viernes, 18 de octubre de 2013

Las altas y las bajas; narradores; generosidades y egoísmos

“Había vuelto la paz al Llano Grande”, “Venía de muy lejos, por el rumbo del Llano”, “Daba gusto mirar aquella larga fila de hombres cruzando el Llano Grande…”, “Era la época en que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo sobre el Llano”, “Era bonito ver aquello. Salir de pronto de la maraña de los tepemezquistes cuando ya los soldados se iban con sus ganas de pelear, y verlos atravesar el Llano vacío, sin enemigo al frente, como si se zambulleran en el agua honda y sin fondo que era aquella gran herradura del Llano encerrada entre montañas“, “Algunos ganamos para el Cerro Grande, y arrastrándonos como víboras pasábamos el tiempo mirando hacia el Llano…”
                Éstos son algunos párrafos de uno de los más conocidos cuentos de Juan Rulfo, “El Llano en Llamas”, que da título al primer libro del jalisciense. Aunque es uno de los libros más vendidos en la historia de la industria editorial mexicana, publicado en ediciones críticas, en varios países de habla hispana, en diversas colecciones en varias editoriales, y con más de 500 mil ejemplares vendidos en la Colección Popular, en un reciente homenaje por los 60 años de su publicación, el Instituto Nacional de Bellas Artes, en el cartel que anunciaba los actos conmemorativos, puso El llano en llamas; es curioso que en muchos boletines informativos a lo largo de la historia, en los folletos donde anunciaban paquetes de libros en oferta en ocasiones de aniversarios, ventas especiales, o en ocasiones de Navidad, ponen El llano en llamas.
                Tres de los lectores más cultos confesaron que no habían reparado en el error; ya lo raro es que se escriba de manera correcta; lo malo es que cuando se me ocurre llamar la atención recibo regaños y reconvenciones, y me recuerdan que “los títulos se escriben en bajas”. Me parece inútil remitirlos al texto para que vean que Llano es un nombre propio, no se trata de un llano cualquiera.
                Tampoco puedo reclamar mucho: el Pequeño Larousse Ilustrado,el Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado, el Diccionario de Literatura Española e Hispanoamericana, y sobre todo, el Diccionario de Escritores Mexicanos, tanto en la primera edición (1967) como en la segunda, en doce tomos, incluyen El llano en llamas, más preocupados por incluir que por leer los libros.

