lunes, 21 de mayo de 2012

Avatares de un viaje incómodo

Hace unos meses me reuní con Marisol Schulz, en uno de sus raros viajes al DF; somos amigos desde hace muchos años, y es una de esas amistades que se conservan a pesar de los trabajos; la conocí cuando me comisionaron en el Fondo de Cultura Económica para la Colección Puebla, en coedición con el CIESAS; aunque acudió mucha gente, la chamba nos la repartimos ella y yo, los únicos que no teníamos interés político en el proyecto; publicamos varios títulos, y fue un placer colaborar con ella; no desecho a los autores, que me ayudaron a deshacerme del prejuicio de que los antropólogos tienen una redacción ingrata y sólo un enfoque, para su profesión pero también para la vida; hablar con un sabio humilde pese a su sabiduría, como Luis Reyes García, es uno de los privilegios mayores que he tenido en la más dura de mis profesiones, la de editar libros; también era un reto tratar con Keiko Yoneda, por su timidez injustificada tomando en cuenta su erudición y su inteligencia, además de que todos los otros editores, sobre todo Marco Pulido y Víctor Kuri, se morían –casi— de envidia. Tratar con Marisol era como tratar con Gloria Carmona; Gloria y yo, al parejo, nos hicimos bromas suicidas cuando editamos el epistolario de Carlos Chávez, mal leído porque no han aprovechado todas las claves reveladas de la política mexicana en los años cincuenta, además de la buena prosa, y muchas infidencias de personajes ilustres; en esas páginas (con un formato singular en la industria editorial, para evitarnos problemas pero también con ánimo renovador) se encuentran algunas de las poco conocidas maledicencias de Carlos Pellicer; o la pugna entre caballeros sostenida por José Gorostiza y Chávez; retradujimos cartas de eminencias del mundo de la música, para que quedaran en español, pero respetamos un par de cartas de Salvador Novo en inglés (imposible tratar de imitar su español monumental) y que completan el episodio de su viaje a Italia e Inglaterra en el tomo correspondiente al sexenio de Miguel Alemán; con toda intención incluimos una carta llena de erratas, justificadas, y que todos quienes intervinieron en el proceso quisieron corregir y luego enmendar sus correcciones; cuando trabajábamos en el tomo nos tardábamos mucho porque nos poníamos a jugar trivia con los nombres de funcionarios menores en los gobiernos de los años treinta a cincuenta, o con el nombre de quien se recibió de médico y de abogado el mismo día, cuando estaba cumpliendo 19 años, y que fue paseado en hombros por la mañana y por la tarde por sus compañeros de ambas carreras. Gloria, aunque tímida, es una deliciosa compañera de tertulias, además de que sabe de música tanto como los músicos; a ella se debe el rescate memorable de Pedro y el lobo dirigida por Chávez y relatada por Pellicer. Con Marisol, hablar de erratas, correcciones, cajas y callejones era interrumpir una deliciosa y apasionada charla sobre literatura. La perdí de vista una temporada, cuando de pronto me llamó; ya no estaba en el CIESAS ni yo en el Fondo; me invitó a colaborar en su nueva chamba, como editora en Alfaguara; no mencionaré qué libros enmendamos (en los colofones están los créditos), a quiénes pusimos en español, a qué autores descubrí por ella; sólo diré dos chambas específicas: puse en mexicano decenas de refranes de un libro lleno de refranes españoles que poco decían al lector mexicano; la otra fue que me dio el privilegio de leer antes que la mayoría de los lectores a Carlos Fuentes en varios de sus libros más recientes, privilegio triple por muchas razones. Aunque intentábamos comer juntos una vez al año, no siempre pudimos hacerlo, pero estuvimos cercanos en muchos de los acontecimientos personales que nos importaban; fue la primera jefa de Diego, y fue la presentadora –junto a Marco Pulido y Marco Antonio Campos— del libro que escribimos Diego y yo sobre beisbol, y del que ya he hablado en estas páginas; su texto es una maravilla, y más si se toma en cuenta que nunca ha ido a un juego de beisbol (ni a la