lunes, 19 de marzo de 2012

Shakespeare, Cervantes y Cri-Cri

En Desconsideraciones, Juan García Ponce lamenta que un episodio narrado por George D. Painter se haya quedado a medias; es decir, que en la breve plática entre Marcel Proust y James Joyce se limitara a decir uno al otro que no se habían leído; hubiera sido muy divertido saber qué opinaban de la obra del otro, ambos tan importantes y tan diferentes. Harold Bloom es un poco más explícito: a Joyce no le impresionaba Proust, y éste no sabía nada de aquél, y se concretaron a presumir sus enfermedades.
Se sospecha en cambio que Shakespeare leyó a Cervantes y éste leyó algo del inglés; la directora española Inés París, en su séptima película (Miguel y Willie), no sólo discurre que se leyeron, sino que se conocieron, que vivieron aventuras más al modo de Cervantes, y que se disputaron los amores (¿o el amor?) de una bella Elena (no podía llamarse de otra manera).
Ambos eran cultos, conocían y respetaban lo que hacían sus competidores, inclusive sus rivales, y a veces se aprovechaban de lo que hacían otros; se sabe mucho de sus vidas, pero ignoramos mucho más, al grado de que Stephen Marlowe escribió una novela divertida y disparatada, llena de suposiciones e inventos, pero posiblemente real, sobre la vida y la muerte de Cervantes, basada sobre todo en sucesos narrados en las Novelas Ejemplares, en La Galatea, en El Quijote y en Los trabajos de Persiles y Segismunda; de otro lado, sabemos que nada sabemos de Shakespeare, y se inventa que era su hermana la que escribió sus obras (como María Teresa Lara escribiría, se dice, las canciones de su hermano Agustín), que no escribió parte de sus obras sino que las tomaba de otro (Piazza hace divertidas fantasías al respecto), las reescribía sin entrecomillar y como era más famoso se llevó la fama y la fortuna que correspondían a Marlowe (no a Stephen, quien falleció hace unos pocos años) o a Bacon; algunos malvados lo sitúan, sin razón, en la misma taberna en donde se suscitó la reyerta donde murió Marlowe.
Marlowe influyó en Shakespeare y éste en su rival; así como Lennon tiene una canción que empieza con los versos con los que termina una canción de Elvis (sin entrecomillar), así Shakespeare escribió un poema que dice “Live with me, and be my love, / And we will all the pleasures prove / That hills and valleys, dales and fields, / And all the craggy mountains yields. // There will we sit upon the rocks, / And see the shepherds feed their flocks, / By shallow rivers, by whose falls / Melodious birds sing madrigals. // There will I make thee a bed of roses, / With a thousand fragants poisies, / A cap of flowers, and a kirtle / Embroider’s all with leaves of myrtle. // A belt of straw and ivy buds, / With coral claps and amber studs/ And if these pleasures may thee move, / Then live with me and be my love”; por casualidad, un poema de Marlowe dice “Come live with me, and be my love / And we will all the pleasures prove / That valleys, groves, hills, and fields, / Woods or steepy mountain yields. // And we will sit upon the rocks, / Seeing the shepherds feed their flocks, / By shallow rivers to whose falls / Melodious birds sing madrigals. // And I will make thee beds of roses / And a thousand fragrant posies, / A cap of flowers, and a kirtle / Embroidered all with leaves of myrtle; // A gown made of the finest wool / Which from our pretty lambs we pull; / Fair lined slippers for the cold, / With buckles of the purest gold; // A belt of straw and ivy buds, / With coral clasps and amber studs: / And if these pleasures may thee move, / Come live with me and be my love. // The shepherds' swains shall dance and sing / For thy delight each May morning: / If these delights thy mind may move, / Then live with me and be my love”.
En Shakespeare in love aparece un personaje interpretando a Marlowe, pero como en ella actúa Gwyneth Paltrow, ¿alguien se fija en Marlowe?

