domingo, 27 de julio de 2008

Murciélago Velázquez en el cine / y II

Luego crecí, poquito, tendría diez años, y empecé a trabajar en una cerería, en las azoteas, poniendo tortillas de cera a que se blanquearan en el sol; me pagaban un dineral, ocho centavos a la semana, y eso era mucho dinero. Luego mi papá me llevó a la Hacienda de Aragón, por la Villa, y ahí trabajaba de segador, segando alfalfa; y era muy bonito: un mundo verde, ratones por todos lados y a mí me encantaba perseguirlos; la tierra húmeda y caliente, el canto de los boyeros; llegaba el tlacoyero con las canastas llenas de tacos; todo el mundo comía de todo, y era una variedad tremenda, diferentes facetas de la culinaria mexicana pobre; y yo gozaba de todo aquello. De pronto, en la tarde, decía mi papá “ya vámonos hijo”. Comenzaba a desfilar la gente por los grandes zanjones por donde iba la irrigación; quiero descansar, le decía. Ya comenzaba a anochecer; entonces me acostaba debajo de un pirul y me gustaba oír el viento, quedito. El viento canta, y empezaba la combira inmensa del cielo a tachonarse de estrellas: yo me cuajaba los ojos de luceros y otros mundos.
A los veintitrés años comencé a luchar y tuve muchas emociones: una dramática, cuando lo de Merced Gómez, y una francamente emocionante, mexicanista, digamos, vanidad. Fue cuando en la República Dominicana, el dictador Trujillo, Rafael Leónidas Trujillo y Molina, subió constelado de estrellas; se trocó el himno dominicano y luego el mexicano. Y luego me puso una medalla de oro, por ser el luchador mexicano, el mejor limpio mexicano que hayan visto jamás en la República Dominicana. Eso para mí fue muy impresionante.
También practiqué el box, un poco, y carrera de larga distancia. No precisamente atletismo; fue una competencia; corrimos del antiguo pueblo de La Piedad, que ya desapareció, en donde está ahora la demarcación; corrimos de allí a Xochimilco, y yo me saqué un cuarto lugar no muy bueno, pero corrí, y qué bueno, porque si no me muero… de cansancio. Y yo le tengo miedo a morir. Hay varias cosas a las que le tengo miedo: a morirme, desde luego; a hacerme rico, al agua, a la electricidad, y a volverme santo. ¡Tengo un miedo a hacerme santo! ¡Rezo para no serlo!
Pero mire, no me puedo quedar quieto; primero caminé catorce días, algo bonito, y raro, llenándome los ojos de paisajes y caminando y viendo gente, rostros, rebaños, bosques, lagunas. Llegué a México; yo no conocía la ciudad, ninguna ciudad, y voy viendo un desierto de casas, muchachos bien vestidos, y los coches, terribles, espantosos, eran monstruos para mí. Ya siguió la época de Peralvillo y ahí tuve aventuras de diferentes clases, de diferentes matices; luego comencé a trabajar en muy diversas cosas.
Luego de la Hacienda de Aragón, una señora que le decíamos doña Chofi, dueña de una gran casa, rica, era una mujer alegre; a su casa iban los guardias presidenciales, con sus pelerinas de aquellos tiempos, y monóculo, penachos negros o blancos, elegantes; y en un estrado pequeñito de una gran sala, me sentaban, como curiosidad, porque entonces tenía once años y medio y traducía griego, latín, sánscrito y mexicano. Les gustaba oírme y me daban dinero; me decían: ¿Quieres enseñarme a mí esto, niño? Y así comencé a ganar dinero, enseñando latín y sánscrito y francés y ruso. Ahora ya no hablo ningún idioma. Trato de aprender el español.
Luego, después de eso, conseguí elevarme en otros ambientes y me vi envuelto en diferentes torbellinos, de muy diversos matices.
Ya siendo un joven de diecinueve o veinte años, vi cosas muy violentas, de tipo social y político. Dejé todo, las mujeres me gustaban, y cantaba canciones; canté profesionalmente nueve años y llegué a competir con un dueto mucho muy particular del que no quiero decir su nombre pero que es muy famoso.
Pasó el tiempo, invadí el deporte; siendo deportista invadí la escritura donde he logrado premios mundiales; estoy clasificado. Luego, la medicina. Como viajé por Paraguay, San Lorenzo, Quebrada de Humahuacán, Chile, Haití, la Dominicana, distintos países, comencé a recabar datos de yerbas medicinales; la herbolaria, que es la base de la medicina labotorial, y logré descubrir lo que se llama en medicina complejos, o sea conjuntos de yerbas para curar determinados males. He logrado curar leucemia, muchos casos, y nunca se me ha muerto un leucémico en mis manos. Cancerosos, habré tratado tres mil casos y he perdido cuatro pacientes. Los médicos llegan y me preguntan: maestro, ¿qué hizo usted para esto? Yo no se los digo, ¿por qué? ¡Que estudien! Son textualistas que van hasta donde termina un texto y luego regresan a otro renglón y a otro más. ¡Que especulen veinte kilómetros más allá de donde terminan los libros! Yo ahora estoy causando sensación logrando bajar las altísimas presiones arteriales que los médicos solamente controlan hasta cierto punto. Yo las bajo y las estabilizo en sólo tres días y tres noches. Pero además no cobro un centavo a nadie, ni a ricos ni a pobres. También estuve seis años en la Acción Católica de filosofía, exégesis e historia sagrada. Sigo estudiando mucho, pero ya no me robo libros.
