martes, 20 de diciembre de 2011

De hamburguesas y otros recuerdos

El primero (y único, a la fecha) capítulo de mi autobiografía lo escribí a instancias de Jorge De’Angeli, y llevaba un comentario de Manuel Gutiérrez Oropeza que me hizo ver cosas que ignoraba, o no había prestado atención, de mí mismo. Lo público De’Angeli en una revista dedicada a gastronomía; mi escrito hablaba de algunas cuantas experiencias gastronómicas. Pero han pasado más de 20 años y está caduco.
Hablaba en él de El Tecuilito, un restaurante que estaba en la carretera México-Pachuca, o mejor dicho, en Insurgentes Norte, la calle que, como dice Carlos Fuentes, va de Nuevo Laredo a Buenos Aires, y en la que se corría la carrera Panamericana en los años cincuenta. Partida en dos por el Metro y el Metrobús, ofrece ahora un aspecto harto diferente de cómo era en la época en que me llevaban a El Tecuilito, algo que hasta Dèjá Lu puede percibir.
Como vivíamos más o menos cerca, nos íbamos a pie: estaba a la altura de los Indios Verdes (por cierto, teníamos unos vecinos que fueron apodados así, “Indios Verdes”, por su elevada estatura; muchos años después, su hija fue directiva del club de admiradoras de Julio Iglesias); en él comíamos un consomé que recuerdo como el más sabroso que haya probado, y supongo que barbacoa; la última vez que fuimos fue alrededor de 1956.
Después la familia regresó a las costumbres ancestrales: las comidas dominicales se servían en la casa, eso de ir a restaurantes era de gente fodonga; de cualquier manera, se compraba un pollo rostizado en La Abeja, o en otra panadería, en Montevideo (la calle); si otros familiares se sumaban, se compraban dos pollos; en ambas panaderías agregaban papas fritas en el mismo horno que los pollos, con un caldo que las hacía más sabrosas que las por entonces no muy abundantes papas fritas en bolsas; agregaban también chiles serranos; una variación de las comidas familiares estaba enriquecida por una tinga que merecía el honor de hacerse sólo una o dos ocasiones al año; rara vez, otra rama familiar preparaba mole poblano, platillo que era el que comíamos en un restaurante en Xochimilco, exactamente sobre el lago, donde minutos antes habíamos viajado un tramo, en una trajinera; me parece que alguna fotografía perpetúa el momento; en esa fotografía debo tener expresión de azoro, que era la que ponía, y sigo poniendo, en todas las fotografías, excepto si no veo la cámara o al fotógrafo (Marco Antonio Campos, malévolo, en una comida homenaje a José Emilio Pacheco hizo que Rogelio Cuéllar tomara una en la que estoy al centro, rodeado de Marco, de Juan Villoro, Carlos Montemayor y José María Fernández Unsaín; por más que insistí, no quisieron ponerse lentes negros, para que parecieran mis guardaespaldas).
Aunque los restaurantes eran para quienes no tenían tiempo de ir a comer a su casa, se volvieron comunes cuando los comercios comenzaron a trabajar de tiempo corrido; los bancos abrían de 9 a 13 y de 15 a 17 horas; cuando implantaron su horario de 9 a 15, y a causa de las obras para ahorrar tiempo, y que sólo sirven para incrementar el doble el tiempo que uno se pasa en los transportes, los empleados que laboraban en el centro debieron acudir a fondas, restaurantes pequeños, cafés, y muchas familias aumentaron sus ingresos ofreciendo comidas más baratas que en los locales establecidos.
