martes, 16 de septiembre de 2014

En defensa de lo correcto; deporte vs cultura; ¿cacahuates o cacahuetes?

Una comisión que revise el pasado desde nuestra óptica actual debe de prohibir la exhibición de ciertas películas de nuestros mayores ídolos cinematográficos y discográficos; por ejemplo, Jorge Negrete golpeando el trasero de Lilia Michel, puesta en sus rodillas, en No basta ser charro, nada más para quitarle lo caprichuda y voluntariosa, ante la mirada complaciente de don Manuel Noriega, su papá de ella, que no supo educarla; Michel, por su parte, pronuncia un provocativo “respeta mi dolor” mientras se soba los glúteos; al mismo Negrete cuando le canta a Gloria Marín “quiera Dios que si es bonita le dé la viruela loca” por burlarse de sus características físicas; Tin-Tan debe ser excomulgado no sólo por la lascivia con que observa a propias y extrañas, sino por decirle “enano” a Tun-Tun en vez de “Pequeñín”; deben de prohibir también El mil amores, sobre todo la escena en la que Infante le canta a varias adolescentes arrobadas “te miras re mona, de pies a cabeza”, tanto por alusión a su semejanza con una especie no humana, como por la insinuación de pederastia; y por la escena en que Martha Alicia Rivas recibe el epíteto, de parte de Infante, de “escuincla” en vez de llamarle la atención, con maneras suaves, para que no ande divulgando los varios romances que tiene el que ella cree que es su padre; y la escena en la que Infante (aunque me regañen los que se la saben de memoria) le canta a la supuesta quinceañera Anabelle Gutiérrez una canción sentimental, y le dice que le gusta un montón, también por pederastia; y la escena en que varios niños turbados comentan que las piernas de Rosita Quintana no pueden ser de niña, mientras ella se las muestra a un más turbado aún Abel Salazar en Menores de edad; y por violencia doméstica, cuando la misma Quintana es sometida a nalgadas por un brutal Pedro Armendáriz en El charro y la dama, en vez de mostrarle con ejemplos cómo se calienta el café; por lo mismo, se debe suprimir todo El inocente, porque Infante es incapaz de tolerar la ineficiencia de Silvia Pinal como ama de casa. Y todas las cintas donde Mario Moreno Reyes le dice “changuita” a cualquier dama apetecible, y donde Marín lo moteja de Chato; y las canciones de José Alfredo Jiménez donde se queja de que, a pesar de ser muy macho, tiene ganas de llorar; o en las que muestra su dolor en una cantina, donde de tan borracho se le caen la copas sin darse cuenta; o las de Lara en donde se desquita del desprecio de su enamorada espetándole que vende caro su amor; o en la que insinúa un amasiato en donde le advierte a su compañera que mostrará su deseo arrodillándose para besarla, sea por la insinuación de cunnilingus o por la de su baja estatura, que más bien debe decirse “su talla menuda”; la historia deportiva de nuestro país deberá borrar las páginas donde se hable de Rodolfo Casanova como El Chango; a Raúl Macías nunca más se le deberá motejar como El Ratón; el Club Deportivo América no mencionará nunca más a varios de sus jugadores paradigmáticos, como El Monito Rodríguez, El Gato Lemus o El Tigre Gómez; el Club Guadalajara borrará las referencias al Tigre Sepúlveda (estos últimos, por compararlos con especies animales) y al Jamaicón Villegas por su proclividad a llorar cuando extrañaba el ají (para evitar la alusión sexual al mencionar el chile) insinuando una discriminación por falta de machismo; o al Pájaro Huerta o el Piolín Mota, por su talla menuda; en el beisbol, entre otros, no debe mencionarse al Tribilín Cabrera por burlarse de su estatura descomunal, lo mismo que al Grandote Peña; al Superratón Zamudio y al Cañitas Moreno, ambos por su estatura menuda; al Charolito Orta por su color afroamericano (como, en el boxeo, al Canelo Urbina) ni, en general al Galliña Peña, al Avestruz Rivera, al Becerril Fernández, al Bicho Pedrozo, al Borrego Álvarez, al Pulpo Remes, al Burro Hernández, al Camaleón García, al Camarón Álvarez, la Coyota Ríos, el Canguro Amaro, el Pajarito Guerrero o el Pajarito  Moreno, el Gato  Gastélum, el Mosco Reyes, la Rata Vargas, el Toro Valenzuela, el Conejo Díaz, la Coyota Ríos, la Tuza Ramírez, por sus motes con que los semejan a animales, o la Lulú Palmer por su prudencia a la hora de los cocolazos, al Chololo Díaz por sus calzonzotes (literalmente), o los apodos despectivos dependiendo de sus rasgos, su cabello, la Muñeca el Peluche Peña, Huevo  y Huevito Romo, Toche Peláez, el Mamerto Dandrige, el Zurdo Ortiz, el Pecas Serrano. En otras actividades, nadie tiene derecho a burlarse del Samurai de la Canción, de La Estatua de Canela, El Yeti de la Canción, CapulinaLa Güera Rodríguez. Nunca más debe de leerse al doctor Spock, porque aunque recomendaba educar con dulzura, llegó a decir que una nalgada a tiempo evitaba travesuras peligrosas.
                (A propósito de la persecución en las redes sociales, nadie se queja de las acusaciones a personajes públicos por delitos o actitudes no probadas, por sospechas injuriosas, por inventar cuestiones sexuales que en todo caso son privadas o íntimas, sin recibir por ello castigos o reprimendas, sino aplausos, y casi siempre de manera anónima, como los cobardes que llaman pendejos a quienes opinan, critican, juzgan con los pelos en la mano, basándose en ese anonimato que le da valentía, incapaces de dar la cara ni el nombre, aunque su nombre sea insignificante.)