La primera película que me filmaron fue Luciano Romero, luego siguió El duende y yo; luego Tlayucan. Es una película de mucha categoría, está muy bien hecha, muy bien dirigida y muy bien iluminada para completar la cosa técnica. Ahora, las que me han dejado satisfecho son Yo, el valiente, El mal, La maestra inolvidable, Furias bajo el cielo, que me gusta a pesar de que entraron buenos cantantes como David Reynoso, Julio [Almada] y Lola Beltrán, y no dejé cantar a nadie; y en Padre nuestro que estás en la Tierra, que me están filmando ahora, tampoco hay ninguna canción, y ahí actúan el Enano Santanón, Manuel López Ochoa, Lola Beltrán y no sé quién más.
Ahora ya no voy a las luchas. Desde que me retiré ya no voy. Cuando los periodistas me preguntan por qué, les digo: mira, me pongo nervioso. Se ríen; me espanto de ver cómo se tuercen los brazos salvajemente y se avientan; ¡no hombre!, imagínate una cosa tan perfecta como el cuerpo humano y que se den patadas y se tuerzan el pescuezo. Claro que les da risa. Pero no es eso, simplemente ya no quiero ir…
Ahora invadí la música. No puedo estar quieto, le digo. En el Canal 2 se estrenó una canción mía en la voz de Julio Aldama y una bola de mariachis; la canción se llama “Dios y yo”. Por estos días se graba un long play con canciones mías, con un cantante nuevo. En realidad lo único que no me gustó estudiar fueron las matemáticas, por la soledad que tienen los números, por lo quietos, por lo incambiables. Ocho por ocho serán sesenta y cuatro eternamente. Si ocho por ocho fueran ochenta el día de mi santo… De lo demás estudié todo. También he actuado, no me acuerdo en cuántas películas, pero desde luego fueron Las lobas, y antes fueron Los tigres del ring; ahí como yo mismo escribí la historia quise protegerme en todos sentidos. Estructurando la historia hice una pequeña secuencia. Actuaban Crox Alvarado, Rodolfo Echeverría. Y de pronto se me ocurre una cosa para borrarlos a todos, y lo logré; la gente olvida los golpes, los balazos, persecuciones, todo lo que se quiera. Es una historia violenta pero nadie olvida esto: hay un momento en que me llama Arturo Martínez a un cafetín de mala muerte para proponerme una cosa que a ellos les conviene; ellos son los villanos. Dice: “Mira Murciélago, sólo tú nos faltabas en nuestro grupo de los de alto colmillo para derrotar a los novatos; ganaremos el millón de pesos”. Era una eliminatoria por esa cantidad. “Se trata de esto y lo otro, nos vemos con el Bronco en su casa a tal hora”; de pronto yo siento la mirada de alguien y veo a un hombre en una mesa cercana, acodado, con el sombrero puesto, mirándome; digo, mira al baboso ese que me está mirando. No te fijes en él, ponme atención: entonces mira, a tal hora vamos a estar Fulano y Zutano en la casa que te digo. Y siento la mirada otra vez, me vuelvo a verlo y me sigue mirando. Digo, mira a este infeliz, me sigue viendo. Hombre, qué te fijas. No, espérate. Entonces me paré, agarré al tipo de la solapa, le reclamé, le di un golpe en la mandíbula y cayó al suelo; claro, me puse en guardia, esperando el pleito. Se paró el tipo, sacudió la cabeza y me dijo: yo no lo miraba ni a usted ni a nadie, yo estoy ciego. ¡Perdóneme señor, discúlpeme, yo no lo sabía; pégueme, insúlteme, haga algo! No señor, la culpa no es de usted, la culpa es de mis ojos que parecen ver.
Entonces el Murciélago acompaña al personaje y se vuelve del grupo de los buenos. Esa escena los públicos no la olvidan nunca porque es altamente dramática; con esa escena se derrumba cualquier hombre. Si le pasara a alguien, aun cuando estuviera borracho, se derrumba. Si usted le pega a un ciego, ¡imagínese nada más!
A mí me gustaría dirigir alguno de mis argumentos si hubiera un respaldo económico. Me gustaría dirigir una historia mía que está vendida y que ya se van a vencer los derechos y se llama La puerta de las auroras. Últimamente estoy escribiendo una historia que estudié mucho, metiéndome descalzo al callejón que está cerca de mi casa y que se llama Privada de Encarnación, y que es la ciudad perdida de Encarnación: no tienen agua, no tienen drenaje, no tienen luz y todos son muchachos muy pobres que trabajan y que sus familias viven en la miseria. Los estudié mucho, quité la tierra que estaba ahí, les limpié el callejón y me los hice amigos. Es una historia donde los estudio psicológica y socialmente, desde luego mezclando diferentes factores, necesarios en una novela; problemas nacionales y mundiales, mezclando a la pobreza absolutamente olvidada con el clero y con el gobierno. Y mezclo esos grupos con el hampa y los viciosos, la policía y el clero, los ricos y conmigo. Es muy sencillo, no se trata más que de un hombre que llega a ese barrio sin conocerlos y tiene que enfrentarse a ellos y los domina regalándoles pesas para que hagan ejercicio, y les da organitos de boca y guitarras, y así los domina porque les recita y les platica historia sagrada y los lleva a misa, los inyecta, los cura, los receta. Eso ha sido en la realidad. La historia se llama Mi oscuro callejón.
