lunes, 25 de abril de 2011

Las mejores actuaciones de Pedro Infante (que cante, que cante)

Entre las más de 300 canciones que escribió y cantó John Lennon destacan dos, no porque sean las mejores (aunque están entre ellas) ni porque sean emblemáticas de su vida y de sus pasiones (aunque reflejan una de sus etapas más complejas): “I’m only sleeping” y “I’m so tired”; destacan por la manera en que las grabó. Ya se sabe que los Beatles experimentaron muchas cosas para grabar, desde la sustitución de los instrumentos tradicionales del rock, hasta la forma, la estructura y los tiempos de las canciones; también se sabe que no siempre fueron autobiográficos, aunque la mayoría de las veces fueron sinceros (y contradictorios: ¿cómo puede ser sincero alguien que lo mismo escribió “You can’t do that”, “I’ll cry instead” y “Run for your life”, pero también “Woman”, “Jealous guy” y “Woman is the nigger of the world”?). Pocas veces fue Lennon tan sincero como en estas dos canciones: para mostrar en la primera que sólo quería estar durmiendo, que le daba pereza seguir con el ritmo frenético de los primeros años del conjunto (incluso es la etapa en que no toca tantos instrumentos, ni siquiera la guitarra rítmica, y a veces sólo tocaba maracas o pandereta, y en otras sólo cantaba) la grabó acostado boca arriba; para la segunda, según los testimonios, para mostrar el cansancio que narra la canción, salió de los estudios, dio dos o tres vueltas a la manzana a paso veloz, o trotando, y llegó a echarse boca abajo, y así cantó “I’m so tired”; y es notorio que la voz en ambas piezas es muy diferente a la que le sale en otras canciones, como “Help!”, hablando de la primera, o de “Sexy sadie”, de la segunda.
No puedo dejar de pensar en esos ejemplos cuando oigo que Pedro Infante canta con exactamente la misma voz “No volveré” (“Te lo juro por Dios que me mira”, una extraordinaria pieza de Esperón y Cortázar, los autores de “Ay Jalisco no te rajes” y “El apagón”) y “La verdolaga”, del gran compositor Rubén Fuentes con Alberto Cervantes, ambas en El inocente. La primera habla de la renuncia a un compromiso amoroso, roto por una desilusión, y frente a una situación irreversible: ella se ha ido (“cuando lejos te encuentres de mí, cuando quieras que esté yo contigo”) y él se hace el propósito inalterable de no regresar con ella, aunque tenga que recurrir a todo para cumplirlo (“te lo digo llorando de rabia: no volveré”); la segunda en cambio da consejos de cómo tratar a las mujeres, en general, sin comprometerse con ninguna; propone los cariñitos de un instante a los que no hay que volver a verlos; instantáneas deben ser esas relaciones: que cuando ya “se te acaba”, con un jalón se acaban (las insinuaciones sexuales son demasiadas como para que sean involuntarias e inocentes; habla de las mujeres “solteras o con marido” que son siempre buenas, y el personaje se confiesa experimentado: “no me gusta lo corriente [¿], consumo de lo mejor”; ¿cuáles serán las corrientes?). La primera es una canción triste, desesperanzada, que narra un rompimiento definitivo, mientras que la segunda es alegre, vivaz; el tono de Infante es prácticamente el mismo en ambas, y la diferencia la marca el ritmo de las piezas. Peor aún: la primera la canta sentado, dando la impresión de que está acompañado de una bebida alcohólica (aunque el personaje Cutberto Gaudazas se confiesa casi abstemio); la segunda, acostado boca arriba, bajo un automóvil en compostura, asomándose y volviendo a esconderse, y es interrumpido por Pedro D’Aguillón y otros dos mecánicos, integrantes del trío de los Hermanos Samperio, que componen autos, bailan y hacen coro a esa canción. En ningún momento se le altera la voz a ninguno.
El error no es de Infante, sino de la dirección; Rogelio González debió saber que no es lo mismo cantar dolido que adolorido, y que la voz es diferente si se canta acostado o de pie; tampoco es error sólo de esta película; en Pablo y Carlina canta “Mi amigo el mar” mientras lo tironean y lo obligan a empujones a salir a escena, con cierta violencia, y la voz no se le altera ni tantito; Rogelio González tuvo un poco más cuidado al poner a cantar a Infante supuestamente briago en La vida no vale nada, pero el buen efecto logrado con la voz se pierde al ponerlo a trastabillar, exagerando los movimientos, sin que se altere demasiado la voz; es más convincente la actuación de briago en No desearás la mujer de tu hijo, cuando ambos Treviño Martínez de la Garza salen de la cantina y van cantando por la calle “Ábranse que vengo herido”, de manera exagerada pero no tanto como en Ahora soy rico donde canta, con sentimiento pero sin verosimilitud, “La que se fue”.
Tampoco es defecto de las películas de Infante; ni siquiera del cine mexicano, que jamás ha sido cuidadoso (excepto quizás en Mecánica Nacional, donde Lucha Villa y Gloria Marín cantan briagas “a medias de la noche te soñaba”, y se les cree que están briagas); Emilio García Riera reconoce que de cualquier piano sale el sonido de toda una orquesta, y que han sido pocos los que han cuidado ese detalle; de cualquier guitarra sale un mariachi, y de súbito aparecen los coristas; Luis Buñuel choteó esa característica en Gran casino, y donde aparece Jorge Negrete cantando, emerge el Trío Calaveras, sea en el campo, en el teatro o en la cárcel.

