martes, 6 de diciembre de 2011

Y que me dejen vacilar sin ton ni son

Nunca digo “va a llover”, sino “it’s a hard rain gonna fall”; ni “está lloviendo”, sino “Have you ever seen the rain?”, ni “qué fuerte llueve”, sino “Who’ll stop the rain?”; mucho menos “¡está temblando!”, sino “the whole world is shakin’ out, can’t you feel it?”. Eso quiere decir que me gusta el rock y no sólo como una manifestación artística y social (que tiene esa característica de la que carecen otros ritmos o, mejor dicho, otras maneras de hacer y sentir la música), sino como algo inevitable, parte de mí, tanto como la pasión por leer y por ver cine; pero si la lectura a grandes ratos se confunde y se funde con el trabajo (o mejor, en lo que he trabajado en los últimos 43 años); si ver cine depende del tiempo disponible, o de que transmitan algo por la televisión, o de que me acuerde de que tengo el video, o que me entere de la programación, la música la puedo escuchar mientras leo, mientras camino los 30 minutos que me ordenan los médicos, mientras platico, mientras escribo, mientras duermo o mientras descanso.
Tiendo a poner cuatro o cinco discos de un mismo conjunto, o de cantantes o conjuntos similares, que se transmiten influencias; o suele pasar que un disco me incita a escuchar otro; es comprensible que si pongo discos de Neil Young (es difícil oír tres suyos seguidos: es demasiado intenso), luego ponga dos o tres de Joni Mitchell, y luego a Christine McVie (con sus inteligentísimas canciones feministas); a veces una lectura (como digamos por ejemplo Joyce) obliga a oír todo, o casi todo, Kate Bush, pero también a Lou Reed y, quién sabe por qué, a Van Morrison.
No sé qué sea primero, si oír un concierto de Mozart obliga a escuchar a Steve Winwood, como solista; y sus sinfonías, a Traffic (así como luego de oír a Ravel tengo que buscar los discos de chachachá para encontrar “Sabrosona”, que contiene uno de los solos de percusiones más ricos, en ambos sentidos, de la música popular); sé que, sin que sea un acto reflejo, no podemos oír a Kachaturian sin desembocar en los primeros discos de The Who (aunque hay que confesar que no siempre es a la inversa, porque The Who agota, y Kachaturian no, aunque produce taquicardias); tampoco sé qué pongo primero: Schumann y Beethoven, o Beatles, pero comienzo con uno y me sigo con los otros hasta agotar obras completas, aunque no disponga de todas las versiones excelentes que se hayan grabado de los primeros, entre otras cosas porque no todas están disponibles, muchas no están reimpresas, o si lo están, no las traen las ya muy escasas tiendas de discos, algunas casi en estado de abandono, y a las grandes cadenas no le importan los aficionados: es casi imposible encontrar todo el repertorio de Janine Jansen, y ni contar lo que me costó conseguir la versión de Stephanie Chase del concierto para violín y orquesta de Beethoven (¿alguien podría explicar por qué la UNAM no pone a la venta el video de cuando vino a tocarlo al DF con la OFUNAM?), aunque pocas versiones de Beethoven no son buenas.
(Claro que hay manías, muy explicables; las diez u once versiones que tengo de ese concierto no son ni la cuarta parte de las que tiene Mario Magallón, o de las que tiene Luis Pérez; y ninguna de mis cinco grabaciones en disco compacto del Concierto para piano y orquesta de Schumann iguala la única que tengo en acetato; llegué al grado de comprarla con Von Karajan, pero ni siquiera ésa; y lo comento porque como bien saben mis amigos melómanos y mis amigos músicos, Von Karajan es admirado o rechazado, ambas actitudes de manera tajante; casi no existe admirador de Furwängler que lo sea también de Von Karajan, y viceversa; admiro mucho más al primero, influido primero por mis amigos, y luego convencido; pese a las recientes y muy buenas versiones de las extraordinarias violinistas jóvenes –Jansen, Hahn, Kopatchinskaja, Batiashvili, Chase, además tan bonitas o más que las tenistas rusas—, no son mejores que la de Mehunin, aunque ellas sean mucho más guapas. Y mucho de la excelencia de esa versión se le debe a Furtwängler.)

Todos saben que John Lennon contaba que escuchó la Sonata 27-2 de Beethoven un día que la tocaba Yoko Ono en su piano blanco, que él le pidió que la tocara al revés y que de allí salió “Because”, que aparece en Abbey Road; muchos menos saben que en “And I love her”, mientras Harrison toca un requinto eléctrico que distrae mucho, Lennon toca con la guitarra acústica la melodía del primer movimiento de esa sonata; también es sabido que George Martin, tratando de adecentar a los Beatles, les ponía conciertos que no sólo no los adecentaban, sino que les daban ideas y los enriquecían sin perder su esencia rocanrolera; sus primeros críticos serios intentaban justificarlos diciendo que descendían de una tradición romántica, de Schubert y Schumman, y no advirtieron nunca que ellos admiraban a Chuck Berry, que de muchas maneras descendía de ciertas obras de Beethoven; no fue sino hasta que Electric Light Orchestra lo explicó con manzanas, que muchos se enteraron que “Roll Over Beethoven” tomaba prestadas, o más bien arrebataba, las líneas principales de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Lo que tampoco cuentan ni siquiera sus admiradores más acérrimos es que Beatles no sólo se basaban en ellos tres para algunas de sus canciones, sino también en Mahler (Paul McCartney) o en Tchaikowsky (Lennon), y hay que recordar la influencia de Ravi Shankar –cómplice, entre otros, de Philip Glass— en Harrison. Glass ha colaborado además con otros roqueros como Lou Reed, David Bowie, Paul Simon y Linda Rondstadt.)