Lo que sí no me gustaría es que mis hijos fueran luchadores profesionales. Todos mis hijos grandes saben luchar y boxear para defenderse, pero no son peleoneros. Mi hija Irene sabe defenderse y una ocasión noqueó a un hombre que le faltó al respeto. Me llamó el maestro y me dijo que Irene le había dado un golpe aquí y otro allá a un muchacho. Le dije que la iba a regañar, pero por dentro dije: ¡Qué bueno! También mi hija Minerva sabe defenderse. Y mi hijo Arturo que tiene veintitrés años y mide uno ochenta y siete, sabe luchar y tira con pistola, pero no es peleonero.
Le voy a contar una anécdota que nadie me cree. Yo, después de Diego Rivera, creo que soy la segunda persona, al menos de las conocidas, que ha comido carne humana, ¡y es sabrosísima! Un día fui al rancho Tepetiltlán, Estado de México, cuarenta kilómetros al norte del Distrito Federal, con varios rancheros que llevaban guitarras e íbamos tomando tequila; llegamos cantando, ya medio borrachos, al Molino de Flores; al atravesar por la estación de Texcoco, el tren de patio agarró un camión cargado de rancheros, lo destrozó y le cortó la pierna a uno. Nosotros nos quedamos viendo todo aquello, levantaron todo, también el despojo. Nos quedamos mirando la sangre en la vía. Entonces vi una rebaba, un trozo de carne tirado ahí; con un periódico lo levanté y mis amigos me dijeron: ¡Jesús!, ¿para qué lo quieres? Me lo llevo, les dije. Lo puse en la bolsa de la chamarra y nos fuimos cantando campo traviesa hasta llegar otra vez a Tepetitlán. Cuando llegué, sentí hambre; le dije al Chero, un ayudante mío: pon esa sartén. ¿Tienes hambre? Sí. Y que saco el pedazo de carne aquél y que lo frío. ¡Jesús, por favor, qué vas a hacer! No me digas nada, le dije, y lo freí, le puse sal, agarré una tortilla y me lo comencé a comer. Todos estaban con un asco espantoso. Al verlos así a mí me dio un poco, pero tomé un tragó de café frío y pasó el asco. No pasó nada. Pero pasaron los meses, eso sí, y una mañana que esperaba el tren para México, en la estación de Robles, había mucha gente. Uno de mis amigos me dijo: mira, ¿ves aquél que está parado junto al capulín, con muletas? Es el tipo aquel al que atropelló el tren, yo lo conozco, es de tal parte. Lo saludé, le pregunté de dónde era; me contestó. ¿Usted es al que le cortó la pierna el tren de Texcoco? Sí, me dijo. ¡Pues es usted muy sabroso! Enarcó las cejas, sin entender, claro. Me di la vuelta. Él nunca supo por qué se lo dije. Y la única persona que podía decírselo era yo.

(Poco más de un año después que apareció la entrevista, el Murciélago falleció, de cáncer. Veo sus películas con una sensación extraña. En la entrevista dejé fuera muchas anécdotas más que me contó aquella tarde en que Carlos Gálvez y yo estábamos hipnotizados con sus historias, su narrativa, su estupenda conversación; algo conté en un capítulo, dedicado al cabello largo, las melenas y los peinados de los setenta, de El juego de las sensaciones elementales. Pero me temo que no retraté la personalidad del Murciélago Velázquez. Un remate; semanas después del fallecimiento, otro luchador mítico, el Cavernario Galindo, uno de los amigos más cercanos a Velázquez, visitó a la familia, después de terminada una función de lucha libre; arrastrándolo, porque era muy miedoso, pusieron a la mascota de la familia en la puerta, un perro de aspecto feroz. Abrieron la puerta; el Cavernario, al ver al perro, huyó asustado; pero el perro se asustó tanto o más, y se refugió en la azotea de la casa, de donde no lo pudieron bajar en varios días.)

lunes, 21 de julio de 2008

Murciélago Velázquez, luchador y literato

(Entre finales de 1970 y principios de 1972 trabajé en Equipo Creativo, SA, oficina dirigida por Gustavo Sainz, donde conviví con Alfonso Rodríguez Tovar, Arturo Jiménez, Nemorio Mendoza, Cuauhtémoc Zúñiga y algunos otros; maquilábamos, remendábamos y hacíamos dos revistas, Eclipse y Audacia; para la segunda, mi favorita, hice varios reportajes y entrevistas; la primera fue con Jesús Velázquez, El Murciélago; luchador, literato, guionista lo mismo de las cintas más verosímiles de lucha libre que de algunas apreciadas por cinéfilos y críticos; más que nada, una personalidad arrolladora, un hombre impresionante y uno de los mejores conversadores que he conocido; el contacto fue gracias a su hija Minerva, amiga de mi hermana Ana; vivía por Nativitas, en un barrio conocido como la guarida de Los Nazis, uno de los grupos de pandilleros más temibles en los años cincuenta, aunque persistía la fama por entonces; en la entrevista, aparecida en el número 3 de Audacia, de febrero de 1972, hice desaparecer al interlocutor y dejé hablar solo al Murciélago; Sainz, en su novela A troche y moche –que promoví y luego edité para Alfaguara—, utiliza un par de fragmentos; cuando se lo hice notar dijo que pensaba que había sido una entrevista de Alfonso Loya; aún me enorgullece, y por ello la reproduzco ahora, en dos partes, con mínimas correcciones de puntuación.)