En los últimos meses han surgido por todos lados; a la salida de una taquería de lujo en Polanco; en las afueras del mercado de la Industrial; al lado de unos sopes en el centro; en medio de un tianguis, junto a los puestos de comida más solicitados; andan cargando un aparato de sonido portátil, o una guitarra a la que le sacan dos acordes; y uno se vuelve a verlos y a escucharlos, porque cantan igualito a Pedro Infante; las canciones son típicas, la facilona pese a sus figuras complejas “Amorcito corazón” o la más exigente “Nocturnal”; en cada aniversario del avionazo fatal surgen espontáneos que al lado de la tumba se avientan con “cariño que Dios me ha dado sin merecerlo…”; desde antes del avionazo aparecían en cabarets y centros nocturnos imitadores de Pedro Infante, Javier Solís el más célebre de ellos, y quien después de que fue aplaudido por el mismo Infante tuvo una pésima carrera cinematográfica y una decena de buenas canciones, incluida “Entrega total”, para solaz del sector de los servicios domésticos, afirma García Riera. ¿Cómo puede haber tantos imitadores de uno de los cantantes más afamados, y durante muchos años el más popular de todos los que han surgido en México? ¿Del mejor vendedor de toda la historia de la industria discográfica nacional, aunque en tiempos recientes hayan decaído las ventas? Tardé mucho en darme cuenta del truco tan sencillo, pero del que no creo que esos imitadores, de lujo o que sólo trabajan para el chivo diario, estén conscientes de qué se trata: basta con impostar la voz para que tenga parecido a la de Infante. ¿Por qué no hay imitadores der Jorge Negrete o de Jorge Fernández?