Desde hace algunos años la Real Academia de la Lengua convino en que lo mejor, y lo más elegante, era suprimir las mayúsculas inútiles, tanto en títulos como en accidentes geográficos; no pudieron hacerlo en el lenguaje burocrático, donde ponen en altas los títulos profesionales (Licenciado, Doctor, Ingeniero), los cargos (Ministro, Secretario, Presidente –éste, decía Bernardo Giner de los Ríos, sólo va en mayúsculas cuando es el nombre del brandy).
                La RAE no autorizó poner en minúsculas los nombres propios, pero dio pie a que la gente creyera nombres comunes cuando no lo son; ponen “río” en bajas aun cuando sea parte del nombre, como el Río Bravo y otros seis, de los que da cuenta el Diccionario de Historia, Geografía y Política de Porrúa (y algunas otras enciclopedias); tampoco están autorizadas esas personas a creer que los nombres son títulos: El Universal es nombre, La ciudad más transparente es título; lo tedioso es corregir a los correctores que no entienden esa diferencia. Hace unas semanas Gabriel Zaid apuntó la escasa costumbre de la gente para consultar diccionarios y verificar si lo que escribe o lee tiene fallas o está correcto.
                No se sabe, entonces, si el valle de México es un valle cualquiera o se llama Valle de México; la Academia no es autoridad, por su desconocimiento de lo que sucede fuera de su ámbito, en lo que siguen considerando sus colonias.
                Pero en sus propias obras son descuidados; las solapas y la contraportada de los libros de Mario Vargas Llosa, sobre todo el más reciente, El héroe discreto, ponen el nombre de sus novelas, y a la segunda le dicen La casa verde, aunque en el texto uno de sus personajes principales, el sargento Lituma, habla de lo que vivió en su juventud en La Casa Verde, como se llamaba el prostíbulo donde se emborrachaban Los Inconquistables. Si quienes hicieron los textos de contraportada y cuartas hubieran leído el libro, hubieran escrito bien ese título.
                Hay otros casos, que también hacen dudar de que quienes los reseñan o los incluyen en bibliografías, sepan de qué se tratan; por ejemplo, a dos de las principales novelas de Martín Luis Guzmán las nombran en bajas, El águila y la serpiente, La sombra del caudillo, aunque en la primera son símbolos, no animales comunes y corrientes ni mucho menos objetos; como símbolos, debe titularse El Águila y la Serpiente; el caudillo de la otra novela no es uno más de los muchos caudillos militares y políticos que pululaban en el México de los años veinte; es el Caudillo que unificó al ejército, que maniobró  para unificar todos los partidos en uno solo, el que consiguió que todos los caudillos aprobaran a un solo candidato; el que manipula entre los precandidatos para elegir al “bueno”, y suprime por las buenas o las malas a los rejegos; en la novela es “el Caudillo”, por no decir el Jefe Máximo; su sombra pesa sobre los demás protagonistas, civiles y militares; el título es La sombra del Caudillo; de hecho, así se llaman en la edición del Fondo de Cultura Económica de 1984, y en las ediciones de la Colección de Escritores Mexicanos de Porrúa, y en las ediciones de Compañía General de Ediciones, pero no en el Diccionario de Escritores Mexicanos, ni en etcétera etcétera.
                La Silla del Águila es el símbolo de la silla presidencial, y así lo maneja Carlos Fuentes en una de sus novelas menos apreciadas, y muy mal leída, por lo que sus críticos y comentaristas la titulan en bajas.

Menos graves son otros casos, pero que en lo personal no dejan de inquietarme; en la Guía Roji de 1927, la más antigua que he conseguido, una de las colonias alejadas entonces de la ciudad de México, en pleno sur poco habitado, se llamaba la Colonia del Valle; así, hasta los años setenta; ahora la llaman colonia del Valle; en las Guías no ponen colonia Polanco o colonia Anzures, sólo Polanco o Anzures; no es colonia Narvarte, sólo Narvarte (y antes, Nalvarte); ponen colonia del Valle en la creencia de que colonia no es parte del nombre; en todo caso, si colonia fuera genérico, sería colonia Del Valle; y así con otros nombres propios que la costumbre ha hecho que se nombren al aventón.

