martes, 30 de marzo de 2010

México nuevo y sus cuatro millones

Hace un par de años fuimos a un restaurante de comida italiana, en Polanco, al que asistíamos con la frecuencia que nos permitían el tiempo y el dinero; no siempre encontrábamos lugar de inmediato, y muchas veces nos topábamos con conocidos; ese día la escasa clientela estaba alterada, pero no lo advertimos sino hasta muy tarde; debíamos habernos salido cuando vimos que el menú había cambiado, pero como muchos restaurantes acostumbrar variar dependiendo de la época, no se nos hizo extraño; ya que habíamos pedido vimos que muchos comensales regresaban los platillos; ya habían tardado en servirnos cuando descubrimos el común denominador: los platos estaban calientes pero los platillos fríos; la pizza estaba realmente al carbón, pero sólo en las orillas, porque en el centro estaba cruda; los nuevos dueños, molestos, se justificaban: las cosas tienen que cambiar, no se puede vivir en el pasado.
Lo mismo dijo el gerente de un supermercado un día que cambiaron la disposición de los pasillos: para mejorar las cosas deben cambiar.
Fue casi lo que me escribieron los amigos de un crítico al que señalé errores muy obvios de una guía de restaurantes, como erratas, lenguaje pobre, y sobre todo carente de imaginación, y lo comparaba con una guía que publicó Giorgio De’Angeli en los años ochenta: ¿cómo puede creer que algo hecho hace 25 años pueda ser mejor que lo hecho ahora, cómo puede pensar que hace 25 años haya habido buenos restaurantes?, se preguntaban.

Pese al desdén que se le tiene al pasado, y al odio eterno a la ciudad de México, recientemente me topé con dos libros que rescatan imágenes del Distrito Federal que datan de principios o mediados del siglo XX; uno de ellos, México, D.F., entonces y ahora, de David Lida, editado por Numen, y La ciudad de México a través de la Compañía Industrial Fotográfica, editado por la Universidad Iberoamericana. Ambos muestran aspectos de la ciudad que han cambiado; algunos, como dice Lennon, para bien, muchos para mal.
El segundo, con muchos créditos como suelen tener los libros publicados por instituciones educativas, tiene como responsable de “Textos y selección” (de imágenes) a Teresa Matabuena Peláez; recoge 44 fotografías de un archivo de la Compañía Industrial Fotográfica, al parecer bajo el resguardo de la UIA, y también al parecer con muchos daños, según se acota en los textos que explican la condición de las fotografías; la introducción hace una somera historia de la ciudad entre 1921 y 1929, que son los años en que funcionó esa compañía; no hay créditos para los fotógrafos.
Lo más interesante son las fotografías, sobre todo porque reflejan el paso del tiempo; por ejemplo, el Ángel de la Independencia, al que le faltan todos los escalones que ahora utilizan las quinceañeras y las novias antes de irse a la iglesia; otra fotografía es muy reconocible, en parte; la esquina de la Casa de los Azulejos, pero al lado hay un jardín, el Guardiola, que no ha desaparecido, sino que está oculto por una barda, pero sólo porque el jardín ya no está al nivel del piso, sino casi tres metros arriba, lo que demuestra cómo se ha hundido la ciudad; lamento no hablar de la belleza de los palacios, de muchos edificios, porque desconozco la materia; me gustan, y ya, y no sé por qué; como de muchas otras cosas, ignoro lo básico de la arquitectura; sólo sé que muchas de las construcciones son de gran belleza, pero otros, con elementos muy parecidos, son horribles, y por dentro son sucios, fríos, impersonales; hay sin embargo una fotografía del interior del edificio de Correos, de gran belleza, y la serenidad que se respiraba allí; como muchos, en los años sesenta hice largas filas para comprar timbres y mandar decenas de tarjetas navideñas; aspiré a tener un apartado postal allí, pero lo tuve en otras oficinas, y de cualquier manera se me perdían paquetes de libros, por lo que tuve que cancelarlos. Pero en ese edificio intercambian cartas Angélica María y Ricardo Rodríguez (el corredor de autos que se mató en el Autódromo de la Magdalena Mixhuca, ahora Autódromo Hermanos Rodríguez en homenaje a él y a su hermano Pedro, quien también falleció en una carrera, aunque en otra pista), en una cinta donde uno de los villanos era el hermano de Angélica María, ahora olvidado.
En los años ochenta el edificio de correos se volvió uno de los lugares más inseguros de la ciudad; como muchos enviaban o recogían valores, eran asaltados en sus pasillos, que antes funcionaban todo el día; también allí se podía escribir cartas, pues en mesas altas había papel, tinteros y manguillos, como los había también en las oficinas de telégrafos.
Otro aspecto interesante es que tanto en el Zócalo como en la Basílica de Guadalupe había terminales de tranvías; de hecho, de la Basílica salían los trenes para el Zócalo, para Portales y para Tlalpan; los tranvías se anunciaban con una campana pero en descampado lo hacían con claxon, según se decía en el Reglamento de Tránsito; y lo comprobé, un día que fui hasta los Estudios América, más allá de los límites de la ciudad poblada; ahora esos terrenos quedan más al centro que hacia el sur de la ciudad.
Gran parte de las fotografías reproducen un sitio tranquilo: el Bosque y el Lago de Chapultepec; es un equívoco, porque siempre fue ruidoso, y era el sitio preferido para irse de pinta, y para los encuentros amorosos de novios presurosos; aunque las fotografías datan de finales de los veinte, el lago no cambió mucho hasta los años setenta; se ven las isletas, donde pretendían esconderse las parejas de adolescencia apresurada y luego soledad arrepentida, y a donde los perseguían los curiosos desafiando los rumores de que esas isletas estaban llenas de ratas; se veía la elegante Casa del Lago, que uno conoció ya como refugio de la cultura; los domingos había conferencias, proyecciones de cine, de teatro, y en las afueras jugaban ajedrez, y se vendían ejemplares de los libros publicados por Juan José Arreola (no ha sido sino hasta hace muy poco que conseguí algunos, los que más me interesaban, mucho más caros que cuando pude haber adquirido entonces si hubiera sabido lo buenos que eran, la elegancia de sus diseños, lo pulcro).
El libro reproduce otros sitios, aunque no haya demasiada imaginación, porque son parajes muy conocidos, y además los hemos visto decenas, o centenares de veces en el cine mexicano, que tampoco ha tenido mucha imaginación.