Hay mucha gente que se atribuyó el éxito de Infante; hay muchas leyendas, y difieren bastante unas de otras; entre las más creíbles es que Otaola, el siempre recordado Otaola, fue responsable de presentarlo con los hermanos Rodríguez; no lo descubrió, pero ayudó a que su carrera tomara un rumbo diferente al que parecía destinado cuando fue llevado a la pantalla gracias a su éxito en radio y centros nocturnos; han pasado casi 70 años pero no han sido suficientes para explicarse el triunfo de Infante; lo escuchamos en sus primeras grabaciones y la voz, agudísima, no es agradable; lo escuchamos en sus primeras películas, donde lo doblaban pero lo dejaban cantar, y tampoco se explica uno cómo es que tenía tanto éxito, en una época donde abundaban las buenas voces, que se han convertido en leyenda: Juan Arvizu, Pedro Vargas, Jorge Negrete, Néstor Mesta Chaires, el doctor Ortiz Tirado; ellos cantaban boleros; Tata Nacho explicaba que la debacle de la canción vernácula comenzó cuando Lucha Reyes empezó a cantar con la garganta; algo similar decía Jorge Luis Borges acerca del tango: que comenzó su decadencia por culpa de Carlos Gardel. Pero en la canción ranchera sobresalen, con mejor voz, el propio Negrete, Miguel Aceves Mejía…
Es posible que hayan exagerado; lo cierto es que la voz de Infante no tiene posibilidades de ser comparada con la de Vargas o Negrete; sin embargo, en los duelos que acometió con ellos, salió bien librado: una serenata con Negrete (y las coplas de retache) y “La negra noche”, con Vargas; hace buena segunda; en cambio, una canción que cuando la canta solo lo hace muy bien, la “Serenata huasteca”, no lo hace tan bien cuando lo opaca Matilde Ramos, “La Torcasita”, en Cuidado con el amor; Ramos pertenece a una generación de mujeres bravías con voces admirables: Lola Beltrán, Amalia Mendoza “La Tariácuri”, María de los Ángeles Loya “La Consentida”, Eva Garza y algunas otras. Lola Beltrán canta cuando menos tan bien como Infante “Gorrioncillo pecho amarillo” y “Cucurrucucú Paloma”, pero él no cantó una más difícil, que fue gran éxito tanto con Beltrán como con Mendoza, “La noche de mi mal”.
Con defectos y todo, hay muchas canciones que Infante las canta como nadie: “Que murmuren” (aunque Marco Antonio Muñiz hizo una versión muy apreciable), “Con el tiempo y un ganchito”, “Nocturnal”, “Ni por favor”, “La verdolaga”, “Noches tenebrosas”, “Pénjamo”, “El Papalote”, donde hace uno de los dos albures que se le conocen; en Los hijos de María Morales, en el puente, Antonio Badú presume: “Ése es mi hermano el chiquito” e Infante, con expresión de duda y sin soltar a su pareja Verónica Loyo, exclama “¿eh?”, como diciendo “¿mande?”.
Ésa puede ser una explicación: Infante actuaba las canciones; al escucharlas uno recuerda sus ademanes; el gesto arrogante donde toma distancia, saca el pecho, levanta a medias el brazo derecho con la mano abierta, la palma expuesta, como advirtiendo que ahí se detenga el contrincante; la mirada burlona, los ojos papaloteando en un ademán de coqueteo (“ojos de papel volando”), la sonrisa a medias, el asedio a la mujer, que si es Elsa Aguirre lo mira con desdén, si es María Félix con desprecio, si es Marga López, con arrobo pero con mohínes, si es Blanca Estela Pavón con modestia y humildad, con timidez Irma Dorantes, y si es Sara García, con orgullo y alegría. Cuando le canta a los hombres, éstos lo ven con envidia, y en ocasiones como tratando de retarlo y cantar mejor que él, como sucede con Luis Aguilar en las cintas de los tamarindos raros, y Negrete en Dos tipos de cuidado; Badú, un cantante más bien discreto aunque muy bien entonado, no se siente vencido y hasta alterna con él, con buenos resultados. Cantando muy mal, lo derrotan los hermanos Fernando y Andrés Soler, sólo porque hacen lo mismo que Infante: actúan: don Fernando, coqueteando con Virginia Serret, y Andrés tratando de restar importancia a ese hecho.
Casi cada canción que interpreta Infante en el cine es memorable: haciendo bailar al caballo Cancia; montándolo mientras lee en verso las cartas de Amanda del Llano; burlándose del llorón Luis Aguilar mientras un coro de motociclistas acompleta los versos de “¿Qué te ha dado esa mujer?”; haciéndole gestos a la rejega Yolanda Varela; bailando rondas infantiles con Silvia Pinal; haciendo una coreografía muy cachonda con “La tertulia” y en “El papalote”; tocando una guitarra de juguete y cantando “La cacería” (Conejo Blas) para los hijos de Lalo Gallardo; cantando un falsete larguísimo mientras limpia sus gafas en También de dolor se canta (algo imposible; hay que tratar de hacerlo para saber que no puede sostenerse una nota tan larga mientras se hace otra cosa, porque además para limpiar los anteojos hay que echarles vaho); mientras ordeña una vaca (también muy difícil, porque se requiere un esfuerzo y un cambio de ritmo que haría que se pierda el ritmo de la canción), conduciendo motocicleta o pedaleando bicicleta; mientras admira las piernas de una mujer (sin que le cambie la respiración, como a cualquiera de nosotros, y más si se piensa "álgame Dios"). Son escenas inolvidables. Sin embargo, al escuchar estas versiones en disco se notan graves deficiencias, de las que hablaremos en una próxima…

Todos los días hay blanqueadas en las Ligas Mayores, y ya ha habido tres o cuatro aproximaciones al juego sin hit; y eso que no han aumentado el tamaño de la lomita de pitcheo, ni han regresado a las bolas del peso anterior; sólo bastó con que comenzaran a castigar a los tramposos que toman sustancias para aumentar su fuerza; la pregunta es qué va a pasar con las marcas que impusieron tan mañosamente, cómo van a cuantificar los récords de Sosa, McGwire, Barry Bonds, Roger Clemens, y cómo van a hacer para limpiar la época y dejar limpios a Iván Rodríguez, Maddux, y volver a hacer creíble un deporte que nunca debió admitir las trampas.