lucha libre; es la única de sus amigas a las que Diego no ha convencido de esas aficiones tan extrañas). En una ocasión accedió a acompañarnos en el Taller de Lectura e impresionó a los asistentes por su soltura, su humor, su profesionalismo, sus anécdotas, la sencillez con la que explicó los secretos más recónditos e inexplicables del oficio de editor; y cuando la visitaba en Alfaguara nuestras carcajadas intrigaban a sus compañeros de trabajo, carcajadas compartidas con Ramón Córdoba. Un día me llegó el rumor: luego de muchos años, Marisol sale de Alfaguara, y se me hizo inconcebible pensar en esa editorial y no asociarla con ella, con su rigor, su sensibilidad para publicar textos herméticos y que los convirtiera en hermosos. Luego se acomodó el mundo: se fue a dirigir la Feria del Libro en Español, en Los Ángeles; como muchas de las grandes figuras del mundo editorial mexicano, cambió de un aspecto a otro en este complicado mundo del libro. Ya habían pasado los primeros días de la primera edición de esa feria, con el éxito previsto, y en uno de sus raros viajes nos fuimos a tomar unas cervezas a la cantina donde había jurado no ir porque allí, decía, se juntaban editores, pero sólo del género masculino (ella tenía su propia tertulia, con puras editoras); para evitarle incomodidades no le avisé a nadie, a cambio de presumirlo después (cuando visitó mi Taller la presenté diciendo que una semana antes había comido con Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y José Saramago, ella sola). Y entre las muchas cosas que contamos aparecieron temas que le parecieron dignos de que se convirtieran en ponencias; una de ellas sería un diálogo entre ella y yo donde revelaríamos los avatares sufridos al editar algunos de los libros más importantes, sin mencionar nombres, sólo las anécdotas; fue imposible; otro era poner al alcance de los asistentes muchos de los aspectos invisibles que hacen de Las batallas en el desierto uno de los libros más importantes de la literatura contemporánea: sus fuentes, sus influencias, las citas que han pasado inadvertidas para los lectores. Éste fue el motivo para invitarme a la segunda edición de la Feria; con la irresponsabilidad de no recordar la “Ley Puga” (nunca hay que aceptar nada después de la segunda cerveza) acordamos que estaría en Los Ángeles tres días de mayo. Pese a los esfuerzos de Marisol, sufrió la Feria lo que en el beisbol se llama sophomore: tras un brillante debut, un segundo año difícil porque ya no se es novato pero aún no se tiene la suficiente experiencia, y los pitchers tiran lanzamientos rebuscados, ya conocen las carencias o problemas con ciertas pitcheadas, y los rivales ya conocen saben sus habilidades, por lo que son más fáciles de dominar. Aunque Marisol había dado instrucciones para que me giraran la invitación, las cartas, la agenda, sus asistentes hicieron lo posible para que me llegara todo con retraso: había un vuelo prácticamente reservado para los invitados, pero ante la carencia de información, opté por irme por mi cuenta, porque además irían conmigo cuatro personas (para asegurar que hubiera cuando menos seis en el salón donde hablaría); reservamos habitaciones en un hotel inadecuado (el Clown Plaza más cercano al aeropuerto) y decidí ir aun sin invitación; Marisol insistió: no me debía dar por desinvitado, contaban con mi ponencia y con mi presencia. Por mi amistad con ella acepté (la amistad es uno de los valores en los que creo y seguiré creyendo, aunque también creo en lo que dice José Emilio Pacheco: en la infancia y en la adolescencia se crean amistades que en adelante se dedica uno a ir perdiendo); fue un error; la invitación formal, la agenda, las instrucciones, me llegaron menos de una semana antes del viaje; yo pagué avión y estancia (como dije, iban cuatro personas conmigo, que irían a mi ponencia y luego nos dedicaríamos a visitar librerías y tiendas de discos, y los lugares que deben conocerse sin caer en los lugares comunes del turismo), y sólo hubo una invitación, a un coctel vespertino después de la