Para mí, el mejor deporte, no porque yo lo haya ejercido o porque lo conozca, es la lucha. Antes que existiera el box, el judo, el karate, el sumo, la lucha ya existía. No precisamente la lucha libre que hoy conocemos y podemos juzgar. No sabemos de qué tipo era, pero está citada en el Antiguo Testamento. Refiere éste que regresaba Jacob de casa de su tío Labab y se dirigía a dormir en unas ruinas; entonces vio entrar a un hombre al que creyó ladrón, y lo atacó; lucharon largo rato, hasta que el desconocido, tocándole la rodilla con los dedos, lo inmovilizó. Jacob levantó la vista y pudo ver que estuvo luchando con un ángel del Señor, luminoso y alado, quien le dijo: “Jacob, en verdad tú eres Israel”. Esa palabra quiere decir el que pelea por Dios, el esforzado, el fuerte. Desde entonces Jacob se llamó Israel; y el pueblo y la república se llaman Israel. Entonces, ya con vanidad, si usted quiere cómica, yo digo que mi deporte es tan bonito, tan viejo, tan legendario, que me parece de origen divino. Bueno, qué caray, mi deporte es el mejor.
A mí me dio por luchar porque era muy débil y me impresionaban los hombres fuertes. Entonces me volví fuerte y comencé a luchar. Me preparé por tres años estudiando olímpica, judo, karate, sumo. Mi intención fue conquistar, dominar mejor dicho, el grupo de la división a la que pertenecía. Lo logré e invadí los pesos completos a pesar de que yo era welter, y dominé a todos también. Más tarde fui campeón de peso medio de la República durante cinco años y ocho meses. Luchando, viajé por muchos países y desde luego por todo el mío. Tenía triunfos y derrotas, como es natural; y como debe ser, además. Luego que invadí la división de peso medio, ya no seguí ascendiendo porque en ese peso me movía rápida y confortablemente. Luchaba muy seguido, cada tres días. Y así se sigue luchando, muy seguido; la razón es muy sencilla: en el box el individuo se acaba rápidamente porque requiere otro tipo de entrenamiento, agotador. El deportista debe cansarse, pero agotarse, nunca. El luchador está excedido siempre en grasa y peso porque quema demasiada grasa. En una lucha que dura treinta minutos, un luchador baja dos kilos y medio, cosa increíble aun para los médicos; y además los recupera uno en una noche; entonces por eso lucha uno muy seguido. Tiene uno reservas que no tiene un boxeador, ni los beisbolistas ni nadie. La gente piensa que con las llaves que nos aplicamos, con los golpes que se dan en una lucha, es muy difícil que se levante el luchador para seguir inmediatamente en la pelea; ésa es lógica de profanos. Una persona que recibe diez golpes, como nosotros, es porque tiene quince o veinte años de preparación. A un novato, a cualquiera de la calle, le da usted tres golpes bien dados y nada más ya no se levanta, lo deja noqueado. Es cuestión de resistencia física. Y eso es una cosa que no tienen los boxeadores; ellos reciben golpes, los asimilan; aquél tira golpes de impacto, de desplazamiento. La verdad es que son tan débiles, tan frágiles, que en el cerebro, donde existen los cuerpos estriados, en cada golpe hay una separación. Acaban por ser tantas veces separados esos cuerpos estriados, que llega un momento en que ya no se unen por completo y viene lo que se llama en boxeo estado grogui: la voz tartamudea, no pueden pronunciar y no pueden pensar con corrección; y realmente quedan en estado lamentable.
Y mire que nosotros nos damos golpes fuertes. Yo tengo como recuerdo de veinticuatro años que viví luchando, diecisiete fracturas. Y algunos golpes son muy malos. Creo que el más malo que di un día, luchando con Merced Gómez, el hijo del gran torero Merced Gómez. Fue en mi tercera lucha profesional, en la vieja arena México. Me dio un golpe que me hundió tres costillas: sentí coraje, le di un golpe en la barbilla, cayó con la rodilla doblada, agarré distancia, le di una patada en el ojo izquierdo, ¡y lo maté! Imagínese si habrá sido mi golpe más fuerte: matar a un hombre de un golpe. Alguna vez tuve que dejar de pelear por estar enyesado, porque me hundieron el esternón, se despegaron dos costillas del sitio de la ruptura, me fracturaron la mandíbula, ¡qué sé yo! En tantos años ni se acuerda uno.
Yo tenía unas llaves favoritas: el Tirabuzón, la Suástica, la Noria. La Suástica, por ejemplo, que les gustaba mucho a los periodistas, consiste en enganchar una pierna con la pierna de uno, aventar un brazo abajo del brazo del contrario y agarrar la cabeza; ya teniéndolo completamente amarrado, agarrar la otra pierna y una vez abierto, formando la suástica, girar en derredor para quitarle la última posibilidad de escape… Se rendía el contrario. La famosa Noria era tirar al rival en absoluto acabamiento en la lona, y enganchar los brazos, uno con las piernas y el otro con los brazos y girar, también en torno, y él quedaba como eje sufriendo el castigo sobre la columna vertebral; en este caso era peligroso porque cargando el cuerpo sobre la cabeza hay tensión sobre la columna vertebral, sobre todo en el atlas y en el axis, y si hay desprendimiento, causan la muerte instantánea; y aunque los luchadores no saben de cosas así lo presienten, y lo sienten, sobre todo.