lunes, 11 de abril de 2011

Las tres últimas de Pedro Infante

Cuando falleció, en abril de 1957, quedaban sin estrenar tres cintas de Pedro Infante: Pablo y Carolina, Tizoc y Escuela de rateros; una lista bastante desigual pero significativa de su carrera, que si bien tuvo altibajos, es una de las más destacadas de la industria cinematográfica nacional.
Pablo y Carolina es la más floja de las tres; fallida, vamos; producida por Antonio Matouk, que respaldó a Infante a lo largo de toda su vida en el cine, fue sin embargo dirigida por Mauricio de la Serna, cuyo máximo logro fue Las señoritas Vivanco, y los méritos no fueron suyos. Pusieron de dama joven a Irasema Dillián, muy bella pero con el inconveniente de que era tan inexpresiva como mala actriz; el reparto de apoyo, el de los actores secundarios, no era malo, pero fue mal dirigido; el mejor fue, como muchas veces, Alejandro Ciangherotti, ahora no de malo sino de alcachofa; Eduardo Arcaraz volvió a ser mayordomo medio igualado; Fanny Schiller, de madre de Dillián, cometió uno de los errores más notorios, del que da cuenta Emilio García Riera: se va a Acapulco ¡con abrigo de mink! Se desperdicia su muy bella voz en un papel prototípico en nuestro cine: la mamá distraída y más preocupada por el roce social que por el bienestar de la familia, sólo que en este caso no hay consecuencias, es decir, nada de adolescencia apresurada ni de soledad arrepentida, como los que le tocó interpretar a Lilia Michel, Susana Guízar y, por los mismos años de Pablo y Carolina, a Martha Mijares, Aída Araceli y Luz María Aguilar (ésta, salvada en pleno burdel por su mamacita).
La cinta se filmó en 1955; pocos años después comenzaría la moda del cabello masculino muy largo, y la queja de los que ya no sabían si se le aventaban a una mujer o a un hombre; en esta trama es al revés: Dillián, de alumna consentida y privilegiada de una escuela rarísima, que lo mismo da clases de taquimecanografía (útiles para las aspirantes a secretarias ejecutivas y bilingües) que monta festivales a todo lujo, como las de enseñanza media y, como se decía en los barrios bravos, de paga.
Como parte de las tareas en la difícil clase de taquimecanografía, las alumnas (entre las que se advierten a la mucho mejor actriz Alicia del Lago, a Chela Nájera y a la muy bella y desperdiciada bailarina Constanza Hool) deben escribir una carta comercial; Dillián en cambio escribe una carta de amor dirigida a un novio inexistente; por error la envía a un empresario regiomontano, que muy orondo declara, al recibirla, que no es para él sino para su hijo, y éste que tampoco, sino para su hijo, Infante, comprometido con una señorita de su medio, y para arreglar el asunto se traslada, con todo y su muy simpático acento norteño, a la capital, para imponer su ritmo, su vigor y su vitalidad, sobre todo frente al amodorrado Ciangherotti, que se levanta tarde (y sin despeinarse, vuelve a apuntar García Riera), que es eficaz pero aturdido, y frente a la señorita (según se desprende) Dillián, con la casualidad de que ella está vestida de marinerito precisamente para el festival, y entonces decide hacerse pasar por su centrado (e inexistente) hermano y no por la coqueta y desinhibida Carolina. El ritmo vertiginoso del principio de la cinta se apaga en ese momento, y queda sólo el equívoco: Infante prefiere al hombre que a la mujer, todo cuco, peinadito de lado, vestido muy formal de cadete, sin disimular ni el busto ni las caderas, ni menos lo delicadito de su comportamiento, aunque fume pipa (o simule hacerlo: nunca la enciende); Infante no se da cuenta del enredo sino hasta el final, cuando secuestra a Dillián, le roba su ropa de hombre y le pone ropa de mujer; sin embargo, el gesto es que prefiere al cadete que a la muchacha.
Es de destacar que Arcaraz repite su papel de Audifaz, que se desperdicia la grata presencia de Arturo Soto Rangel, y que los peores papeles de la cinta se reservan para los pretendientes Enrique Zambrano, Lorenzo de Rodas (aún no estrella del teatro televisivo patrocinado por Carlos V, emperador de todos los chocolates, y acompañado de la siempre llorona Carmen Molina y de una mucho mejor actriz María Douglas), sobreactuados y fuera de tono.
Lo más rescatable de la cinta son los números musicales, sobre todo “Las tres hermanas”, que Infante interpreta como despedida de soltero, pues a partir de su matrimonio sentará cabeza; ese número lo imitaba de manera sensacional Alejandro Suárez muchos años después, en Ensalada de locos.
Ni los más aguerridos defensores de Infante podemos poner esta cinta como ejemplo de sus cualidades histriónicas, y no lo ayudó Dillián, en una de sus peores actuaciones, lo que es mucho decir. Se estrenó días después del accidente aéreo en que Infante y otros perdieron la vida, y el cine Alameda (muy lejano ya de los cines de la Merced donde se estrenaron sus emblemáticas cintas del Torito) se vio abarrotado por toda clase de público, aún bajo el impacto de la muerte prematura de Infante (comenzaban los rumores de que en el avión cargaban mercancía ilegal; que regresaba presuroso de Mérida por líos de comisaría; las varias esposas en el velorio, que fue tumultuario, primero en la ANDA y luego el largo recorrido a pie hasta el panteón de Dolores, trasmitido todo en vivo por la televisión mexicana): duró nueve semanas.