Mi padre se querenció en el centro; primero trabajó en El Mago de Capuchinas, que como indica su nombre estaba en Venustiano Carranza, entre San Juan de Letrán y Gante; en el aparador de la entrada estaba la figura de un mago, con turbante y bola de cristal (el changarro era de una descendiente, nieta o bisnieta, de Manuel Payno); se hizo amigo de Adela, la que inventó el chachachá, según el Trío Avileño (“¿y quién te lo dijo Nené?; me lo dijo Adela”), y que tenía una pequeña pero bien surtida disquería, en la misma acera; tenía un Garrard donde ponía el disco que pedían los clientes; tenía buena memoria porque por lo regular no sabían el título ni el intérprete, mucho menos el compositor; tarareaban la canción: “el alacrán cran cran” o “éste es el danzón que le gustó al Ratón, vamos a bailarlo con el corazón”, las canciones favoritas de mis tíos Raúl y Polo, respectivamente; ella sabía incluso las que acaban de estrenar; me obsequiaba los catálogos que mes a mes le entregaban las casas disqueras, con los discos en venta; supongo que no queda ninguno, pero llegué a memorizarlos; en la esquina sigue estando La Luz, cantina famosa entonces por las hamburguesas y los sándwiches de carne tártara, que presumía de ser la única cantina que no ofrecía botana, y pese a ello, estaba llena. Muchas veces mi padre llevaba sándwiches a la casa; pocas veces los comí, no dentro, porque no me dejaban entrar, aunque allí trabajaba mi tío Raúl (muchos años después entramos a La Luz mis cuates Tlamatinis y yo, como agregado cultural; mi venganza a sus bromas fue que mi tío pidió a todos, menos a Paco Cabrera, su cartilla, para servirles; a mí no), y fuera de ella, mi abuelo Marcelino ofrecía billetes de lotería, y me compraba un sándwich.
Pocos años después de El Mago, mi padre tuvo una tabaquería en la calle de Ayuntamiento; iba con él casi todos los sábados, y muchas veces en vacaciones; estaba a unos pasos de la XEW, y una de sus actividades era cambiar los cheques a quienes trabajaban en la estación (también lo hacía el señor Limón, una leyenda en la W); así, hizo amistad con los del Trío Avileño, con Celio González, con Piporro, con la Marquesa Solares (pícara, corría a avisarle a mi padre cuando llegaba alguna actriz, con falda muy corta, o abierta hasta medio muslo); en la acera de enfrente estaba el estudio de Herrera, el fotógrafo, y con frecuencia iba Norma Herrera a la tabaquería.
Pero a la hora de la comida había que cerrar e ir a algún lugar no muy caro; en la esquina una mujer preparaba comida casera; dos o tres veces fuimos allí; no recuerdo algo memorable; en San Juan de Letrán había, en un lote baldío, un puesto enorme donde despachaban comida yucateca; si bien los tacos de cochinita no eran sobresalientes, aprendí a tomar horchata, una de mis aficiones actuales, porque no en todos lados saben prepararla bien; más memorables eran los tacos de pollo rostizado y las hamburguesas York, que estaban sobre Victoria, y que duraron hasta muy entrados los años setenta; todavía en 1975 comí allí las últimas hamburguesas de mole bien preparadas.
Cuando era comida familiar íbamos a cualquiera de los dos restaurantes famosos del centro, y que no eran de lujo: La Rica Leche y La Taza de Leche (¿había alguno que se llamara La Blanca? No puedo precisarlo); en uno de ambos me tocó la contingencia de que la mesera era madre de Toño y Luis, compañeros en la escuela ya llamada Teodoro Montiel López, en quinto año. Eran comidas corridas; uno estaba en pleno San Juan de Letrán y fue de los que desaparecieron en septiembre de 1985; en ambos, o en los tres, servían el café con leche (más bien era leche con café) en unos vasos alargados, de cristal, que se iban ensanchando en la parte superior, en forma hexagonal, aunque el borde era redondo; lo asociaba más a las neverías que a los restaurantes.