inauguración. En esa inauguración vi a amigos con los que había perdido el contacto hacía tiempo, particularmente Myriam Moscona, Xavier Velasco, Alberto Ruy Sánchez, Enrique Krauze, Jorge F. Hernández, Joaquín Díez-Canedo, Cristóbal Pera, quien me ofreció su estand como si fuera mi casa; todos fueron cálidos y amistosos. Mi ponencia fue un éxito pese a mi mala dicción y a la descortesía de la Feria; no tuvo muchos asistentes, y en realidad se salió más de la mitad de los que habían entrado, pero se quedaron los inteligentes; me pidieron que estuviera media hora antes de mi presentación, pero sólo para que me indicaran la ubicación del salón; supongo que temían que no lo encontrara pese al letrero que lo presidía; nadie me presentó, nadie probó que el micrófono funcionara, nadie invitó a los visitantes a que entraran; en cambio dos veces interrumpieron la plática cuando con micrófono abierto invitaron a que fueran a otra sala a ver a alguien más popular, un best-seller; la única presencia de alguien de la feria fue la de quien puso un letrerito en la mesa para decirme que me quedaban cinco minutos de tiempo. Nadie se disculpó de las interrupciones ni de las desatenciones, ni de quienes estaban obligados a asistir, lo habían prometido, y se perdieron esa plática. Estuve a punto de interrumpir la charla porque nada me obligaba: pagué mi transporte, mi estancia y mis comidas. No lo hice en atención a los pocos que se quedaron, escucharon y preguntaron (por cierto, por la muina no les regalé un ejemplar de mi Promesa matrimonial; si me escriben y me dan sus señas, se los envío). Luego del fracaso (por los escasos asistentes) y del triunfo, ya sólo me quedé a comprarle un libro a Nahúm y nos salimos para no regresar (es impresionante verlo entrar a una librería; a sus ocho años es todo un connaissieur). Pedí que me apartaran dos boletos para un concierto (nunca que me los obsequiaran) y pese a las instrucciones de Marisol, no lo hicieron, aunque sabían dónde me hospedaba, y tenían nuestros números telefónicos. Lo único que nos proporcionaron fue transporte por día y medio, una persona amabilísima como casi todos los latinos, y que sólo nos permitió que le invitáramos un desayuno a un lugar donde no es tan mala la comida como en el Clown Plaza, pero que explica la obesidad estadounidense; a todos los platillos, muy bien servidos, le agregaban un par de hot-cakes. No dejo de quejarme de la ciudad de México: es inhóspita, caótica, inicua (y muchas veces inocua), amenazante, snob, de tránsito difícil (y ahora más, y tengo razones para sospechar que las obras que hacen que un trayecto que consumía siete minutos hoy desperdicie media hora, por lo que ya no puedo ir a comprar tamales si no es en fin de semana, van a concluirse hasta mucho después de las elecciones, y además no servirán para remediar el tránsito, sí para hacerlo más arduo e inhumano), corrupta, ruidosa, a ratos violenta, por lo regular agresiva; hay grandes tramos en donde reina la suciedad, y es rehén de cuidacoches, de estacionadores, peligrosa para cruzar avenidas y hay algunas calles en las que resulta más adecuado cruzar a la mitad que en las esquinas (Mariano Escobedo, por ejemplo; y en muchos puentes, donde además de presencia de asaltantes, se notan frágiles, llenos de cuarteaduras, se estremecen al paso de tractocamiones como en seísmos de más de 4.3 grados Richter –tractocamiones cuyo paso por esas calles está prohibido por un reglamento de tránsito que pocos respetan; entre ellos, no las autoridades), con ciclistas que hacen valer sus derechos transitando por banquetas, en sentido contrario e invadiendo zonas peatonales; con motociclistas que creen que un carril tiene dos carriles, y que no tienen por qué respetar los altos ni mucho menos las preventivas, y que agreden a los peatones; con basura en muchas esquinas, sobre todo en zonas supuestamente residenciales (excepto donde ponen imágenes religiosas); está llena de malos olores, no sólo de fritangas sino de abandono, no a tierra mojada sino a lodo encharcado; hay agua estancada por