El otro libro es mucho más cruel; tiene el doble de páginas y muchas más fotografías, y cuesta casi lo mismo; es más, 30 pesos menos; la crueldad no consiste en que sea mejor edición, más cuidada, no en cuanto impresión, porque es casi la misma calidad (aquél, impreso en México; éste, en China; la diferencia está en el costo, no en el terminado); pero en éste las imágenes son dobles: una, cómo estaban antes los edificios, y enfrente, cómo están ahora; ahí vemos cómo algunos, la mayoría, se han deteriorado; no es el tiempo, sino nosotros; la iglesia de San Hipólito, por ejemplo, ahora es irreconocible por la cantidad de puestos semifijos, los ambulantes, los letreros, que la ocultan a los ojos presurosos de quienes, además, no tenemos tiempo de verla porque está en una esquina donde hay once semáforos y no siempre sincronizados, y precisamente donde los autos dan vuelta a la izquierda (¿no estaba prohibida, no por otra cosa sino porque el de la izquierda es el carril de alta velocidad?) para tomar Reforma, y donde siempre se hace un embotellamiento; es más, en la fotografía ya ni se ve la Hostería del Bohemio, todavía en los setenta uno de los cafés más visitado por estudiantes; hubiera sido necesaria una fotografía de esa misma calle, pero del otro lado de Reforma, donde estaba Libros Escogidos, la cantina Las Américas, un restaurante, un estudio fotográfico, y hoy están instalaciones de la SHCP, espantosas y que rompen el estilo arquitectónico de la zona.
Aunque hay errores de criterio (por ejemplo, hubiera sido más adecuada una fotografía de los años cincuenta del Estadio de la Ciudad Universitaria digamos cuando Necaxa derrotó a Santos y Pedro Dellacha fracturó una pierna a Pelé, o cuando la carrera de Omar Fierro en los últimos segundos para que el IPN derrotara a la UNAM, y quedara el estadio ambas tribunas con las antorchas encendidas –todavía algunos alegan que se salió del campo– que la muy conocida de Queta Basilio llevando la antorcha olímpica –Queta fue, poco después, alumna de Gustavo Sainz en Ciencias Políticas–; ni se distinguen las características del estadio ni la fotografía actual permite ver las diferencias; otra: no hay fotografías de la Diana, en donde se vería que estaba en la glorieta del Cine Chapultepec, a unos pasos de la entrada de los Leones, y viendo hacia el Bosque, y no en la glorieta del Cine Diana –que se inauguró con el estreno de Espartaco, con Kirk Douglas y Tony Curtis– y viendo hacia el Norte, como está ahora; o el puente de Nonoalco, durante muchos años la frontera entre la ciudad de México y la zona brava de Nonoalco Tlatelolco, y ahora, un lugar sin la importancia sociológica que sí retrataba el cine mexicano, y hasta La región más transparente le da su significado real; o la foto del derrumbe del Regis, cuando lo adecuado hubiera sido la fotografía de antes del derrumbe), este libro es uno de los testigos más importantes del paso del tiempo.
Cómo era y cómo es el Distrito Federal; dice Lida en la presentación que pasó de ser la ciudad más cosmopolita de América Latina, a un caos urbano; ¿es una idealización del pasado? Eran feos los anuncios de los edificios que estaban frente al Zócalo (Liverpool, la cerveza Moravia –para los que pueden pagar un poco más–, la mueblería Nueva), tanto como ahora se ven los edificios feos, sin remozar; la terraza del restaurante de un hotel allí mismo tiene un solo cambio: está techada, pero sin seguir el estilo de la construcción; una imagen del Palacio Nacional en 1860 muestra una ciudad provinciana, sin pavimentar, desolada y peligrosa; la actual, tan insegura e impersonal, pero mucho más poblada, y eso que no están los ambulantes que ofrecen su mercancía con un reto: “que no le dé pena comprar robado”, ni están las filas inmensas para entrar a la pista de hielo, y sí los automóviles que van hacia Madero sin permitir el paso a los peatones, y estacionados, tres vehículos militares; mi ignorancia absoluta acerca de los modelos de los autos me impide saber de qué mes es la foto, pero hay un taxi de los actuales, y tres camionetas caras e inestables, como reconocen incluso sus fabricantes; la presencia de cuatro autos rojos denuncia que en el reglamento de tránsito ya no se prohíben los vehículos de ese color, como todavía a mediados de los sesenta, y que ya había muchos que violaban esa prohibición, no tan absurda, si se ve que con eso se intentaba que no se confundieran con los autos de bomberos y de las patrullas (esa prohibición ya era obsoleta, porque las patrullas policiales ya no eran rojas).
Muchos edificios han perdido su esplendor; lo grave es por permitir que las construcciones que hacen junto o cerca rompan la armonía arquitectónica; o que los ambulantes terminen por esconderlos dentro de su acumulación de objetos, de su desorden y de su violencia visual.
Hay mucho qué comentar, pero también qué lamentar; el olvido de ciertas zonas; por ejemplo, Insurgentes Norte que era más carretera que calle; cómo estaba Insurgentes antes de la glorieta del Metro, la Avenida Juárez antes y después de que eliminaran la terminal de los camiones que iban a San Ángel, o la calzada de los Misterios antes y después de que fuera prolongación de Reforma; o la pauperización de Polanco pretendiendo hacerlo moderno; también hay mucho qué destacar, como la cantina china hoy tan escondida que ni se nota; lo que sí se nota es el paso del tiempo, no siempre para bien, pero muchas veces mejorando, modernizando, embelleciendo el panorama urbano. Y tiene el mérito de no parecer propaganda política (aunque, sin proponérselo, habla muy mal de las autoridades capitalinas).

lunes, 22 de marzo de 2010

Duelo de titanes

Filmar Dos tipos de cuidado fue la culminación de un proyecto muy cuidado; fue producida por Miguel Alemán Velasco, hijo del aún presidente de la República, y quien tenía mucho interés en los medios de comunicación; de hecho, al margen de su carrera política, fue director de dos diarios (Novedades y El Sol de México) y siempre estuvo cerca de la televisión, en aquellos momentos (1952) incipiente.
El hecho es que se reunieron, por única vez, los estrellas masculinos más populares del cine en esos momentos; tardó todavía muchos años para que se reunieran los equivalentes femeninos, hasta los años sesenta, en La Cucaracha, con María Félix y Dolores del Río.
Posiblemente no sea inútil explicar la diferencia; ni a Félix ni a Del Río se les puede considerar las mejores actrices; están muy lejos de Gloria Marín, Katy Jurado, Silvia Pinal; tal vez tampoco sea inútil recurrir a dos anécdotas de Salvador Novo; en una, afirmó que los productores se congratulaban de que la belleza de Félix ayudaba a que los espectadores no advirtieran su escasa capacidad histriónica; en la otra, se relata que Novo se topó con Carmen Galindo, quien se apresuraba por llegar a ver a Del Río en una obra teatral: “nunca la he visto actuar”, se disculpó por la prisa; “ni la verás, Chata, ni la verás”, la consoló Novo; tampoco es inútil recordar que ambas fueron amigas muy cercanas a Novo.