Peor es Tizoc; dirigida por Ismael Rodríguez, se le catalogó como una de las mejores actuaciones de Infante, sobre todo porque la cinta fue enviada a un festival cinematográfico en Berlín, festival sin prestigio ni crédito, si le hacemos caso (y no hay por qué no) a García Riera, y allí se le otorgó, posmorten, el premio al mejor actor; eso inflamó los ardores patrios, pero era como derrotar en futbol al equipo de Guatemala (por esos años), cuando apenas podían los mexicanos empatar con el seleccionado de Costa Rica.
Carentes de rigor, muchos han proclamado que ese premio lo situaba como el mejor actor del mundo y de la historia; mucho mayor mérito tuvo el Ariel por La vida no vale nada, pero no le hacen mucho caso.
Ismael Rodríguez, uno de los directores de cabecera de Infante y quien lo condujo en varias de sus cintas más prestigiadas (las del Torito, las de los motociclistas raros, las de los primos arrogantes), quiso arroparlo con el prestigio internacional de María Félix, quien ya filmaba en Italia, en Francia y hasta alguna vez bajo la dirección de Buñuel y de Jean Renoir. Tal vez las mejores palabras para definirla sean las de su amigo (de Félix) Salvador Novo, quien afirmó que los productores agradecían la belleza indudable de María Félix, porque propiciaba que el público se distrajera con ella y no se dieran cuenta de su incapacidad histriónica.
Como se sabe, la cinta trata del amor imposible entre una catrina a la que por su belleza la comparan con la virgen (venganza de Félix: pocos años antes la increpaban en las iglesias y los sacerdotes impedían que desacralizara los templos con su presencia; Renato Leduc tiene un poema divertidísimo con esa anécdota), y un indiecito noble, ingenuo e inocente; puede que la historia de un amor disparejo no sea inverosímil; lo es la actuación de Infante; o sobreactuación, porque es, junto con el muy breve de Reportaje, los peores papeles de su vida; lo inverosímil no es el físico de Mr México, ni la estatura (Infante medía menos de 1.70, no muy bajo para la época pero sí comparado con la estatura de Pedro Armendáriz –1.85–, que le ayudó a trabajar para el cine estadounidense, en cuando menos dos inolvidables actuaciones para John Ford), sino la caminata ridícula, a saltitos, la inteligencia corta y más bien intuitiva, la simplicidad de sus conclusiones, la cara de desamparo, o de furia ante la presencia de blancos; la cinta no se salva ni por la presencia de Andrés Soler ni la buena presencia de Julio Aldama; antes al contrario, los mohínes de Félix, su expresión de arrogancia ante los admiradores de su belleza; su presencia estática, de movimientos lentos como para que se le admire más, hacen insoportable esta cinta, llena de chantajes tanto en la actuación del personaje Tizoc como la suposición de que no se le podía criticar, por la trágica muerte de Infante. Lo más rescatable de la cinta es la canción de Pedro de Urdimalas, “te quero más que a mis ojos, más que a mis ojos te quero, pero quero más a mis ojos porque mis ojos te vieron”.
Se estrenó de manera simultánea en varios cines de primera: Alameda, Polanco, Las Américas y el Mariscala, éste el menos bien situado de todos, y estuvo siete semanas en cartelera.

