jueves, 27 de diciembre de 2007

60 años de Sartre y Jack Robinson

Hace diez años se conmemoró el medio siglo del arribo de Jack Robinson a las Ligas Mayores, con lo que se rompió, digamos, la barrera del color que impuso Cap Anson cuando amenazó con dejar la Liga Nacional si volvían a contratar a negros, y como era la máxima estrella de entonces (digamos, el Barry Bonds del siglo XIX), los dueños cedieron.
Jack Robinson no era el mejor jugador de las Ligas Negras; Joshua Gibson, el mejor bateador de la historia, seguía con sus altísimos porcentajes aunque la diabetes –que lo tuvo en coma casi un año— ya había acabado con su poder; Satchel Paige ya no era el pitcher que había sido (el mejor de la historia), pero aún imponía con su control, poder, velocidad; Mont Irving, Elston Howard, y varios más demostraban que eran mejores que muchos de los bigleaguer. Sin embargo, fue Jack Robinson el elegido por su carácter, su dignidad, su buen comportamiento (había derrotado a las cortes en un juicio lleno de racismo, en una acusación absurda e injusta), y porque no se prestaba con su carácter sobrio a la imagen de los negros de desinhibidos, dados al relajo y a las bufonerías (hot-dog, les dicen), y eso ayudaría a que los aficionados no se los tomaran a chunga.
Una de las ceremonias de hace diez años fue retirar el número de Robinson no sólo de los Dodgers, donde jugó toda su carrera brillante pero limitada, sino de todos los equipos, en homenaje al hombre que hizo que llegaran los negros (y dominaran las Ligas Mayores, sobre todo con Willie Mays, Hank Aaron, Ferguson Jenkins, Bob Gibson, Juan Marichal y varios otros, sin tener que contar a Samuel Sosa y a Barry Bonds) y fueran respetados.
Pero se nos pasó un aniversario igual de respetable, los 50 años de La prostituta respetuosa, el drama de Jean Paul Sartre que aborda el tema de los prejuicios raciales, aunque el resultado sea completamente distinto del que se vivió en el beisbol; con sus asegunes, porque durante mucho tiempo los negros eran humillados por sus coequiperos, dirigentes, entrenadores, cronistas; no los dejaban entrar a los mismos restaurantes y hoteles que a sus compañeros, y no sólo ese 1947, sino muchos años después; Medias Rojas de Boston y Yanquis de Nueva York tardaron casi diez temporadas en integrar a los negros a su nómina, y muchos debieron sufrir una discriminación que no sé cómo la toleraron.

La prostituta respetuosa es la más popular de las obras de Sastre, mejor conocido como pensador, por su postura combativa en política, por su participación en la resistencia durante la segunda Guerra Mundial, por su comunismo declarado (años después fue de quienes encabezaron su defensa de la libertad de Argel), por su novela La náusea, que fue uno de los iconos del movimiento conocido como beatnik, o sea de los que pretendían ser existencialistas (que en el cine fueron más bien protagonizados por James Dean, Sal Mineo, Marlon Brando, Paul Newman). Ahora es criticado fuera de contexto, aunque uno de sus críticos, Mario Vargas Llosa, ha comenzado a reconocer todo lo que le debió y le sigue debiendo (no la reciedumbre ni la congruencia, que se las debe a otros).
En la obra, un negro es acusado por un crimen cometido por un blanco; la única que lo puede ayudar es Lizzie, una prostituta que presenció el hecho, pero que se niega a declarar, y recibe presiones de un político que sólo se acuesta con ella y le paga de más para que declare a favor del asesino; y después, cede a las peticiones de los familiares del asesino, bajo la promesa de que la recibirán casi como en familia, y que le darán un trato que ella no merece, y que no le cumplen. La acción está situada en el sur estadounidense, en donde Hank Aaron, ya el bateador más importante de los Bravos de Atlanta, sufría una persecución inclusive de sus compañeros (no todos los beisbolistas eran como Pee Wee Reese, el short stop de los Dodgers que fue quien más apoyó a Robinson).