Entre los participantes del primer tomo de Los narradores ante el público, y que conocí o que sigo conociendo, sigue Juan García Ponce; hablamos Paco Alvarado y yo en una exposición en Bellas Artes; ya había leído todos todos sus libros de narrativa publicados hasta entonces: Imagen primera, La noche, Figura de paja, La casa en la playa; su autobiografía, y sus reuniones de ensayos Cruce de caminos y Entrada en materia; Paco nunca me acompañó a su casa, entonces a media cuadra de Río Magdalena, y cuadra y media de Avenida Revolución; lo visitaba primero con frecuencia, después cada que aparecía algunos de sus libros; me incitaba a leer: Lezama Lima, Nabokov, Borges; desentrañaba sus historias, alguna vez le reclamé que no utilizara mujeres mexicanas en sus ediciones recientes; “las mujeres de mis libros no existen”, me dijo; por teléfono me preguntaba, antes de citarme: “¿ya lo leíste?, ¿qué te pareció? ¿Cuánto te tardaste en leerlo? ¿Te molestó tal personaje?” Platicamos de “La gaviota” en tres sesiones, y en su casa conocí a Juan José Gurrola, a Manuel Felguérez; me enteré de alguna intimidad; le llevé algún libro suyo que no le había llegado más que un ejemplar (La presencia lejana, publicado por Arca, y que había traído Gerardo López Gallo desde Argentina antes que el embarque de la editorial; se lo llevé para que me lo firmara, y un par de amistades lo vieron con inquietud: al día siguiente le llevé los otros pocos que estaban en la Librería del Sótano); así, con todos sus libros hasta Unión, le caí hasta que sucedió lo que narro en El juego de las sensaciones elementales. Gustavo Sainz me objetaba mi placer por leer a García Ponce, y me hacía análisis para tratar de demostrarme por qué a él no le gustaba; mi gusto lo compartía con Anamari Gomis; a su casa llevé a Rubén Maní, a Patricia Proal; fui con Lourdes antes de casarnos, pero no me acompañó cuando fui a llevarle Trazos. Allí viene una reseña que ya había leído antes, contra un número monográfico de Artes de México, dedicado a la plástica mexicana, de Alfonso de Neuvillate, al que despedazaba con argumentos contundentes, que se me ocurrió utilizar, sin su agresividad pero con la misma estructura, para comentar De Anima, lo cual le molestó; enmendó el principal error que señalé en mi reseña, pero cometió, otro, que ya no quise recalcar, cuando apareció la reimpresión de esa novela. Después, renegó de mí con algunas amistades, como Salvador Mendiola y con Héctor de Mauleón, pero cuando alguna comentarista quiso defenderlo de mis reseñas, él se molestó con ella. Lo peor que le hice le causó mucha gracia: le llevé mi ejemplar de El canto de los grillos; amenazó con decomisarlo para quemarlo. Finalmente, muerto de la risa, me lo dedicó.
                Tuvo que darme, sin embargo, la razón, cuando una protegida suya quiso escribir que Lennon, con Double Fantasy, había traicionado sus posturas iniciales, que debía mejor aprender de Dylan Thomas, ése sí un jazzista incorruptible; la corregí y le llamé la atención, y esa tarde, en casa de Juan, tratando de que no la oyera, confesó su error y mi reprimenda; Juan alcanzó a oír, y al pedirle explicaciones ella sólo acertó a decir que le habían soplado mal. Juan sólo tuvo que darme la razón… “Pobre Eduardo”, exclamó. Cuando lo visitaba, me preguntaba si había visto a Salvador Elizondo y yo, sin saber aún de sus diferencias tan enormes, le contaba de mis pláticas con Elizondo, cosa que recordé cuando éste ingresó en la Academia Mexicana de la Lengua, y fueron violentamente criticados, ambos, por García Ponce, en declaraciones a Proceso. Una entrevista a él, con un grave error, tuvo la consecuencia de que detuvieran en seco una campaña contra mí que ya habían emprendido, je.

A Juan Vicente Melo me lo presentaron en la redacción de La Cultura en México (nombre del suplemento, no título); en su casa, ya no en La Condesa sino en Mariano Escobedo, me habló extensamente de literatura francesa, de sus gustos musicales, se confesó cursi según él porque le gustaba Chopin sobre cualquier otro compositor, y su pieza favorita en música popular era “You’ve got up my head”, con Judy Garland. En su casa, donde me daba a beber como si mi capacidad fuera similar a la suya, conocí a Isabel Fraire, quien me confesó que había leído tres veces Figura de paja de García Ponce, sin entenderle, y sin que fuera reprendida por Melo. Cada vez que salía de su casa me invitaba a que regresara la siguiente semana; un día no llegué solo, sino acompañado de Jaime Gallegos y Arturo Magallón; le llevábamos el primer número de Creación, la revista que comencé pero no pude emprender, y de la que Jaime publicó diez números, uno de ellos doble. Melo se molestó por la compañía y no volví a verlo, sino hasta que, en 1987, Alberto Paredes lo llevó al Fondo de Cultura Económica: extremadamente delgado, demacrado, desprotegido, tambaleante. Me saludó con afecto; Sergio Galindo me contaba que habían encontrado a Melo en Xalapa casi inconsciente, que se desprendía de quienes lo vigilaban, y emprendía parrandas que duraban días, alguna vez casi una semana; Isabel Fraire desmintió a Sergio, y afirmó que estaba sano. Yo no bebí nunca tanto como en su casa, cuando aún no me dañaba beber, ni me afectaba el aire, cuando salía al atardecer y abordaba el trolebús que me llevaba, sin marearme, hasta la colonia Industrial. Aunque tuve todos sus libros, sólo me puso una dedicatoria en su conferencia de Los narradores ante el público: “me dices gracias, y no sé qué responder; lo bueno, para mí, es que un día nos conocimos en Siempre! Y nos dijimos gracias…”

