sábado, 24 de mayo de 2014

Derrota de la RAE; artimañas del Diablo; historias de dos pillines

El más reciente número de BBC Music trae el anuncio de la Colección Karajan: 101 discos en 13 álbumes, que contienen grabaciones en vivo ahora remasterizadas, la obra completa con la Filarmónica de Viena, las sinfonías de Beethoven, dos con sus solistas favoritos (dicen que, sobre todo, Argerich), dos para la música alemana romántica, sus versiones de los músicos rusos, de Handel a Bartok, uno completito con Sibelius, dos para música coral, otro campechaneado con franceses y rusos y otro con sinfonías clásicas. Como dijo José de la Colina al respecto de Camilo José Cela, qué ganas de tener la obra completa de Karajan para no oírla.

Desde que la Real Academia de la Lengua anunció que iba a suprimir acentos ociosos hubo oposición de muchos académicos, tanto de España (Javier Marías, uno de los más ruidosos) como de México (notoriamente, José Emilio Pacheco); ante la pregunta constante de cómo iba el lector a distinguir entre solo y sólo, la Academia contestaba que por el contexto; cuando se preguntaba por qué suprimir el acento de guión alegaron que porque es monosílabo, aunque “ahi nos lo dejaban a nuestro criterio”, pero asumían que las academias restantes obedecerían “ciegamente al que manda” (una de mis citas preferidas), y a partir de sus indicaciones sus demás publicaciones (Ortografía, Gramática, Nueva gramática básica, Compendio ilustrado y azaroso de todo lo que siempre quiso saber sobre la lengua española, Las 500 dudas más frecuentes) siguieron ese criterio. Pero en vísperas de la publicación de la nueva versión del Diccionario, en voz de uno de sus miembros, reconocen su derrota: casi ninguna publicación seria le hizo caso, las buenas editoriales se abstuvieron de suprimir los acentos de sólo, de éste, y otros; las malas editoriales y las malas revistas (de las buenas, sólo una hizo caso) tendrán que asumir que durante unos pocos años escribieron con faltas de ortografía, y los malos correctores tendrán que esforzarse de nuevo para dejar los textos como debe ser. Y los escritores no podrán alegar que por el contexto podremos deducir de qué están hablando. Lo que no se dijo es si continuarán con su objetivo más reciente, es decir, es diccionario de uso, o será normativo. ¿Será regida por cuestiones políticamente correctas? ¿Seguirán diciendo “la poeta”, ¿seguirán condenando a los inválidos y a los lisiados, los sordos, los tartamudos, los que sufrimos de pie plano? ¿Los miopes seguiremos siendo débiles visuales? ¿Insistirán que la v y la b suenan igual? Sí, si se trata de “vaso” y “basta”, de “evadir” y abastecer”, pero no si se trata de “envase”, “adverbio”. Por algo la v se llama labiodental, y la otra, más simple, labial.
                Sin embargo, debo agregarme a esas protestas por un idioma políticamente correcto: un reportaje reciente confirma que mucha gente ha sido discriminada por su apariencia, que por ello, por no vestir de mono (como se dice en las novelas de Vargas Llosa) son maltratados, rechazados en bancos, o han sido rechazados al pretender a alguna mujer. Lo he sufrido, como lo han sufrido todos los chaparros. Más de una, en la adolescencia, me dijo "si midieras 15 centímetros más", y se referían a la estatura.

Menos en broma, relato que por no vestir traje, o por chaparro, o por usar barba, no sé por qué, fui maltratado en varios bancos, concretamente en la sucursal de Banamex en Homero, frente a Liverpool Polanco (que no está en Polanco, sino en Chapultepec Morales, pero así son de pretenciosos los que viven en lugares aledaños a Polanco), a finales de abril. Acudí a ella, acompañado de Nahúm, porque deseaba abrirle una cuenta de ahorros, atraído por sus ofertas: tarjeta para hacer retiros y, en ciertos comercios, realizar compras; no se necesitaba una suma muy alta para abrirla (me niego a decir “aperturar”); cuando fui a preguntar, aceptaron toda la documentación, excepto la copia del acta de nacimiento, pero me dijeron dónde obtenerla con rapidez; no me tardé ni tres cuartos de hora en regresar. No había más que una persona esperando que alguno de los ejecutivos (números 18 y 19) se desocupara (el número 20 estaba desocupado, o mejor dicho, ocupado en ir a quitarle el tiempo a los otros dos); la ficha que me dieron prometía que en cinco minutos sería atendido; sin embargo, sin ficha, el ejecutivo 20 llevaba a clientes o trajeados o ayudantes de potentados, que hacían gala de prepotencia (después, me encontré a uno de ellos en otro banco, enojado porque me atendían y tenía que esperar [cinco minutos] a que terminaran mis trámites), o mujeres que vestían simulando elegancia, y que sin ficha entraban y saludaban de beso a esos ejecutivos; luego de 45 minutos de espera por fin se desocupó uno de ellos, y aunque intenté entrar, me evadió, fue a las cajas y regresó con un hombre al que dio preferencia aunque mi ficha era la siguiente. Cuando le reclamé, a gritos me dijo “tengo que atender a mis clientes”; por desgracia, yo también soy cliente de ese banco, pero ni saludo de beso a esos cuates ni los adulo, sólo exijo que traten con decencia sin fijarse si mi ahijado es moreno, si soy chaparro, si no uso traje (en los últimos 40 años he usado corbata dos veces, y mando a la chingada a los restauranteros que se niegan a servir a quienes no vayan de corbata). Nos fuimos, pese al hambre, a Banorte, donde en menos de 15 minutos nos abrieron la cuenta de Nahúm.

