miércoles, 1 de julio de 2015

Un hombre bueno (aunque él negaba que lo fuera)

Pocas veces me ha costado tanto escribir como ahora; José Emilio Pacheco afirmó que en la niñez y la adolescencia uno hace muchas amistades y de adulto nos dedicamos a perderlas; pese a mi timidez, a mi temor a las aglomeraciones, y mi renuncia a las actividades masivas y a los deportes gremiales, he tenido muchos amigos; hacer el recuento sería doloroso, y sobre todo, advertir cuánto tiempo llevo sin ver a muchos de ellos; lo peor: gracias a las redes sociales me he reencontrado con algunos, nos escribimos con gusto, y luego nos damos cuenta que no tenemos mucho qué decirnos, y a veces, demasiado qué reprocharnos.
                En este blog he dado cuenta de la pérdida irremediable de algunos amigos: Paco Alvarado, Agustín Granados, a quienes estaré agradecido siempre; también, lo que me dolió y duele la ausencia de José Emilio, sobre todo que en este último año y medio me han llegado expresiones suyas hacia mí que dijo a otras personas, que me conmueven y enorgullecen; también, que lamento con frecuencia la partida de Bernardo Giner de los Ríos, de su tío Joaquín Díez-Canedo, la de Sergio Galindo, y que lamento no haberle dicho, a cada uno, la importancia de su persona, sus acciones, su afecto, en mí y en mi familia.

Ahora debo hablar, luego de varias semanas, de la partida de Fausto Vega; vi su nombre en alguna página de Ricardo Garibay, mencionado como una persona generosa e inteligente; pero las leyendas a su alrededor son pocas frente a su sabiduría, su sentido del  humor, su don de gentes, sobre todo por su deslumbrante inteligencia; no es que diera la impresión de que lo había leído todo, porque su modestia era mayor que su necesidad de escuchar diferentes juicios, y le gustaba el reto de confrontar sus opiniones con las de otras personas. A nadie le he escuchado resumir con tanta contundencia y claridad asuntos difíciles; pocos, con la palabra justa sobre filosofía, sobre estética, sobre marxismo; pocos han definido tan bien a nuestros políticos, a nuestros funcionarios, y a los escritores, amigos suyos o no; y sobre todo, con tan pocas palabras.
                Pocos también con tanta picardía; vivió junto a muchas de nuestras glorias culturales (Agustín Yáñez, Jaime Torres Bodet, Alfonso Reyes, Octavio G. Barreda) aventuras de todo tipo, y fue testigo de sus picardías, sus travesuras; quién era mitómano, quién cleptómano, quien peleaba por conquistar mujeres ajenas, y quién acumulaba aventuras eróticas; no fue indiscreto, pero no guardaba secretos que no le pertenecieran; no perjudicó la imagen de ninguna de sus amistades, pero gozó narrando, sin decir nombres, muchas tropelías. Y si uno los ha leído, sabe a quién se refería.
                Muchas de sus pláticas se referían a él mismo; no lamentaba el pasado, pero creo que le dolió la pérdida de su novela a causa de una inundación; inundación donde también perdió gran parte de una biblioteca nutrida de joyas, que no recuperó, pero no dejó de leer; no repetía sus vivencias, pero por boca de otros confirmé que a él, junto a su amiga Rosario Castellanos, lo sacaron del velorio de José Gaos, por sus comentarios que más parecieron puyas a sus compañeros de generación; por él confirmé también quiénes se sentirían señalados por los retratos crueles con que ella adorna las páginas, muy leídas y poco entendidas, de su Rito de iniciación; pese al cariño que le tuvo, suyas son las mayores objeciones a la prosa de Castellanos, pero pocos la apreciaron tanto como poetisa, porque su formación de filósofo le ayudaba, al contrario de lo que le sucede a otros, a leer poesía de manera inteligente y no sentimental.
                Una sola plática con Fausto Vega me aclaró muchas de mis dudas por las novelas de Carlos Fuentes, tan atacado y tan mal leído, excepto por él y por José Emilio Pacheco, quien nunca dejó de admirarlo.