Me dicen intolerante porque ya no quiero ver tenis masculino; no sólo me molesta que ganen puntos a base de saques violentos y no de dominio y de buenas jugadas; me molesta que se turnen las victorias, una para uno, la siguiente para el otro; me divierten, mucho más que los juegos, las imitaciones que hace Djokovich, quien ridiculiza a todos sus rivales al remedar cada gesto, cada tic, cada movimiento; son mejores sus imitaciones de Anna Ivánovic y de Maria Sharapova (no se ha atrevido con Tsvetana Pironkova, la 99 mejor del mundo); con Sharapova se lleva tan bien, se ríen juntos tanto y de manera tan desenfrenada, que el novio de ella debería estar tan celoso como seguramente lo está la novia de él. Hay una gran cantidad de videos con las imitaciones y con las bromas que se hacen mutuamente.
                Me gustan más los juegos femeniles; la mayoría de las tenistas son muy guapas, más cuando están vestidas, y casi todas muy simpáticas, muy desenvueltas, muy alegres. Los cronistas se quejan de que ninguna tiene buen saque, y que si fallan con el primero, seguramente les irá mal con el segundo, por imprecisas; eso les pasa por no leer a James Thurber, quien se fijó antes que nadie que una de las razones por las que la mujer será, en ese aspecto, inferior a los hombres, es que lanzan cualquier objeto, y más aún una pelota de cualquier deporte, adelantando la pierna equivocada; mientras no lo corrijan, su saque será malo.

Lo dije yo primero, como se decía a finales de los años sesenta: Yasiel Puig será buen bateador, con sus asegunes, porque se cayó estrepitosamente el último mes y medio de la temporada (la postemporada es extra, y no siempre buena, aunque ahora, en algunos juegos, ha habido buen pitcheo, aunque para cuidar a los brazos de los pitchers delicaditos, son capaces de sacarlos del juego aunque estén tirando sin hit ni carrera). Puig no ha dejado de ser amateur, piensa en su lucimiento y no en el bien de su equipo; cuando acierta a cortar un hit trata de poner out a los corredores en home, y descuida a los otros corredores que siempre le sacan una base extra; pero no siempre acierta a fildear, y pone en peligro a los Dodgers; cuando lo ponchan, aunque sea evidente que dejó pasar una buena pitcheada, se queda viendo a los umpires, con gesto de María Félix molesta por el desprecio de los galanes en turno, y cuando se poncha tirándole (y se poncha mucho: casi cien veces en 107 juegos, algunos de ellos incompletos), hace berrinche, y hasta el tolerante Don Mattingly debe regañarlo, y a veces hasta sacarlo del juego.


Cuando se filmaba Rojo amanecer, muchos actores, muchísimos, se acercaron a Héctor Bonilla, a Roberto Sosa y a Marcela Mejía para ofrecerles su ayuda: algunos llegaron con las escrituras de sus casas para que la hipotecaran, la vendieran, lo que fuera necesario para obtener fondos y terminar una cinta que hicieron con sus propios medios, sin financiamiento estatal; María Rojo quiso actuar sin cobrar, y tuvo que aceptar salario por presiones de la ANDA, pero exigió que fuera el más bajo, el mínimo autorizado, y no fue la única. Por esos días me acerqué mucho a ellos, y llegué a la conclusión, con esos y otros ejemplos, que aunque se critiquen de forma brutal, que hagan excelentes imitaciones burlonas, con cierta crueldad, incluso de los más notorios, el de los actores es un medio mucho más generoso y desprendido que el de los escritores, muchos de ellos envidiosos, vanidosos, egoístas, ególatras. Me dolió reconocerlo cuando presionaron al jefe de gobierno del Distrito Federal para que cerrara o cuando menos disminuyera el centro de acopio para la ayuda a los damnificados por un ciclón y un huracán, simultáneos, que golpearon gran parte del  país, en especial, como sucede siempre, en las zonas más pobres. Y sí, lograron que lo cerraran o disminuyeran, con tal de tener una feria del libro que pudieron haber celebrado en cualquier lugar. Y todo para cederla a quienes se creen dueños del Zócalo. ¡Qué vergüenza!