Comencé a comer solo en restaurantes cuando trabajé para Gustavo Sainz en Equipo Creativo, pero eso lo cuento en El juego de las sensaciones elementales; cuando Sainz cerró la oficina, me mudé a Bellas Artes; debo contar muchas cosas de allí, pero ahora me limito a los restaurantes cercanos; junto a Libros Escogidos había una fonda chiquita que parecía restaurante, a donde acudía cuando necesitaba sanar de infecciones dentales o intestinales, así de sana e insípida era la comida; en Avenida Juárez, donde ahora está la Librería El Sótano, (no la gloriosa Librería Del Sótano) había un restaurante enorme, con tres o cuatro opciones para comida corrida. Más de una vez tuvimos que regresar algún platillo porque llevaba una mosca como extra; pero en Doctor Mora estaba El Horreo, donde se comía bien y caro, pero como subsiste, lo omito, así como muchas de las anécdotas que vivimos allí, algunas relatadas en El juego

Hace unos días un taxista me platicó de algunos restaurantes que recordaba haber visitado en una niñez no tan lejana, pero que ya habían desaparecido; me hizo recordar algunos que no existen ahora; en los últimos años han cerrado más negocios, y sobre todo más restaurantes, que los que han abierto. Si me limito a las hamburguesas, un platillo al que me han condenado los médicos a no probarlo nunca más (excepto en casa), debo lamentar la desaparición de las que vendían en la esquina de Cuauhtémoc y Chihuahua; las preparaban frente a uno, y las expendían a los clientes, fuera del establecimiento; seguían la receta tradicional: carne molida, con cilantro, ajo molido y muy poca cebolla, y fritas (no anatemizadas en micro güey), en panes pequeños, pero que eran rebasados por la carne.
Con la misma receta podía uno probarlas en Kiko's, de Avenida Juárez, también en la entrada, fuera del restaurante; eran tan baratas que daban ganas de comerse tres, pero uno quedaba sin apetito por dos días; también con la receta tradicional, las Heaven-Cielo, en la calle de Oaxaca, que desaparecieron alrededor de 1988, y que eran de las primeras (tal vez las segundas) que se establecieron en la ciudad de México, en 1948, después de las Wimpis, que estaban, me dice un sabio, donde ahora hay un negocio de hamburguesas gringas, también en Oaxaca, pero más cerca de Durango; las Heaven-Cielo estaban a media cuadra del Metro Insurgentes, cercanía que a la larga los obligó a cerrar. Las últimas hamburguesas memorables estaban en pleno Insurgentes, muy cerca del Sanborns de Aguascalientes, donde además vendían cerveza de raíz, inolvidable.
Lo más cercano a las hamburguesas tradicionales son los bisteces de carne molida que venden en Merlos, en Tacubaya, con el inconveniente de que sólo en fines de semana. Podría asegurar, y sería avalado por muchos, que hamburguesas excelentes eran las del parque de beisbol del Seguro Social, aunque su fama era opacada por los tacos de cochinita, que son ahora, en el Foro Sol, lo único que sobrevive del beisbol viejo, junto con los apostadores.

Pero hay muchos otros restaurantes que hay que recordar, como El Mortiro.

Pocas cosas me dan tanta satisfacción como vencer a los necios; pregunto en Mix Up por el nuevo disco de Kate Bush; me muestran Director’s Cut; no es el último, afirmo; es de 2011, me asestan; no están ustedes actualizados, les espeto, hay uno nuevo; me retan y me llevan a una computadora, donde verifican que hay uno nuevo, 50 Words for Snow; aceptan a regañadientes mi triunfo, que de nada sirve si no lo traen; minutos más tarde pido Unos pantalones para Philipe; me enseñan dos videos de Laurel & Hardy, doblados al español, por Polo Ortín; no los quiero con doblaje; es igual, me dice la vendedora, es cine mudo. ¿Y dónde se queja uno?