Esas promesas, económicas y sociales, pesan más que su conciencia, que su sentido del deber. Es una obra llena de contradicciones, y donde el espectador sabe desde el principio qué va a suceder, y nada podrá evitarlo.
Según el Diccionario de Literatura de Penguin, la obra es de 1946, aunque en la página legal de la edición de Alianza-Losada se afirma que la primera edición fue de 1947, en Gallimard, y apareció en español en 1948 en Losada, con la traducción de Aurora Bernárdez (traductor, le dicen en Alianza), la esposa de Julio Cortázar y cuyas traducciones son cuando menos tan buenas, e incluso mejores que las de su célebre marido; pese a eso, pusieron a Miguel Salabater a revisar (revisar la revisión, sic) y seguramente a actualizar el lenguaje y la ortografía. Cuando menos pusieron prostituta, no mujerzuela, como en la edición en 1948, aunque deberían haber puesto “puta”, que sería lo correcto.
Sastre, repetimos, ya era célebre por El muro y La náusea, novelas, y por otros dramas, como A puerta cerrada, Las moscas, Muertos sin sepultura, Las manos sucias; después dio a conocer El diablo y el buen Dios. Su teatro, caracterizado por su hermetismo, su radicalismo y su inteligencia, puede ser menor que su obra filosófica (El ser y la nada, El existencialismo es un humanismo, Crítica de la razón dialéctica), pero literariamente tiene la misma importancia, sólo que a diferencia de su pensamiento, que conduce a la razón, el teatro, y la novela, conducen a la pasión.
Ya no se lee a Sastre, o al menos como se le leía entre los años cuarenta, cincuenta y mediados de los sesenta; se le acusa de equivocaciones políticas (muchos de sus críticos se han equivocado varias veces sin reconocerlo, como sí lo admitió él); ya no admiran que viviera vida conyugal o casi con Simone de Beauvoir y que tuviera como amante a Juliette Greco, y que su rival fuera su mejor amigo, Albert Camus, un existencialista que se parecía a otro existencialista, Humphrey Bogart; ya no es ídolo de los que en esos años fueron conocidos como los angry young men (los últimos fueron la generación encarnada por Lennon, Jagger y Van Morrison; los punks no lo leyeron y además tenían más de postura que de verdad), sobre todo porque los que abordaron la política, de esa generación, fueron gente como Tony Blair, antítesis de los personajes y de los admiradores de Sastre.
Leerlo ahora ayudaría a entender que aunque ya no son las mismas condiciones que él retrató, que ya juzgan a blancos de los mismos delitos que a los negros (como a Roger Clemens, que ya decíamos que era mucho que tuviera más velocidad que cuando apenas era un jovencito), que aparentemente se ha acabado la discriminación, no sólo sigue la persecución (ahora ya no sólo contra los negros, sino contra cualquier indocumentado), siguen los prejuicios, y sobre todo siguen en venta las conciencias de las prostitutas respetuosas.
En el beisbol ya se ve que tenían razón quienes se oponían a la integración de todas las razas: los negros, los latinos, demostraron que son mejores que los blancos estadounidenses (no se niega la grandeza de Mantle, Ted Williams, Musial y, en la actualidad, de Gregg Maddux), y para alcanzarlos y competir necesitan hacer trampa y luego jurar que no sabían nada; también allí están a la venta las conciencias de prostitutas que no son respetables.

martes, 18 de diciembre de 2007

La edición conmemorativa de Piedra de sol

Los primeros libros que compré fueron Farabeuf y Las buenas conciencias; compartí su lectura con Paco Alvarado, lo mismo que de otros, ya fuera de préstamos en bibliotecas o los escasos ejemplares que podíamos comprar. Uno de ellos fue La centena, el primer libro que adquirí de Octavio Paz.