Hubo una vez un escritor que alardeaba de no leer más que lo que entendía, y que por ello nunca leería a Rimbaud; ahora da conferencias sobre los mejores autores mexicanos. Y hay quien le cree. Y quien cree que escribe.

Marco Antonio Pulido me hace ver que Scarlett Johansson y Penélope Cruz pelean, amigablemente, por un actor (no importa cuál) en una cinta de Woody Allen (Vicky Cristina Barcelona); conocía y recordaba las escenas, pero al momento de escribir se me escapó; sobre todo, porque la impresión que tengo es que la cinta cobra vida cuando aparece Cruz, y se apaga cuando se va.
Pero en busca de más escenas vuelvo a ver Damn Yankees, una obra maestra de las muchas que hizo Stanley Donen, y no puedo dejar de pensar que Televisa hizo un pacto con el Diablo similar al del protagonista de la cinta: hacer creer que un equipo de futbol tiene posibilidades de ganar un torneo en el que participan otros que creen que representan el deporte de su país (y creen que es mundial), y que cuando acontezca la desilusión, porque su calidad es mucho menor que la de la mayoría de otros participantes, habrá tragedias de las que se aprovechará el Diablo para repoblar el infierno, ahora que el papa Francisco dice que es sólo una imagen y una metáfora (¿no será una argucia para que nos confiemos?). En la cinta, Ray Walston (nadie mejor que él) regresa su juventud a Robert Shafer, lo convierte en Tab Hunter, con facultades para batear, fildear, y encabeza a los Senadores de Washington para hacer creer a los forofos que pueden ganar el campeonato de la Liga Americana (hace un siglo se decía “Washington: primero en la paz, primero en la guerra, último en la Liga Americana” –frase que aludía a la reticencia de Estados Unidos para entrar a la Primera Guerra Mundial, a la creencia de que cuando se decidiera a hacerlo sería decisivo para la derrota alemana, y a que el equipo de beisbol terminaba en los últimos lugares), y al perder en el último juego contra los malditos Yanquis, que entonces ganaban todos los campeonatos (diez en 12 años, en los años cincuenta y sesenta), habría más suicidios que durante las crisis económicas de 1929 y 1932 (se insinúa que las provocó el Diablo); éste, interpretado por un Walston que, como Andrés Soler, nunca tuvo una actuación mala, es tan pícaro que se gana la simpatía del espectador, pero la historia de amor que hay detrás –Shafer, al rejuvenecer, debe abandonar a su esposa Shanon Bolin–; como está por ceder y romper el contrato (un momento de debilidad de Walston al incluir una cláusula que le permite a Shafer renunciar antes del último juego del campeonato), llama a la mujer más fea de Rohde Island, Gween Verdon, convertida en seductora, aunque no tan bella, y que le sirve para convencer a los rejegos, para que seduzca a Hunter, y así conquistar miles de almas que se irán al infierno, porque, excepto los amparados por San Juan Diego, el suicidio es lo único que la iglesia no perdona.
Aunque Walston hace berrinche y regresa a Shafer su vejez feliz, éste atrapa un batazo largo de Mickey Mantle, tan torpemente como Willie Mays en la última jugada en que intervino, como jardinero de Mets, en la Serie Mundial de 1973; Shafer oye a su esposa Bolin cantar y con eso vence la tentación, para berrinche de Walston  y satisfacción de Verdon; Walston todavía hace un intento: no basta con el campeonato: van los Senadores por la Serie Mundial. El chiste es que los forofos se emocionen y ante la derrota del equipo, se suiciden y se vayan al infierno.
Al leer las declaraciones de forofos, jugadores, directivos, locutores, conductores de programas televisivos y radiofónicos, periodistas, conocedores, pareciera que tienen fe en que el equipo de Televisa (creer que es el representante del deporte mexicano es otro de los trucos del Diablo) tiene alguna oportunidad; difícilmente habrá suicidios, pero sí muchos descreídos y hasta alguien que pierda la fe.
No es la misma época en que la fe movía el mundo, y que al perder esa fe, muchos preferían abandonar la vida; hubo suicidios de jovencitas hasta en Suramérica a la muerte de Jorge Negrete y también con la de Pedro Infante; lo peor, ni siquiera eran sus conocidas, a lo mejor los vieron de lejos en alguna gira.
Afirmo que Walston no tuvo ninguna actuación mala; no es que me retracte, pero su participación en The Sting es discreta, como la de todos los que aparecen en esa cinta que el tiempo ha borrado sus errores y disminuido la importancia de lo que obtienen al defraudar al tahúr engañado, y se pierden los cálculos de cuánta lana le toca a cada cómplice.
Es injusto que se le recuerde más por Mi marciano favorito que por Kiss me, Stupid, indudable obra maestra, una más de Billy Wilder; también, bajo Wilder, interpreta a un lujurioso jefe que se aprovecha de Jack Lemmon en The Apartment; trabajó también para Josh Logan y para Frank Tashlin, y siempre con eficacia.
 (Otra argucia del Diablo: que dice el entrenador del equipo de Televisa y otras compañías privadas, que durante lo que dure el torneo no va a dejar que los jugadores cojan. Se le olvida a Herrera que las mejores actuaciones de los equipos en esos torneos, en los últimos 40 años, han sido de equipos a los que dejan llevar a sus novias, esposas, secretarias, asistentas, masajistas; y si no hay, sus mañas se darán.)
  