Trivia: en Caligrafía de los sueños, la más reciente novela de Juan Marsé, un personaje se tira a media calle para suicidarse bajo las ruedas de un tranvía, sólo que en esa calle no pasan los tranvías desde hacía años; en otro pasaje, se relata la historia sórdida de dos amores prohibidos. Ambos sucesos, en 1948; dos novelas mexicanas, publicadas en los años ochenta, tienen escenas y tramas similares; ¿cuáles novelas son?

martes, 6 de diciembre de 2011

Y que me dejen vacilar sin ton ni son

Nunca digo “va a llover”, sino “it’s a hard rain gonna fall”; ni “está lloviendo”, sino “Have you ever seen the rain?”, ni “qué fuerte llueve”, sino “Who’ll stop the rain?”; mucho menos “¡está temblando!”, sino “the whole world is shakin’ out, can’t you feel it?”. Eso quiere decir que me gusta el rock y no sólo como una manifestación artística y social (que tiene esa característica de la que carecen otros ritmos o, mejor dicho, otras maneras de hacer y sentir la música), sino como algo inevitable, parte de mí, tanto como la pasión por leer y por ver cine; pero si la lectura a grandes ratos se confunde y se funde con el trabajo (o mejor, en lo que he trabajado en los últimos 43 años); si ver cine depende del tiempo disponible, o de que transmitan algo por la televisión, o de que me acuerde de que tengo el video, o que me entere de la programación, la música la puedo escuchar mientras leo, mientras camino los 30 minutos que me ordenan los médicos, mientras platico, mientras escribo, mientras duermo o mientras descanso.
Tiendo a poner cuatro o cinco discos de un mismo conjunto, o de cantantes o conjuntos similares, que se transmiten influencias; o suele pasar que un disco me incita a escuchar otro; es comprensible que si pongo discos de Neil Young (es difícil oír tres suyos seguidos: es demasiado intenso), luego ponga dos o tres de Joni Mitchell, y luego a Christine McVie (con sus inteligentísimas canciones feministas); a veces una lectura (como digamos por ejemplo Joyce) obliga a oír todo, o casi todo, Kate Bush, pero también a Lou Reed y, quién sabe por qué, a Van Morrison.
No sé qué sea primero, si oír un concierto de Mozart obliga a escuchar a Steve Winwood, como solista; y sus sinfonías, a Traffic (así como luego de oír a Ravel tengo que buscar los discos de chachachá para encontrar “Sabrosona”, que contiene uno de los solos de percusiones más ricos, en ambos sentidos, de la música popular); sé que, sin que sea un acto reflejo, no podemos oír a Kachaturian sin desembocar en los primeros discos de The Who (aunque hay que confesar que no siempre es a la inversa, porque The Who agota, y Kachaturian no, aunque produce taquicardias); tampoco sé qué pongo primero: Schumann y Beethoven, o Beatles, pero comienzo con uno y me sigo con los otros hasta agotar obras completas, aunque no disponga de todas las versiones excelentes que se hayan grabado de los primeros, entre otras cosas porque no todas están disponibles, muchas no están reimpresas, o si lo están, no las traen las ya muy escasas tiendas de discos, algunas casi en estado de abandono, y a las grandes cadenas no le importan los aficionados: es casi imposible encontrar todo el repertorio de Janine Jansen, y ni contar lo que me costó conseguir la versión de Stephanie Chase del concierto para violín y orquesta de Beethoven (¿alguien podría explicar por qué la UNAM no pone a la venta el video de cuando vino a tocarlo al DF con la OFUNAM?), aunque pocas versiones de Beethoven no son buenas.
(Claro que hay manías, muy explicables; las diez u once versiones que tengo de ese concierto no son ni la cuarta parte de las que tiene Mario Magallón, o de las que tiene Luis Pérez; y ninguna de mis cinco grabaciones en disco compacto del Concierto para piano y orquesta de Schumann iguala la única que tengo en acetato; llegué al grado de comprarla con Von Karajan, pero ni siquiera ésa; y lo comento porque como bien saben mis amigos melómanos y mis amigos músicos, Von Karajan es admirado o rechazado, ambas actitudes de manera tajante; casi no existe admirador de Furwängler que lo sea también de Von Karajan, y viceversa; admiro mucho más al primero, influido primero por mis amigos, y luego convencido; pese a las recientes y muy buenas versiones de las extraordinarias violinistas jóvenes –Jansen, Hahn, Kopatchinskaja, Batiashvili, Chase, además tan bonitas o más que las tenistas rusas—, no son mejores que la de Mehunin, aunque ellas sean mucho más guapas. Y mucho de la excelencia de esa versión se le debe a Furtwängler.)