Comencé a luchar enmascarado, en forma profesional, con el nombre de El Murciélago Enmascarado; luchando contra diferentes enemigos, durante cinco años y meses, hasta que en una lucha muy especial porque era exponiendo la máscara ante toda la división welter, derroté a toda esa división y me pusieron con el primer representante de la siguiente división, que era de los medios, y me tocó Octavio Gaona, quien era campeón de esa categoría; me derrotó y me quité la máscara sobre la vieja Arena México. Yo le quité la máscara a algunos. ¡Luché con tanta gente en tantos años! Recuerdo bien que mi primera pelea fue contra Jack O’Brian, un italiano-mexicano, pero que le gustaba usar ese nombre; la segunda pelea fue contra Dientes Hernández y la tercera contra Merced Gómez, a quien maté.
Cuando estaba luchando comencé a escribir para el cine. Mejor dicho, la preparación de pensar e inventar la mentira comercializada, como está ahora, fue desde chiquillo, desde que tenía siete años, porque era mentiroso; para ganar dulces, contaba mentiras: me daban dulces para que entretuviera a los niños; y yo, claro, contaba cuentos sentado frente a una vecindad de Peralvillo; así comenzó la cosa, y seguí escribiendo, escribiendo en libretitas, en no sé qué. Faltando como siete, o tal vez diez años para dejar la lucha, comencé a escribir novelas cortas, cuentos cortos en revistas y periódicos. Un día me llamaron de una compañía cinematográfica y me compraron dos de mis cuentos; a mí una revista como Sucesos me pagaba doscientos pesos por un cuento, y Angélica Ortiz me dijo que cuánto quería por ésos, y le dije: pues señora, no sé. Dijo, mire, la compañía no está muy boyante, le damos doce mil pesos por cada uno cuento de éstos. ¡Claro que acepté! Ya que se filmaron me preguntaron si quería ser exclusivo de la compañía y dije que sí, que cuánto me pagaban. Le daremos cien mil pesos al año, pero todo lo que escriba es para nosotros. Dije que sí, ¡claro que sí! Duré allí cinco años. Luego comprendí que me convenía ir más lejos porque había ganado premios mundiales; mejor andar libre, y ahora trabajo para diversas compañías. Varias de mis películas han ganado premios. Tlayucan tiene premios importantes: de Hollywood, de San Sebastián, y un candelabro de Israel.
Pero yo no fui a la escuela. Pedro Ferriz me dice: ¿Hasta que años estudiaste en la Universidad? ¿En cuál universidad estuviste? En ninguna, yo no fui a la escuela. ¡Cómo, no seas payaso! No, yo no fui a la escuela. Yo me vine de Guanajuato, mi tierra natal, a la edad de siete años, caminando de sol a sol durante catorce días, hasta llegar a la colonia Peralvillo. Me vine con mi familia, por hambre, por pobreza absoluta; pero en el camino mi madre me enseñó a leer en un silabario de San Miguel; y yo quería saber más, pero no había dinero, y la escuelita, humilde, particular, cobraba veinte centavos a la semana. ¿Quién tiene veinte centavos a la semana? Entonces yo barría un corral de una señora gorda que no podía hacerlo, y ella me regaló cinco conejos blancos. Fui con la señorita que me enseñaba, sentada en tabiques y banquitos mientras hacía tortillas y le dije: “Señorita, yo quiero saber leer; si usted me ayuda le pago con un conejo cada semana”. Me dio un beso y me dijo que sí, pero en la última el conejo se me escapó y no lo pude alcanzar; ya no pude ir a la escuela. Había una zanja en Juventino Rosas, en Peralvillo; una zanja llena de inmundicias y allí me senté a llorar; y mi hermana Juana, que ya murió y que era tres años mayor que yo, me preguntó por qué lloraba y le dije que porque no tenía dinero para estudiar y yo quería saber mucho. Me dijo: no hay dinero, mi papá está enfermo, mi hermano también, los dos hombres grandes de la casa. Pero hacemos una cosa, Jesús, vamos a robarnos libros. ¡Tienes razón! Yo tenía un centavo; fuimos a un estanquillo donde un viejecito muy pesado y de lentes estaba despachando. Deme un centavo de sal; se volvió lentamente hacia los anaqueles y yo cogí el libro y pude leer: “Historia de Roma”. ¡Qué maravilla debe ser esto! Agarré el libro, y a correr, descalzos, porque ya no teníamos zapatos. Nos persiguieron a ladrillazos; yo llegué bañado en sangre, me abrieron la cabeza; iba rezando ¡Dios mío, que no me agarren! Y no me agarraron. Llegamos a la azotea de la casa, nos tiramos de bruces, y a leer: “Bajo Augusto, nació Cristo; las legiones romanas hacían esto y lo otro y lo de más allá”. Todo lo del esplendor romano, una explicación tremenda que memorizaba, porque soy memorista. Le dije a mi hermana: ¿ves qué bonito, Juana?; la semana que entra nos robamos otro libro. Nos robábamos uno cada semana, y así aprendí. Yo nunca fui a la escuela, señor mío. Pedro Ferriz, Alemán, Agustín, sacerdotes, abogados, gente que viene a mi casa, me dice “maestro”. Cuando se van yo me quedo cabizbajo: “maestro”, ¿de qué? Pero debe haber una pausa en el tiempo y en la noche, en la que el fantasma de un niño ha de andar corriendo, ensangrentado, por Peralvillo, robando libros.