Tampoco es inútil echar una mirada superficial a la carrera de Jorge Negrete; menos inútil aún es declarar en su favor que no quería ser actor, sino cantante, y no de rancheras sino de arias y de ópera; que entró al cine por casualidad, es muy conocido; tal vez lo sea menos que esa casualidad tenía falda y piernas torneadas, a las que siguió Negrete, hasta las puertas de una estación de radio, donde no tuvo más remedio que cantar en un concurso, aunque entonces no corría peligro de que lo acusaran de acoso; que su ambición trunca de hacer gorgoritos se vio recompensada por una popularidad continental, con ser el consentido de las mujeres de la época y de después, de ganar inmensas fortunas (y perderlas) porque sus cintas, con todo lo objetable que le parezcan a los críticos, siempre fueron éxito de taquilla, por lo que, narra Emilio García Riera en alguno de sus tomos de su Historia documental del cine mexicano, había renunciado a los salarios de seis cifras, a cambio de un porcentaje de las ganancias; llegó incluso a participar en la producción, y desde luego el público de masas nunca reparó en sus actuaciones deficientes, ayunas de naturalidad, tiesas y envaradas muchas veces, aunque no siempre carentes de simpatía; algunas de sus cintas son memorables: El Peñón de las Ánimas, Carta de amor, Historia de un gran amor, Canaima.
En el momento de su encuentro con Infante su carrera estaba en declive, no sólo por la enfermedad que a los 39 años lo hace parecer mucho mayor, por la incipiente calvicie (si el cabello comienza a perderse alrededor de esa edad, tampoco era tan trágico, aunque sí para un actor), por la notoria panza, y por la pérdida de vitalidad; los pleitos en la ANDA le han restado fuerzas, y es probable que los enterados hayan notado una leve, casi imperceptible caída en la taquilla, pero en sus últimas cintas ya no es el mayor atractivo, y debe recurrir a parejas con quienes compartir el estrellato: Pedro Armendáriz, su improbable hermano en Los tres alegres compadres (y ambos, opacados por el enorme Andrés Soler, y además ninguno conquista a Rebeca Iturbide); Luis Aguilar en Tal para cual; regresa con su ex Gloria Marín para Un gallo en el corral ajeno, y María Félix en El rapto; de todas, la mejor pareja la hace con Infante, quien había crecido a contracorriente de Negrete: estrella de la XEB, competidora menor de la XEW, que tenía como uno de sus estelares a Negrete; grababa para Peerles, competidora menor de la entonces superpoderosa RCA Victor; Negrete tuvo mejores, o más renombrados directores: Luis Buñuel, Norman Foster, Juan Bustillo Oro, Fernando de Fuentes, Julio Bracho; las dos cintas que hizo con Emilio Fernández son mejores que la que hizo éste con Infante; los directores de cabecera de Infante hicieron poco sin él: Ismael Rodríguez, sólo Los hermanos Del Hierro; fuera de eso, poco memorable; Rogelio González, El esqueleto de la señora Morales, y fuera de eso, fue irregular y a veces patético (La mujer de seis litros); y como cantante, Negrete es muy superior en voz, técnica, y resultados, que Infante. Una diferencia: aparentemente Infante es más audaz, pero en su escena más pícara, un semidesnudo de Elsa Aguirre, el personaje de Infante se aterra y no la deja que se desnude del todo; en cambio, en Juntos pero no revueltos, Elisa Christy y Virginia Serret aparecen en ropa íntima mucho más reveladora, ante la complacencia de Negrete. Y algo más: en la vida íntima no lograron la felicidad completa: me autocito: aunque miles de mujeres hubieran dado todo por estar con Negrete, la mujer a la que más amó le fue infiel varias veces, sin casarse con ella, y en cambio casó con una a la que no quiso; Infante tuvo muchas relaciones, todas inestables.
Sin embargo, a esas alturas era difícil saber cuál era más popular; de allí que desde entonces se haya hecho una distinción: Negrete, quien tenía papeles de arrogante, era el capataz, el amo, y el ídolo de las clases privilegiadas (en términos socioeconómicos, quiero decir), mientras que Infante era el preferido de las menos favorecidas, y hay muchos testimonios de esto. En persona, dicen los testimonios, se tenían mutua admiración, aunque algunas anécdotas refieren que ya para esa época Negrete estaba levemente celoso del arrastre de Infante.

