lunes, 28 de noviembre de 2011

Yo lo único que quiero es bailar rocanrol / I

I
Cuidadito, cuidadito,
me vas a matar de un susto,
y no es justo,
porque yo sufro del corazón.
Mario de Jesús

A quién se lo escuché primero, no logró recordarlo; si fue a Jorge Sánchez López o a mi tío Enrique; mi escuela primaria era tan pobre que no tenía nombre; no fue sino hasta que falleció el director, Teodoro Montiel López, que su nombre apareció en el escudo; antes sólo era la Primaria M-521, y nosotros, apenados por esa situación, decíamos que se llamaba Cuauhtémoc, porque está en esa calle, en la colonia Aragón, entre la Estrella y la afamada Martín Carrera; Jorge entró cuando ya estábamos en tercero, y después del recreo, en nuestra primera clase de cuarto, antes de que entrara el maestro Juanito, se puso a cantar “Tutti frutti”, contorsionándose; un día antes, o un día después, mi tío Enrique, en un tocadiscos portátil, me puso el primer LP de los Locos del Ritmo; aunque lo oí todo, lo que más me llamó la atención fue la adaptación de “La cucaracha” en rock.
No desconocía la música, pero me sabía más canciones de Pedro Infante y de Jorge Negrete que cualquiera otra, aunque prefería algunas que no he vuelto a encontrar, como “Espinita”, de Nico Jiménez, pero no con Ana María González, sino con Evangelina Elizondo, de quien mi padre era fanático absoluto, como también lo fue de María Victoria; al parecer, era de los que iban al Margo a aullar cuando arrastraba las sílabas en “Soy feliz” (es famosa su anécdota de que alargó “estoy taaaaan enamorada” porque se le estaba olvidando la letra, y el efecto fue pasmoso, tanto la ovacionaron que siguió cantando así para siempre) y la tan masoquista “Como un perro” (“Por tener la miel amarga de tus besos, hoy se tiene que arrastrar mi dignidad; por piedad, por compasión, no me desprecies, me moriría sin tu amor, no me abandones. No por Dios, no te me vayas, te lo ruego, que en la vida como un perro pasaré, sin hablarte, sin llorar, sin un reproche, siempre tirado a tus pies, de día y de noche”); escuchaba casi a diario a los Cuates Castilla, y sufría con Lola Beltrán, a quien nunca admiré sino hasta oír en su voz “Cuenta perdida”; Así es mi tierra, los duelos entre Claudio Estrada, Antonio Bribiesca y Antonio Moreno, Max Factor las Estrellas y Usted y Revista Musical Nescafé eran los programas que veíamos cada semana, entre 7 y 9 de la noche.
Al día siguiente de la conmoción causada por Jorge Sánchez López, se le unió el mucho más tranquilo Jaime García Sánchez; se autonombraron “los hermanos Presley”; atónito, entre los discos de mi casa encontré “Maybelline”, de Chuck Berry, en 78 RPM, mezclado con “Papa Loves Mambo”, de Perry Como, acompañado por la orquesta de Mitch Ayres y, quién lo dijera, The Ray Charles Chorus; “Chicago”, de Fred Fisher, pero no logro recordar con quién, y “St. Louis Blues”, espero que no con Louis Amstrong porque me hubiera dado mucho coraje cuando se rompió, que eso solía pasar con los discos de pasta.
Al poco comenzaron a aparecer conjuntos de rock mexicanos; imposible competir con Federico Arana ni con Federico Rubli, quienes han hecho una muy divertida y documentada historia de las grabaciones y versiones mexicanas de rocanroles; hace algunos meses estuve invitado, por Jorge García-Robles, en un programa de radio donde coincidimos Rubli y yo en que algunos de los rocanroleros mexicanos de los cincuenta y sesenta merecieron mejor suerte que la de hacer versiones pedestres de algunos rocanroles, pero que tenían buenas voces, y a veces mejor instrumentación que los originales.

