Cocker, Kenny Loginns, Leo Sayer, Stanley Clarke, Peter Cetera, Stevie Wonder, Quincy Jones, Robbie Robertson, Andy Summers, Michael Jackson y Trini López? ¿Y ellos qué tienen que ver con Barry Manilow, Henry Mancini, Rubén Blades, Ricky Martin, Luis Miguel, Plácido Domingo, Armando Manzanero, José Luis Rodríguez El Puma, y Ricardo Arjona? ¿Y cuál es el parentesco entre Barbra Streissand, Bette Midler, Joan Baez, Aretha Franklin, Ella Fitzgerald y Olivia Newton-John, y además entre Marta Sánchez, Patricia Manterola y las ninfetas de RBD?
En esta aparentemente disímil lista de músicos de extraordinarios a pésimos, de jazzistas, roqueros, y de cantantes prefabricados, hay un elemento que todos comparten: que para todos ha tocado el músico mexicano Abraham Laboriel.
El apellido nos suena, porque su ¿hermano, primo? Johnny Laboriel desde finales de los años cincuenta irrumpió en el ámbito musical mexicano, con uno de los conjuntos pioneros, Los Rebeldes del Rock, luego se convirtió en solista, y se presenta en diversos escenarios incluso en estos momentos; Ela Laboriel anduvo un rato en teatros, cafés cantantes y en televisión; el hijo de Abraham, del mismo nombre, ha acompañado igualmente a Eric Clapton, Paul McCartney y otros (de él habría que hablar más extensamente), pero como baterista, mientras que Abraham es uno de los más prestigiados bajistas en la actualidad, aunque también toca guitarra y percusiones.
Para los conocedores, su nombre está presente, pero para quienes no revisan los créditos en los discos, es desconocido, o se pierde entre una multitud de quienes acompañan a los protagonistas principales de los discos; según varias biografías, Abraham Laboriel, mexicano nacido en el Distrito Federal en 1947, debutó a los diez años de edad en un conjunto llamado Los Traviesos, en otra época Los Cuatro Traviesos, después Los Cinco Traviesos (con su hermana Fanny y con Sagrario Baena), y los Lollipops, en donde la estrella era Fanny Laboriel; finalmente en un conjunto llamado Los Vectores. Nada de tanto renombre como el obtenido por Johnny, de quien se siguen escuchando en muchas estaciones sus clásicas “Melodía de amor”, “Bote de bananas”, “Siluetas” (durante mucho tiempo pensé que era una canción absurda, que cómo era posible que el narrador se equivocara de casa, hasta que caí en la cuenta que, por la época en que se escribió la canción, estaba hablando de los multifamiliares, que fueron de los primeros condominios en la ciudad de México; en esos condominios –los Juárez, los Alemán, los de Nonoalco-Tlatelolco, aunque éstos fueron posteriores a la canción, sí era posible y hasta probable confundirse no sólo de número sino hasta de piso), “Rock del angelito” (“baja ya, baja ya”, dice el coro, y muchos hacían el chiste de que se lo habían cantado al Ángel de la Independencia en julio de 1957, cuando el temblor).
Pero desde mediados de los sesenta, casi adolescente, Abraham llegó a Estados Unidos y allá ha realizado una carrera deslumbrante, porque ha participado en la grabación de más de tres mil discos (poco menos de cien al año, casi uno cada tercer día), aunque sólo tres están firmados por él, y en donde es acompañado por muchos músicos de renombre, como los bateristas Steve Gadd –célebre por sus participaciones con Paul Simon—, Jim Keltner –escúchense sus trabajos con John Lennon, George Harrison, Eric Clapton; es quien toca al alimón con Ringo en el concierto de Bangla Desh.
Las marcas disqueras tienen una planta de músicos a los que invitan o fuerzan a trabajar con solistas o con conjuntos no tan diestros con los instrumentos; se sabe que algunos conjuntos necesitaban la ayuda de mejores músicos que ellos para afinar el sonido y que pocas piezas de los Monkees las grabaron ellos; en la más célebre de sus canciones, “I’m a believer”, el bajo lo toca Carol Kayes, quien hizo el mismo trabajo para Joe Cocker en “Feelin’ Alright”; en otro disco, su mejor trabajo, Headquarters, participan Neil Young, Stephen Stills y hasta Frank Zappa; otro conjunto famoso, Herman Hermits, debió ser auxiliados nada menos que por Jimmie Page y por John Paul Jones en la mayoría de sus discos, excepto en sus dos canciones más célebres, “Mrs. Brown, you’ve got a lovely daughter” y en “I’m Henery the VIII”, en las que curiosamente sí tocan ellos (los datos sobre esto último, según NME, la mejor enciclopedia sobre rock).
Abraham Laboriel es un músico de estudio de gran calidad, un mago del bajo, como lo califican quienes han sido acompañados por él, y seguramente uno de los más solicitados. Gracias a él se oyen mejor trabajos medianos, y es su instrumentación lo que hace audibles discos tan poco atractivos como el más reciente de RBD o los de Luis Miguel, que si tienen algún mérito es precisamente la instrumentación, la musicalización.
Su habilidad lo ha hecho indispensable para cientos de cantantes y conjuntos de, como vimos en esa nómina parcial, extraordinaria calidad, y que a sus casi 60 años de edad se mantenga en forma extraordinaria, inventivo, como lo demuestra en ese asombroso disco de Simon, Surprise.
Tal vez Abraham no sea famoso, pero su prestigio es mucho más sólido que el de Johnny, quien para permanecer debe repetir hasta el hartazgo lo que hizo hace casi 50 años.