muchos lados, tanto que ya anda por acá el mosco causante del dengue; mal iluminada, desorganizada; pocos caminan confiados, casi todos miran con recelo sobre todo a las autoridades, a los choferes de los funcionarios que se siguen estacionando en doble o triple fila; y sobre todo a los funcionarios y aspirantes a los funcionarios; y para acabarla, como se ve en facebook, ya es una ciudad intolerante, no se respetan las ideas ajenas y sólo se aceptan las sumisas; cualquier crítica, cualquier juicio, es atacado con violencia, y la disidencia es causa de rupturas amistosas y familiares; una ciudad que amenaza con estallar en unos cuantas semanas (por no hablar de quienes manejan camionetas, porque piensan que eso les da inmunidad para infringir reglamentos y volar leyes). Y pese a todo, es una ciudad más habitable que Los Ángeles; siempre se dijo que Cuba desperdiciaría todo lo ganado en la Revolución el día que los ciudadanos aceptaran propinas por hacer su trabajo; en Los Ángeles exigen propinas del 20 por ciento aunque cobren 240 dólares por unos cuantos kilómetros y poco más de una hora de servicios; los restaurantes, malo y caros, cobran doble propina, una incluida en la cuenta y otra insinuada como el mensajero que le lleva recados a Cruz Treviño Martínez de la Garza; el transporte es un desastre, lento y agresivo, y su única ventaja es que excepto los turistas mexicanos, sí respetan las señales de un tránsito más organizado, porque aunque hay vuelta a la izquierda, la hacen por carriles específicos y no en los de alta velocidad, como en el DF desde que lo gobierna el PRD (bueno, no con Cárdenas); las zonas turísticas están llenas de limosneros con garrote y disfrazados, y los comercios, de empleados arrogantes; como no es un lugar que dependa en un gran porcentaje del turismo, no le importan los turistas, que deben arreglarse trayectos y travesías por su cuenta; es una ciudad hecha para el automóvil, e ir a cualquier lugar consume más de media hora (es la consecuencia de los dobles y triples pisos, y para allá vamos); excepto esas zonas turísticas es una ciudad sin vida, con calles solitarias, y a la que no le importan los demás; no hay equipos de beisbol que no sean Dodgers o Angelinos; nada interesan Gigantes de San Francisco, Atléticos de Oakland o Padres de San Diego, aunque sean californianos, mucho menos Medias Blancas de Chicago o, peor aún, Vikingos de Minnesota. Alguna vez Reyes dijo que a California se iba a californicar; lo único es que andan las mujeres en shorts que más bien parecen tarzaneras de mezclilla y en minifaldas como las de los años setenta en México; lo demás se ve asexuado, muy poco sensual. Soy injusto: son apreciaciones de alguien a quien le afectó el clima y anduvo con resfriado la mitad del viaje, y con sólo cinco días para observarla, y además agraviado por una Feria del Libro sólo atenta con las celebridades. El único consuelo fueron dos librerías, organizadas de tal manera que se puede ver lo que interesa sin ensuciarse, sin perder el tiempo, y con una buena oferta en todos los rubros, una, y la otra especializada en libros de cine, en la que había pocas novedades, pero muchos títulos harto interesantes, y las tiendas de discos, en donde si uno no encuentra algo, es porque ya no existe. Claro, me enteré de que ya salió Soberbia en DVD cuando venía de regreso de uno de mis viajes menos placenteros; si no hubiera sido por la compañía… En mi último día en California me enteré del fallecimiento de Carlos Fuentes, inexplicable por su vigor, su fortaleza, su vitalidad, su entereza; inexplicable porque teniendo médico de cabecera no se enteraron de su hemorragia, agravada por el tratamiento de cardiópata; inexplicable por su juventud; no me he repuesto ni me repongo de la actitud de las autoridades ni de las palabras irresponsables vertidas por los ansiosos de protagonismo. Ni menos aún de lo mal que se le ha leído, lo cual se deduce por las tonterías y declaraciones de quienes lo han leído tan mal (o no lo han leído, mejor dicho; y peor, que me citan sin saberlo).