Todas estas circunstancias favorecieron a la cinta:; en primer lugar, por un acuerdo especial, Ismael Rodríguez dirigió para una compañía que no era la suya; pero dirigió parejo, sin favorecer a su favorito Infante, que sale siempre mejor parado en otras cintas, como la saga de los García, como en la saga de los Treviño Martínez de la Garza, y como en la trilogía (aunque aún faltaba la tercera) de Pepe el Toro.
Es difícil hablar de una cinta que ha sido muy analizada por los críticos; tanto García Riera como Jorge Ayala Blanco la han estudiado mucho y han visto características impresionantes: la transformación de la comedia ranchera que permite que una protagonista que ha perdido la virginidad no sea condenada, sino vista con conmiseración; que se derrumbe el mito de la superioridad masculina (aunque sobreviven frases como “cuando una mujer nos traiciona, la perdonamos y en paz, al fin y al cabo es mujer”) y las referencias a las enfermedades venéreas. Sin embargo, hay otros detalles que no podemos obviar.
No todos los alternantes están a la altura: Carmelita González no tiene la picardía necesaria para el papel; su mejor momento es cuando amenaza a Infante: te engañaría con todos los hombres, menos con Jorge; Infante pregunta, azorado: ¿con todos? Ella se turba, y apenas puede componer la situación; fuera de eso, siempre está fuera de lugar; lo mismo Yolanda Varela: no tiene suficiente voz, y se le acaba la respiración con las frases largas; no tiene ocasión de mostrar su mejor faceta en el cine: los gestos de menosprecio que le hace a Tin Tan en Lo que le pasó a Sansón, o los que desperdiga todo el tiempo en Con quién andan nuestras hijas; peor aún: no puede bailar chachachá, que es lo que mejor hace en toda su carrera (aunque tiene otro buen momento: cuando finge un orgasmo en El niño y el muro); Mimí Derba está muy bien, excepto cuando dice frases muy largas, porque pierde el ritmo; Queta Lavat está muy bien como la tonta novia de Negrete, y José Elías Moreno cumple, sobre todo cuando hace la excelente escena con Negrete e Infante y pide que desilusionen a su hija Genoveva (Lavat); está muy mal Carlos Orellana como “la suegra remolona” de Infante: era innecesario que hiciera de árabe para ridiculizarlo, pero era la época en que Joaquín Pardavé hacía el mismo papel de árabe ridículo pero noble; los extras están bastante bien, lo mismo los que juegan dominó con Negrete o póquer con Infante, como los asistentes a la kermés donde Negrete pelea con Carmen González, como los invitados a las muchas fiestas.
Pero lo que importa es el duelo Negrete-Infante; el primero era mucho mejor cantante y tenía mucha presencia; el segundo era mucho mejor actor y tenía mucho carisma; en la vida real, las historias de sus conquistas siguen impresionando pese a que sus biógrafos oficiales sean tan timoratos, y oculten incluso deslices o confesiones, como la actriz que hablaba de la cama redonda de Infante, o las que se deslizaban al camerino de Negrete; del primero se habla de decenas de conquistas con resultados objetivos; del segundo, un descendiente suyo presumía que cada aniversario conocía a un nuevo primo; en la cinta, se ayudan mutuamente, pese a que Infante es primo de González, y Varela hermana de Negrete; se aconsejan tácticas numeradas, lo que hace inverosímil la situación, pues si hasta número le ponían a esas tácticas, qué tenía que consultarle el uno al otro, y que los sirvieran mutuamente de alcanfor; ambos tienen oportunidades parejas, aunque el guión termine favoreciendo a Infante, porque es el noble, el que se sacrifica, el que está dispuesto a perder a Varela con tal de que González no quede señalada por ser madre soltera, aunque con la disculpa de que el deshonor ocurrió en la capital (eterno sitio de perdición para Orellana y Rodríguez, si recordamos Maldita ciudad), y además drogada (por unos estudiantes, otros villanos eternos para el autodidacta Rodríguez); pese a eso, se presume en el guión, se casa de palabra pero no de hecho con González (suficiente argumento para anular el matrimonio: la no consumación del acto).
Como decía, tienen oportunidades parejas; lo sorprendente es que aunque Infante es mejor actor, Negrete no sale tan mal parado, no tiene reacciones previsibles, sus gestos de azoro son más auténticos, y no está tan tieso como en Un gallo en corral ajeno, que acababa de filmar; sus gestos de picardía son más verosímiles que cuando lo ponen de arrogante; algunas frases suyas le dan sabor moderno a una cinta que, fuera de lo de la madre soltera, parece tan intemporal como cualquier otra comedia ranchera; una frase tan simple como “pa’ molarla de acabar”, tan típica en el dominó, lo hace ver más real que cuando amenaza a Infante a gritos; Infante, menos buen cantante, no sale tan mal parado porque tiene un recurso del que carece Negrete: actúa las canciones; actúa en el momento más célebre de la cinta, en las coplas de retache; mientras que Negrete agrede con su voz de barítono, Infante minimiza los ataques con gestos de burla, de menosprecio; equivale, en una pelea callejera, al que se burla del contrincante hasta hacerlo perder la tranquilidad y hacerlo trastabillar y abrir la guardia. En los muchos momentos climáticos, Infante hace que Negrete pierda la compostura, excepto cuando va a rogarle que le permita tomar agua de sus terrenos; allí, Infante, en un gesto muy típico suyo en muchas cintas, humilde, rogón, pierde ante la arrogancia, la prepotencia de Negrete, y no me refiero sólo a la cinta: cuando Negrete lo manda a que se pare donde no estorbe, e Infante obedece, no sólo gana el personaje de Negrete: gana él como actor; en terreno abierto, sin embargo, Infante triunfa: cuando salen de hablar a solas en el salón de la cantina, Infante va triunfador, mientras que la confusión de Negrete es inverosímil; se recupera cuando cantan, en planos diferentes, "Ojos tapatíos", Negrete a González e Infante a Varela: pero si como actor Negrete no queda tan atrás de Infante, aunque pierda, cantando Infante no queda muy por debajo de su rival, y sale bien entonado, sin que, por una vez, imposte la voz; eso sí, no puede hacer la primera, pero hace una excelente segunda (que a veces es mucho más difícil: sólo hay que recordar que McCartney canta mucho mejor cuando hace segunda a Lennon que cuando hace primera; Lennon en cambio siempre está bien en primera, y excelente en segunda); otro momento difícil; al final, en la canción que hace referencia a la kermés, aparece una frase coloquial muy bien usada: pero ya de piña no hay.
Un excelente momento para ambos es en la kermés, en flashback: Negrete le cuenta a Orellana que, como González no quiso ir con él, él fue con una amiguita; canta, con ella con gesto de aburrida, “Quiubo quiubo cuándo”, con las voces cómplices del Trío Calaveras; Infante intenta embriagar a una atractiva extra; aparece González, quien ordena a Infante que vaya por Negrete; éste le ordena a Infante que le cuide a la muchacha; protesta, pero le echa una mirada al trasero de la mujer, y accede a quedarse; Negrete le advierte: mucho cuidadito; Infante protesta; hombre, me conoces; por eso lo digo, remata Negrete, quien, con González, se porta altanero: te di tu lugar, y no quisiste venir conmigo, así que te aguantas; es más, vete a tu casa, que te perdono; ante el azoro de ella, confirma: bueno, pues terminamos; Infante, mientras, sin decir palabras, le hace una propuesta sexual a la acompañante de Negrete, y al irse, va tras otro trasero atractivo.
Todas estas escenas siguen teniendo validez, pese a toda la conducta de corrección política; hay incluso una mucho más audaz: cuando Varela cuestiona su volatilidad, Infante relaciona sus aventuras con términos de correos, hasta que define una de ellas como de “entrega inmediata”, sin posible malentendido ni sugerencia equívoca; igual contundencia tiene cuando exclama, ante la matrona de las muchachas a las que lleva a festejar el nacimiento de su hija (hí…jole, qué fea”) en una cantina, cuando termina de bailar “La tertulia”, de Chava Flores (otra incómoda referencia de tiempos equívocos), con mucho sabor y atrevimiento, que anda con muchas porque ninguna lo toma en serio y ninguna lo toma en serio porque anda con muchas.

Da la impresión de que sobra el director, que los actores se dirigen solos, y que las escenas tienen el ritmo que ellos imponen; es dispareja, pero Negrete no se tomó en serio, y es así que aunque él manda, sus parlamentos nunca son rígidos ni parecen recitados; en donde Infante se impone hay mucha vitalidad, mucha alegría, pero también desconcierto y anarquía; el final deja muchos cabos sueltos, pero ni falta que hace que se amarren, excepto dos: con quién se va a quedar la hija de González, y cuál va a ser el destino de Genoveva. Todo parece feliz, pero hay caos para acabarla; cantan a cuatro voces (doblan, es evidente, a González y a Varela) “La gloria eres tú”. Otro detalle anacrónico de los muchos que abundan en la cinta; pese a ellos, pese a otros descuidos, la cinta tiene la misma frescura, la misma vitalidad, que cuando se estrenó, pocos días antes de la muerte de Negrete.
Infante salió ganando: su prestigio como actor se hizo más sólido, y eso que faltaban aún muchas cintas, cinco de ellas muy recomendables.