Hubo una vez un comentarista y reseñista de libros que al prologar uno, habló maravillas del texto y del autor; semanas más tarde reseñó ese  mismo libro para un suplemento cultural, donde señaló defectos de estructura, de lenguaje, objeto la trama; cuando el autor le preguntó por qué las distintas versiones, contestó que el prólogo lo había escrito como parte de su chamba, y lo que publicó en el periódico era su opinión.
           Los autores jóvenes, cuando publicaron sus primeros libros, recibieron una llamada del crítico que, a manera de entrevista, preguntaba por sus influencias, sus propósitos, sus lecturas, le aclaraban el sentido de su obra, sus ambiciones; y cuando pensaban que estaba por aparecer una entrevista con sus respuestas, lo que veían era una reseña en la que el crítico se apropiaba de las respuestas, como si fueran sus argumentos para hacer una crítica; críticas que lo llevaron a ser considerado el mejor crítico de México, en opinión de él mismo, y no tuvo empacho para proclamarlo por escrito. Con ese epíteto, que se creyó sin dudarlo ni ruborizarse, quiso crear prestigios y destruir reputaciones, pero también falló. Falló al equivocarse y rechazar, para su publicación, obras que fueron consagradas por los jurados de diversos premios, por la crítica, y sobre todo por los lectores. No le quedó más remedio que seguir haciendo el ridículo y, entonces, decir que navegaba contra la corriente.
                Tuvo aciertos, desde luego: hizo varias veces la misma antología, y con el buen gusto de excluirse de ellas, como lo hizo notar José Emilio Pacheco, quien le aplaudió y agradeció esa medida; la fama de impulsar a los escritores jóvenes le dio otro prestigio, que sin embargo le escamoteó a quienes confiaron en él, le dieron libertad para crear colecciones, que sus mismos jefes le sugerían, y luego hizo creer que las inventó. Pasó a la historia con méritos que fueron de otros, pero su obra real no es digna de compilarse; si se hiciera, se vería que tuvo pocas ideas, que sus lecturas fueron planas, sin imaginación, repetitivas, y llevadas por sus simpatías y sus muchas antipatías; sus amigos de la juventud, a los que aparentemente encumbró con sus reseñas y entrevistas, cuando se negaron a contestar las impugnaciones que le hicieron autores que lo refutaron, los convirtió en sus enemigos, y entonces negó sus méritos y, también contra la corriente, los atacó, los minimizó, mientras la crítica mundial los encumbraba. Puede que haya sido sincero: no le entendió a esa obra. Terco, llegó a ser sincero: se negó a elogiar lo que no entendía; se redujo al silencio, o mejor, se convirtió en biógrafo de sí mismo, con mucho éxito: publicó varias veces su autobiografía, sin cambiarla, ampliarla o mejorarla, en diversos periódicos.
                Su silencio posterior fue su mayor éxito: se llevó el prestigio de haber sido el mejor crítico, soportó que lo denunciaran, que lo balconearan, que lo expusieran; como nadie lo leía, como ya no se arriesgaba, terminaron por creer que fue rudo, que puso puntos sobre íes, que calificó a los escritores con rigor y justicia y que no tuvo miedo a nadie.

Otro pillín: promete y promete, y nada de nada. Pero sus esfuerzos sólo mostrarán lo enclenque que es. 

Tengo muy pocas, pero muy valiosas, primeras ediciones de Efraín Huerta. Me consuela que son buenas ediciones. Y si las ven al revés, es una prueba más de mi condición de excéntrico y de mi incapacidad técnica.
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