Soy lector de poesía, el género literario que más me gusta; y entre los mexicanos he fatigado, a veces sólo disfrutado, a Gutiérrez Nájera, algo de Díaz Mirón, algo de Carpio, algo de Rafael López, mucho de López Velarde (he logrado descifrar casi la mitad de “La Suave Patria” y de casi todos sus poemas, y he encontrado parentescos con nada menos que con Joyce); de Josefa Murillo; en un ejemplar de la segunda edición de la Antología de la poesía mexicana moderna, firmada por Jorge Cuesta y que le volé a Paco (quien a su vez se quedó con un ejemplar de Los duelistas, de Conrad, de Zig-Zag, y con mi primera edición — en español— de París era una fiesta), me topé con dos de mis poetas definitivos, Salvador Novo y Carlos Pellicer, además de casi todos los Contemporáneos.
Mis poetas favoritos son Rubén Bonifaz Nuño, José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid (cito en orden alfabético); son mis favoritos porque me gusta todo lo que he leído de ellos; de otros me gusta o digiero casi todo; y hablo de gustos no sólo en el sentido de que me satisface su obra en lo personal, que en todo caso es lo de menos.
Pero el poema que más me conmueve es Piedra de sol.
Una tarde de 1969 (lo describo en Una ola que se estrella contra la rocas), después de una velada con un grupo de aspirantes a escritores, pintores, actores (alguno ahora es bastante conocido), desvelados, fatigados, comenzamos a leer en voz alta La centena, que acababa de comprar con mi segundo sueldo, y con Poesía, de José Gorostiza.
Nos topamos en las primeras páginas con “Elegía interrumpida”, “El prisionero”, “Himno entre ruinas”, y sobre todo Piedra de sol; no sé cómo tuvimos fuerzas para leer Muerte sin fin, después de la conmoción causada por Piedra de sol.

En 1974 me encontré con un libro poco citado: Aproximaciones a Octavio Paz; textos muy bellos de Carlos Fuentes, de Juan García Ponce y de Cortázar me fascinaron porque coincidía con lo que pensaba de Paz; uno de José Emilio Pacheco, “Descripción de Piedra de sol”, me causó la misma conmoción que el poema, y lo releo cada vez que releo Piedra de sol.

Mi ejemplar de La centena tiene partido el lomo, y eso coincide con las páginas donde está Piedra de sol; leo en las subastas de libros raros, descontinuados, agotados, que es uno de los mejores cotizados de Octavio Paz, en más de dos mil 300 euros, y en la Bibliografía crítica de Octavio Paz, de Hugo Verani, tanto la de la UNAM como la del Colegio Nacional, que hubo una segunda edición; éste fue mi primer libro de Octavio Paz; después he concurrido a prácticamente toda su obra, y casi toda la tengo en primera edición: Raíz del hombre (el encuadernador de Sergio Galindo se equivocó y le puso El son del corazón; y a la primera edición de éste le puso Raíz del hombre), A la orilla del mundo, Libertad bajo palabra, la de 1949, Semillas para un himno, La estación violenta, Salamandra (bueno, la segunda, la corregida), Blanco, Discos visuales, Topoemas, Ladera este –también tengo la segunda—, Renga, Pasado en claro (las dos primeras ediciones), Vuelta, la del morral que también se cotiza en tres mil 300 euros; Vuelta (la de Seix-Barral, y gracias a la generosidad de Gabriel Zaid, porque mi primera primer edición se perdió en Novaro, cuando se la presté a Felipe Garrido para ilustrar una nota en Construcción mexicana, y que se la hicieron perdidiza), Kostas, Hijos del aire, Árbol adentro.