Hablaba de Cervantes y de Shakespeare; quiso la casualidad de que murieran en la misma fecha aunque no en el mismo día; de eso se aprovecha la industria del libro para conmemorar esa fecha como el día mundial del libro. Si la divertida película de París fuera cierta, confirmaría que ambos tenían mucho sentido del humor; ambos escribieron tragedias, pero sus tragedias no siempre son tan trágicas como se quiere suponer.
Veamos dos de las obras de Shakespeare: Romeo y Julieta y Antonio y Cleopatra; la primera se llama Romeo y Julieta pero en la edición de la UNAM, con prefacio, traducción y notas de Mª Enriqueta González Padilla se llama La tragedia de Romeo y Julieta (Nuestros Clásicos 85); la segunda se llama Antonio y Cleopatra y en la edición de la UNAM, con traducción, prólogo y notas también de Mª Enriqueta González Padilla se titula La tragedia de Antonio y Cleopatra (Nuestros clásicos, 96).
Para la primera, tomo la traducción de Pablo Neruda (disponible en Losada y también en las ediciones de Gandhi, muy barata); de todas las versiones cinematográficas la más cercana en espíritu es West Side Story. Con una coreografía alegre y vertiginosa que se detiene abruptamente para mostrar y demostrar el súbito enamoramiento de los dos personajes que, en un diálogo de gran intensidad, descubren su amor y lo expresan con ideas nuevas y renovadoras, con imágenes insólitas y audaces (más ella: él es más bien un pazguato y sólo reacciona a las propuestas de ella); tanto amor no puede ser satisfecho más que con una entrega plena, que llevan a cabo; en la traducción de Neruda, antes de que conozca a Romeo, Julieta mantiene un diálogo con su nodriza lleno de picardía, casi obsceno; realizada la entrega, no les queda más que perpetuarla o dejarla como símbolo de lo que pasa cuando se interpone la intransigencia; pero sucede que no hay intransigencia, que las familias estaban dispuestas a ceder, sólo que una muerte inoportuna imposibilita las reconciliaciones y dejan a la pareja sin otro recurso que fingirse cadáveres y huir, pero malos entendidos y además inoportunos crean la confusión que los conduce a la muerte de ambos. De no ser por esas muertes pudieron haberse casado y ser felices (por un tiempo).
Fuera de esas circunstancias la obra es muy feliz, muy alegre, pero en el espectador, y en el lector, queda el prejuicio de que se trata de una tragedia y están predispuestos a sufrir por el desencuentro de los muchachos, aunque se olvidan que al contrario de muchísimas parejas enamoradas hasta las narices (en la literatura, en el cine y en la vida real) que se quedan con las ganas de “llevar su amor hasta sus últimas consecuencias” (siempre quise plagiar esta frase) (¿no es más trágico que se les haga a parejas jariosas y no a parejas enamoradas –y de allí tanta soledad arrepentida?), Romeo y Julieta sí la hacen.
Antonio y Cleopatra tienen más interés en llevar su amor hasta los últimos extremos que en cumplir con su destino como gobernantes; Cleopatra es más burlona que comprometida, y le preocupa más ser paseada por Roma como prisionera, que lo que piense Antonio; le tiende varias trampas en las que él cae con facilidad, y de nuevo un equívoco provoca que mueran, y lo peor, que mueran separados; la verdadera tragedia no está en la muerte sino en la desincronización de sus pasiones.
Bloom resalta que Shakespeare es el único escritor que maneja la comedia y la tragedia con la misma eficacia (como actor, en México el único que lo consigue siempre es Andrés Soler), y que ha influido en todos los escritores sobresalientes después de él (y puede que en los de antes de él, se llega a insinuar), que a veces su influencia es tan inoportuna que impide que sus seguidores sean mejores; por ejemplo, La cartuja de Parma de Stendhal sería muy superior si no rindiera tanto homenaje a Romeo y Julieta, dice.