Hay rivalidades mayores que las propiciadas por el futbol , pero que no enfrentan a los contendientes; bueno, a veces, se terminan amistades no tan firmes como se creería; en la música no pueden estar juntos en la misma sala los que admiran a Herbert von Karajan y los que rinden pleitesía a Wilhelm Furtwängler; los primeros admiran la disciplina, la perfección técnica y la puntualidad de Karajan para tocar, casi sin variaciones, sus piezas favoritas, entre ellas las Séptima y Novena Sinfonías de Beethoven, que son las que emocionan a quienes creen que Furtwängler pone un acento marcial, pero no militar, a esas obras, a las que le da un ritmo insuperable que hace que se enchine la piel al descubrir el diálogo entre una flauta delicada y un bajo impetuoso, y que a 60 años de haber sido interpretada, esa versión de la Novena reverenciada por los melómanos, nada menos que en Beirut, sigue estremeciendo a quienes la escuchan en una versión discográfica no tan perfecta como la ejecución.
Viene a cuento porque el 31 de agosto el director de varias orquestas, entre ellas la de Minería de la UNAM, Carlos Miguel Prieto, estaba a punto del llanto al terminar su versión de esa Novena de Beethoven que, como él mismo explicó, es una de las obras más conocidas por los públicos de todo el mundo, incluso los que no saben de música pero les gusta, o a los que no les gusta pero van a las salas a dormir plácidamente.
                Lo que no sabemos es si lloró emocionado, o por el resultado de su interpretación; estaría disculpado, porque ese domingo se demostró que el deporte sí es enemigo del arte; ese día se le ocurrió a las autoridades del Distrito Federal organizar un maratón para desquiciar el tránsito de la ciudad, y obligó a los músicos a recorrer casi diez kilómetros cargando sus instrumentos para tratar de llegar a la hora sideral, la que gustaba a Silvestre Revueltas, Carlos Chávez, Luis Herrera de la Fuente y Eduardo Mata para comenzar puntuales sus conciertos; el violinista que tocó muy bien el concierto para violín de Brahams (uno de los considerados como los cinco mejores hasta la fecha, junto al de Beethoven, al de Tchaikovski, el primero de Mendehlsson y al segundo o al cuarto de Paganini), superando por mucho a la orquesta, llegó agotado por la carencia de vías y porque la mayoría de las arterias estaban cerradas para que los corredores simularan que corrían mientras contaminaban las calles por detenerse a orinar sin importar que los vieran los vecinos curiosos (de las categorías premiadas, las autoridades no nos informaron del resultado de la más difícil: correr —o trotar o caminar— mientras hablaban por su teléfono celular o enviaban mensajes de texto); el propio Prieto presumió de haber recorrido a pie esos ocho kilómetros, demasiados para quienes no caminan su media hora reglamentaria.
                Prieto nada más cargaba la batuta, y algunos violín, o viola, o trompeta; pero los que llevaban el tololoche, o el arpa, o el piano, o los timbales, ¿cómo le hacían? No todos llegaron a tiempo. Los cantantes llegaron hasta el tercer movimiento. Fue evidente que los músicos estaban cansados, que empezaron media hora tarde, y que les urgía tocar con rapidez, así que los compases maestosos del primer movimiento de la Novena de Beethoven los interpretaron no majestuosamente, sino con prisa, lejanos de la majestuosidad de las versiones de Karajan y de Furtwängler, sino de la inquietud de Toscanini, un director al que no aprecia ningún ferviente beethoveniano. Luego desperdició el tercer movimiento, el favorito de los mismos beethovenianos, y el cuarto fue un desastre: al bajo se le iba la voz, el tenor parecía más barítono, y la diferencia de altos entre la soprano y la contralto era notabilísima. Los coros los superaron por mucho.
                Tenía razón Prieto para llorar: Mancera le echó a perder el lujo de una pieza que se sabe de memoria todo forofo de la música; le queda el consuelo de que no fue peor que la versión de Simon Rattle, tan sobrevalorado.