II
Une tu labio al mío
y estréchame en tus brazos
y cuenta los latidos
de nuestro corazón.
María Grever

No fueron los más famosos, pero hubo rocanroleros mexicanos con excelente voz; entre las mujeres estaban Lety Cisneros, Leda Moreno, Olivia Molina, Mayita; las conocidas (Angélica María, Julissa, Emily Cranz –por otras razones–, Blanquita Estrada, Queta Garay) no sólo carecían de voz, sino a veces hasta de entonación.
Entre los hombres tenían buena voz Alberto Vázquez –lástima que la impostara–, Miguel Ángel, Manolo Muñoz –por dos o tres años–, Toño de la Villa, y no muchos más; sin embargo, para una generación completa es muy difícil criticarlos; en lo que sí es excelente ese momento es en la instrumentación; hace pocos años apareció Los grandes covers en México (Universal, 039 260-2), donde incluyen una pieza original y la versión mexicana; no hay que hacer caso de las letras infames, dizque chistosas o deformantes, o las voces que pocas veces pudieron equipararse con las inglesas o estadounidenses, sino la música; por ejemplo, Los Locos del Ritmo agregan un piano excelente en “Aviéntense todos” del que carece, y le hace falta, a la versión de Eddie Cochran; la versión de Tin Tan a “Personalidad” es muy superior, por la orquestación, a la de Lloyd Price; por supuesto, aunque no tocaban mal, Los Rebeldes del Rock nunca pudieron superar las versiones originales de “Poison Ivy” o de “Rockin’ Little Angel”, pero no eran desechables; los mexicanos tenían que lidiar con los directivos de las disqueras, con las traducciones que iban en contra del original (“Vete con ella”, por ejemplo, dice exactamente lo contrario que la canción de donde provenía), o que le faltaban el respeto al género (“Corre Sansón corre” parece mal chiste; la original advierte de la maldad de una mujer endemoniada con cara angelical), y así hay muchas; en general, el rock tenía mucho de subversivo, y con una carga erótica comparable al danzón; el rock mexicano fue dulcificado, adulterado, domesticado, le quitaron todo lo detonante y le dejaron sólo lo ruidoso, por las voces destempladas y los guitarrazos, aunque hay que observar con detenimiento las filmaciones de los Hermanos Carrión (sobrinos, creo, de Gustavo César Carrión, que musicalizó, a su manera, tantas películas mexicanas con sonidos aterradores, aunque el tema fuera sentimental), para ver la delicadeza de las guitarras acústicas, lo equilibrado del contrabajo (o del bajo eléctrico) y la finura del requinto de Diego (González) de Cosío; esas piezas tienen la estructura de las canciones posteriores de Jim Capaldi y de Eric Clapton. Lo que no sabemos es si en las grabaciones eran ellos quienes tocaban, o eran Mario Patrón, Leo Acosta, Tino Contreras, Gilberto Puente u otros músicos de estudio.

III
Ya veo que me lo devuelves
[el corazón que una noche muy confiado te entregué]
pero yo te lo di entero
en pedazos no lo quiero
te puedes quedar con él.
Emma Elena Valdemar