Cervantes, por el contrario, es tomado como un escritor más eficaz en la comedia que en la tragedia; El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha es uno de los libros más divertidos que se han escrito, sin que para ello se aproveche de situaciones cómicas, y cuando son grotescas son para resaltar lo exagerado de las pretensiones de sus personajes; lo mismo sucede con la mayoría de sus Novelas Ejemplares y con Persiles y Segismunda. Pero por más felices que sean sus finales, o mejor, sus resoluciones, antes de que se resuelvan son verdaderas tragedias. Uno de los elementos del humor es la exageración, y Cervantes lo hace con maestría: sus personajes quedan en situaciones límite, y sus soluciones no suelen ser las mejores. Pero como dice Alberto Maguel en Lecturas sobre la lectura, la que fracasa es la realidad, no los personajes de Cervantes (como casi todos los lectores de Cervantes, Maguel prefiere El Quijote; Cervantes prefería La Galatea y Los trabajos de Persiles y Segismunda).

¿Cuál sería la diferencia entre las tragedias de Shakespeare y las de Cervantes? Un punto de vista, nada más, un enfoque diferente para observar la realidad. Para Shakespeare, incluso en sus comedias más felices, la casualidad, el destino, determina el de sus personajes, y pasan de la plenitud al desencanto, del triunfo a la derrota, de la felicidad al desamor o la infelicidad. Para Cervantes la tragedia es, como descubrió Alfonso Reyes, una obra en la que ambas partes tienen razón; en casi todas las proezas, incumplidas, del Quijote, se enfrenta con gente que está convencida de la utilidad de lo que hace, de que está haciendo lo correcto, de que admira lo que debe admirarse, y cuando se le refuta, cuando el Quijote los reta, cuando afirma que están haciendo algo indebido, se asombran o simplemente se ríen; él mismo se convence de que la mujer a la que admira es la más bella que puede encontrar, y para otros no es más que una mujer vulgar, llena de defectos o de carencias; bendito sea Dios que hay ganchos que en cualquier clavo se atoran, dice un refrán que usaba Salvador Novo con alguna frecuencia; siempre hay un roto para un descocido, dice otro refrán. Pero más allá de frases y refranes, la vida está llena de esas situaciones; no siempre hay igualdad de circunstancias en esos casos, a veces sólo es que alguien quiere aprovecharse y sacar ventaja de los demás sin importar la injusticia, la iniquidad y lo ilegal, pero en otras ocasiones la competencia es pareja, pero no todos tienen la misma oportunidad de conseguir lo que desean.
Francisco Gabilondo Soler escribió una canción magistral (entre muchas), “El jicote aguamielero”, en la que el personaje se enamora de la reina de las abejas, y con toda su pasión se presenta al panal a declararle su amor; ella, quien ni siquiera lo recibe, reacciona con arrogancia; cómo se atreve ese plebe a pretenderla, es la reina por bonita y un jicote aguamielero no cuadra con su amor; aunque él se retuerce de dolor se indigna, pues según las leyes del país, aquí todos son iguales.
A menos que uno sea amigo de la reina de las abejas, o del jicote aguamielero, no tiene a quien darle la razón; ella la tiene: si es bella, si todos la consienten y la apapachan, se siente con derecho a que su pretendejo sea igual de bello, con su mismo estrato socioeconómico, con su mismo comportamiento soberbio; pero él también la tiene: si ha oído que ante Dios y ante los hombres (más aún, ante el Diablo) todos somos iguales, ¿por qué no aspirar a tener el amor de la mujer que uno cree que es la más bella, aunque las diferencias económicas sean significativas, porque la sangre, aunque plebeya, también tiñe de rojo? Si uno es amigo de la reina de las abejas le dará la razón: quién se cree ése; si uno es amigo del jicote aguamielero pensará que ella quién se cree, y hasta nos tomaremos unas copas con él para hablar mal de ella, y de todas las abejas, de paso.
Esa situación se describe con maestría en los capítulos XII y XIII del Quijote, en que Grisóstomo, en vez de ir a beber con su amigo Ambrosio a causa de que la pastora Marcela no le correspondía, decide darse muerte por propia voluntad, y todos los pastores y demás culpan a Marcela por ingrata, la hacen responsable de la determinación del joven que accedió a descender de su nivel socioeconómico nomás por estar al parejo de ella, y ni aun así porque, dice ella, quién le ordena amar a quien le ama, qué culpa tiene ella; Don Quijote tiene que darle la razón, así como antes se la había dado a él.