Tengo la segunda de Libertad bajo palabra de 1968, dos volúmenes de Poemas, la de Seix-Barral, y los volúmenes de las Obras completas que contienen los poemas (en otra ocasión hablaré de mis primeras ediciones de los libros de prosa); tengo la primera reimpresión de ¿Águila o sol?, y una edición rara de Piedra de sol, con el sello de la ciudad de México en su división Cultura, pero con copyright de Clío, y con crédito de editores de Ricardo Cayuela y Fernando García Ramírez, la coordinación editorial de Antonieta Cruz; diseño de Alejandro Magallanes y Fernando Villazán, y producción de Lourdes Martínez Ocampo; el diseño imita el de Blanco, pero el terminado artesanal es muy defectuoso, con pliegues y arrugas; no tiene guardas, o mejor dicho, las guardas son la primera y la última páginas del poema, y tiene un par de erratas horribles y notables.
He releído Piedra de sol en cuanta antología la incluye, más varias veces en Libertad bajo palabra, en Poemas, en La estación violenta, en las Obras completas, en la edición de Clío.

En septiembre en Fondo de Cultura Económica publicó un desplegado conmemorando los 50 años de la aparición de Piedra de sol, en Tezontle, una colección que era y no era del Fondo, o que más bien era del Colegio de México que, como se sabe, eran instituciones realmente hermanas, con el cariño, envida, rencor, celos y admiración y rechazo que se tienen los hermanos. Pero El Colegio de México renunció a esa paternidad, y Tezontle pasó a ser del FCE, sin que éste se sintiera orgulloso; lo mantenía en el árbol genealógico como el pariente talentoso pero que físicamente no se parece a los demás miembros de la familia; tenían los mismos genes; es decir, usaban el mismo taller (la Gráfica Panamericana, la pariente lejana que siempre sacaba de apuros, y que algún ingrato dejó morir de inanición pensando que la tipografía computarizada le iba a ahorrar dinero, y sólo produce libros feos), los mismos correctores, los mismos editores, pero algo los diferenciaba.
El desplegado anunciaba que para más adelantito aparecería una edición conmemorativa del libro; la primera fue de 300 ejemplares, y desde el principio se convirtió en una rareza (tanto como lo es ahora el Libertad bajo palabra de 1960; es cierto que en las Obras completas Paz completó incluyendo los poemas excluidos de la segunda que es tercera, la de 1968, pero no es lo mismo). He perseguido esa primera edición desde que recuerdo, desde buscarla ingenuamente en librerías, hasta acosando a los marchantes famosos: el Capi, Polo Duarte, Enrique Fuentes, Álvaro, Rafael Porrúa, sin ningún éxito; algunos me dicen “ya caerá”, pero la única esperanza es que una viuda ignorante venda la biblioteca de su marido, y por allí aparezca, supongo que carísima.
Desde que apareció el anunció he pasado cuando menos dos veces a la semana a alguna librería del Fondo; en una, el encargado me mostró La piedra del sol, de Eduardo Matos Moctezuma.
—¡Piedra de sol!—, exclamé, ofendido, no por desestimar a Matos, a quien he visto una vez pero fue amable, simpático, y me dio la razón en unos términos editoriales que pensé podían molestarlo.
—¿Y qué dice allí?— me dijo más ofendido el librero.
La piedra del sol, y yo busco Piedra de sol—. Nos quedamos con ganas de seguir impugnando el uno al otro, además de que nos detuvieron otros sensatos.
A veces la respuesta era “quién sabe para cuándo, nomás la anunciaron y ya”. Hasta que ayer me la encontré, sin ningún anuncio ni nada; sólo que entré porque vi Las cárceles elegidas, de Doris Lessing, que sorprendió también al FCE con sólo dos ejemplares distribuidos, en la librería del IPN en Zacatenco, prácticamente inaccesible; pese a que los últimos tres meses y medio he aturdido al librero preguntándole por Piedra de sol, ayer no me la ofreció, pero de casualidad pregunté y me dijo que sí.
Por la tarde lo releí; tiene razón Pacheco cuando dice que aunque hay otras ediciones, él lo leía en su primera edición; aunque creía que me lo sabía de memoria, me sorprendieron cuando menos diez versos que no recordaba como están, y que enlazan el poema de una manera diferente. Se lee distinto en esta edición que es facsimilar, es decir, casi igual que la primera.