Todos saben que John Lennon contaba que escuchó la Sonata 27-2 de Beethoven un día que la tocaba Yoko Ono en su piano blanco, que él le pidió que la tocara al revés y que de allí salió “Because”, que aparece en Abbey Road; muchos menos saben que en “And I love her”, mientras Harrison toca un requinto eléctrico que distrae mucho, Lennon toca con la guitarra acústica la melodía del primer movimiento de esa sonata; también es sabido que George Martin, tratando de adecentar a los Beatles, les ponía conciertos que no sólo no los adecentaban, sino que les daban ideas y los enriquecían sin perder su esencia rocanrolera; sus primeros críticos serios intentaban justificarlos diciendo que descendían de una tradición romántica, de Schubert y Schumman, y no advirtieron nunca que ellos admiraban a Chuck Berry, que de muchas maneras descendía de ciertas obras de Beethoven; no fue sino hasta que Electric Light Orchestra lo explicó con manzanas, que muchos se enteraron que “Roll Over Beethoven” tomaba prestadas, o más bien arrebataba, las líneas principales de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Lo que tampoco cuentan ni siquiera sus admiradores más acérrimos es que Beatles no sólo se basaban en ellos tres para algunas de sus canciones, sino también en Mahler (Paul McCartney) o en Tchaikowsky (Lennon), y hay que recordar la influencia de Ravi Shankar –cómplice, entre otros, de Philip Glass— en Harrison. Glass ha colaborado además con otros roqueros como Lou Reed, David Bowie, Paul Simon y Linda Rondstadt.)