martes, 8 de mayo de 2012

Detectives, tenistas, violinistas

A principios de los años noventa dos mujeres se dieron un beso en la boca en un programa de la televisión estadounidense (una de ellas, Mariel Hemingway; lo vimos por Cablevisión); era la máxima audacia que se habían permitido, aunque muchas actrices aparecían en ropa íntima, o en traje de baño, para mostrar las piernas o los escotes, pero sin llegar a los desnudos; éstos podían admirarse en algunas cintas que se transmitían en la noche muy noche, a riesgo de que algunos se sintieran ofendidos y protestaran en diarios y revistas, alegando que había niños que podían perturbarse (creo que “perturbarse”) con esos desnudos. La exhibición de una cinta de Godard, Pret a Porter, en la que hay un largo desfile no de modas, sino de desnudos, indignó a mucha fente; a unos, por los desnudos; a otros, por lo malo de la película. En otras, pese a lo restringido de la televisión por cable, cortaban los desnudos de Hair, pese a lo breve, inocentes y bellos. Las encueradas del cine mexicano, antes escamoteadas por la televisión que cortaban las escenas que los contenían en la mayoría de las cintas exhibidas incluso en horarios para adultos (mutilaban cuando iban a enseñar, o ponían beeps cuando decían una palabra altisonante, aunque dejaban los albures, es de suponerse que porque no los entendían), ahora aparecen con un hartazgo molesto, porque no todos esos desnudos son buenos y porque las actrices son feas. Sorprende que en las series estadounidenses haya desnudos; en algunas dejaban pasar lo que como metáfora llaman “descuidos”; uno memorable de Helen Hunt cuando era bella y abría las piernas más de lo aconsejado; otros en Three’s Company que ni molestaban ni excitaban; en alguno, sorpresivo, Lindsay Wagner, al tiempo que reflexionaba (“a ver qué tan biónica soy”) se lanzaba desde un piso alto y su vestido, ampón, dejaba al descubierto piernas y pantaletas; en otro, Stephanie Power caía en un hoyo, sin ningún decoro, de lo que se aprovechaba para escapar de sus perseguidores, porque ellos se paralizaban; era más frecuente que el vestido de alguna actriz se atorara en el elevador, o en la portezuela del auto que arrancaba, y se los arrancaban, pero iban preparadas con ropa íntima elegante y opaca, además de que alguien, galante, las tapaba con su abrigo o su saco. Han aparecido otras audacias: en Friends más de una vez cayó la toalla con que se cubría Jennifer Aniston y por un segundo se aprecia lo que llaman “butt crack”, o el perfil de los pechos; ella y Lisa Kudrow son víctimas, en esa serie, de un ataque que en el cine es especialista Sandra Bullock, el “ass grab”, que quiere decir que les rozan, soban, pellizcan o les aprietan los glúteos (no han revelado cuántas veces ensayan esas escenas); en Married with children, Katty Sagal sufrió el agarrón de parte de su suegro (ficticio), pero duró lo que tardaron en subir los tres (¿o cinco?) escalones de la escenografía y se congeló la imagen; no dio muestras de sorpresa ni de enojo, mucho menos de molestia en lo que creo fue la primera escena de ese tipo. En una escena reciente de SCI (o una de sus variantes), el actor invitado Robert Wagner lleva la mano izquierda hacia el amplio trasero de Pablo de Cote (chaparra y bien formada), pero no llega al toqueteo, porque uno de los actores le reprocha el gesto, pero más que para mostrar el carácter despreocupado y donjuanesco del personaje, lo más probable es que los productores hayan recurrido a ese truco para que el espectador se fije en esa parte del cuerpo de De Cote, seguramente porque le darán más relevancia a su papel en el futuro inmediato. Cada vez las series son más audaces; los protagonistas tienen relaciones ilícitas aun cuando son compañeros de trabajo y son jefe y subordinada; hay –muy políticamente correcto— personajes homosexuales, aunque cada vez más entre mujeres que entre hombres, a los que los retratan como escandalosos, exagerados e inmorales; los adulterios no tienen la justificación de las películas mexicanas de los años cincuenta (la impotencia del marido –La Diana Cazadora, debido a un accidente, no a la inflamación de la próstata o a la sobremanipulación—, descubrir su amasiato, o por sacrificio para sacarlo o para salvarlo de la cárcel); a veces, ni siquiera por venganza, y desde luego no tienen consecuencias morales o, peor, sociales. En un capítulo reciente, sospechando que un paciente sufre de escasez de deseo por causas no orgánicas, varios médicos hacen que una aprendiz de médica se agache resaltando su trasero, a lo que se presta en una acción más allá de su deber, con los resultados previstos: no hay reacción del paciente, sí del televidente (en ese programa ensayan tantas medicinas y tantas curas para enfermos con malestares indefinidos, que si fuera real, el pobre fallecería intoxicado, y dejando a los parientes con un cuentón impagable). Los protagonistas, además de las tramas semipoliciales, viven unos dramas bárbaros de su vida íntima. En otra serie, donde se hace apología del delito sólo porque el delincuente tiene un físico agradable y se viste para excitar a las mujeres, hay una detective de color (negro) sumamente guapa, a la que a últimas fechas han disminuido su participación seguro porque se irá a otra serie donde se aproveche más su belleza. Marsha Thomason (intérprete más de series televisivas que de cine) ya fue estrella de Vegas, donde seguramente dio de qué hablar. En ésta, para apaciguar a sus compañeros, a los héroes, a los villanos y a los espectadores, la han puesto con una novia; eso no sería lo malo, si no lo poco que la destacan, o por no opacar a otras actrices no tan espectaculares, o porque su capacidad histriónica es opacada por su físico. En otra serie más reciente, Homeland, los productores sorprendieron a los televidentes al poner a la muy bella Morena Baccarin simulando un acto sexual, desnuda de la cintura para arriba; repitió el desnudo en el tercer capítulo, y ya no ha necesitado más, porque la serie la verán en espera de que vuelva a lucirse, y si no, cuando salga en DVD a la venta. No es la única que se encuera en ese programa, otras dos actrices se quitan el sostén, y una de ellas sale en pantarraf después de entregarse, faltando a la ética, con el sospechoso al que investiga. Las detectives de las series estadounidenses no son las únicas que insinúan que son buenas para la investigación (hay una que quiere hacer creer lo que decían los desmemoriados: que la memoria es la inteligencia de los pendejos, aunque ignoran que la memoria es uno de los cinco componentes de la inteligencia; lo malo es que no recuerdo cuáles son los otros cuatro elementos ni quién afirma eso), además de bonitas y deseables. En los canales deportivos hay que estar al pendientes de los juegos de volibol femenil, sobre todo los de las representantes de Brasil contra las de Cuba (no el playero, cuyos trajes, aunque muy reveladores, son antiestéticos y antieróticos), y los juegos de tenis, no los varoniles, sino en los que se lucen las rusas, y otras europeas; ver un juego entre Ana Ivanovic contra Maria Sharapova permite el eclecticismo: una morena que disfruta el juego, que se contonea cuando gana un punto, que parece ronronear cuando va a lanzar un saque, y del otro lado de la red un rostro impávido (o lleno de tensión, pero que no se deforma por los gestos), los brinquitos que le sirven para destensarse pero que ponen tensos a los espectadores, y las posturas que toma al esperar un saque, porque nunca le han llamado la atención por poner nerviosos a jueces, público y camarógrafos