El cine mexicano es culpable de muchos crímenes, perpetrados con la complicidad de argumentistas, guionistas (entre ellos, algunos intelectuales irreprochables en otros géneros: Josefina Vicens, Ricardo Garibay, José Revueltas, Mauricio Magdaleno, Salvador Novo, Gustavo Sainz), directores, sobre todo los productores a quienes no les importó deteriorar un arte para convertirlo en mercancía barata, y el público que lo soportó, sin exigencias. Y uno de los peores fue la explotación que hicieron del rock mexicano; mientras en Estados Unidos Frank Tashlin hacía The Girl Can’t Help It (con excelente música y sentido del humor), en México hacíamos Los chiflados del Rock’an’Roll, Rebelde sin casa, El cielo y la tierra, Dile que la quiero, Mi canción eres tú; mientras Robert Wise hizo West Side Story, Julián Soler deshizo La edad de la violencia; mientras en Hollywood se hacían tramas alrededor de conflictos juveniles (dramáticos o más ligeros), en México se aprovechaban de la popularidad de conjuntos y cantantes para meterlos en mitad de una escena, a cantar cosas que no tenían que ver con el argumento, simplemente para llevar público juvenil a sus melodramas; Arana relata que incluso Luis Buñuel utilizó a Los Sinners, con paga simbólica, sin crédito y culpándolos de ser instrumento del diablo, en Simón del Desierto (más oportuno fue el Indio Fernández, que muestra contrastes entre campo y ciudad, gracias a Los Locos del Ritmo).
Sin pretexto, de manera gratuita, aparecía Julissa bailando y mostrando sus muy bellas piernas (a veces, eso es lo mejor de esas cintas), o María Eugenia Rubio haciéndola de ingenua, o César Costa haciéndole el paro a Resortes (válgame), o Los Hooligans cantando “Despeinada”, sin que, insisto, tuviera que ver con la trama; en una de las películas más infames del cine mexicano, Los años verdes, los ponen a tocar un vals para que se vea que no sólo son brinquitos y guitarrazos, pero en un jardín, sin electricidad, y haciendo como que tocan guitarras eléctricas; no fue sino hasta los ochenta que no se usó el rock para atraer público sumiso, sin olvidar los acercamientos en el cine de José Agustín, aunque en ellos había más visión paródica que alegórica.
En medio de eso había algunos programas televisivos en que aparecían rocanroleros: Premier Orfeón (después, Orfeón A Go Go), que era una sucesión de números interpretados por artistas de esa disquera: César Costa, Los Hooligans, Leda Moreno, Los Rebeldes del Rock, Los Crazy Boys, Emily Cranz (por otros motivos), las Hermanitas Jiménez (por otros motivos); Ossart montó un programa similar, que duró mucho menos tiempo, y con cantantes de otras disqueras: Angélica María compitiendo con Ariadna Welter por César Costa; Enrique Guzmán, uno de los más populares, no tuvo esa tribuna más que como invitado a veces hasta de Pedro Vargas, y sólo tuvo programa propio cuando explotó su comicidad no siempre intencional. Manolo Muñoz y Alberto Vázquez también debieron aparecer más como invitados que como titulares.
Mucho del atractivo de esos programas eran las bailarinas; por ejemplo, el ballet de Malena Soto, las primeras en usar minifalda en la televisión, o Andrea Coto, la que mejor bailó el yenka, o que mejor se vio bailándolo; o las imitadoras de las bailarinas enjauladas (Macaria, Robertha; Ana Martin; en Estados Unidos: Goldie Hawn, Terri Garr); pese a todo, estaban muy lejos de T.A.M.I. Show; también a veces debían compartir el programa con Los Polivoces que hacían crueles parodias (“me ordenó el doctor que vuelva” [el estómago]; “yo no quiero ser de los que dices que me dicen que yo soy, ¡ay, pero lo soy!”), o con Javier Solís o María de Lourdes o con La Consentida (ya sé que lo repito, pero era muy gracioso que criticara a las minifalderas, por descocadas, mientras mostraba un escote que ni Elvira Quintana) o con Antonio Bribiesca, o con Rubén Cepeda Novelo cantando Torero Twist o algo así, sintiéndose inferiores a Bill Halley y sus Cometas. No aparecían en escena los coristas; entre ellos, Plácido Domingo haciendo coros para Costa y Guzmán; o las mujeres, casi anónimas, que tenían mejores voces que los cantantes populares; o lo que revela Tere Estrada en su libro sobre roqueras, que eran Leda Moreno o Vianney Valdés, de voz y simpatía privilegiadas, perdida en la más provinciana provincia, quienes hacían coros.

IV
Corazón, tú dirás lo que hacemos,
lo que resolvemos.
José Alfredo Jiménez
Lo peor de nuestro rock fueron sus letras: apunta Federico Arana la incongruencia gramatical de “El rock de la cárcel”: todo el mundo en la prisión corrieron a bailar el rock; Queta Garay en “Las caricaturas me hacen llorar”: “la primer función”; Enrique Guzmán en “Anoche no dormí”: “fue de ti, fue de mí la gloria de este gran amor”; Angélica María: “con un beso pequeñísimo de tus labios al besarme”; los mayorcitos nos advertían que cómo se le llevaría una serenata a cualquier mujer con “Perro lanudo”; incoherencias, coros incomprensibles, cambios de primera a segunda a tercera personas sin ninguna razón, excepto para forzar una rima o para que no sobrara una sílaba (no nos quejamos en cambio de los poetas que nunca dicen “quizás” en vez de “quizá” porque les sobraría una sílaba, en el caso de los que cuidan el ritmo y la acentuación); ni los mayorcitos decían que también sus canciones tenían incongruencias (“por alto está el cielo en el mundo, por hondo que esté el mar profundo”) o incoherencias (“ay leré, leré leré leré, leré leré leré”).