Shakespeare y Cervantes no sólo escribieron con maestría, también con audacia; ambos hicieron el mismo experimento, no superado siquiera cuando entre los años cincuenta a ochenta del siglo XX muchos escritores se empeñaron, con resultados extraordinarios, a romper estructuras, modificar el lenguaje, quebrantar la cronología y la sintaxis, a hacer largas novelas que relatan apenas unos instantes o al revés; a intercambiar puntos de vista, a dar pluralidad a las voces, hacer novelas corales o poemas inusitados; Don Quijote de la Mancha, se ha dicho bastantes veces, es la novela dentro de la novela, con distintos narradores aunque parezca uno, y con muchas variantes en cuanto a los puntos de vista, las opiniones, las múltiples posibilidades de cada situación; Hamlet, el teatro dentro del teatro, ofrece, dentro de la pluralidad de voces y de personajes, un solo punto de vista, pero que resume todas las posibles variantes. La única diferencia entre ambos escritores es su visión de la tragedia. Pero los dos tienen razón. (Y en las obras de ambos hay muchísimas citas de escritores de la Antigüedad y de muchos contemporáneos.)

Jorge Ibargüengoitia es hijo de la literatura inglesa, y la adoptó, como hizo casi toda su generación. Y cuando un efecto le gustaba, lo usó varias veces; en “Falta de espíritu scout”, de La ley de Herodes, un grupo de boys scout presentan un baile que ensayan muchas veces, pero con música y en una tarima; al momento de la presentación no tienen música lo que provoca una desincronización espantosa; lo único bueno es que tampoco tienen tarima, y levantan tal polvareda que nadie se da cuenta del desastre; una situación parecida tiene lugar en Los relámpagos de agosto (esto está resaltado en Los relámpagos de agosto y El atentado, edición crítica de Juan Villoro y Víctor Díaz Arciniega); pero hay otra coincidencia entre su libro para niños El niño Triclinio y la bella Dorotea y un par de escenas de Estas ruinas que ves: en ambos, el personaje espía por la ventana a una mujer bella cuando se desnuda.

Víctor Díaz Arciniega me regaló esta anécdota sobre influencias y plagios: caminaba Manuel M. Ponce por las calles de Veracruz cuando escuchó que un cilindrero tocaba, desafinado, “Estrellita”; no resistió la tentación y fue a reclamarle; ante las protestas del cilindrero se presentó como el autor de la canción, y procedieron a afinar el instrumento para que se escuchara como era debido; pocos meses después regresó a Veracruz y pasó por donde estaba el cilindrero, que tocaba la pieza de manera correcta, pero tenía un letrero al lado: “Discípulo de Manuel M. Ponce”.
Una pianista, de la que no puedo decir su nombre, contó en una comida a la que asistí, y a su misma mesa, que fue a dar un concierto a provincia; al mandar su currículum, resaltó que era discípula de la excelente Angélica Morales; cuando llegó se enteró de que se habían agotado los boletos, y que había gran expectación por verla; como no suele haber mucho público interesado en la música de concierto, se sintió halagada, pero también extrañada; le dio más risa que decepción cuando vio que el cartel la presentaba como discípula de Angélica María.

Ya viene el beisbol. Hay expectación por el cubano Céspedes; no sé por qué uno se acuerda del caso del Jungla Salinas (cátcher de los Tigres de México en los años cincuenta).