martes, 16 de marzo de 2010

Dos hermanos disparejos

Una de las cualidades histriónicas de Pedro Infante consiste en que podía pasar de la euforia a la depresión, o al revés; de lo dionisíaco a lo apolíneo, se dice en las cantinas cuando alguien canta, alegre, y luego se queda silencioso, melancólico, cuando el cancionero se avienta “De qué manera te olvido”; es célebre la anécdota cuando filmó la escena del incendio en la vecindad de Ustedes los ricos, del llanto a la carcajada; así, las dos siguientes cintas que filmó en 1952, Los hijos de María Morales y Dos tipos de cuidado, contrastan por el tono con las dos primeras, las del ciclo de Un rincón cerca del cielo; las dos finales, de las seis que realizó, son por completo disparejas, flojas, pero que contribuyeron muchísimo a su popularidad: Ansiedad y Pepe el Toro.
Primero hay que hablar de las apariciones incidentales de ese año, clave en la vida de México; en Por ellas aunque mal paguen sólo se le incluye para que apadrine el lanzamiento al estrellato de su hermano Ángel, mayor que él, recio y de buena presencia, pero que apenas alcanzó buenos niveles de actuación en sus últimas cintas; la leyenda quiere ponerlo como el protector de Pedro en la vida real, el hermano que se echaba la culpa de las travesuras que hacía el menor, el que andaba con él para todos lados, y que lo doblaba en algunas escenas; en realidad, quien era su roadie era Pepe, menor que los dos, y el más recio de los tres, y verdadero doble de Infante en escenas peligrosas, y quien daba la cara cuando lo increpaban novios celosos y esposos ofendidos, y un auténtico guardaespaldas.
Por ellas aunque mal paguen es un remake de Al son de la marimba, y aunque don Fernando Soler repite en el papel de padre aprovechado, aristócrata arruinado pero simpático vividor, y aunque una Silvia Pinal mucho mejor actriz y más atractiva hace el papel de Marina Tamayo, y aparece el Indio Bedoya como el capataz de Ángel Infante, y aunque las dos cintas fueron dirigidas por Juan Bustillo Oro, la primera, pese a Emilio Tuero es mucho mejor que este refrito (quien desconoce el cine viejo está condenado a ver remakes, dice Cabrera Infante, quien sabía mucho de cine); Pedro Infante aparece sólo para levantar ciertas escenas y avalar a Ángel.
En Había una vez un marido y Sí… mi vida, aparece en una escena en cada una de las dos cintas que en realidad son una sola, con el atractivo de una muy bella y simpática Lilia Michel, quien baila y canta una muy atrevida “qué pena, qué pena, que sirva yo de cena”, acompañada por los Hermanos Kenny, con el Tío Herminio al frente (“qué culpa tiene el pípila de tener carne tan buena); Michel, vestida de colegiala (falda de vuelo) baila y muestra unos muslos que regateó mucho en otras cintas. Infante, en un cabaret, y en la recámara de Rafael Baledón y Lilia Michel, irrumpe en cada una con una canción, y con el equívoco de estar en una cinta diferente; la escena de la recámara pudo ser pícara, sobre todo porque el director de ambas cintas, Fernando Méndez, tenía sentido del humor y de la picardía, pero Baledón lo hacía todo aburrido (en el cine, se entiende; en la vida real parece haber sido un tipo duro y rudo, diferente de su papel en el cine).