Mucho mejor resultó Escuela de rateros; dirigida por Rogelio González, mucho más hábil y no tan centrado en Infante como en los demás actores, la cinta tiene mucha agilidad, gracia, erotismo rosa pero contundente, una trama bien planeada, y varios actores de reparto que no sólo están muy bien, respaldan el trabajo de Infante y el de la muy bella entonces Rosita Arenas, y las canciones están muy bien, muy adecuadas.
Hay dos villanos: Luis Manuel Pelayo exagerando su personaje de Félix Amargo, no en la apariencia pero sí en el hablar rápido y casi ininteligible, haciendo de gracioso profesional, bromista insoportable y parrandero sempiterno; el otro es el argentino Eduardo Fajardo, ladrón especializado en abrir cajas fuertes (con una técnica inolvidable, produciéndose dolor en las muelas para saber cuáles eran las combinaciones), elegante que sabe perder, y que por el contrario, nunca pierde la elegancia; también, galante con cualquier mujer apetecible, y son varias las que surgen en esta cinta; Arenas, la más etérea, la menos erótica, aunque hace ciertos giros que dan fe del muy bello cuerpo, que no explota aquí (como en otras cintas), y más bien hace énfasis en su rostro bello y su actitud de dignidad, aunque una de sus frases finales es estremecedora: “me niego a seguir declarándome”, lo que hace imaginar al espectador lo que otorgará, y en qué grado, al personaje encarnado por Infante.
Hay un tercer villano, que es en donde encaja el personaje de Arenas: Víctor Valdés, encarnado también por Infante: fatuo, tracalero, aprovechado; como al principio de la cinta es asesinado, y contratan a su sosías Raúl para atrapar al ladrón, Arenas cree que se verá obligada a pagar con cuerpomático la deuda que tiene su padre con Valdés; cuando ve que Raúl rompe los pagarés que la comprometen, se conmueve: el resultado será el mismo, pero distinto el procedimiento (y el beneficiario).
Montan una farsa para atrapar al asesino de Valdés; las autoridades creen que el culpable está ligado con el robo de unas joyas en una fiesta de caridad; para ayudar y proteger a Raúl habilitan a los agentes Eduardo Arcaraz y Rosa Elena Durgel; ésta esconde un revólver en el liguero de la pierna derecha, y lo saca con frecuencia; aunque una música siniestra destaca el hecho, en realidad tanto Infante como Arcaraz clavan tremendos ojotes en las muy bellas piernas de Durgel; aparece una desconcertante Yolanda Varela, más cachonda que en sus películas con Tin-Tan, y sin el gesto de indiferencia o de asco que usa en otras muchas cintas (gesto que no pierde ni siquiera cuando se avienta un chachachá muy sabroso con Freddy Fernández en Con quién andan nuestras hijas, en una trajinera de Xochimilco); nadie previene su aparición, no se sabe de dónde llega, sólo que aparece desnuda, tapada a medias por una colcha, descubriendo sus prodigiosas piernas (“está muy rodilloncita”, le dice Tin-Tan en El sultán descalzo), y amenaza con sufrir ataques epilépticos (“una cuchara”, pide repetidamente, y con convicción), sobre todo cuando se entera que Raúl no es Víctor; también aparece una muy bella, pero no tan inquietante, Bárbara Gil, desperdiciada por el cine y esquematizada en la televisión, pero muy elegante; su personaje sí fue seducido por Víctor Valdés, e intenta matar a Raúl, creyéndolo aquél.
La cinta tiene escenas malas, sobre todo cuando Infante sufre un desmayo en la fiesta, para no demostrar que no sabe tocar el violín (que Infante sí sabía tocar, de oído); en cambio son muy buenas las escenas con Infante en bicicleta cantando la excelente estrofa “el sol sigue sin salir; será por las bombas achi [de moda por esas fechas], y yo tengo que seguir de juerga con el mariachi”, o cuando creen atrapado al ladrón, Infante y Durgel cantan y bailan subiendo y bajando de un sofá “ya atraparon al ladrón” (no con tanta elegancia como en Singin' in the Rain, pero con el mismno entusiasmo); aunque sucede en muy pocos escenarios, no se nota porque hay mucho movimiento, y está muy bien actuada por todos, en especial Fajardo, Varela e Infante.
Es muy curioso que la cinta termine con Infante desmayado, por un golpe de Pelayo, y no con una escena empalagosa besando a Rosita Arenas, ni festejando la recompensa con la que podrá enamorar en igualdad de condiciones socioeconómicas a su coprotagonista. La cinta se estrenó en octubre de 1957 en los cines Orfeón (ya en decadencia), Roble, de moda, y Ariel, a la vueltecita del Polanco; duró doce semanas, cuatro meses enteros. Allí comenzó la leyenda de Infante, con esas tres películas, disparejas entre sí, Infante se elevó de ídolo de las clases desfavorecidas y fue escalando en toda la escala social, hasta conseguir la fama del mejor actor mexicano.

Pero falta analizar sus mejores actuaciones, que trascendieron el cine y lo fijaron en la memoria de todo el público.

Me informa Carlos Ramírez que la condición de “Gavilán o paloma” no fue exclusiva de José José al describir su transformación de sometedor a sometido en una relación sado-masoquista; la frase viene en el Cuadro Histórico de la Revolución Mexicana (hay edición del Fondo de Cultura Económica), en la que Carlos María de Bustamante comenta una carta de Agustín de Iturbide a Fernando VII en la que le informa del Plan de Iguala; dice Bustamante que “las palomas [aman] a los gavilanes”, y que la prueba son los once años de guerra.

En la línea 2 del Metro, más o menos por las estaciones Chabacano y Xola, ofrecen discos que permiten hakear y romper los candados de los programas, para navegar por internet sin pagar nada. Por el Zócalo, un fayuquero reta: "que no le dé pena comprar robado".

Trivia: hay dos canciones de la época de oro del bolero mexicano que mencionan a unos personajes terroríficos de la mitología; las dos canciones, harto famosas. ¿Cuáles son?