jueves, 3 de octubre de 2013

Las apariencias no engañan; Rachmaninov y Pacheco; más mujeres perdidas

Entre los refranes más comunes en la vida cotidiana es que hay cosas que no pueden ocultarse: el dinero (ni la falta de), la educación (así le dicen a las buenas maneras), el enamoramiento, duradero o de un instante. Se contrapone al que afirma que las apariencias engañan, o al de “quién la viera, tan discreta”, o al del corazón que no se entera porque los ojos no lo vieron.
                Hay frases y refranes para toda ocasión, aplicables a cualquier persona según las circunstancias, las buenas rachas o las malas, y las trampas que pone la vida (disfrazada de las oportunidades que no deben desperdiciarse); además de los refraneros, las canciones contienen una buena dosis de sabiduría popular aplicable en las buenas y en las malas.
                Hay personas expertas en el arte de engañar: escritores que no escriben pero se disfrazan de tal manera que sus amigos y enemigos creen que un día nos sorprenderán con una obra maestra; o escritores que no lo son pero triunfan en todos los certámenes con los que el gobierno nos coopta (hace apenas 40 años había un premio de poesía importante, ahora hay 40 premios a repartir), y hay quienes opinan que si no se obtienen premios no se es escritor. Hay críticos que no leen más que sus propios libros pero se disfrazan de críticos, y hay actores que se les nota que son actores (para no hablar de virtudes privadas y vicios públicos).
                Luego de siete, ocho años de no verla, nos topamos con una conocida amistosa, afable, que nunca creó problemas, y con la que no teníamos más que pláticas ocasionales, comentarios sobre la situación del edificio, aunque María José convivió con ella y con su hijo de manera constante y fructífera, y mantiene contacto con su hijo, quien acaba de obtener un premio internacional (no literario, por fortuna). Luego de los comentarios, en medio del transitar de comensales, nos confía sus actividades, además de las que ya conocíamos (directora de una escuela de altos estudios): en los últimos años se ha acercado al estudio de la filosofía; de pronto se le ilumina la mirada, y nos asesta: estoy estudiando a Kierkegaard, Sartre, Husserl (lo pronuncia de manera correcta); se detiene un instante, y pronuncia el corolario: ustedes son así, ¿verdad?, Por eso son como son, ¿verdad? Es uno de los mayores elogios que hemos recibido, sin que haya dicho ningún adjetivo.