Los hijos de María Morales es la única cinta en la que Infante se dejó dirigir por Fernando de Fuentes, uno de los pilares del cine mexicano de los años treinta y cuarenta, autor de El prisionero 13, de Vámonos con Pancho Villa, de la espléndida La gallina clueca, de La casa del ogro, de El fantasma del convento, de El compadre Mendoza; es una lástima que este encuentro haya durado sólo una cinta, porque el resultado es magnífico, y mucho más complejo de lo que se ve a primera vista.
La trama es muy conocida: unos apostadores convencen a Carlos Salvatierra (Andrés Soler, en uno de sus mejores papeles, él, que no tuvo actuación mala y sí muchas maravillosas) de que encarcele, con cualquier pretexto, a los hermanos Pepe y Luis Morales, interpretados por Infante y Antonio Badú, marrulleros, tramposos, peleoneros, incapaces de aceptar ninguna derrota (si la hay, provocan una trifulca de la que siempre salen victoriosos), pero simpáticos; de no hacerlo, los apostadores amenazan con boicotear la feria anual, la principal fuente de ingresos del pueblo. Soler, a quien el destino hizo compadre de María Morales, tiene que acceder, y lo hace de una manera simpática y eficaz; cuando entran al pueblo los Morales una multitud los recibe con honores, y con ese pretexto los desarman y encarcelan, aunque Soler les hace creer que sigue órdenes de su comadre doña María, una extraordinaria Emma Roldán, que aparece sólo al final; a lo largo de la cinta sólo la vemos en una fotografía que la muestra mandona, indómita, y mucho más simpática que la Sara García de Los tres García; los Morales, no muy convencidos, aceptan, y tienen que soportar vejaciones, bravatas y burlas de los villanos; a cambio, reciben la visita de la hija de Soler, Irma Dorantes, no se puede decir que en su mejor momento porque hasta muy entrados los setenta se mantuvo bella y provocativa, y de su amiga, la menos simpática pero agradable Carmelita González; ambas se disfrazan de sirvientas que les llevan la comida (“la pastura”, les grita el guardia de la cárcel); liberados de la prisión, se dan cuenta del engaño de las heroínas, a las que raptan; ellas se mantienen a salvo de la deshonra, pero cuando llegan a rescatarlas Roldán y Soler, son las que apresuran a los Morales a que de verdad las rapten y consumen el acto.
Aunque así anunciadas estas acciones develan violencia, engaño, estupro y corrupción, la película está resuelta en un tono de comedia en la que los críticos han visto muchos síntomas del cambio de los tiempos: un machismo ya no imponente sino reducido; los héroes son humillados por una serenata que les asestan los villanos, y están impedidos de contestarla porque ni los ven ni los oyen, y se conforman con gritarles arengas que sólo aumentan la burla de los malos (que después no vuelven a aparecer; son apenas un pretexto); después, la serenata se la llevan dos cancioneras, en uno de los momentos perdidos de la cinta, porque las cancioneras son la muy guapa y buena cantante Verónica Loyo y la aún más guapa Josefina Leiner (a quien García Riera confunde con Lupe Carriles; en consecuencia, José Ernesto Infante Quintana repite el error); el resultado es una de las mejores canciones interpretadas por Infante en cinta alguna: “Corazón”, de José Alfredo Jiménez; aun con el clima propicio para el encuentro sexual, es imposible por el encarcelamiento de los hermanos Morales; también han destacado que Roldán proclama que sus hijos han sido humillados porque raptan a Dorantes y González, y no pasa nada; ¿qué van a decir de ellos?, se pregunta Roldán ante la desesperación de Soler, a quien no le queda más que el consuelo que de cualquier manera., muchos años antes había hecho el trato con Roldán de que daría su hija a cualquiera de los Morales (en matrimonio). La escena más inquietante tiene lugar cuando, ya raptadas, los Morales las tienen sometidas, y abren la puerta de la recámara; al ver una cama ellas se resisten, alarmadas; ellos no intentan forzarlas, sino encerrarlas; es de ellas la suspicacia.
Otros momentos muy atrevidos: en una cantina, antes de que los encierren, Badú pide a su hermano que cante: Infante, excelente bailarín, toma a Verónica Loyo como pareja, y sin moverse de un ladrillo y sobrándole terraplén, hace con ella lo que quiere: la atrae, la aleja, la aprieta, se le arrejunta, le raspa la mejilla, y con un lenguaje corporal más atrevido que el danzón que baila con Nelly Montiel en Ustedes lo ricos; Loyo hace lo que le pide, pero su baile no es pasivo, sólo lo hace creer así; Leiner, por su parte, está sentada en una posición muy sugerente, sobre la barra, muy untada a Badú; la actitud de los Morales, aunque pícara, no denota iniciativa, sino que espera lo que hagan ellas; la canción es una de las mejores de la fórmula Rubén Fuentes-Pedro Infante: “El Papalote”, que habla de la rebelión de un hombre contra la mujer liberada, con muchos amigos, y da a entender que él es sólo uno de tantos; en esta versión, Infante hace uno de los muchos cambios significativos a ciertas canciones; en “La casita”, el narrador de la canción le echa los perros a una “amiga”: “¿que de dónde amiga vengo? / De una casita que tengo…”; Infante, en la versión más conocida de la canción, dice “¿Qué de dónde amigo vengo?”; en “El Papalote”, Fuentes y el letrista Rubén Méndez dicen “Yo fui tu papalote, me repapaloteaste como te dio la gana, y armaste tu mitote cuando por tus amigos de plano te corté; Me traibas en la altura por más que yo rabiaba y rabiaba al comprender que así no era muy macho, no era muy macho ni tú eras mi mujer; Papalotito, papalote del aire, dale un besito al hijo de mi madre; ya tienes tu grandote pa’ que lo queras mucho y lo hagas padecer; yo no soy papalote, yo no soy papalote de ninguna mujer”.
Infante hace pocos cambios, pero significativos: “cuando por tus amigas de plano te corté”; los otros son costumbristas: “asina no era macho, asina no era macho ni tú eras mi mujer”; “me repapaloteastes”
Durante el puente, luego de hacer referencia al “grandote” (¿Badú? Era bastante más alto que Infante: dos hermanos disparejos), Badú grita “¡ése es mi hermano el chiquito!”. Con la complacencia de De Fuentes, Infante hace cara de azoro o de sorpresa y exclama “¿eh?”, un albur que se le pasó a la censura, y a los comentaristas, que no han reparado en la escena. Tampoco han reparado en las escenas en las que Dorantes y González los visitan en la celda, cómo Badú e Infante “pasan revista”: mientras hablan con uno, el otro examina su físico, en especial el trasero, y hacen gesto de aprobación; ellas, aunque lo perciben, no protestan hasta que comienzan a acorralarlas: “puerta, puerta”, gritan para que les abra el carcelero. (Esta cinta, con algunas variantes, fue planchada por Miguel Aceves Mejía en una cinta méxico-argentina, Viva quien sabe querer, de Miguel Morayta; dan el crédito del argumento a De Fuentes y al propio Morayta, pero en Los hijos de María Morales el argumento se lo adjudican a Fernando Méndez; el remake no lo explica García Riera en la Historia documental del cine mexicano.)
Ya he hablado también de la escena en que, cuando están a punto de raptar a Dorantes y a González, Infante se dirige al escenario donde las coronan reina y princesa de las fiestas, y por donde pasa respingan dos mujeres que atienden la ceremonia; los respingos parecen auténticos, no fingidos: Infante les pellizca (¿o acaricia?) el trasero. Las dos son guapas
Otras escenas menos audaces pero memorables: cuando van a jugar baraja los hermanos Morales, se preguntan si lo harán como caballeros “o como lo que somos”; eso sucede en muchas cintas, y también que ambos contendientes tengan las mismas cartas. Aquí no tiene tono de tragedia.
Si la cinta abunda en detalles y sugerencias, también en buenas actuaciones: los primeros, Roldán y Soler; ella, en su papel arquetípico de machorra y mandona, se roba la pantalla en cuanto aparece; Soler, con su manera peculiar de hablar, de hablar con refranes, de retorcer el lenguaje, de cambiar acentos, hace convincente cuanto dice, y se le cree la desesperación cuando encuentra bebidas a Dorantes y a González, y más cuando las raptan; también se le cree cuando acepta la presión de los villanos, y hace pensar que acepta esas y otras corrupciones; la menor, la elección de Dorantes como reina de la feria; desde luego, Badú e Infante están en sus mejores momentos, son simpáticos cuando quieren, y pese al guión, también pueden parecer apremiantes; cantan bien, y Badú, pese a su voz discreta, está entonado; se luce en la canción que habla de platillos mexicanos; Infante canta muy bien “El Papalote” y “Corazón”; sus papeles son los menos complejos, pero no desentonan frente a Soler; Dorantes está en el mejor papel de su vida, y Carmelita González no la hace quedar mal, aunque le falta picardía; Tito Novaro es tan buen villano como en El Ceniciento, y José Muñoz está como siempre: excelente. Las breves apariciones de Verónica Loyo y Josefina Leiner hacen desear que fueran más significativas, no sólo en esta cinta, sino en todo el cine mexicano.
Fernando de Fuentes hace que el tono siempre sea adecuado, no hay muchos momentos climáticos, pero tampoco hay caídas; cuando se corre el peligro de que se convierta en drama, lo resuelve con rapidez; el ritmo no se quebranta y, por el contrario, cuando se acelera el espectador no lo siente forzado. Hay personajes que desaparecen, como Novaro, Muñoz, Loyo y Leiner, pero la cinta es sencilla y esos personajes son accesorios; los importantes son Infante y Badú.
La siguiente cinta, Dos tipos de cuidado, enfrentó a los máximos ídolos del cine mexicano de entonces y de después; y aunque la diferencia de calidad en actuación era mucha, la cinta es tan interesante como Los hijos de María Morales; de ella se hablará en la próxima.