V
Corazón, corazón,
no me quieras matar corazón.
José Alfredo Jiménez

En espera de los diagnósticos definitivos, en una parodia incalificable del Viernes Negro, encuentro un disco triple, con un DVD, producido en 2008, pero ya sabemos lo lamentable de las tiendas de discos en México (en los sesenta el Mercado de Discos era insuperable); la compilación no tiene muchas novedades; algunas curiosidades, como “Acapulco Rock” con Miguel Ángel, no con Manolo Muñoz; a Baby Bell; “Qué tal May Lou” con Paco Cañedo en vez de los Teen Tops o los Hermanos Carrión; “Sólo un mes”, de Los Locos del Ritmo, excluida de casi todas las recopilaciones.
Lo que llama la atención es el DVD; algunas filmaciones originales: Los Teen Tops simulando que tocan, modelos que cohíben a los cantantes; Emily Cranz (por otras razones), un infame play back de “El gran Tomás”, que sólo se perdona por la belleza de Mayté Gaos (ahora la doctora en historia María Teresa Gaos, según acota Luis Zapata) acompañada de Tun Tun y los Polivoces, o la aparentemente ingenua Pily Gaos desperdiciada en voz y belleza con las más bobas canciones posibles (ambas, hermanas, y familiares de José Gaos); algunas escenas, entrañables porque nos remontan a la primera adolescencia (de la que apenas estamos saliendo), porque hacen recordar otras épocas no por terribles menos memorables, pero un crimen espantoso: algunas canciones, interpretados por los cantantes originales, 30 o 40 o 50 años después; ver a los Loud Jets sesentones vestidos como quinceañeros; a Paco Cañedo con más calvicie que don Roberto Cañedo en sus papeles de villano de cintas de luchadores; o los Blue Caps con cara de regañones contra los rocanroleros; o Leda Moreno, tan bonita que había sido y con una voz tan ágil, ahora con sobrepeso, sin frescura, sin aliento. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
(No sólo Francisco Elorriaga, también Marco Pulido afirmó, cuando todos opinaban que era Pedro Páramo, que Bajo el volcán es la mejor novela mexicana.)

VI
Fallaste, corazón,
no vuelvas a apostar.
Cuco Sánchez

El futbol americano cada vez se parece más al soccer (que por algo es soccer); el jueves el mejor jugador defensivo de Detroit, apellidado Suh, se aprovechó que un contrincante estaba indefenso, en el suelo, para azotarle la cabeza contra el piso dos veces; luego lo pisó, lo pateó, y como los futbolistos de todo el mundo, levantó las manitas como diciendo yo no fui, y se asombró de que lo expulsaran del juego; ante la amenaza de que lo suspendan y lo multen cuando menos cinco juegos, ofreció disculpas a sus compañeros, a sus coaches y a su público, pero no al ofendido y lastimado.

VII
Nos volvimos a ver, después de tanto,
que al mirarte me dio un vuelco el corazón.
Salvador Novo

El remedio propuesto es peor; y qué hace uno sin hipocondría (lo más lamentable es que la computadora no me deja escribir hipocrondria).
Ah, y Tres caídas, el cuarto libro de Diego, está ya en la Librería Madero.