lunes, 5 de marzo de 2012

El escritor que no escribe, y temas afines

Al rastrear a un escritor que se la pasó poniendo mensajes ocultos, o guiños, o citas, a lo largo de toda su obra (sin entrecomillar; lástima, ya es muy tarde para que lo usen como escudo) me reencontré con que a pesar de que él proclamó la existencia tan sólo de tres temas (el amor, la muerte y las moscas), abordó con mucha insistencia otro: la del escritor que no escribe.
Fue el principal responsable de que le persiguiera el estigma de ser una persona divertida; uno de sus últimos títulos aludía a que él, y su obra, en realidad escondían a una persona triste. Era una antología del cuento triste, y en ella estaba incluido un relato suyo que hizo reír a todos sus lectores. Es cierto que la carcajada es efímera mientras más estruendosa, que los chistes se hacen monótonos y aburridos, y muy pocos se reciclan, además de que esconden rencores, odios, complejos y venganzas. La sonrisa es más perdurable, y no siempre, más bien casi nunca) la producen las cosas divertidas.
Él, inteligente y culto, respondía incluso las preguntas más sencillas con alguna cita de Cervantes o de Shakespeare o de Flaubert o de Alfonso Reyes, y su interlocutor no siempre lo descubría; así, una broma compartida se convertía, de manera involuntaria, en una manera de descubrir que el interlocutor no estaba a su altura ni tenía su misma erudición. Pasó a convertirse en chistoso. Su propia vida lo propiciaba: durante su juventud y su madurez tradujo, corrigió y enmendó centenares de libros; como hombre inteligente y culto, prefería la corrección de galeras, particularmente ardua, aunque sus patrones opinaban que sus mejores trabajos consistían más en encontrar errores históricos, corregir datos equívocos, enderezar una traducción mal hecha, que en encontrar erratas, traslapes y acentos mal colocados, que con frecuencia se le pasaban. Y ya maduro, luego de pasar por varios trabajos rutinarios y acabalar con chambitas editoriales, o dirigir talleres pese a que creía que la literatura se hace en silencio y en soledad, de pronto sus libros (escasos y breves) comenzaron a ser publicados y reeditados en muchos lados, se le dieron reconocimientos que no buscaba, y tranquilidad económica. Pero extrañaba la rudeza de las galeras (que por algo se llaman así), el cotejo contra un original caótico y mal escrito para ponerlo en español correcto y así hacer creer al autor corregido que sí sabía escribir. Y se presentaba en las editoriales que antes le daban chamba y que le publicaron sus libros; se alegraban de verlo, casi tanto o más que antes; festejaban su arribo y esperaban que llegara con un nuevo manuscrito que, desde ya, sabían que estaba bien, que no necesitaban mandarlo a dictamen, que sería un placer publicarlo, con el atractivo extra de que se vendería mucho mejor que antes, pues ya era famoso. Pero al preguntar el motivo de su visita, contestaba que iba a ver si había alguna chambita, algunas “carnitas” como le decía a las galeras, de algún libro que no urgiera mucho porque tampoco quería trabajar de prisa; los antiguos patrones y ahora editores soltaban la carcajada, y él se reía, triste porque en efecto quería llevarse unas pocas decenas de páginas para corregirlas en un par de semanas, y tenía que reírse para que sus editores no se sintieran ofendidos de que ellos se rieran y él no. Pero en realidad añoraba los días en que se ganaba la vida leyendo.