Y lo dicho: tengo muchos amigos, y excelentes. Gracias.

domingo, 7 de marzo de 2010

Odisea vivida en Chile (desde México)

Desperté cuando la tierra de los sueños faltó
bajo mi cama.
Pablo Neruda,
Canto general

Pero háblame, Bío-Bío,
son tus palabras en mi boca
las que resbalan, tú me diste
el lenguaje, el canto nocturno
mezclado con lluvia y follaje.
Pablo Neruda,
Canto general




“Todo chileno lleva en la memoria el recuerdo de un gran terremoto”, dice Pablo Neruda.
“El primer aviso fue como un niño, un temblor insignificante, como si hubiese pasado un camión o como si los árboles hubiesen sido agitados por una ráfaga de viento”, dice Artur Lundkivst en Agadir, poema en que revive uno de los temblores más destructivos de los últimos 50 años, en un pequeño puerto egipcio, de 6 grados Richter.
“Con el temblor de Chile, el mundo se movió como una campana; las réplicas duraron más de un año”, resumió uno de los pocos libros de divulgación sobre volcanes, terremotos, cordilleras.
Gustavo Sainz, en la parte que le corresponde de El juego de las sensaciones elementales, habla del “kilómetro sentimental”, que es qué tan cerca sentimos un acontecimiento; y aunque Chile está casi al otro lado del mundo, lo que vivimos desde el 27 de febrero, cuando en aquel país se dejó sentir un terremoto de 8.8 grados Richter, hasta el viernes 5 de marzo, ha sido casi insoportable.
El 27 de febrero me levanté, a las 5 de la mañana; la mejor hora para leer u oír música a un volumen alto, sin molestar a nadie; pero al buscar correos electrónicos me topé con una noticia seca, unas cuantas palabras: “temblor de 8.5 grados en Chile”; recordé que, según los expertos (no los expertos momentáneos), en Chile las fallas son profundas, lo que provoca que los seísmos que allí se producen sean más potentes, más fuertes; lo angustiante es que Diego estaba allá, en el Congreso de Literatura Infantil; llevaba cinco días, y sus correos reseñando el Congreso, con los inevitables, los indiscutibles, los imprescindibles, los que se creen imprescindibles, los insoportables, eran escuetos pero dejaban adivinar que su reseña sería divertida; faltaban dos días para su regreso, en una aerolínea con buena música, buenas cintas, comida exquisita aunque para estómagos fácilmente satisfechos; o hablaba de la belleza de las chilenas.
Mi inexperiencia con las llamadas de larga distancia me obligó a pedir el auxilio de las operadoras; el primero fue inútil: “nadie contesta”, me informó, “llame más tarde”; el segundo también fue infructuoso; buscaba información concreta; los cables noticiosos hablaban de daños graves en algunas ciudades del centro y del sur del país; en Santiago, decían, eran menores, pero se dejaron sentir en la zona metropolitana, y mi conocimiento de Santiago es sólo literario; la operadora, al sentir que mi insistencia estaba justificada, intentó comunicarme por operadora; era claro que a esa hora en México apenas nos habíamos enterado, pocos sabían o sospechaban lo intenso del temblor. Y no habían atiborrado las líneas; pregunté si podía saber si el hotel Windsor, a donde se hospedaba Diego, sufría algún daño: “ninguno, ¿por qué, pasó algo?” Un temblor fuerte; la operadora me dijo que si no estaba equivocado, que había sido en Japón; el de Chile fue mucho más fuerte, le dije, más de 8.5; entonces –por desgracia no se me ocurrió preguntar su nombre, atarantado como estaba– insistió varios minutos hasta que logró que contestaran; sé que en un movimiento así hay que cortar la energía eléctrica, el gas, todo lo que pueda causar una explosión o un incendio; las víctimas en San Francisco en 1906 no fueron por el temblor sino por los incendios que proliferaron, dicen, y agregan que en Tokio en 1923 fue algo parecido; pero apenas a las 6 de la mañana de aquí, a las 9 de allá, el telefonista del hotel me dijo: “está enfrente de mí, ¿quiere hablar con él?”
A partir de allí comenzaron los trámites, las llamadas, las preguntas, para asegurarse que pudiera regresar lo antes posible; en una de las llamadas, Diego me advirtió: “no te fijes mucho en lo que dice la televisión, son muy alarmistas; en donde estamos no pasó nada”; en efecto, en el hotel, ni en los alrededores hubo cuarteadoras ni daños; aunque el temblor fue poderoso, lo que ocasionó fue que cayeran algunos objetos, incluso pesados como televisores, pero no hubo daños mayores; ninguno de los asistentes al congreso sufrió daños en su persona, aunque algunos aún no saben de la suerte de amigos o familiares; y hasta este fin de semana, muchos siguen varados, como dice la prensa, esperando que se repongan del desorden natural pero que ha dejado estupefactos a los técnicos que no han logrado reponer las comunicaciones, menos los de la aviación.
Quienes vivieron los sismos de 1985 y estaban en el extranjero, o incluso en ciudades mexicanas pero lejanas del DF, oyeron azorados que las colonias Roma y Condesa habían sido destruidas totalmente; los habitantes del DF, que buscábamos noticias en radios de transistores, y alumbrados por linternas, escuchamos que se había derrumbado Sears Insurgentes con centenares de personas dentro, y la desolación fue terrible; nunca supe si quienes difundieron esas noticias fueron despedidos, o por el contrario, premiados por mentir y atraer más escuchas.

Aunque las llamadas se cortaban, aunque las computadoras fallaban, tenía noticias constantes de Diego: sintió algunas de las réplicas; otras no porque estaba en un auto en movimiento, o en un restaurante; estaba bien, lo sabíamos, pero queríamos, necesitábamos que regresara; el aeropuerto va a estar cerrado de 48 a 72 horas, me advirtió.
Fue arropado por sus compañeros de Random House en Chile; pasado el azoro del primer temblor, vino el desconcierto de todos, que trataban de saber algo de familiares o amigos, o hacer saber a familiares y conocidos que estaban bien. Con una actitud más allá de las obligaciones, los empleados del Windsor nos enteraban de cómo estaba, toleraban las muchas llamadas que hacíamos para ver cómo iban sus gestiones; su amabilidad, repito, rebasa el admirable cumplimiento de sus labores; alguno hasta le comentó a Diego que era la mayor celebridad al que habían hospedado, porque sus amistades (incluidos luchadores profesionales, con los comparte afición y trabajo), sus compañeros de trabajo y personal de la embajada mexicana en Chile le llamaban hasta extenuar a los empleados, quienes no dejaron de mostrar amabilidad e interés. La conducta de los de Random, sean los de Chile, Argentina y Colombia, y sobre todo los de México, fue formidable; no es de extrañar: es de las empresas que más que empresas son familias; el interés que mostraron por él no tiene nada que ver con su profesionalismo, con su inteligencia, con su sentido humano, características probadas sin necesidad de un cataclismo, sino con su calidad humana, con su don de gentes; lo de menos fue el respaldo económico, saber que, en la medida en que no resultaran afectados los sitios cercanos –es decir, carencia de agua, alimentos–, no tendría de qué preocuparse (sería lo de menos, pero otros asistentes al congreso no contaron con ese respaldo, excepto por parte de la embajada); lo determinante fue el interés, el esfuerzo por hacerle saber que no estaba solo, y el cariño y la emoción con que siguieron sus venturas y desventuras.