No intento justificarme: me gusta el rock, como me gustan el mambo, el danzón, el fox-trot, el chachachá, con la desgracia de que estoy imposibilitado para disfrutarlos bailando, sólo puedo escucharlos. Pero como dije, el rock tiene características no sólo musicales; no niego, antes al contrario, la categoría que le da Acerina al danzón, al tomar partes de algunas obras y convertirlas en clásicos modernos: Mozart (La flauta mágica), Tchaikowsky (El cascanueces), Verdi (Rigoleto, Rigoletito –prefiero la segunda, aunque la primera sea más fina), Schubert. Pero sus raíces son más populares; tampoco niego, antes al contrario, que Gershwin y sobre todo Cole Porter (Call Porter!, le decía Cabrera Infante) elevan la música popular estadounidense a categorías altísimas sin perder su esencia popular, ni que ambos tengan muchísimas referencias, tanto en la música como en los versos, de clásicos de la ópera, de los conciertos y de la mejor literatura; ni de la muy evidente presencia de los clásicos en Gonzalo Curiel, María Grever y Consuelo Velásquez, tan profunda que a ratos llega a la copia descarada (o del parecido de muchas piezas de Luis Arcaraz con la obra de Ernesto Lecuona).
Pero el rock, más que cultura, es comportamiento; no me toca explicarlo, pero sí narrarlo; así como me despido diciendo “con su compermiso”, por citar a Tin Tan; así cuando un amigo de Enrique Fuentes me preguntó que cuál era mi gracia no pude sino contestar “la facilidad de palabra”, cita del primer (y mejor) Cantinflas; cuando explico alguna no muy infrecuente falta de ortografía, la adjudico a que tengo una mano lastimada, como Pedro Infante; cuando juego dominó, alardeo con un “pa’ molarla de acabar”, como Jorge Negrete, y a la primera provocación me disculpo de una discusión con un “de güey me meto”, como le sacateó David Silva cuando alguien le pidió que separara a dos mujeres que se peleaban por él; a algún amigo lo he tomado por sorpresa cuando, aquejado por una molestia de carraspera, contesto a un “cómo estás?” diciendo que “con tos y mala vista”. En su autobiografía procaz, Carlos Monsiváis responde una pregunta imaginada con un “ya que no tuve niñez, permítame tener currículum”.
Así, logro sostener conversaciones completas citando frases de canciones, muchas veces sin que el interlocutor lo advierta; a veces son tan obvias que me delato, por eso evado decirle a algún impertinente “no es necesario que cuando tú pases me digas adiós”, porque hasta él reconocería la cita, pero hay muchas otras que deslizo en pláticas, en reseñas, en relatos, que no todos reconocen; no puedo hacerlo ante sabios como Marco Pulido, Juan José Utrilla, Marco Antonio Campos, Salvador González, porque me contestan de manera contundente con alguna otra cita que me tardo a veces hasta minutos en aislar y reconocer (alguna vez tuve la audacia de recitarle a Marco Pulido la filmografía casi completa de Antonio Espino Clavillazo, y me la reviró enumerando la del Indio Calles, no sólo como director, también como actor). A veces cito literalmente, y luego encuentro una variante ágil de Monsiváis (me muero de ganas de citar en voz alta la última que le leí, póstuma).
Pero si el bolero y las canciones rancheras me dan oportunidad de hacer citas que no todos conocen, casi todo el rock da esa chanza; Lindsay Buckingham, Chistine McVie, Van Morrison, Jim Morrison, Bob Dylan, Who, Kinks, Beatles, hasta el rústico Elvis Presley, tienen frases que explican la vida, los sentimientos (de todo tipo), de contar experiencias, y por lo regular lo hacen con versos muy bien escritos, que condensan con eficacia e inteligencia lo que sólo el hombre puede sentir; muchas veces lamento que lectores voraces de otros géneros se hayan perdido una de las formas de poesía más ricas de los últimos 60 años, por pensar que el rock es sólo ruido. Casi todo el rock tiene esa potencia de decir, con unas cuantas palabras, todo un drama (y esta frase la dice uno de los roqueros menos explícitos, en una canción aparentemente alegre).

(Esto que hoy escribo salió, en gran parte, de la conversación en una cantina con Marisol Schulz; otra parte, por la plática con un amigo poeta, pero como es muy mi amigo mejor no les doy su nombre –a menos que me autorice—, quien, al confesar su pasión por Lilia Prado, me dijo que hasta la debía la costumbre heroicamente insana de hablar solo, cita que yo también suelo hacer; como me tomó por sorpresa, no le dije que, cuando lamentaba que en fotografías no le despertara las mismas pasiones, la frase correcta hubiera sido “mirando tu retrato me consuelo”.)

Busco un libro de Ramón Xirau en una Porrúa; como es costumbre, la dependiente busca primero en la computadora, donde ve que está en tal estante y hay cinco ejemplares; veinte minutos después, de revolver varias veces los plúteos correspondientes, llama al único hombre que despacha; él se acerca y toma un ejemplar que está frente a los ojos de ella; además, hay sólo cuatro ejemplares; sin que se dieran cuenta, se volaron uno. ¿Necesitan una computadora para buscar libros, si las computadoras son enemigas de los libros?

Como dice Hugo García Michel, ¿alguien esperaba que un no lector, lea? Si muchos escritores no leen, si hay un famoso crítico que no termina de leer los libros que comenta; es más, si hay autores que no leen lo que le preparan sus “negros” para publicar libros con su nombre. Ya no son los tiempos en que los presidentes leían. Cuatro ejemplos de presidentes lectores: Álvaro Obregón, Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, Carlos Salinas de Gortari.