Gracias a Francisco Repetto Milán, a una edad inadecuada, prematura, comencé a leer a esos y  a otros filósofos, primero en las páginas de ese estudioso, y luego en manuales y después en sus propios libros; me emocionaron más que otros autores, y me obligaron a conocer a sus antecesores; uno de los momentos más emotivos fue haber leído a Schopenhauer con la sensación de haberle entendido; el epígrafe de mi Háganme lugar es de Nietzsche, y recuerdo con placer la época en que lo leí, en estado casi febril, impulsado por un fragmento de La fenomenología del relajo, de Jorge Portilla, con ensayos sobre (y contra) Nietzsche en la Revista de la Universidad, un ejemplar que conservo, ajado y arrugado, en que se compilaban páginas suyas compiladas por sus compañeros del Hiperión; eran los días en que comenzaba la ciudad a agitarse por el Movimiento Estudiantil (quiso la mala fortuna que el día que conocí a Monsiváis hubiera dejado la revista, porque ya se estaba rompiendo, y en su lugar trajera El retorno de los brujos, con su explicación mágica aunque equívoca de “El Aleph” de Borges). 
                En una ocasión, hace más de 20 años, Felipe Garrido me pidió que lo ayudara con las fichas de varios filósofos, para un diccionario de filosofía y religión; me tardé dos días más de lo que me pidió, y mi única excusa, que no pretexto, fue que me había deprimido al elaborar la de Schopenhauer; aunque no me creyó, publicó la ficha tal como la redacté. Aun ahora puedo repetirla, sin equivocarme ni en la puntuación, porque sigo creyendo que decía la verdad, una verdad universal.
                Que una mujer con la que no convivimos nos relacione y se explique nuestra manera de actuar, cuando leyó a varios de los filósofos más importantes, nos hace ver que no engañamos, que nuestro comportamiento es elocuente, transparente, honesto (en su acepción de sinceridad); no sé qué nos pesa más: si el orgullo o el compromiso de seguir así. (Algo parecido me había dicho Salvador González, pero no le creí, porque es un lector empedernido y que se deja influir por los libros y se explica la vida a través de ellos.)
                Y surge por estos días la noticia de que el gobierno piensa recortar algunos millones de pesos en el presupuesto para la cultura. Con Nietzsche, Sartre, Husserl, Schopenhauer como modelos, mi única reacción es que qué bueno, porque el Estado no debería patrocinar a los escritores, a los creadores en general; nadie debería de escribir pensando a qué concurso, flor más bella del tejido, mandar su manuscrito según los jurados, la temática; no debería gastarse el dinero para damnificados, para obra pública, para vivienda, para el desarrollo, en gratificar a los que, de manera consciente o no, adulan al gobierno y escriben para él. Se confirma que sólo dos por ciento de la población acude a bibliotecas, las ediciones de libros no rebasan el millar de ejemplares, las revistas subsidiadas no se mantienen por sí solas, ni por venta ni por publicidad; las librerías de Educal son un desastre, mal atendidas, con más libros de editoriales particulares que los publicados por Conaculta, casi sin visitantes; las cintas subsidiadas no cumplen con los ingresos mínimos para mantenerse más de una semana en cartelera, lo mismo que el teatro: eso es dinero desperdiciado que serviría mejor para reparar o reconstruir escuelas, mejorar salarios de burócratas (maestros, médicos, enfermeras, la seguridad), no para becas a escritores que tienen empleo, y al recibirla, no lo dejan, duplican sus ingresos sin cumplir con los propósitos de las obras (o se la pasan quejándose en las redes sociales).

Uno de los músicos más conocidos por los cinéfilos mexicanos es Sergei Rachmaninov, porque suyos son los sonidos que recalcan las escenas más dramáticas de nuestra cinematografía, en El Peñón de las Ánimas; la gente de mi edad, o un poco mayor, recuerda también las transmisiones teatrales por televisión, a cargo de Manolo Fábregas, los miércoles por la noche, cuyo fondo musical es su obra más conocida, el Concierto Núm. Dos para piano y orquesta. Una pieza a la que le tengo particular afecto por varias razones; una de las que puedo confesar es que servía de fondo musical de las muchas pláticas que sostuve con Sergio Galindo, quien escribió sus mejores novelas escuchando ese concierto, que repetía varias veces hasta que terminaba un capítulo, o lo vencía el cansancio. Tenemos muchas versiones; la favorita de Lourdes es con Van Cliburn, aunque a mí me gusta más con Svlatoslav Richter y con Werner Hass (que podría jurar que es la que tocaban en el Teatro de Manolo Fábregas); le tenemos también con Graffman, Barry Douglas, Arthur Rubinstein, y estoy por comprarla con Yuja Wang, con Valentina Lisitsa y con Helene Grimaud, que si la tocan con la belleza que tienen, seguramente serán buenas versiones. Sé que hay un disco con el mismo Rachmaninov como intérprete, y tiene la fama de haber sido el mejor pianista de todos los tiempos (al menos, desde que hay registro discográfico), pero no lo he encontrado.
                Es una de las piezas que ni siquiera Von Karajan o Dudamel como directores ni Lang Lang como intérprete pueden echarla a perder, aunque lo intentaron.
Pero no es la única, ni la mejor, obra de Rachmaninov; su Concierto número 3 es de gran belleza, sobre todo en las manos de Martha Argerich, y otras piezas, entre menores (preludios, humoresques, polkas, canciones, fantasías) y mayores (sinfonías, sonatas), pueden escucharse sin que cansen. Pero el público, los pianistas y las orquestas las hacen a un lado para interpretar el segundo concierto, del cual hay, parece, más de cien versiones a la venta.
                Es el caso de una obra maestra que hace que se le conozca al autor sólo por ella, y no acudamos con más frecuencia a otras obras suyas. Es lo mismo que pasa con José Emilio Pacheco, quien tiene varias, muchas, obras maestras, tanto en la poesía, en el ensayo y en la narrativa, pero los lectores sólo conocemos y citamos una o dos de ellas; excelentes, cierto, pero no las únicas.