No voy a hacer una disección; como dice Pacheco, “mi admiración hacia el poema me veda hoy como nunca cualquier intento crítico y analítico” (aunque hace una lectura admirable); me siguen conmoviendo muchas escenas, sobre todo la pervivencia del amor en un Madrid destruido por las bombas, pese a los crímenes de la historia, la fragilidad de la vida y el milagro que significa; la claridad, la contundencia, la naturalidad para describir el amor y el erotismo a él ligado; el retorno al estado primitivo, la presencia de la mujer inevitable, la certeza de que el mejor amor es el prohibido, el que desafía, el amor a contracorriente, preferible a la rutina y a la seguridad; la importancia de un beso, instantáneo pero eterno;
En fin, como dijo Juan Villoro de mí cuando el concierto de Steve Winwood, “cumplí [una vez más] una cita con el destino”. Piedra de sol es el poema no que me cambió, que me sigue cambiando en cada lectura atenta, concentrada, que hago; lo he leído cientos de veces, y de ellas, tres o cuatro ocasiones a un auditorio que, pese a mi tos y mala vista, he logrado conmover y electrizar, al menos unos instantes. Y en la lectura de ayer sentí lo mismo que cuando lo leímos Paco Alvarado y yo, una tarde de finales de 1969, y nos quedamos sin habla.
Los lectores de poesía sabrán a qué me refiero.

Y los bibliómanos casi también; no entiendo cómo el librero, a quien los últimos tres meses y medio atosigué cuando menos una vez a la semana, no me dijo que hay dos ediciones, una de ellas en pasta dura, y se conformó con venderme la rústica; en el colofón leo que mi cuate Gerardo Cabello se encargó de la edición (una cosa más que le envidio; la primera fue compuesta con tipos baskerville hoy casi descontinuados, y que se encargó de ella Alí Chumacero [otra cosa más de las muchas que le envidió]), que se terminó de imprimir en noviembre, aunque salió en plena segunda quincena de diciembre, lo que habla de mala planeación, porque bien pudo haber entrado antes a imprenta para que saliera en septiembre; que los dos mil ejemplares, realmente baratos (por lo menos la rústica; ahora tengo que buscar la empastada cuando vuelva a tener dinero) serán insuficientes para los muchos lectores del poema, y una cosa más: aunque es muy de apreciar y agradecer esta publicación, seguiré esperando que una autoviuda remate su biblioteca y me encuentre una primera edición, porque hacen falta los golpes tipográficos, el papel especial, ligeramente rugoso al tacto, y no en uno tan común que puede conseguirse en cualquier papelería.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Las buenas causas, las bicicletas ajenas y la buena música

Eric Clapton es catalogado por sus amigos como el amigo más generoso; en su autobiografía, Patty Boyd dice que pese a lo que vivieron él y George Harrison, nunca dejaron de ser grandes amigos y que se decían “husband in law”.
Lo cierto es que su biografía Survivor, the authorized biografy of Eric Clapton, de Ray Chapman (autor de varios libros clásicos de rocanroleros, incluso uno sobre Lennon para desautorizar a Albert Goldmann y que termina dándole la razón), se narra lo que lo atormentó haber vivido lo que cuenta la canción de los Sinners, “La novia de mi mejor amigo”, o la de Queta Garay, “Las caricaturas me hacen llorar”, o lo que sucede en muchos de los cuentos de José de la Colina, y que en buen español se llama pedalear la bicicleta del mejor cuate. Y Coleman, con la autorización de Clapton, dice que se atormentó tanto que cayó en la adicción de la cocaína, y al curarse, en la del alcohol.