lunes, 14 de julio de 2008

La mitad de Vargas Llosa

En la Biblioteca Mario Vargas Llosa, que publica Alfaguara, acaba de aparecer Teatro. Obra reunida (abril de 2008), que abarca las cinco obras que se conocen o que ha editado el peruano. Una hazaña editorial: 555 páginas con una sola errata, aunque con varios errores, atribuidos todos al autor, sobre todo en las más recientes: le ha dado por asestar una coma cada vez que escribe “pero”, lo que provoca una pausa innecesaria y además antinatural; otro: creo que es el único académico, y además doble académico, que legitima “rol” como sinónimo de función, papel.
Minucias aparte, en este poco más de medio millar de páginas se encuentra lo que el autor ha rescatado de su dramaturgia, su verdadera vocación, según confiesa en el prólogo, aunque ha dejado fuera la prehistórica La huida del inca, anterior a Los jefes y que al parecer nunca se ha publicado.
Si hubiera seguido su verdadera vocación nos hubiera dejado sin un extenso número de obras maestras, y no sabemos si lo hubiera compensado con cuando menos un par de comedias (o dramas) apenas buenas.
No son desconocidas; todas han sido publicadas por Seix-Barral, pero ni con la distribución ni con la contundencia de las novelas; en algunas, aparecen personajes de la narrativa, a veces en el sentido original, otras con un giro por completo inesperado.
Por ejemplo, en Kathie y el hipopótamo uno de los dos personajes principales es Santiago Zavala, también de los principales de Conversaciones en la Catedral; pero mientras que en la novela es el antípoda de Fermín Zavala, su padre (miembro de la iniciativa privada, participante de las corrupciones y las conspiraciones políticas de derecha), en esta obra ya no intenta la pureza, se deja seducir por una alumna que después lo manipula a su antojo, y además debe aceptar chamba de escribano de ella misma; en Conversación vive de su sueldito como periodista; en la obra además da clases de literatura en una universidad; Anita ya no es la compañera que lo ayuda a resistir las presiones de la familia rica (en Kathie es una familia no pobre, sino pobretona), es una rival en el matrimonio convencional, altanera aunque inteligente.
En La Chunga en cambio, aunque hay una acción inesperada, sí conserva la atmósfera de La Casa Verde, el desmadre de los Inconquistables (en la obra, escrita en bajas, a saber por qué), la impertérrita Chunga, el burdel nada sórdido y sí bullanguero, y el grupo con sus pugnas y sus puyas y a pesar de eso la amistad que sobrevive incluso a las traiciones, a las infidelidades, y a que pretenden el amor de la mujer de alguno de ellos.
Hay originalidad en las dos últimas obras del volumen, El loco de los balcones, y Ojos bonitos, cuadros feos; la primera es, también en el orden cronológico, La señorita de Tacna.
En general, excepto la última, que está situada en el “Perú actual”, todas las demás se sitúan entre los años cincuenta y sesenta, la época que más se le da a Vargas Llosa y en que suceden también sus mejores novelas; y algo que llama mucho la atención es que pese a que la dramaturgia no permite demasiadas alteraciones cronológicas ni estructurales, estas obras están llenas de saltos, de cambios de personajes, y de algo que ya no se usa demasiado en el teatro contemporáneo, el mutis (que no es, como se dice en el periodismo actual, quedarse callado) y el monólogo interior, en donde sobran los demás personajes en escena.
Persisten muchos de los temas comunes en la narrativa de Vargas Llosa; la traición, la amistad, los amores frustrados, la insatisfacción, la corrupción (política o personal), el retrato de la sociedad gracias al minucioso retrato de los protagonistas; aparece un interés por cuestiones ambientales, aunque como pretexto para resaltar la pureza de un personaje (otro tema: la honradez que en vez de premiarse o reconocerse es ridiculizada y hasta castigada), y la honestidad como un estorbo de la crítica; además, se habla de la inutilidad de la crítica, e incluso de sus peligros.
Uno de los aspectos que más llama la atención de la narrativa de Vargas Llosa, a partir de La ciudad y los perros, es su habilidad para entrecruzar diálogos de distintos personajes en diferentes situaciones, lo que provoca que haya una lectura en diversos planos y que la respuesta a una pregunta o un comentario sirva para otra pregunta.
Si utiliza este recurso en La ciudad y los perros y en La Casa Verde, en Conversación en la Catedral es constante y recurrente, hila tiempos, aclara acciones que de otra manera se desconocerían, y permite que conozcamos motivos y actos en varios sentidos.
No son las únicas novelas donde emplea este recurso, pero fueron las que le dieron la fama que se merece como uno de los más sólidos y originales intelectuales contemporáneos, quien es respetado a veces no tanto por su pensamiento político, pero sí por su honradez, y como uno de los más temibles polemistas que, además, nunca ha recurrido al truco de descalificar a sus antagonistas, ni menos aún de ridiculizarlos o insultarlos, además de respetar sus puntos de vista, y de defenderlos cuando han sido atacados; anticomunista, es tal vez quien más ha defendido a los comunistas perseguidos, antes que unirse a la persecución.