Lo conocí por el trabajo; generoso y riguroso, sus señalamientos nunca estaban desmotivados, ni los afectaban su cariño o admiración por alguien. Por ello, aunque me lo recrimina Horacio Ortiz, sólo he admitido con orgullo ni rubor el título de “maestro” cuando me lo dijeron él y, en otra época, Bernardo Giner de los Ríos; desde la primera chamba que me pidió colaboramos con placer, y su impulso y entusiasmo lo hacían todo fácil; sus puntualidades ayudaban a que el trabajo fuera más esmerado, e inteligente como era, sabía que no había trabajo sin fallas ni libros sin erratas; sus regaños, si lo eran, los asestaba con dureza, y los culminaba con una carcajada o con una cita literaria.
                Porque ¡cómo sabía! Después del epigrama que recordó, aquel que pregonaba
Unos tocan guitarrita
Y otros tocan guitarrón;
Unos van a Santa Anita
Y otros van a Santanón

la figura bravucona y pendenciera de Salvador Díaz Mirón queda ridiculizada; lo salva lo buen poeta que es, pero sus ambiciones de héroe quedan como lo que fueron; así, se burló también de muchos oportunistas que buscaban colarse entre las amistades de las grandes figuras, de las que él fue amigo.
                Mayor que yo cerca de 30 años, me trató con un respeto que me hizo sentir importante; no sólo porque me lo dio, sino porque me trataba con el mismo respeto que a las demás personas, fueran intelectuales consagrados, funcionarios importantes, amistades de toda su vida, colaboradores de muchos o de pocos años; nuestra amistad no me daba privilegios, pero no me los restaba frente a cualquiera otro; me enorgullecía que me llamaran para que fuera a platicar con él, a paliar sus achaques que, por su edad, eran naturales aunque no tantos como les acontece a otros, menores que él; o cuando lo atosigaban los problemas de muchas índoles, acudían a mí para que con pláticas y chismes literarios fueran menos, y los celebraba con carcajadas.
                Me aprecio de tener amistades con edades muy inferiores a la mía, y a tener amigos que ya eran adultos cuando nací; de muchos siento gran orgullo, y uno de esos amigos, que me obsequió su afecto y me trató con deferencias, fue Fausto Vega; falleció el 7 de mayo, y entonces me enteré que lamentaba mi ausencia; no era intencional, traté de verlo, infructuosamente, porque lo aprecié y aprecio como al mejor de mis amigos, que por fortuna tengo muchos aún, gracias a, y a pesar de, la relación laboral. Lamento no haberlo aprovechado como hubiera podido; alguna vez me propuse sacarle todos sus recuerdos y perpetuarlos en un libro donde se hablara de una trayectoria que, por desgracia, no se fundamentó en escritos, sino en la influencia que ejerció en otros; queda el testimonio de muchos que lo apreciaron y que agradecieron lo que hizo por nosotros; sus muchas tareas impidieron ese libro; además, ni él ni yo pudimos dejar para otras ocasiones, en beneficio del trabajo, nuestro intercambio de charlas, anécdotas, chismes; trató a la gente con respeto, pero no la sobredimensionó, o mejor, le dio dimensión humana, con sus aciertos y errores. Me enorgullezco de su amistad, y lamento carecer de mejor habilidad literaria para hacer un retrato suyo más justo, que hable de su pasión por la música, por el deporte, por su curiosidad por todo, por su justeza para definir a cualquiera, por su brillo en la mirada al ver a una mujer bella, a las que, por cierto, no faltó al respeto ni siquiera al admirarlas.
                Nunca pensé que me fuera a faltar; o mejor, deseé que nunca me faltara. Y este silencio de casi dos meses se debe a su ausencia de la que no me repongo, pero también aclaro: no dejaré de admirarlo nunca, y no le faltaré a su amistad. Un hombre bueno, me lo definieron varios de sus amigos ese mismo día. Un hombre bueno, como pocos hay en el medio intelectual.