(Lo que se cuenta es tan dramático que durante un año dejó de tocar, y él y Patty comenzaron a vivir bajo los efectos de la cocaína, apenas comían, y su desgano era tal que ni siquiera abrieron el correo, y llegaron a vender las muy valiosas guitarras para sobrevivir, hasta que llegaron los cuates –Pete Townshend, Steve Winwood, Ron Word— y los rescataron, con concierto para alentarlos y todo; y que en el correo no abierto había cheques por muchos miles de libras esterlinas y dólares, con los que recuperaron las guitarras, y ellos pagaron su desintoxicación, pero que cayeron en el alcohol, y que la caída y la recuperación fue peor. La nueva autobiografía de Clapton es más deprimente, dicen, y se la pasa justificándose; lo malo es que no ha llegado a nuestras librerías.)
En 2004 Clapton comenzó a organizar un festival donde se ve su poder de convocatoria; hay disco, DVD y de vez en cuando televisan el concierto, con muchos de los más talentosos guitarristas de rock, blues y ritmos aledaños; pero acaba de aparecer en DVD el correspondiente a 2007, celebrado el 28 de julio en Chicago, donde actuaron 25 invitados y que, resumidos y editados, se ve a todos en este doble disco con momentos altísimos.
Para los fanáticos rudos de Clapton fue decepcionante escuchar las más recientes versiones de “Cocaine”, la pieza de J.J. Cale, porque en el estribillo añade un verso desconcertante: “the dirty cocaine” (como quie no había necesidad); en este concierto varios se la pasan elogiando a Clapton, sobre todo porque el festival está dedicado a recolectar fondos para el Crossroad Centre de Antigua, que es un centro para curar adicciones de drogas o alcohol; B.B. King, quien no ha perdido nada de velocidad ni de contundencia ni en la voz ni en la guitarra, afirma que aunque ha conocido a muchos mandatarios de todo el mundo, ninguno tan generoso como Clapton, y que cuando muera tendrá el satisfacción de haber sido su amigo; Sheryl Crow (quien está lejos de tocar tan bien como los otros invitados pero que tiene el toque blusero como para compartir con ellos más de un festival, dice que Clapton es un hombre que ha cambiado la vida de mucha gente.
No se trata de que el rock esté peleado con las buenas causas, sino de que Clapton no puede cambiar el pasado: sus mejores épocas las vivió cuando estuvo atormentado por enamorarse de la esposa de su mejor amigo, y muchos de sus mejores discos los hizo con ese tormento, la de pedalearle la bicicleta a Harrison.
(Que no se haya afectado la amistad es falso: varias de las canciones de Layla and another assorted love, y el intercambio de habladas entre los dos amigos y que pueden escucharse en varios discos de Ringo y de Harrison es elocuente, además de divertido; fue hasta después de varios discos que volvieron a verse sin discordia y cierto recelo.)
Pero las buenas causas (aquellas de las que desconfiaba Faulkner) son pretexto para la buena música; entre el desfile de grandes guitarristas puede verse a John McLaughlin, quien transita entre la música de concierto y el blues, para dar una lección de precisión y elegancia; a Susan Tedeschi justificando la unión entre la sensualidad y la música; a Derek Truck tocando igual que Clapton pero con diferentes pisadas; a Johnny Winter, quien es más hábil mientras más viejo; a B.B. King, a un sorprendente Albert Lee con una velocidad pasmosa, realmente increíble; a un muy joven John Mayer, a Los Lobos (a quienes Bill Murray insulta diciendo que se trata de FM Lite), a Jeff Beck, tan rudo como cuando hizo aquella excelente versión del Bolero, pero en blues, acompañado de una tragaaños Tal Wilkenfeld, quien se ve mucho más joven de los 21 que tiene, y que toca el bajo eléctrico tan rápido y tan pesado como Beck la guitarra; un Robbie Robertson como en sus mejores años con The Band, a Buddy Guy, con una renovada idea del blues que hace palidecer a Paul McCartney con su acercamiento a la ópera, y un duelo entre Clapton y Steve Winwood, preludio de los conciertos que darán en Nueva York a finales de febrero, y en donde reviven su rivalidad célebre que ha sobrevivido a la amistad que llevan desde hace 40 años.