jueves, 8 de febrero de 2007

Actualidad de Kafka

Eduardo Mejía

Asombra que La metamorfosis, de Franz Kafka, uno de los textos más complejos y ambiguos que se hayan escrito, sea lectura de adolescentes, pero es uno de los más gustados en preparatoria y bachillerato, pese a que siempre se le ha malinterpretado y, como sucede con todos los clásicos, se ha convertido en un lugar común y se le ha desprovisto de toda su carga subversiva.
La anécdota es conocida incluso por quienes no la han leído, y minimizado por quienes la leyeron para saber de qué se trataba; es uno de los libros más conocidos, y editado muchas veces por Porrúa, con un espléndido prólogo de Milan Kundera, vertido al español por Ernesto Rodríguez Arias; existe una edición nada mala, en Planeta, traducida por Miguel Salmerón, y la versión clásica es la de Losada, ahora reeditada por Oceano-Losada, con la excelente traducción de Jorge Luis Borges, insuperable por el lenguaje fluido, exacto, que parece tanto de Kafka como del mismo Borges.
¿Por qué aparece ahora una edición de Era, con buena traducción y prólogo mínimo del novelista de moda César Aira? ¿Cómo pretende superar a Borges? ¿Es menosprecio del pasado, como con las pésimas traducciones de Joyce y de Proust cuando existían otras excelentes? Como aparece en la nueva colección Bolsillo Era, no contiene más que el texto de La metamorfosis, mientras que la edición de Planeta añade otros relatos de animales; la de Losada algunos de los cuentos de La muralla china y la de Porrúa (en colección “Sepan Cuantos…”), El proceso y textos aledaños. Desde luego, no es por la comercialización: los profesores y los estudiantes seguirán prefiriendo las otras ediciones.
El motivo de la nueva edición es que éstos son momentos de leer a Kafka de diferente manera, porque los tiempos son muy distintos, tal vez más cercanos a la tensión política y de incertidumbre social y económica en que vivió Kafka que cuando lo tradujo Borges y que cuando lo editó Porrúa (la de Planeta es mucho más reciente).
Borges lo rescribe en 1943, cuando se vislumbraba el final de la Segunda Guerra Mundial, y se vive el comienzo del derrumbe nazi; la de Porrúa es de 1985, de incertidumbre económica pero un poco más estable en cuestión política.
Kafka la escribió en 1912, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, y en medio de conflictos irresolubles de nacionalidad; es checo, es judío, escribe en alemán; son tres características que se contraponen; ¿a qué se debe más fidelidad: a la idiosincrasia, a la personalidad, a la ética o a la vocación?
En su estudio introductoria, Aira recalca que Kafka vio en La metamorfosis un texto cómico, y compara la situación del protagonista Gregor (Gregorio, en la traducción de Borges) Samsa, con las que se viven en programas televisivos como Alf (o Mister Ed, pero a éste pocos lo recuerdan); Max Brod, amigo y protector de Kafka, relata que el escritor se revolcaba de las carcajadas al narrar las peripecias de sus protagonistas.
En efecto, son bastante cómicas, mientras no las viva uno; eso de ser juzgado por algún delito tal vez real pero del que uno no sabe que sea delito; eso de que se le impida el paso al castillo exclusivo para uno; eso de perder la identidad y convertirse en masa, es terrible; sin embargo, ya se ha vuelto lugar común en la burocracia mexicana, porque quien tiene que hacer trámites irresolubles se encuentra con alguien a quien se le ocurre que falta algo más, alguien quiere imponer su autoridad porque es la única manera de sentirse importante; hay alguien que se aprovecha del mérito de los otros; tanto, que ya también es un lugar común lo de calificar a Kafka como escritor mexicano costumbrista, sin darle el crédito al autor de la frase, el abogado Alejandro Palma, como nos lo hace saber Gabriel Zaid.
En la nueva traducción de Aira hay diferencias con las anteriores; Borges dice: “Estos madrugones lo entontecen a uno por completo”; Rodríguez Arias: “Este tener que madrugar, pensó, lo estupidiza a uno”; “Levantarse temprano lo vuelve a uno completamente idiota”, dice Salmerón; “Es madrugar tanto lo que idiotiza a uno”: Aira.
No es cuestión de estilo, sino de matiz; cuando está a punto de desatarse la crisis, cuando van a descubrir la metamorfosis, Rodríguez Arias escribe, al definir la situación laboral de Samsa: “¿Es que los empleados, todos sin excepción, no eran más que pillos?”; Salmerón: “¿Es que todos los empleados eran canallas?”; “Borges: “¿Es que los empleados, todos en general y cada uno en particular, no eran sino unos pillos?”, Aira es más contundente: “¿Tenían que ser tratados como delincuentes todos los empleados, sin excepción?”. Para esto, ¿valía la pena la nueva traducción? Sólo si se le observa desde un punto de vista político.
La trama, divertida o angustiante, no refleja más que una situación: la que vive el hombre que es diferente de los demás.