miércoles, 6 de abril de 2011

Aventuras por una pizza

El Diccionario de Mexicanismos de Concepción Company Company registra hot-dog como mexicanismo; en cambio rehúsa darle esa categoría a pizza, en estos momentos platillo de uso tan extendido y popular como el hot-dog, aunque los establecimientos que ofrecen éste, con escasísimas excepciones, no tienen servicio de entrega a domiclio, como lo tienen la mayoría de las pizzerías. (La Vaca Negra, que tenía la oferta de los hot dogs de mayor tamaño, ya casi no existen.)
Los diccionarios etimológicos de Corominas y de Corripio, bastante confiables, no incluyen la palabra pizza en sus páginas; según las enciclopedias libres en red, la palabra se usa desde hace más de un milenio y deviene de pizzo, algo así como “mordida a un pan”; el platillo tiene más de 23 siglos, con las lógicas variantes que sufrieron a lo largo de ese tiempo; la actual forma, más o menos, es más humilde, y según se dice estaba prohibida por plebeya, pero un rey menos mandilón de lo acostumbrado se disfrazaba de pueblo para ir a comerlas.
Tal como se consume hoy parece que tiene un origen napolitano, y la más popular de las variaciones se denomina gracias a una soberana, a la que alguien, por barbearla, la “bautizó” con el nombre de ella.
La aparición de la pizza para entrega domiciliaria ha venido a simplificar sus variantes; todavía hace unos 25 años era posible encontrar algunas variantes muy ricas: en la calle de Baja California, entre Nuevo León e Insurgentes, zona hoy poco transitable, una pizzería tenía entre sus sabores una con mole, cuyos únicos inconvenientes es que no podía tener ajonjolí, y que había que comerla de prisa para que no se fuera cuajando; en San Antonio, entre Revolución y Periférico, una pequeña pizzería ofrecía una de espinacas, tan espléndida como las mejores crepas de espinacas que se podían conseguir en Plaza Universidad, y que ya tampoco son fáciles de conseguir en los pocos restaurantes que se especializan en crepas. En Tíber una pizzería en su menú ordenaba que ninguna de sus 20 variantes (la más vulgar, la hawaiana, de las pocas que sobreviven) debía comerse con tenedor y cuchillo, aunque tenían disponibles por si alguien desafiaba esa norma, de comérselas a pie, que es como dicen los cánones que hay que hacerlo.
(Hay quien come los tacos de carnitas, que tengo prohibidos durante un buen tiempo, con tenedor y cuchillo, y hasta hay quien usa estos utensilios para devorar tortas, algo que parece tan ocioso como los utensilios para aplastar los tubos de dentríficos.)
Había quien, ante las muchas variantes de pizza, escogía la más sencilla, es decir, con jamón, y la escarnecía con salsa de tomate (el verbo es de Salvador Novo, en Nueva grandeza mexicana y luego en Cocina mexicana o Historia gastronómica de la ciudad de México), la llamada cátsup o kétchup (lo que dio origen a uno de los chistes de moda; y hablando de Novo, coloca al hot-dog como un platillo tan reciente como de antes del medio siglo XX, muy posterior a las tortas Armando tan celebradas por Artemio de Valle-Arizpe; no tiene más derecho de ser clasificado como mexicanismo que las pizzas). Y hace 30 años algunos comercios las ofrecían casi con la misma velocidad que las actuales a domicilio, pero había que ir por ellas luego de ordenarlas telefónicamente; y entre los aditamentos que adjuntaban no incluían la salsa cátsup. Y pensándolo bien, eso de que haya que poner salsas de tomate o inglesa es tan absurdo como que haya que ponerle sal y limón a una cerveza para que su sabor sea aceptable.
Como es más o menos obvio, en los buenos restaurantes italianos (¿de veras son italianos? Más bien ofrecen comida con nombre italiano; sólo uno parece seguir recetas auténticas de Italia, y su propietario es italiano) tienen pizzas en su menú; muchos juran que están preparadas en horno de leña, lo que parece dudoso porque se enfrían en pocos minutos, características de los platillos horneados en microondas (la explicación de ese fenómeno la da John Updike en su novela Busca mi rostro, biografía novelada de un pintor que puede ser Pollock, en voz de una de sus mujeres). Es una buena opción para quienes dudan de la textura y procedencia de las carnes, anunciadas como filetes pero llenas de nervios, duras al dente y cuyas especias no disimulan que no son filetes; o si lo son, uno se tarda tanto en deglutirlos que termina cansado; o las variantes ya son un desafío para los estómagos castigados por la contaminación, las calles levantadas hasta sus entrañas, y por la mala comida; ¿alguien puede resistir un filete con tuétano sin consecuencias inmediatas? Salvador Novo argüía que aceptaba comidas y cenas, pero que los desayunos tenían esa característica, las consecuencias inmediatas. ¿Qué estómago actual sale indemne de un filete a la mostaza o los tres chiles? ¿Quién tiene un estómago tan sano que puede aguantar un mole poblano y unas enchiladas la misma semana?
Pero hay que saber qué pizzas comer: la Margarita es sencilla hasta la puerilidad, pero es inconcebible la hawaiana, parece invento gringo, y la gastronomía gringa es inocua, insípida (dos escritores mexicanos que se enorgullecen de gozarla; ambos son sádicos). Anuncian variantes audaces, con ingredientes como cebolla, chile piquín, picadillo (de las más peligrosas), frijoles, pero sólo son remedo de las que tenían originalidad; las pastas son delgadas, lo que ayudaría a que se conserven calientes; por eso son sospechosas las que en la segunda rebanada comienzan a enfriarse (a propósito de rebanadas, es célebre la anécdota de Yogi Berra, a quien en una pizzería neoyorquina le preguntaron si quería su pizza en ocho o en dieciséis rebanadas, y contestó: “en dieciséis, tengo mucha hambre”); uno de los inconvenientes de comer pizza en un restaurante italiano es que allí lo recomendable es comer antes una pasta: uno termina empanzonado, y sólo se evita tomando vino, lo que encarece el precio, y no siempre los vinos son aceptables. Pero comer pizza acompañado de cerveza es casi tan predecible como tomarla para acompañar un plato de cinco quesos: uno se deprime.
Las pizzas a domicilio han modificado el gusto del consumidor; son las más estereotipadas de todo lo que se conoce como “comida rápida”, que no, como se cree, que se consume con rapidez y que sirve para quienes tienen poco tiempo para comer; se le llama así tampoco por la velocidad a la que se prepara, sino que es la misma receta en todas las franquicias, a las que les llega ya preparada, y sólo tienen que combinar los ingredientes y ponerlas al horno; da lo mismo comerlas en la Condesa que en Tequisquiapan que Beijing, lo que digamos que es una garantía para quienes no quieran arriesgarse a comer ojos de sapo, cerebro de mono o, como dice Antonio Flores González, “en China se come todo animal que se arrastre”; los alérgicos a pescados y mariscos de cualquier manera pueden ir a Mazatlán y no se quedan sin comer; y saben a lo mismo, con un único cambio: el ingrediente secundario: peperoni o jamón; se les puede quitar, y saben igual. Eso lleva a una conclusión: la mejor pizza es la más barata (las “rápidas” cuestan lo mismo, sin importar el ingrediente: eso debería despertar sospechas).
Claro que no es elegante comer pizzas; aun en los restaurantes más refinados hay que comerlas a pie, es decir, sin cubiertos; o con ellos, pero entonces hay que dejar las orillitas porque no pueden rebanarse con el cuchillo; las servilletas quedan para el arrastre; además es como comer tortas con cubiertos; nadie puede cerrar negocios, o abrirlos, comiendo pizza; menos aún ligar; las rebanadas no están bien definidas, y si se comparte la pizza, debe ser incómodo darle a la mujer pedazos más pequeños, o insultante darle los más grandes; cuando menos, resulta obvio que se le quiere halagar, y en ningún lado las rebanadas están parejas; menos aún, bien cortadas; para separarlas son necesarias tres manos, y uno sólo tiene dos; en algunos lugares dan una cuchilla redonda, peligrosa y más si en la mesa hay niños, y ni modo de pedirle al mesero que nos ayude a cortarlas; nada tan ostentoso como acompañar la pizza con un vino de Rioja, y más con uno mexicano; con el inconveniente, además, de que las pizzas provocan sed, y también el vino (René Solís dice que el vino mexicano es único en el mundo, porque con él uno pasa de la sobriedad a la crudez sin pasar por la embriaguez), y al rato hay que estar tomando más vino, si es que sigue la sobremesa, o agua, que es insípida, incolora e intrascendente, como dice Andrés Soler.