Que Mancera presuma el maratón es lógico: ahora no le dio patatús a ningún corredor, nadie se colapsó, y sólo hubo unos cuantos desmayados; pero las autoridades siguen pensando que la política deportiva es presionar para los ejercicios domingueros, y privilegiar a una elite de por sí privilegiada por la naturaleza; pero la verdadera educación deportiva no consiste en lograr que una mínima parte de la población alcance niveles competitivos, sino que la gente aprecie todos los deportes y no sólo el más ñoño, que se divierta y se entusiasme con el golf, que no crea que el futbol (el mal llamado americano) consiste sólo en la fuerza bruta, y que no menosprecie a los que no consiguen el triunfo o el campeonato; que la gente aprenda a beber, a comer, como debe ser, no que deban poner a correr a todos, cuando es evidente que la mayoría no tenía posibilidades de competir, sólo de participar: por mi ventana vi a los que iban en los primeros lugares, y luego vi pasar a los restantes veintitantos mil; sólo que cuando nada más habían pasado unos pocos centenares, los triunfadores ya iban llegando a la ex Ciudad Universitaria, y que cuando estaba la ceremonia de premiación seguían desfilando frente a mi ventana unos cuantos miles.
                Lo que no puede entenderse es que Mancera o sus asesores no advirtieran que con su carrera (en la que ganan siempre extranjeros) entorpecieran un concierto, que se retrasó, y que por ello posiblemente no fue lo que pudo haber sido. Ora que ya está acostumbrado, porque los domingos hace que se contamine la ciudad al cerrar largas calles para que los ciclistas de domingo las ocupen toda la mañana hasta mediodía, y cierra la mitad de Chapultepec, y permite que esos deportistas dominicales anden en las banquetas, o con patrullas que les abren el paso aunque estén en alto los semáforos sin preocuparse de los peatones. ¿Mancera ignora que los cardiólogos, y en general los médicos, advierten que los deportistas dominicales en vez de ganar salud se exponen a una muerte más temprana? Lo mismo en el Metro Polanco, donde aconsejan subir las escaleras sonoras, y con eso ignoran que el abuso en el uso de las escaleras, estando a disposición del público los ascensores y las escaleras eléctricas, arruina las rodillas. Deberían consultar a especialistas.