Esto además se ha reflejado en su narrativa, alejada del maniqueísmo al que se puede caer tan fácilmente; no sucede lo mismo con su dramaturgia, donde casi por definición el lector y el posible espectador toman partido, sea por la solterona que “no supo perdonar” (como dijo Antonio Aguilar en ¡Ahora soy rico!), la muy dominable Meche, el chantajista Lituma (que aparece en varios relatos y novelas de Vargas Llosa) y sobre todo el profesor que defiende los balcones frente al ambicioso proceso modernizador, o la aspirante a pintora que, ante la terrible crítica, decide suicidarse. Ese maniqueísmo debilita las obras, le quita la ambigüedad que permea a la narrativa (e incluso a los ensayos) de Vargas Llosa, y en cambio le da una “ternura” de la que carecen las novelas, aunque no siempre los personajes.
Lo peor no es eso: como todos los grandes narradores (Fuentes, Pacheco, Leñero, García Márquez, Agustín, muchos otros) Vargas Llosa maneja los diálogos de una manera espléndida; son naturales, ágiles, verosímiles; pero sus descripciones los complementan; la manera en que explica que sus personajes se enamoran (Los cachorros, La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral, La fiesta del Chivo) es convincente, hace que los lectores entiendan, compartan, se conmuevan; la descripción de la Lima dañada, sucia, resquebrajada por los sismos (La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral), habitada por seres fantasmales que observan el deterioro de los protagonistas; los duelos que entablan los personajes que se agudizan con las intervenciones del narrador omnipresente pero que se hace presente con sus pensamientos, o la manera en que aparecen ante los lectores los pensamientos de los personajes ante diversas situaciones, son aportaciones del Vargas Llosa narrador y que le dan una singularidad; las dudas de Santiago Zavala acerca de cuál es la mujer a la que ama, por ejemplo, es explicada de una manera espléndida; o la escena en que Cayo Bermúdez dibuja círculos mientras habla por teléfono con Espina; o la narración del suplicio del Esclavo ante su padre y ante el Jaguar, o cuando hace ver que un personaje tiene celos, miedo, cobardía, orgullo; cuando no sabe qué debe hacer o cuando está decidido, son una parte de la literatura de Vargas Llosa que enriquecen no sólo la narrativa, sino al lector; no sólo es que esté bien escrita: es real, es verosímil.
Por desgracia, y por definición, no aparecen –aunque luchan por colarse— en la dramaturgia; las tramas podrán ser interesantes; los diálogos, buenos; pero es Vargas Llosa a la mitad; falta la parte más rica, más vital, de un escritor extraordinario.
Vargas Llosa suele enlazar acciones de un libro en otro; así, Pichula Cuéllar es primo de los Zavala, y la Tere de Los Cachorros parece ser la misma de La ciudad y los perros, y Lituma aparece en varios lados (Los jefes, La Casa Verde, y tiene su propio libro); así, aparecen en estas obras algunos destellos de otros lados, como las referencias a las radionovelas de La tía Julia, se asoma levemente La China, y sobre todo en las palabras preliminares, aparece el narrador omnipresente y omnisapiente que advierte que lo que va a pasar es un drama en el que nadie puede evitar la tragedia. Es el novelista que se asoma a la dramaturgia como espectador impaciente que quisiera intervenir, pero sabe que no puede ni debe hacerlo.
Son impresiones de lectura; es posible que, representadas, las obras sean mejores, pero así como están parecen la mitad de las obras de Vargas Llosa.

martes, 8 de julio de 2008

Audacias del cine mexicano (y de otros cines)

Las audacias de Tin Tan y Pedro Infante no son las únicas en el cine mexicano, y menos aún en el cine mundial, pero siguen sorprendiendo por la época en que se cometieron, por el ingenio para burlar la censura, y su elegancia, que contrasta con la rudeza y torpeza del cine de cabareteras, aunque muchas no carecieron de gracia, pero más debida a los actores que al guión o a la escena.
En Dancing Lady, de 1933, Clark Gable se hace el remolón para darle una oportunidad a Joan Crawford de actuar en su teatro, y cuando finalmente ella se marchaba desilusionada y le da la espalda a Gable, éste le dice que le hará la prueba, al tiempo que le da una nalgada leve, fugaz, sin aparente intención erótica; adquiere otro matiz cuando ella se detiene, se vuelve hacia Gable, y sonriente exclama un “gracias” que no sabemos si se debe a la oportunidad o a la nalgada-caricia.
Muchos años después, en los sesenta, esas caricias cobraron otra importancia: en Staircase, de Stanley Donen los protagonistas Richard Burton y Rex Harrison se escandalizan cuando ven a una pareja de jóvenes en donde él le soba los glúteos a su acompañante, y los corren de su tienda, donde se refugiaban de la lluvia; en The Knack and how to get it uno de los protagonistas comprueba cuál de los traseros de las jóvenes que hacen fila para entrar a su cuarto es el más firme; en Help!, en una escena George Harrison, al parecer involuntariamente, roza el pecho de una de las asistentes a un bar; el gesto de ella no muestra agrado; en cambio, cuando en A Hard Day’s Night le pregunta una reportera a Lennon su pasatiempo favorito, Lennon escribe en su libreta “breast”; no se ve la palabra, pero se deduce por los trazos de la escritura, y por el gesto de ella al leerlo.