El hecho de que viajara por Lan era importante: ofrecía una comodidad mayor, indispensable en un vuelo de nueve o diez horas; por desgracia el descontrol que vivió produjo tal desconcierto que para muchos pasajeros es hora de que no pueden regresar, que deben esperar hasta el martes 9, y eso por turnos, y con vuelos lecheros, o algunos algo un poco más incómodo: cuatro o cinco horas por carretera a Mendoza, Argentina, de allí, según la disponibilidad, vuelo de dos horas a Buenos Aires, luego a Lima, y de allí a México; esa ruta la hubiera seguido Diego, con la generosidad de Pablo Dittborn, el director de Random Chile, quien lo llevaría en su auto hasta Mendoza; es también la única opción que tienen muchos mexicanos que se quedaron allá, y que no han tenido tanta suerte como Diego; han proliferado las quejas: México, dicen, se tardó en reaccionar y mandar aviones especiales para traerse a escritores y editores que estaban en Santiago por cualquiera de los congresos, el de literatura infantil y el de la lengua española; muchos países mandaron de inmediato por sus representantes, dicen, y en cambio México se tardó ¡tres días! Aparte de que en cataclismos lo urgente es salvar vidas, rescatar atrapados, llevar víveres, agua, para los que pierden todo, el primer avión que salió para México venía con intelectuales que se olvidaron de otros compatriotas, quienes recibieron la llamada para irse al aeropuerto con tanta premura que no pudieron llegar, además de las condiciones de confusión que reinaban: la aerolínea Lan permutó los pasajes de avión hacia otra línea, que no pudo salir y dejó durante horas a un par de centenares de mexicanos en el aeropuerto; hay la amenaza de que sólo pueden permutar (endosar, le dicen en un pésimo español) los boletos, dos veces; después tienen que volver a pagar, aunque la culpa no sea de los pasajeros; no se sabe si le fue mejor a unos argentinos que debieron esperar varias horas en medio del frío y del hambre para abordar un avión militar que les hacía dudar de su estabilidad.
Asombra la reacción de Juan Villoro; en Materia dispuesta hay mucho más humor, mucha más paciencia en sus personajes, que la que demostró luego de que lo depositaron en el aeropuerto la madrugada del jueves 4, cuando apenas reiniciaban actividades las aerolíneas, con la premisa de acondicionar vuelos nacionales de las 8 a las 20 horas, y de entonces a la mañana siguiente para los internacionales; hubo muchas quejas de que había ayuda para comida pero no para hospedaje, o al revés; lo cierto es que las editoriales vieron por sus representantes, y la organizadora SM por sus invitados, y se olvidó de los otros asistentes.

Diego corrió con suerte; por gestiones de Andrés Ramírez y Ariel Rosales, Salvador Beltrán del Río, subsecretario de Relaciones para América Latina y el Caribe, lo encontró y lo incluyó para un tercer vuelo, con la misma seguridad aunque con menos comodidades que en el vuelo de ida, por Aeroméxico; en Santiago, el embajador Mario Leal y Alejandro Ramos no se limitaron a cumplir con su deber, y nunca hicieron sentir, a nadie, que hacían un favor o que cumplían con un deber; por el contrario, fueron generosos en todo, incluido un bufete de quesadillas, arroz y frijoles, a más de vino chileno y cerveza mexicana, mientras los llevaban al aeropuerto (no conocían la fama de Diego en cuanto a devorador de comida); aunque reconozco que posiblemente por atender a los intelectuales mexicanos quizá desatendieron alguna prioridad en estos momentos de emergencia y de incertidumbre (en 1960, cuando tembló con una intensidad de 9.5 grados Richter, un día antes otro sismo de magnitud apenas menor estremeció el país, Santiago incluido), no tenemos manera de agradecerles esa atención, esa preocupación.
Lo mismo tenemos que decir a Melanie Jösch, Mariana Hales, Pola Núñez, Mariana Vera, Daniela Duna; a Gonzalo Eltesch, María Fernanda Paz, Amalia Ruiz, Maryorie Vásquez, Mónica Brozon, Alejandro Portilla, David Acevedo, que estuvieron todos juntos dándose ánimos, relajando la tensión, viendo unos por otros; Luis Moris se ocupó de llevarlo a todos lados, a deshoras, para cumplir con sus obligaciones en el congreso, y luego al aeropuerto, a la embajada, a donde necesitara. Ahora ya sabemos la cantidad de amigos que tenemos en todo el mundo, y que sumo a los de aquí, que estuvieron al tanto de todo, ofreciendo su ayuda aunque estuvieran lejos de Chile.
Algunos escritores, como el propio Villoro, Enrique Martínez y mi amigo de hace muchos años, Pancho Hinojosa, mostraron preocupación por lo que fuera a hacer.
En México, Cristóbal Pera, Edith Galo y Ariel Rosales coordinaron todo, a la hora que fuera, para protegerlo y para mantenernos a nosotros esperanzados y tranquilos; ya sabíamos cómo eran, y demostraron su grandeza en momentos angustiosos. Siempre he presumido que en el gremio de los actores, dramaturgos, directores, hay mucha más solidaridad que en el intelectual; Cristóbal, Ariel, Edith, Pedro, Andrés, me han desmentido; conté con ellos cuando fue necesario, y no sólo de palabra; Random es una familia, me dijo Cristóbal sin hacerme notar que percibía mi angustia. Ya lo sabía, y todo Random México me lo demostró.
No menos puedo decir del portal de El Universal, que no cayó en el amarillismo; hubiera sido insoportable tener que ver imágenes escandalosas, noticias de que había desaparecido la ciudad; pude, y puedo, seguir el drama de Chile sin imaginar lo irreparable.

Chile sufrió un terremoto mucho mayor que el que sufrimos hace 25 años, con daños terribles, pero menores que los nuestros; cuando menos, estaban mucho más preparados que nosotros, y eso que sufrieron una de las dictaduras más terribles del siglo XX; no tengo muchos amigos chilenos: conocí al altanero Roberto Bolaño que en el café La Habana presumía de ser enemigo personal de Pinochet; conocí a José Donoso, quien nunca dejó de respirar por la herida;; traté a Wilfredo Guzmán, editor generoso, pícaro y simpático, con quien compartí una tarea gigantesca; conocí a Jorge Edwards, tan impredecible; todo lo demás ha sido literatura; Huidobro, Gonzalo Rojas, José Donoso; muchas traducciones, muchas ediciones que la industria editorial mexicana debía retomar como ejemplo; por sobre todo, Neruda, poeta mayor del idioma; y como lectores, los chilenos han demostrado mayor capacidad e inteligencia para leer a José Emilio Pacheco que muchos mexicanos. Para los libros, no hay fronteras, salvo las que imponen los burócratas; he estado cerca de los chilenos, y me duele lo que les pasa, pero me consuela que, dentro de todo el sufrimiento, no fue tan atroz como en países menos preparados, con constructores más corruptos; y ahora lo siento tan cercano porque viví cinco días y seis noches sin pensar (cometí un error fatal que mis amigos repararon sin causar más daño), sin coordinar, sin desatender otros asuntos pero sin tener toda la concentración en ellos; celebro que no los viví solo y supe cuántos amigos tengo; sólo lamento no hacer sentir en estas líneas lo que siento al escribirlas.