Hace poco dije que a Sandra Bullock le tocan los glúteos más que a ninguna otra actriz, cuando menos públicamente; debo incluir también a Jessica Alba, a Jennifer Anniston y a Maddona, a quien la manosea Al Pacino en Dick Tracy como si intentara corregirle sus errores coreográficos. Pero repito una de mis escenas favoritas de butt grab: en apenas su sexta película Faye Dunaway fue dirigida por Vittorio de Sica y alternaba con Marcello Mastroianni, en Amantes; ella, como Marnie, es una ladrona, una carterista, y le quita la cartera a Mastroianni; éste advierte el robo y la sigue, con sigilo; Dunaway ya había mostrado brevemente un pecho en Bonnie and Clyde  y los glúteos, recostada en una playa, absolutamente desnuda, durante varios segundos, en El arreglo; claro, la toma es lejana, y desde arriba, y puede que haya sido una extra. Mastroianni la alcanza, y le quita la cartera de la bolsa trasera del pantalón; ella debe respingar, pero no le salía, y De Sica cortaba la escena para pedirle que respingara con naturalidad, pero el director no quedaba satisfecho, hasta que, sin avisarle, él le quitó la cartera dándole una nalgada que la hizo respingar; la conclusión de los técnicos fue que a Dunaway le gustaba cómo la tocaba Mastroianni; parece que al final no tuvieron que doblar a ninguno de los dos.

¿De dónde saca Gibbs a tanta pelirroja? ¿Habrá alguna o varias artificiales? Seguramente no muchas podrán presumir, como Julianne Moore, que ella es tan pelirroja que sus desnudos tienen un plus.

En la entrevista de Myriam Moscona a Raúl Ortiz y Ortiz, recogida en El imperio de la armonía  se lee “se lo dije (a ellos)”; son muy pocos los escritores que entienden esa regla; lo mismo las diferencias entre “incluso” o “inclusive”, o entre “quizá” y “quizás”; lo grave ya ni siquiera es que los escritores ignoren eso, sino sus editores. Lo malo fue que no le dijo que a las mujeres que escriben poesía se le dice poetisa.

Se lee en algunos libros: por el Paseo de la Reforma transitaban tranvías (en algún punto lo cruzaban, solamente, y ni era Reforma, sino Rosales); que en la primera mitad del siglo XX había taxis (sólo aparecieron con ese nombre cuando fueron obligados a poner taxímetros, en tiempos del regente Uruchurtu; antes el costo del viaje era a juicio del ruletero —porque daban vueltas por la ciudad como una ruleta—, a quien se le preguntaba “¿cuánto al pueblo de Tacuba?”); que el emperador Maximiliano dormía de piyama; que manoseaba a meseras por debajo de las pantaletas (ninguna de esas prendas se usaba cuando Maximiliano llegó aquí a la nación); estas fallas deberían de ser detectadas por los editores, que en cambio, a la manera de las protagonistas de películas cursis, se atreven a hacer sugerencias en la trama de las novelas.


Se lee en los programas de televisión, e incluso en cabezas (y notas) de periódicos “béisbol” y “fútbol”: se lee en el Nuevo diccionario de de dudas y dificultades de la lengua española “en América —no en todas partes— la forma preferida es futbol,  con acentuación aguda”; ¿por qué esa subordinación a la gramática hispana, al grado de hablar de “cacahuetes”, aunque el original nahua es cacahuate; más indignante que en el Diccionario de Mexicanismos, de la Academia Mexicana de la Lengua, la entrada correspondiente remite al hispano cacahuete. Eso se llama subordinación, dependencia y colonialismo, o cómo se le ocurre a la Academia encargar un diccionario de mexicanismos a una española.