Me gustan las mujeres perdidas. Ya he hablado de Isabel del Puerto (gracias a lo que escribí de ella hace unas semanas se puso en contacto conmigo su representante, lo que me emociona mucho), Leticia Palma, Sarita Montiel. Ahora menciono a Gloria Mange.
                Su filmografía apenas pasa de las 20 cintas, varias de ellas sin crédito, y todos en papeles secundarios; por ejemplo, en Mi querido capitán es opacada no sólo por Rosita Quintana, sino por todas las demás bailarinas en la fiesta en casa de Fernando Soler, sobre todo por Guillermina Téllez Girón; en Salón de belleza es una clienta más, de la que se burlan Rita Macedo y Elda Peralta; sus actuaciones con más reconocimiento tuvieron lugar en dos filmes agradables pero que no aguantan una visión crítica: El casto Susano y Doña Mariquita de mi corazón. En ambas es desperdiciada su belleza, y le dan papeles de niña boba, inocente y hasta tonta; en una, es hija del director e intérprete, Joaquín Pardavé, provinciana novia de Fernando Fernández, y a la que deben quitarle los lentes y los moños para que atraiga al novio, que pasa por pazguato; en la otra es hija de Óscar Pulido, novia de Fernando Fernández, quien enamora a Silvia Pinal, y que los ve besándose (Pinal, disfrazada de un improbable hombre –no podía ocultar los pechos) y se ataruga, tanto que se hace novia del más pazguato Varelita; es opacada por Pinal y por Perla Aguiar. Tiene un papel muy discreto, o mejor dicho, apenas aparece en un par de escenas, en Especialista en señoras, haciéndola de recepcionista en el consultorio del médico popular entre la tropa Rafael Baledón; sólo sale dos veces, pero despertó el entusiasmo de Emilio García Riera, quien la destaca entre tanta mujer en faldas brevísimas mostrando piernas y calzones de los que ahora, en las redes sociales, llaman “grannies”. García Riera la pone por encima de Rosa Carmina, Guillermina Téllez Girón, Nellie Montiel, Su Mu Key. En su escena más sobresaliente está sentada en un escritorio, con las piernas cruzadas, con su faldita; dice García Riera: “había además citas verdaderas o apócrifas de Napoleón, Cervantes, Campoamor y Paco Malgesto, y muchas piernas femeninas al aire, con victoria visible, para mi gusto, de las de la guapa Gloria Mange”.
                Muestra muslos contundentes en El mariachi desconocido, como la cancionera que compite con Rosa de Castilla por la lujuria de Tin-Tan; canta desentonada pero nadie lo nota, y aparece con traje de mambo, ritmo adecuado y baile cachondo. Desaparece antes de la mitad de la película.
                Más memorable aún es su aparición en ¡Qué te ha dado esa mujer! Surge de la nada, como novia del  agente de tránsito mañosón Pedro Chávez; debe competir más que con Carmen Montejo, con el otro agente Luis Macías; como Chávez y Macías se reparten a las viejas (así les dicen) sólo para vacilar (ern su acepción de echar relajo; más maliciosamente, de los actos propiciatorios), cuando Chávez la ve en serio se porta como un patán, saca a relucir sus defectos (aunque no el principal), y logra que la familia de ella lo rechace y que terminen su compromiso (si no era en serio, ¿para qué se comprometen?). Ella se encapricha, deja el internado donde la inscriben los padres, y se mete al departamento que comparten Chávez y Macías; cuando ellos llegan, se desvisten, y hasta que están Aguilar sin camisa e Infante sin pantalones, ella pide que no se desvistan más; la encuentran, escondida, semidesnuda, con las muy bellas piernas al aire; empiezan a jalonearla, para regresarla a su casa, cuando llega la mamá, que escucha mal y cree que la van a violar; cuando llegan los policías, la madre, indignada, pide que tomen nota de cómo la encuentran: ¡muy bien!, exclama uno de ellos. Por desgracia la visten, el padre, que es el agente del Ministerio, pide a Chávez que se case con Mange, a lo que él se niega.
                Después vuelven a encontrarse, ella ya muy quitada de la pena, va a ver a su padre en la delegación (aunque se supone estaba internada); cuando se entera que Chávez va a defender a la fichita Montejo (así la llama Aguilar), pronuncia su mejor frase en toda su trayectoria cinematográfica: “y yo que iba a suicidarme por ti. ¡La arrepentida que me hubiera dado!”.
                Después de Mariquita de mi corazón se retiró del cine; en tres o cuatro años hizo sus 22 apariciones, y se esfumó; no hay datos de ella en las historias del cine, ni en las redes de internet; es más, piden que si uno tiene sus datos, los comparta. Mange, a quien le quedaban bien los papeles de ingenua, y que pese a ello se daba a desear, se perdió para la vida pública, como Del Puerto y Leticia Palma.