Me topo, sorpresivamente, con un libro atractivo: La biblioteca de los libros perdidos; en otro lugar lo comentaré con más calma; aquí, en privado, lamento que el autor se refiera a algunos cuantos casos de pérdidas lamentables: los manuscritos que fueron devorados por el fuego (Lowry, Joyce) o peor, de los que se rescató parte sólo de esos manuscritos y que se publicaron así, fragmentados, incompletos, inconclusos, sólo para que el lector lamente lo que se ha perdido; los extraviados en taxis, en trenes, en estaciones de trenes, en hoteles no siempre de buena categoría; los manuscritos despedazados por los propios autores o por terceras manos misericordiosas. Lamento que el autor, un alemán casi joven especialista en literatura anglosajona que ha publicado un par de biografías (Melville, Mary Shelley) y una compilación de anécdotas literarias que se antojan, porque éste lo hizo muy bien; por desgracia, el mundo hispano está lejos de los intereses de Alexander Pechmann, el autor, pues sólo cita, a propósito de nada, a Jorge Luis Borges y a Enrique Vila-Matas, y desconoce el caso de la primera novela de José Revueltas, un atado de cuartillas que se perdió para siempre en un taxi, y que Revueltas, entre desconsolado y con alivio, no pudo rehacer nunca (digo que con alivio porque pese a todo, nunca estuvo seguro de sí mismo, y escribir era un acto creador, pero angustioso); no menciona el caso de La cordillera, la novela de Juan Rulfo que todos esperaban que superaría el Pedro Páramo que había asombrado a los lectores de 1955, y que Rulfo nunca terminó, y de la que se publicaron algunos adelantos y fragmentos que no estaban cuajados; o la novela de Fausto Vega que se perdió en una inundación y que provocó el silencio literario de su autor; o la sequía de Sergio Galindo que entre La comparsa y Los dos Ángeles (con la irrupción, tímida, de El hombre de los hongos y Este laberinto de hombres), produjo media docena de empiezos esperanzadores de novelas que se quedaron truncas; las novelas anunciadas que nunca se completaron y que llegaron a ser legendarias entre los amigos de los autores (varias de Cabrera Infante, anunciadas aunque negadas por él, que achacaba el anuncio a sus editores), los libros prometidos por Carlos Monsiváis (un ensayo de los Hermanos Marx, una biografía de Carlos Pellicer, una semblanza del cine mexicano, su estética de la naquiza y no el fragmento que publicó, una novela de la que leyó un fragmento en público), la novela inconclusa de Salvador Novo (o al revés, sus memorias que nada añaden a su gloria literaria).
Más desconsolador aún, la novela que se perdió en un apagón, cuando las computadoras no tenían disco duro, y el autor no había guardado el texto (“salvado”, un término más adecuado para el caso); Pechmann habla de un libro que se perdió entre miles de páginas impresas de otros libros, en los talleres de una editorial descuidada; no sé del caso de ningún manuscrito que se haya perdido en el escritorio de Bernardo Giner de los Ríos o en el de Felipe Garrido, porque ambos tenían la costumbre de empezar el año escombrando sus escritorios (Bernardo encontró en una ocasión tres tipómetros, varias cajetillas de cigarros, un contrato, cuando menos cuatro agendas) y así los libros sólo se postergaban, pero nunca se perdieron; se perdió una obra a cargo de Felipe Garrido, pero no fue su culpa, sólo se revolvió con otros libros que llegaron al taller el mismo día y con la misma urgencia; cuando lo encontraron ya había pasado la urgencia; hay un caso triste de que un autor joven recibió la noticia de que su primera novela estaba aceptada, y le dieron un plazo muy razonable para que apareciera; así, dio su segundo título a otra editorial, que no corrió, hizo el trabajo a pausas, para que apareciera un par de meses después que la primera, para que los lectores apreciaran su tacto, su ingenio, el dominio de su lenguaje; pero la primera novela se atoró en el escritorio del editor, que sólo se apresuró a publicarla cuando vio en las librerías la segunda novela del joven, al que los lectores no apreciaron sus adelantos porque desconocían la primera novela que a partir de entonces fue la segunda. O el libro de cuentos aceptado y que se perdió junto con otros volúmenes aceptados en el camino a Xalapa, aunque sí aparecieron las cajas con los libros rechazados; el cuentista, desde luego, no tenía copias. O la novela que apareció 20 años después, y que se publicó sin la anuencia de la autora, que ya había decidido que nunca sería escritora, y nunca más volvió a escribir.
Entre los casos que cita Pechmann están los de los autores que se hicieron célebres porque prometían pero no cumplieron, los que asombraban a sus contertulios, los corregían, los orientaban, los criticaban, y los hacían pensar que cuando él se decidiera a terminar la novela que contaba que escribiría algún día, despedazaría el panorama literario, pero nunca publicó nada; así hay muchos casos en la literatura mexicana del siglo XX, e incluso del siglo XIX; Francisco Cervantes aseguraba que “cada profesorcito tiene sus seis libritos”; menos de ésos, condenan a su autor a ser un eterno aspirante, de los que hay muchos en nuestra literatura, aunque preferibles a los que publican uno o dos libros por año.