con sus escotes; en las conferencias de prensa, en cambio, deja mudos a los entrevistadores porque en la Rusia donde creció (y creció a lo bruto) no le enseñaron cómo deben sentarse las señoritas. No son las únicas atractivas del tenis; para quienes gustan de lo exuberante pueden ver a Serena Williams, a quien con frecuencia se le olvida ponerse algo bajo la falda, o con ropa que le estimula el punto G; también está la muy fina pero extrovertida Carolina Woznianky, quien a falta de un busto tan desproporcionado como el de Serena, se pone toallas para simularlo mientras baila sin ritmo pero con atrevimiento; hay otras, más finas, estilizadas y elegantes (aunque no ganan muchos juegos): María Kirilenko, por ejemplo, o Tzvetana Pironkova, que parece antropóloga de película de Harrison Ford, o Daniela Hantuchova, que tiene piernas más largas y bien formadas que las de cualquiera actriz, o la Mishinska, lamentablemente retirada pero que ganaba todas las bolas difíciles, siempre que quien arbitrara fuera hombre; Elena Medienteva que hace encelarse a las modelos, y casi todas las competidoras (exceptuando a las Williams y a las chinas) son bellas, esbeltas y con piernas hermosas; su único defecto es su estatura, porque ya no son como Gigi Fernández, o Mary Joe Fernández, que apenas rebasaban el 1.60 0 no lo rebasaban, pero eran vitales, pícaras, coquetas y muy hermosas; fuera de la contemplación estética, ¿cuál puede ser el atractivo de Sharapova, que mide 1.83? (lo que debe costar su ropa). Y eso que ya se retiraron jugadoras que eran admiradas no por su juego, sino por su vestimenta: Martina Hingis, quien jugaba con cacheteros que dejaban sus glúteos a la vista, o Ana Kournikova, quien bendito sea Dios ya se retiró porque era vergonzoso “irle” a la que seguro iba a perder, porque era mala, pero muy vistosa (ha ganado mucho más modelando que en el tenis); o Stephie Graff, quien tenía el mejor revés del tenis; o Mary Pierce, con un cuerpo de modelo que hacía palidecer a las modelos (y a Roberto Alomar, a quien le hizo bajar su juego casi tanto como Marilyn Monroe a Joe DiMaggio). Ivanovic, la más pícara, está cerca del incómodo 1.80, que casi todas rozan o lo sobrepasan; y todas, vestidas de civil, son mucho más atractivas que cuando juegan tenis, aunque muchas de ellas usan unas licras que, con el sudor, exponen a la vista de todos sus partes más íntimas. Y hablando de deportes, las comentaristas de los programas deportivos transmitidos por televisión no saben nada de deportes, pero usan ropa entallada y breve, y cruzan y descruzan las piernas, con lo que no sólo perturban a los espectadores, sino a sus compañeros (porque dicen tantas barbaridades que sólo perturbados pueden ser tan ignorantes –síscierto, diría Ceballos). Acabo de leer un libro de Eusebio Ruvalcaba donde hace una amable mención de una recomendación que le hice: Beber un cáliz, de Ricardo Garibay, uno de los más hondos pesares por la ausencia del padre, él, que recuerda con tanta pasión al suyo, uno de los grandes violinistas mexicanos, igualado sólo, dicen las leyendas, por Silvestre Revueltas. No dudo que a Eusebio le guste la música, pero discrepo de sus gustos; no de las obras que menciona y en las que me lleva mucha ventaja, sino en las violinistas preferidas; menciona a Juli Fisher, Akiro Suwanai, quien debe tener mucho éxito si todo lo hace con la lentitud con que toca el concierto para violín de Beethoven, y a una a la que nunca he oído (aunque sí visto), pero sus referencias no son buenas, excepto por la exuberancia de su cuerpo, que le valió ser portada de (self) Play boy (aunque por sus características parece más para Penthouse) Linda Brava, que presume su cuerpo ampliamente en sus páginas de internet, y que recuerda, por su indumentaria y su ritmo, más a