Terminó la temporada de Ligas Mayores; queda el platillo para los villamelones; lo más atractivo: el posible duelo entre Medias Rojas y Dodgers, no para saber cuál es el mejor equipo, sino por una situación morbosa: en 2012 Medias Rojas armó un trabuco, así le dicen a las novenas superiores, en el que esperaban que Adrián González fuera el sostén a la defensiva y a la ofensiva, y aunque tuvo buenos números, se dedicó más a la grilla y al gimoteo que a sostener al equipo: es más, una tarde, junto con otros peloteros, fueron con el gerente general para quejarse de que el manager no los trataba bien, no manejaba de manera adecuada al equipo (cierto, consentían a varios lanzadores que más que estar en el juego se la pasaban cheleando, viendo pornografía, en la chorcha); corrieron a todos los que fueron de chismosos.
                Ahora, sin él, los Medias Rojas llegaron con facilidad al campeonato de su división; los Dodgers, gracias a la consistencia de Adrián y a dos o tres pitchers que hicieron recordar los tiempos de Koufax, Drysdale, Perranoski, Osteen, Podres, y al pésimo short stop pero excelente bateador Henley Ramírez, también ganaron con cierta facilidad su división; es decir, gracias a que se deshicieron de Adrián, los Medias Rojas tuvieron una excelente temporada (humillando a los Yanquis, sobre todo); gracias a que adquirieron a Adrián, los Dodgers llegaron a la postemporada. ¡Las vueltas que da el mundo!, como dijo Alejandro Chiangerott en No desearás la mujer de tu hijo.
                Y se desinfló el novato sensación Yasiel Puig: comenzó bateando cerca de .450, y terminó en .319; el último mes bateó alrededor de .230, y se puso a la altura de José Canseco y Reggie Jakcson como jardinero, cometiendo muchos errores aunque sólo le cargaron cinco. Daba risa verlo cubrir el jardín derecho, que tanto honraron Roberto Clemente, Ralph Kiner, Al Kaline, Roger Maris y tantos otros.

Si el facebook pusiera un filtro, como eliminar cualquier escrito que contuviera más de una falta de ortografía, nos ahorraríamos muchos comentarios fascistas, reaccionarios e inútiles.

Qué tristes tiempos son éstos en que tenemos que apoyar a la policía, cuando han dado tanto de qué quejarnos y temerla, ahora y a lo largo de la historia. Es inhumano y antinatural.

Con Salvador Mendiola comparto un blog, Toreando escarabajos, en el que platicamos en público escuchando discos de los Beatles, desde sus sesiones con Decca y con Tony Sheridan, hasta Let it be. Suyos de él son los méritos tecnológicos (fotos, videos). Ya llegamos al cuarto disco, y ahi la llevamos.