Hay un caso no muy conocido pero cierto: un famoso escritor que entonces no era famoso y asistía a una tertulia, en donde contaba lo que había escrito en la semana, y tenía deslumbrados a sus amigos; la novela, compleja y divertida, prometía ser obra definitiva y definitoria de la literatura contemporánea; cuando apareció cumplió con esas expectativas, pero desilusionó a sus contertulios, porque el autor, supersticioso, se negaba a hablar de la obra que estaba escribiendo porque podía cebársele; así, inventaba cada semana otra novela, distinta, caótica, entretenida, divertida; no es que les disgustara el resultado, pero habían oído otra diferente; ni el autor ni los otros tertulianos sabían que entre los asistentes se encontraba un célebre corrector, de memoria prodigiosa, que sabía de la superstición de su amigo, y precavido, transcribía cada semana lo que el escritor contaba, y así, existe una versión paralela de esa novela, resguardada por los sobrevivientes de esa tertulia, para publicarla sólo para los que están en el secreto; tal vez algún día se dé a conocer esa novela secreta que dictó, sin saberlo, ese escritor bromista.

Iba a hablar del escritor que no escribe; no es un autor frustrado, no es un incompetente, no es alguien que carezca de habilidad narrativa (por no hablar de los que hablan mejor de lo que escriben), no les falta imaginación, dominan la técnica y tienen una cultura amplísima; conocen los secretos de la escritura y los de otras actividades que pueden darles temas atractivos; han llevado una vida llena de sobresaltos, han amado (y sido amados) a mujeres bellas, inalcanzables; guardan en silencio amoríos escandalosos de los que nadie se enteró, y con sólo contar parte de ellos tienen para escribir historias estremecedoras, fulgurantes, llenas de erotismo y, si quisieran, de vulgaridad estrujante. Pero algo les impide escribir; Tito Monterroso cuenta de varios casos en todos sus libros: no es la flojera sino la erudición y el exceso de crítica (también tema de Vicente Leñero) lo que los paraliza; no es miedo, pero sí algo parecido.

Pechmann habla con sensibilidad de Emily Dickinson, la poetisa más importante de Estados Unidos, quien en vida publicó un puñado de poemas por lo regular editados (arreglados) por sus editores; sólo después de fallecida la conocieron y la reconocieron; por desgracia Pechmann no habla de un caso paralelo, el de Josefa Murillo, casi contemporánea de Dickinson; tampoco salió de su tierra (Tlacotalpan; hoy Agustín Lara, su paisano, es más famoso que ella) ni pudo estudiar lo que quiso, y escribió a contracorriente, a escondidas, y, peor, llena de compromisos que sus conocidos le asestaban (tarjetas, saludos, poemas de ocasión); así y todo, y con temas y tratamiento y estilo muy parecido al de Dickinson, su obra es de las más importantes de nuestras letras.

Se destapa un caso vergonzoso: Santos de Nueva Orleans, uno de los equipos más importantes de los últimos años de la NFL, recompensaba a sus jugadores que lesionaban a los contrincantes más peligroso; coaches, coordinadores, jugadores, estaban en esta artimaña: tacleaban por debajo de la cintura, daban golpes fuera de tiempo, los atacaban cuando había terminado la jugada y no estaban preparados para recibir el golpe (el castigo, es el término de la jerga de este deporte); así, con la complacencia de los jueces, precipitaron el retiro de Brett Favre,dejaron a varios sin terminar una temporada a causa de las lesiones, y pusieron en peligro su carrera y, peor, su vida. Los responsables se dicen arrepentidos. ¿Las sanciones económicas serán las adecuadas, con eso se terminará esa artimaña? ¿De verdad es tan importante ser campeón que a los jugadores no les importa el destino de sus contrincantes?
Hace unos días se supo que el equipo argentino de futbol había corrompido a sus rivales en la semifinal de la llamada copa del mundo, en 1978, el equipo peruano, que aceptó, de manera inesperada, seis goles que permitieron a los argentinos disputar la final; desde entonces se sospechó algo, y de allí la negativa de los futbolistas holandeses a participar en la ceremonia de premiación; las autoridades del futbol anunciaron que desconocerían ese título, y despojarían a los argentinos de ese campeonato; los diarios mexicanos callaron la noticia; no es de extrañar que la gente se conforme y que digan que no tiene caso el castigo después de 34 años; no es de extrañar, entonces, tanta corrupción, tanta gente que se marea de poder con un puestecito de morondanga, por un pinche premiecito o un nombramiento de nada.

En www.lospinos12, cada semana una colaboración sobre los intelectuales en el poder.