Comer pizza, dicen los enterados (pero acabo de enterarme), es peligroso porque las especias disfrazan el sabor, y por eso todo sabe igual, incluso si el queso está en mal estado; y un queso en mal estado provoca afecciones tan incómodas y costosas como los mariscos, aunque parece que las consecuencias a largo plazo no son tan graves; una intoxicación con mariscos puede ser fatal, o dejarlo a uno alérgico para toda la vida; con el queso no tanto, pero uno se aleja del mundo durante cuatro o cinco días, como acaba de sucederme.
Caímos en la tentación de una nueva pizzería, en pleno Mazarik, con clientela espectacular, mesas incómodas, meseros disfrazados de italianos, y que sirven las pizzas en una especie de altares que provocan que se enfríen más rápido, y más si uno come lento; carísimas, pero eso fue lo de menos; lo malo fue la fiebre, no tan alta pero lo suficiente como para impedir la lectura, hacer inapetecible cualquier comida, y tenerle miedo a todo alimento; recurrir a los tés para recoger la infección y la bilis, y tener sueños borgeanos a la mitad de la tarde, pero pasar la noche en duermevela, con la sensación de pesadez, de malestar, y con las paranoias normales de cualquier hipocondriaco que se respete. Los hipocondriacos sabemos los síntomas de todas las enfermedades, y somos expertos en sentirlos; tememos además sufrir las reacciones por los medicamentos, solos o combinados, aunque solemos confundir algunos, y retardamos el alivio, y alarmamos a familiares y amigos; no nos arriesgamos a salir por miedo a las consecuencias inmediatas. Además, adquirimos miedos nuevos: si nos enfermamos por una pizza, ¿nos volvemos alérgicos a todas?

El Alejandro Suverza que conozco no comete errores que no sean enmendables con una buena corrección de estilo; por eso dudo que sea culpable de traficar con divisas.

Trivia: ¿quiénes son los dos escritores que se sienten orgullosos de su fanatismo por la comida rápida estadounidense? Son confesos, además, en declaraciones y en sus libros.