lunes, 14 de julio de 2008

La mitad de Vargas Llosa

En la Biblioteca Mario Vargas Llosa, que publica Alfaguara, acaba de aparecer Teatro. Obra reunida (abril de 2008), que abarca las cinco obras que se conocen o que ha editado el peruano. Una hazaña editorial: 555 páginas con una sola errata, aunque con varios errores, atribuidos todos al autor, sobre todo en las más recientes: le ha dado por asestar una coma cada vez que escribe “pero”, lo que provoca una pausa innecesaria y además antinatural; otro: creo que es el único académico, y además doble académico, que legitima “rol” como sinónimo de función, papel.
Minucias aparte, en este poco más de medio millar de páginas se encuentra lo que el autor ha rescatado de su dramaturgia, su verdadera vocación, según confiesa en el prólogo, aunque ha dejado fuera la prehistórica La huida del inca, anterior a Los jefes y que al parecer nunca se ha publicado.
Si hubiera seguido su verdadera vocación nos hubiera dejado sin un extenso número de obras maestras, y no sabemos si lo hubiera compensado con cuando menos un par de comedias (o dramas) apenas buenas.
No son desconocidas; todas han sido publicadas por Seix-Barral, pero ni con la distribución ni con la contundencia de las novelas; en algunas, aparecen personajes de la narrativa, a veces en el sentido original, otras con un giro por completo inesperado.
Por ejemplo, en Kathie y el hipopótamo uno de los dos personajes principales es Santiago Zavala, también de los principales de Conversaciones en la Catedral; pero mientras que en la novela es el antípoda de Fermín Zavala, su padre (miembro de la iniciativa privada, participante de las corrupciones y las conspiraciones políticas de derecha), en esta obra ya no intenta la pureza, se deja seducir por una alumna que después lo manipula a su antojo, y además debe aceptar chamba de escribano de ella misma; en Conversación vive de su sueldito como periodista; en la obra además da clases de literatura en una universidad; Anita ya no es la compañera que lo ayuda a resistir las presiones de la familia rica (en Kathie es una familia no pobre, sino pobretona), es una rival en el matrimonio convencional, altanera aunque inteligente.
En La Chunga en cambio, aunque hay una acción inesperada, sí conserva la atmósfera de La Casa Verde, el desmadre de los Inconquistables (en la obra, escrita en bajas, a saber por qué), la impertérrita Chunga, el burdel nada sórdido y sí bullanguero, y el grupo con sus pugnas y sus puyas y a pesar de eso la amistad que sobrevive incluso a las traiciones, a las infidelidades, y a que pretenden el amor de la mujer de alguno de ellos.
Hay originalidad en las dos últimas obras del volumen, El loco de los balcones, y Ojos bonitos, cuadros feos; la primera es, también en el orden cronológico, La señorita de Tacna.
En general, excepto la última, que está situada en el “Perú actual”, todas las demás se sitúan entre los años cincuenta y sesenta, la época que más se le da a Vargas Llosa y en que suceden también sus mejores novelas; y algo que llama mucho la atención es que pese a que la dramaturgia no permite demasiadas alteraciones cronológicas ni estructurales, estas obras están llenas de saltos, de cambios de personajes, y de algo que ya no se usa demasiado en el teatro contemporáneo, el mutis (que no es, como se dice en el periodismo actual, quedarse callado) y el monólogo interior, en donde sobran los demás personajes en escena.
Persisten muchos de los temas comunes en la narrativa de Vargas Llosa; la traición, la amistad, los amores frustrados, la insatisfacción, la corrupción (política o personal), el retrato de la sociedad gracias al minucioso retrato de los protagonistas; aparece un interés por cuestiones ambientales, aunque como pretexto para resaltar la pureza de un personaje (otro tema: la honradez que en vez de premiarse o reconocerse es ridiculizada y hasta castigada), y la honestidad como un estorbo de la crítica; además, se habla de la inutilidad de la crítica, e incluso de sus peligros.
Uno de los aspectos que más llama la atención de la narrativa de Vargas Llosa, a partir de La ciudad y los perros, es su habilidad para entrecruzar diálogos de distintos personajes en diferentes situaciones, lo que provoca que haya una lectura en diversos planos y que la respuesta a una pregunta o un comentario sirva para otra pregunta.