Olga Breeskin que a Vanessa Mae. Desde luego, insiste en Mutter. Discrepo: aunque sigo con la duda de cuál es el mejor intérprete de Beethoven, Yehudi Menuhin dirigido por Wilhelm Furtwängler, o David Oistrach con Rozhdestvensky (la mayoría de las veces, prefiero a Oistrach en el concierto de Brahms –y el doble, también de Brahms), caigo rendido con las audacias de las jóvenes y muy bellas violinistas: Lisa Balishvilli, quien alcanza agudos semejantes a los de Oistrach en su célebre versión del concierto para gato y orquesta; la inventiva Hillary Hann, quien le da nueva vida al concierto y lo acerca a la sensibilidad del jazz; Janine Jansen, quien empleó técnica de rock para su versión del concierto de Beethoven, pues combina las cadenzas clásicas y conocidas, con otras poco interpretadas, y lo hace como hicieron Lennon y McCartney: sobregrabándolas para que las oigamos al mismo tiempo; la muy divertida Patricia Kopatchinkaja (cuando vino a México, hace poco, se quitó los zapatos para tocar con más comodidad), quien tiene una versión extravagante: transcribe para el violín las cadenzas que reescribió Beethoven para la versión para piano de su único concierto de violín, lo cual es una innovación muy digna de escucharse; o la muy delicada e inteligente Stephanie Chase, quien, al contrario, lo toca cual lo escribió Beethoven, sin la marcialidad con la que ya nos acostumbramos a oírlo, con sutileza pero sin perder vigor. O la frágil Soyaka Shouji, y la ágil Anabella Steinbacher. Y todas estas violinistas son bellas, o cuando menos saben posar; son elegantes, finas, y sin la incomodidad de la estatura de las tenistas de moda. Y eso que no habla de las trompetistas (sin alburear, por favor) Tine Thing Helseth o a Alison Balsom, a las que hay que oír con los ojos cerrados para apreciar bien la música. O a Anna Netbreko, quien cuando le aplauden se emociona y brinca dando vueltas, con lo que le aplauden más. *Ya hubo un segundo juego sin hit ni carrera en las Mayores, y eso que apenas han rebasado la sexta parte de la campaña; otros juegos de uno o dos hits abundan, y casi a diario hay blanqueadas; Adrian González batea apenas arriba del .270 y Pujols, quien ya lleva un jonrón en 112 turnos, apenas está abajito de .200; con que no se les ocurra bajar otra vez la lomita… *Alterna a la Feria de Minería hay una Feria del Libro de Ocasión, donde a veces se consiguen libros buenos y agotados, las más de las veces carísimos, porque abusan de las manías de los bibliómanos; este año imprimieron un folleto para anunciarse, y, como siempre, incluyeron escritos interesantes; uno de ellos, de Herman Bellinghausen lleno de inexactitudes; por ejemplo, afirma que Álvaro Obregón le recitaba fragmentos de la Suave Patria al propio López Velarde, a quien no conoció; se la recitó completa a Vasconcelos, cuando éste fue a comunicarle el fallecimiento del jerezano; fue a José Rubén Romero a quien le recitó un poema completo, y lo acusó de plagio; sólo después le aclaró la broma: se lo sabía de memoria, pese a que había sido poco publicado; dice inexactitudes respecto de Gustavo Díaz Ordaz (Torres Bodet no fue funcionario en su sexenio), y se sabe que era un lector ávido, lo mismo que Luis Echeverría, Adolfo López Mateos, Carlos Salinas de Gortari, y antes lo habían sido Sebastián Lerdo de Tejada y Benito Juárez; una biografía reciente aclara que Plutarco Elías Calles estaba leyendo Mi lucha, de Hitler, como es sabido, cuando fue desterrado por Cárdenas, pero que en su mesa de noche tenía también El capital, de Marx, y La vida inútil de Pito Pérez, del muy leído José Rubén Romero. Es hasta fechas recientes que se ha visto que no hace falta ser lector para ser presidente, y además, que ser lector no asegura a nadie que se sea buen presidente, ni buenos periodistas.