Por esos días se contaba que al filmar una escena en Italia, Marcello Mastroniani debía quitarle de la bolsa trasera de los jeans, a Faye Dunaway, la cartera que ella le había robado minutos antes; se suponía que ella debería de respingar, pero lo hacía sin convicción, hasta que Vittorio de Sica, quien dirigía la escena, le quitó la cartera de tal manera que ella respingó, sorprendida; los técnicos opinaron que Dunaway respingaba menos en la escena porque le gustaba cómo Mastroianni le quitaba la cartera.
En Al servicio secreto de su majestad, el James Bond en turno, George Lazenby, se acerca a Miss Moneypenny, y le da un saludo doble, uno de ellos con una caricia o un pellizco en los glúteos, que el espectador no ve, pero adivina por el respingo de ella; ni Connery ni Moore ni Brosnan se atrevieron a eso en sus interpretaciones de Bond.
Quien se atrevió doblemente fue Peter Seller en What’s New, Pussycat, quien en una fiesta pasa tocando fugaz pero intencionadamente a dos mujeres que están de espaldas entre sí; luego del toqueteo, que él hace al pasar, ellas se vuelven y cada una cree que fue la otra quien la manoseó; no hay que olvidar que ese guión es de Woody Allen, quien nunca repitió ese gesto con ninguno de sus personajes en sus cintas posteriores.
También gesto de incredulidad muestra Margot Kidder en Superman (1978) cuando Christopher Reeves, vestido de Clark Kent, le roza los glúteos al pasar ambos por un pasillo estrecho; ese gesto es parecido al de Blanca Nieves ante una caricia que no se veía pero se adivinaba en un número de Mad, y más atrevido en el poster pornográfico de Walt Disney de principios de los setenta.
Lucha Reyes es pellizcada por Jorge Negrete en ¡Ay, Jalisco, no te rajes!, pero no se sorprende ni se manifiesta complacida, sino que lo mira retadora, aunque no deja de cantar, y mientras Negrete se hace el disimulado.
Reacciones distintas muestran Angélica María y Arcelia Ramírez cuando descubren que las espían; la primera, con gesto pícaro, le advierte a Carlos Bracho que no mire debajo de la falda cuando ella está trepada en un árbol, en Alguien nos quiere matar; apenada pero retadora, posa para un anónimo observador mientras está en tarzaneras y camisa corta en Ya sé quién eres (te he estado observando), y no se inmuta cuando Fernando Luján la observa escalar un muro, en minifalda, en Cinco de chocolate y uno de fresa; muestra menos las piernas, aunque se sube la falda, para que las admiren los rocanroleros de La verdadera vocación de Magdalena.
En ninguna de estas escenas se le ven las tarzaneras, como tampoco se le ven a Arcelia Ramírez en Cilantro y perejil, aunque sí se las ve un espectador complacido desde una planta baja, mientras ella está en el piso superior de una biblioteca.
Un gesto entre pícaro y de vergüenza muestranLilia Michel en Sí, mi vida, cuando al bailar “qué pena, qué pena, que sirva yo de cena” (acompañada por Herminio Kenny, posteriormente el Tío Herminio, el de “Las rejas de Chapultepec”), gira y muestra los muslos; el gesto dura menos de un segundo y luego sigue bailando; pareciera que no se muestra avergonzada, sino que recalca que mostró las piernas; ese mismo gesto lo repite varias veces Mapy Cortés en varias cintas; por cierto, en El gendarme desconocido, presentan a Cortés con Cantinflas, como la mujer sin par, y él, admirando su busto, recalca que cómo no, que sí tiene par; el gesto de ella es pícaro, pero se desvanece al mostrar ambición por creerlo el rey de los diamantes.
Ese gesto entre pícaro y apenado lo muestra en casi todas sus actuaciones Rosita Quintana, sobre todo en Menores de edad, pero en su escena más audaz, también con Tin Tan y Ramón Valdés, al mostrar las tarzaneras en un swing (Calabacitas tiernas, con el subtítulo de ¡Ay qué bonitas piernas!) no hace ningún gesto. No se ve el gesto facial, pero sí otro, cuando Anabelle Gutiérrez casi al final de Escuela de vagabundos, resbala en el piso de la cocina y muestra tarzaneras oscuras, y aunque se supone que no sabe que la observan los espectadores, de cualquier manera se baja la falda para taparse, en un gesto similar al de Debbie Reynolds en Singin' in the rain, aunque a Reynolds no se le ve la lencería.
Hay muchas escenas donde las actrices muestran lencería, pero como supuestamente no lo advierten, no hacen gestos; esas escenas se prodigaron en los años sesenta, la época de las minifaldas más cortas (Olga Breeskin, Meche Carreño, Nadia Milton, Maritza Olivares, Tina Romero, Diana Bracho), o en escenas de baño, cuando se supone están solas y no tienen que demostrarse apenadas.
Pero la más explícita de estas escenas, por completo diferentes a las mencionadas, fue una muestra de cómo sería después el cine: en Amor libre, en un camión, un pasajero roza intencionadamente los glúteos de Julissa, quien reacciona con enojo y exclama: “para eso son, pero se piden”. Una frase más real, pero menos encantadora que la exclamada por Joan Crawford ante la nalgada de Clark Gable.
(La mayoría de estos datos fueron proporcionados por Marco Antonio Pulido, quien con frecuencia debe encomendarse a Santa Catalina.)