Por ejemplo, ¿para qué tenía que cantar Clapton todo un cuarteto de “Presence of the Lord”?; ¿sólo para mostrar que el que sabe cantar es Winwood?; ¿para qué agregar a Derek Truck en el duelo de guitarras entre Winwood y Clapton en “Can’t find my way home”?
La atmósfera es electrizante; la música, excelente; las voces no siempre buenas pero la mayoría frescas aunque en el blues casi siempre son rasposas; y en general se demuestra que en este género (el blues y el rock se rozan, se traspasan las fronteras todo el tiempo) es donde hay más virtuosos, y no sólo de guitarristas, porque entre los acompañantes sobresalen los buenos bajistas, los excelentes pianistas (aunque sólo recibe crédito Chris Stainton, quien conserva su melena aunque ya sea totalmente blanca –el rock ayuda a no envejecer; es más, casi todos son más jóvenes que cuando eran jóvenes), los tecladistas, los bateristas.
Tal vez el único defecto es que los DVD no contengan un archivo con los créditos de todos los músicos, sólo los de los guitarristas. Uno no conoce a todos.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Carlos Fuentes, renovado

Acaban de aparecer, casi, dos nuevos títulos de Carlos Fuentes, que no son nuevos aunque traigan novedades; aparecen en una época mala porque las librerías se inundan de otras novedades, y con reimpresiones en formato de bolsillo de los libros de Doris Lessing que se esperaban para febrero aunque ya les madrugaron a los editores originales; y aparecen cuando Fuentes hace declaraciones contra Hugo Chávez que enfurecen a lectores maniqueos y que además ya la traían contra él porque no se sumó a las filas de López Obrador.
Pero en estos dos títulos, que parecen uno solo, los lectores tienen oportunidad de releer una de las mejores facetas de Fuentes, en un género donde ha vertido, de manera condensada y no desbordada como suele hacer en sus novelas, las dos tendencias principales de su literatura: el retratista de la posrevolución que se ha convertido en la corrupción priista, y el que coquetea con el mundo fantasmal, el que comprende a los monstruos y que abre rendijas por donde entran la magia y la brujería que se apoderan del mundo ¿real?
En cuentos naturales y cuentos sobrenaturales (Alfaguara, septiembre pero en realidad octubre de 2007) Fuentes reúne, quizá por razones de derechos de autor, relatos que aparecieron originalmente en Los días enmascarados, Cantar de ciegos, La frontera de cristal y Todas las familias felices, y uno en Cuerpos y ofrendas que en realidad es como un fragmento modificado de La región más transparente; tanta movilidad de relatos provoca cierta confusión, porque uno se había acostumbrado a un orden y a un ritmo, y aquí busca un orden diferente y complicado, pero que ocasionó que en la cuarta de forros de cuentos sobrenaturales se omitiera el más renombrado y más emblemático de esta faceta, nada menos que “Chac-Mool”, el más citado de su narrativa breve.
Pero no son simples reuniones antológicas de cuentos porque varios serán parte de la publicación de su obra completa en Alfaguara (que será distinta de la que aparecerá en el Fondo de Cultura Económica y que también requiere de otro ritmo y otra interpretación –y en ambas excluye Casa de dos puertas, su mejor libro de ensayos, y El mundo de José Luis Cuevas, aunque éste aparece en aquél; tampoco se anuncia París: La revolución de mayo); en los cuentos sobrenaturales incluye tres relatos inéditos en libro y casi desconocidos, aunque alguno de ellos haya aparecido en una revista universitaria antes de que Fuentes ganara su primera celebridad con Los días enmascarados.
Estos tres relatos son los más atractivos de los dos volúmenes, no porque no sean buenos los otros relatos: se encuentran Aura, “Las dos Elenas”, “Muñeca reina”, “Un alma pura”, “Por boca de los dioses”, que son magníficos, pero de los que hay suficientes ediciones, y además están en el proyecto de la obra completa en Alfaguara (y del FCE); pero es la oportunidad de leer a un Fuentes un tanto diferente, en donde se pueden rastrear preocupaciones que no habían llamado la atención.