Si utiliza este recurso en La ciudad y los perros y en La Casa Verde, en Conversación en la Catedral es constante y recurrente, hila tiempos, aclara acciones que de otra manera se desconocerían, y permite que conozcamos motivos y actos en varios sentidos.
No son las únicas novelas donde emplea este recurso, pero fueron las que le dieron la fama que se merece como uno de los más sólidos y originales intelectuales contemporáneos, quien es respetado a veces no tanto por su pensamiento político, pero sí por su honradez, y como uno de los más temibles polemistas que, además, nunca ha recurrido al truco de descalificar a sus antagonistas, ni menos aún de ridiculizarlos o insultarlos, además de respetar sus puntos de vista, y de defenderlos cuando han sido atacados; anticomunista, es tal vez quien más ha defendido a los comunistas perseguidos, antes que unirse a la persecución.
Esto además se ha reflejado en su narrativa, alejada del maniqueísmo al que se puede caer tan fácilmente; no sucede lo mismo con su dramaturgia, donde casi por definición el lector y el posible espectador toman partido, sea por la solterona que “no supo perdonar” (como dijo Antonio Aguilar en ¡Ahora soy rico!), la muy dominable Meche, el chantajista Lituma (que aparece en varios relatos y novelas de Vargas Llosa) y sobre todo el profesor que defiende los balcones frente al ambicioso proceso modernizador, o la aspirante a pintora que, ante la terrible crítica, decide suicidarse. Ese maniqueísmo debilita las obras, le quita la ambigüedad que permea a la narrativa (e incluso a los ensayos) de Vargas Llosa, y en cambio le da una “ternura” de la que carecen las novelas, aunque no siempre los personajes.
Lo peor no es eso: como todos los grandes narradores (Fuentes, Pacheco, Leñero, García Márquez, Agustín, muchos otros) Vargas Llosa maneja los diálogos de una manera espléndida; son naturales, ágiles, verosímiles; pero sus descripciones los complementan; la manera en que explica que sus personajes se enamoran (Los cachorros, La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral, La fiesta del Chivo) es convincente, hace que los lectores entiendan, compartan, se conmuevan; la descripción de la Lima dañada, sucia, resquebrajada por los sismos (La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral), habitada por seres fantasmales que observan el deterioro de los protagonistas; los duelos que entablan los personajes que se agudizan con las intervenciones del narrador omnipresente pero que se hace presente con sus pensamientos, o la manera en que aparecen ante los lectores los pensamientos de los personajes ante diversas situaciones, son aportaciones del Vargas Llosa narrador y que le dan una singularidad; las dudas de Santiago Zavala acerca de cuál es la mujer a la que ama, por ejemplo, es explicada de una manera espléndida; o la escena en que Cayo Bermúdez dibuja círculos mientras habla por teléfono con Espina; o la narración del suplicio del Esclavo ante su padre y ante el Jaguar, o cuando hace ver que un personaje tiene celos, miedo, cobardía, orgullo; cuando no sabe qué debe hacer o cuando está decidido, son una parte de la literatura de Vargas Llosa que enriquecen no sólo la narrativa, sino al lector; no sólo es que esté bien escrita: es real, es verosímil.
Por desgracia, y por definición, no aparecen –aunque luchan por colarse— en la dramaturgia; las tramas podrán ser interesantes; los diálogos, buenos; pero es Vargas Llosa a la mitad; falta la parte más rica, más vital, de un escritor extraordinario.
Vargas Llosa suele enlazar acciones de un libro en otro; así, Pichula Cuéllar es primo de los Zavala, y la Tere de Los Cachorros parece ser la misma de La ciudad y los perros, y Lituma aparece en varios lados (Los jefes, La Casa Verde, y tiene su propio libro); así, aparecen en estas obras algunos destellos de otros lados, como las referencias a las radionovelas de La tía Julia, se asoma levemente La China, y sobre todo en las palabras preliminares, aparece el narrador omnipresente y omnisapiente que advierte que lo que va a pasar es un drama en el que nadie puede evitar la tragedia. Es el novelista que se asoma a la dramaturgia como espectador impaciente que quisiera intervenir, pero sabe que no puede ni debe hacerlo.
Son impresiones de lectura; es posible que, representadas, las obras sean mejores, pero así como están parecen la mitad de las obras de Vargas Llosa.

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