No intento justificarme: me gusta el rock, como me gustan el mambo, el danzón, el fox-trot, el chachachá, con la desgracia de que estoy imposibilitado para disfrutarlos bailando, sólo puedo escucharlos. Pero como dije, el rock tiene características no sólo musicales; no niego, antes al contrario, la categoría que le da Acerina al danzón, al tomar partes de algunas obras y convertirlas en clásicos modernos: Mozart (La flauta mágica), Tchaikowsky (El cascanueces), Verdi (Rigoleto, Rigoletito –prefiero la segunda, aunque la primera sea más fina), Schubert. Pero sus raíces son más populares; tampoco niego, antes al contrario, que Gershwin y sobre todo Cole Porter (Call Porter!, le decía Cabrera Infante) elevan la música popular estadounidense a categorías altísimas sin perder su esencia popular, ni que ambos tengan muchísimas referencias, tanto en la música como en los versos, de clásicos de la ópera, de los conciertos y de la mejor literatura; ni de la muy evidente presencia de los clásicos en Gonzalo Curiel, María Grever y Consuelo Velásquez, tan profunda que a ratos llega a la copia descarada (o del parecido de muchas piezas de Luis Arcaraz con la obra de Ernesto Lecuona).
Pero el rock, más que cultura, es comportamiento; no me toca explicarlo, pero sí narrarlo; así como me despido diciendo “con su compermiso”, por citar a Tin Tan; así cuando un amigo de Enrique Fuentes me preguntó que cuál era mi gracia no pude sino contestar “la facilidad de palabra”, cita del primer (y mejor) Cantinflas; cuando explico alguna no muy infrecuente falta de ortografía, la adjudico a que tengo una mano lastimada, como Pedro Infante; cuando juego dominó, alardeo con un “pa’ molarla de acabar”, como Jorge Negrete, y a la primera provocación me disculpo de una discusión con un “de güey me meto”, como le sacateó David Silva cuando alguien le pidió que separara a dos mujeres que se peleaban por él; a algún amigo lo he tomado por sorpresa cuando, aquejado por una molestia de carraspera, contesto a un “cómo estás?” diciendo que “con tos y mala vista”. En su autobiografía procaz, Carlos Monsiváis responde una pregunta imaginada con un “ya que no tuve niñez, permítame tener currículum”.
Así, logro sostener conversaciones completas citando frases de canciones, muchas veces sin que el interlocutor lo advierta; a veces son tan obvias que me delato, por eso evado decirle a algún impertinente “no es necesario que cuando tú pases me digas adiós”, porque hasta él reconocería la cita, pero hay muchas otras que deslizo en pláticas, en reseñas, en relatos, que no todos reconocen; no puedo hacerlo ante sabios como Marco Pulido, Juan José Utrilla, Marco Antonio Campos, Salvador González, porque me contestan de manera contundente con alguna otra cita que me tardo a veces hasta minutos en aislar y reconocer (alguna vez tuve la audacia de recitarle a Marco Pulido la filmografía casi completa de Antonio Espino Clavillazo, y me la reviró enumerando la del Indio Calles, no sólo como director, también como actor). A veces cito literalmente, y luego encuentro una variante ágil de Monsiváis (me muero de ganas de citar en voz alta la última que le leí, póstuma).
Pero si el bolero y las canciones rancheras me dan oportunidad de hacer citas que no todos conocen, casi todo el rock da esa chanza; Lindsay Buckingham, Chistine McVie, Van Morrison, Jim Morrison, Bob Dylan, Who, Kinks, Beatles, hasta el rústico Elvis Presley, tienen frases que explican la vida, los sentimientos (de todo tipo), de contar experiencias, y por lo regular lo hacen con versos muy bien escritos, que condensan con eficacia e inteligencia lo que sólo el hombre puede sentir; muchas veces lamento que lectores voraces de otros géneros se hayan perdido una de las formas de poesía más ricas de los últimos 60 años, por pensar que el rock es sólo ruido. Casi todo el rock tiene esa potencia de decir, con unas cuantas palabras, todo un drama (y esta frase la dice uno de los roqueros menos explícitos, en una canción aparentemente alegre).

(Esto que hoy escribo salió, en gran parte, de la conversación en una cantina con Marisol Schulz; otra parte, por la plática con un amigo poeta, pero como es muy mi amigo mejor no les doy su nombre –a menos que me autorice—, quien, al confesar su pasión por Lilia Prado, me dijo que hasta la debía la costumbre heroicamente insana de hablar solo, cita que yo también suelo hacer; como me tomó por sorpresa, no le dije que, cuando lamentaba que en fotografías no le despertara las mismas pasiones, la frase correcta hubiera sido “mirando tu retrato me consuelo”.)

Busco un libro de Ramón Xirau en una Porrúa; como es costumbre, la dependiente busca primero en la computadora, donde ve que está en tal estante y hay cinco ejemplares; veinte minutos después, de revolver varias veces los plúteos correspondientes, llama al único hombre que despacha; él se acerca y toma un ejemplar que está frente a los ojos de ella; además, hay sólo cuatro ejemplares; sin que se dieran cuenta, se volaron uno. ¿Necesitan una computadora para buscar libros, si las computadoras son enemigas de los libros?

Como dice Hugo García Michel, ¿alguien esperaba que un no lector, lea? Si muchos escritores no leen, si hay un famoso crítico que no termina de leer los libros que comenta; es más, si hay autores que no leen lo que le preparan sus “negros” para publicar libros con su nombre. Ya no son los tiempos en que los presidentes leían. Cuatro ejemplos de presidentes lectores: Álvaro Obregón, Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, Carlos Salinas de Gortari.

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