“Un fantasma tropical”, sin ser un cuento malo, no tiene nada diferente; pero “Pantera en jazz” nos permite ver influencias inesperadas, por más que Fuentes siempre nos haga saber que es un aficionado al cine, que ha permeado toda su obra (si no, reléase, con todo y lo difícil que resulta en esta época, Cambio de piel –la literatura digerida y facilota de hoy nos atrofia para leer los libros complicados de hace apenas tres y cuatro décadas—, una novela llena de referencias cinematográficas, u Orquídeas a la luz de la luna, una cita directa de Flying down to Rio); Cat People, una cinta de 1942 dirigida por Jacques Tourneur y protagonizada por Kent Smith y Simone Simon, habla de una mujer que se transforma en pantera, así sea metafóricamente (hay un remake célebre, con el mismo título, realizado por Paul Schrader en 1982, con Malcolm McDowell –icono desde Naranja mecánica—, Annette O’Toole –erotismo sin perversidad pero placentero— y sobre todo Nastassia Kinski –Nasty, para los cuates— mucho más violenta y mucho más agresiva sexualmente, pero no mucho más erótica); Fuentes parece haber tomado si no la historia, cuando menos la idea de un hombre que se transforma en fiera, así sea de manera involuntaria e inconsciente.
Cuento subversivo y contundente, pero no se sabe si la subversión va por el lado del misterio, de la unión entre hombre y bestia, el bien y el mal unidos en un solo cuerpo; lo sobrenatural que se impone a la realidad mediocre; o si la subversión va por otra vía, la de suplantar la realidad con imaginación.
No hay que olvidar un cuento magistral de Julio Cortázar, “Bestiario”, que apareció en Bestiario (Sudamericana, 1951), y aunque en México eran pocos quienes lo conocían, Fuentes siempre ha sido un lector que está al día, que conoce a los autores importantes antes que a nadie (en 1974 ya citaba a Kundera casi diez años antes de que se pusiera de moda); a veces se equivoca, pero muchas veces acierta. “Pantera en jazz” parece un relato salido de esas fuentes, porque además tiene la atmósfera erótica de la cinta, emanada de la etérea Simone (Nasty no es tan etérea), y el ritmo endemoniado de la prosa de Cortázar, con la visión fantasmagórica de Fuentes.
“El robot sacramentado” es mucho más reciente y pone al descubierto actitudes inusuales en la narrativa, que no de la obra de Carlos Fuentes; en primer lugar habla de Dios, algo nada frecuente en él; no sólo eso, sino que lo pone como personaje, y le atribuye características de las que sólo se habla cuando se habla de herejías, es decir, de errores, de olvidos y distracciones más dignas de los humanos que de las divinidades (a menos que sean las del Olimpo, celosos, envidiosos, lujuriosos, golosos, débiles); reta los dogmas, pone en duda la teología tradicional, y lo mejor, no lo hace con una actitud provocativa, sino con un humor que tampoco es frecuente en él, aunque haya en La frontera de cristal algunas páginas desternillantes, o en algún relato de Todas las familias felices, aunque en éstas, sean más bien corrosivas que subversivas.
“El robot sacramentado” es un cuento excelente, bien escrito, pero sobre todo original y sorprendente, algo que habla de la vitalidad de Fuentes, un autor desigual, con caídas y con textos que no alcanzan la altura de otros, pero que cuando es bueno, está a la altura de sus amigos Julio Cortázar y Norman Mailer. Aunque tenga apenas unas cuantas páginas, este relato es memorable, y justifica y hace necesaria esta recopilación de cuentos, que sirve para recordar dos de los rostros de Carlos Fuentes: el natural y el sobrenatural.
Queda añadir la belleza de estas ediciones, casi limpias, aunque con algunas erratas, tal vez para recordar que a Carlos Fuentes lo persiguen casi tanto como sus admiradoras.
Eduardo Mejía