(Una versión levemente distinta fue publicada en El Financiero, en la columna El sabueso de las Baskerville)

viernes, 2 de febrero de 2007

Manjares que desaparecen

Baúl de Recuerdos

Manjares que desaparecen

Eduardo Mejía

Los domingos la gente se despertaba por los gritos en la calle; ya no eran los pregones que anunciaban flores y plantas (las casas en los años veinte y treinta, incluso las vecindades, tenían corredores para poner plantas que nutrieran de oxígeno) o animales (había espacio para criarlos, o cocineras que no se tentaban el alma para matarlos retorciéndoles el pescuezo y luego cocinarlos y comerlos sin remordimiento), o yerbas.
Para los años cincuenta y se sesenta aquellas ofertas a gritos parecían poéticas, y las que nos despertaban, prosaicas, vulgares y poco elegantes; en vez de “chichicuilotitos viiiivos” o “mercarán sus flores”, el pregón era “tamales, calientitos los tamales” (por la mala dicción generalizada, perpetuada ahora por los locutores de televisión, parecía que decían “tamalés”).
No importaba el mal uso del idioma, que faltaran verbos, ni que sólo anunciaran el productor ni la variedad de ellos; la sirviente o el hijo mayor, o los padres hacendositos tomaban un platón y bajaban antes de que se alejara el vendedor, que transportaba sus productos en un triciclo con tarima., en la que ponía el bote que conservaba calientitos los tamalés.
Así, durante mucho tiempo se conservó parte de la tradición culinaria de desayunar caliente y antojitos mexicanos, en vez de entregarse a la contaminación alimentaria yanqui, o sea los hot cakes. Los tamaleros ambulantes sólo ofrecían las variantes clásicas: rojos, verdes y de dulce.
Así, comenzaba a desaparecer una de las más interesantes modalidades de los tamales, los de manteca, y se fue quedando sin sentido el refrán “de chile, de dulce y de manteca”, que quería decir que había de todo, como antes en las boticas.
Se podía ir a los mercados, en donde en un comal ancho y hundido en medio, se freían unos tamales rellenos de frijoles, o de frijoles enchilados, y que llevaban un tanto crudos. Esos tamales “encuerados” provocaban un colesterol que uno desconocía fuera tan peligroso.
En las noches, afuera de las panaderías, se colocaban los mismos vendedores, en una especie de chantaje culinario.
Pero las tiendas que se dedicaban a la venta de estos productos ofrecían una mayor variedad que la de los tricicleteros: de elote, de queso, de piña, yucatecos (éstos, en hoja de plátano, y por lo tanto más caros). No en todos los sitios había veracruzanos o chiapanecos, y los yucatecos eran mucho menos picosos que los hechos en casa, que provocaban ardor en los oídos. Los oaxaqueños, en cambio, son como los helados de vainilla: simples, monótonos, incombinables, pero autosuficientes.
Los tamales parecían eternos; incluso hubo un caso de nota roja que provocó una caída en las acciones de tal alimento, cuando una mujer hizo su relleno de carne humana (poco después, otra aprovechó la receta para variar el sabor de un pozole que, antes de conocerse su contenido, fue muy popular por su rumbo).
Se sabía que había lugares donde los hacían más sabrosos que en otros lados: los chiapanecos de la calle de Durango, los yucatecos de la Narvarte, los oaxaqueños de la Roma, los de mole, a una cuadra del parque México, los de elote de Peralvillo, los veracruzanos del Centro, afuera de la cantina de Revillagigedo, los de frijoles de Tacaba.
Algunos restaurantes los ofrecían como platillo fuerte, y no faltaban en los desayunos y meriendas: los de la calle de Tacaba, los de La Rica Leche, los de El Vaso de Leche. En las terminales de los camiones siempre había una mujer que ofrecía tortas de tamal acompañadas de champurrado.
Aunque subsisten los tricicleteros, ha disminuido su número, han cerrado muchos locales, o se limitan a los más elementales verdes, de dulce o de rajas (ya no hay rojos); en los restaurantes han perdido clientela y uno se arriesga a comerlos desabridos, pasados, sin relleno, o con mole artificial excesivamente achocolatado.
Y como siempre, de no ser por las clases populares, estos manjares que significaban la perpetuación de la comida mexica, habrían desaparecido por completo, o su venta estaría tan limitada como su pariente lejano, las cofundas (hay que ir a Morelia para comerlas, porque aquí no hay, ni los turistas traen).

(Tomado de Baúl de recuerdos. Sabores, aromas, miradas, sonidos y texturas de la ciudad de México, Eduardo Mejía, Editorial Oceano, 2001, pp. 21-22.)