¡Ay, corazón!
Consuelo Velásquez

lunes, 21 de noviembre de 2011

Yo lo bailo en un ladrillo / I

En El gendarme desconocido, Cantinflas, agente 777, saca a bailar a Mapy Cortés (“la mujer sin par”, se la habían presentado, aunque él, viéndola bien, afirma que sí tiene, y qué par), con una frase arrogante, cuando Cortés le pregunta si baila danzón: “Yo lo bailo en un ladrillo y me sobra terraplén”; no es de sus mejores bailes en el cine, tiene otros más lucidores, sobre todo porque el danzón se baila en un ladrillo, y en El gendarme desconocido se mueve demasiado, caderea de más y sin mucho sentido, y se parece más al posterior Resortes que al célebre Cantinflas que sí sabía bailar.
Resortes fue más bien acrobático, y sus movimientos, más adecuados al mambo, pero poco estéticos; más que él, se lucen sus parejas: una Silvia Derbez mostrando audazmente unos insospechados muslos (sobre todo porque en el cine y las telenovelas se le recuerda más por su eficacia lacrimógena) en Baile mi rey (fuera de las escenas de baile, está bastante patético), y una Lilia Prado más sensual, mostrando “las ligas” (que es como lo provoca para que sea su pareja) y una incitante pantaleta negra, al final de Confidencias de un ruletero; pero la mejor escena de baile en una película con Resortes no la protagoniza él, sino Arturo Martínez, Guillermo Hernández, René Barrera: para que no se oigan los gritos destemplados de Resortes, a quien los villanos creen estar intoxicando con gas butano, ponen un disco, el chachachá “Cógele bien el compás” y, de manera distraída, casi natural, comienzan a balancearse al ritmo de la música, sentados; Martínez, villano estelar del cine mexicano, de pie, baila suavecito, moviendo los hombros con mucha cadencia.
Germán Valdés se lució en el cine bailando tanto danzón como chachachá; entre sus mejores piezas están “El bodeguero”, con letra cambiada, en Los tres mosqueteros y medio, rodeado de unas mujeres muy sensuales, en corpiño y liguero, quienes poco antes han bailado un can-can sin bomberos (una de ellas baila encima de una mesa, y el ocupante se asoma bajo la falda para atisbar mejor) (en un excelente western, Destry Rides Again, un actor secundario se asoma al pie de una escalera bajo la falda de Marlene Dietrich, escena audaz para finales de los treinta); baila un mambo junto a una pareja de hombres en medio de una fiesta en El revoltoso; hace trío con su hermano Manuel y con Marga López, combinando ritmos, en Los fantasmas burlones, y sobre todo se revienta unos espléndidos chachachás junto a Yolanda Varela y Ana Bertha Lepe en Lo que le pasó a Sansón. Baila con Rosita Fornés una canción muy pícara (“échale maíz a las maracas pa’ que suenen… Cuidado con Gulliver hermano, cuidado con Gulliver”) y “Piel canela” rodeado de unas cubanas exuberantes (al pasar una de ellas junto a él, coincide con el fragmento que describe del “ancho mar su inmensidad”, y describe, con las manos, la inmensidad de las caderas de la bailarina).
Con su hermano Ramón hace un trío muy movido con Rosita Quintana en Calabacitas tiernas, un swing en el que, en una de las vueltas, Quintana muestra unas pantaletas negras (en la vida real, se supone que las prendas íntimas negras son más incitantes; en el cine, evitaban casi siempre las prendas blancas).
Los Valdés se distinguieron por sus buenos bailes: Germán, Manuel, Ramón y el Ratón; éste, como figurante en muchísimos bailes, no siempre con Germán, pero varias veces con él. Manuel, más estrella de televisión que de cine, tiene muchos bailes memorables: en Dos fantasmas y una muchacha, su célebre “Médico brujo”, donde da muestras de agilidad y acrobacia asombrosas, pero no distorsionadas; en Dormitorio para señoritas, "La dicha es mucha en la ducha"; uno de sus mejores bailes está en Las viudas del chachachá, al lado de Amalia Aguilar y la Chula Prieto, con el ballet de Ricardo Luna; pese a que ellas bailan bien, sobre todo Aguilar, Valdés se roba la cámara por su manera tan natural y alegre: no pierde ni la concentración ni la sonrisa; pero quien mejor baila en esa película musical, en que la trama es que Prieto y Aguilar se convierten en estrellas de la coreografía, es Andrés Soler, quien a la mitad de una pieza hace uno de los pasos más difíciles de ese ritmo, “el avioncito”: con los brazos extendidos a los lados, se balancea pero apenas moviendo el cuerpo; es fácil caer en la exageración: no don Andrés, aunque poco antes su personaje había declarado que no entendía ese ritmo y hasta renegaba de él.
Los Soler fueron buenos bailarines, sobre todo Andrés y Fernando; éste, en Al son de la marimba, sostiene un divertido duelo con Sara García en una danza chiapaneca; ella, atrevida, deja ver los tobillos al sostener la falda con la punta de los dedos; él se levanta un poco el pantalón; la sonrisa de ambos es picaresca, incluso luego del duelo de bombas entre Sara García y la muy guapa Amanda del Llano. Don Fernando también baila conga en ¡Qué hombre tan simpático!, al lado de una muy traviesa Gloria Marín, quien antes había cantado otra conga, “El apagón”; en "¡Qué hombre tan simpático!" hacen la fila que se mueve con cadencia al ritmo de uno dos y tres, qué paso tan chévere, qué paso tan chévere el de mi conga es, que nadie baila mejor que Bugs Bunny en varias caricaturas, sobre todo en “Un conejo para Bogart”, donde imita a Groucho Marx y, sobre todo, a Carmen Miranda.
Don Andrés baila un fox al lado de las hermanas Dávalos, de la mejor familia de la colonia Juan Polainas, en El Ceniciento, y lo hace tan bien o mejor que Tin Tan.

Ya se sabe que uno de los bailes más célebres de nuestro cine, el de El Peñón de las Ánimas, no lo ejecutaron Jorge Negrete y María Félix, sino una pareja que los dobló, porque ninguno sabía bailar; nadie dobló, en cambio, a Luis Aguilar en El Gallo Giro (su apodo para siempre) bailando charleston con una vitalidad que no volvió a mostrar en ninguna de sus películas como charro antes o después, ni al mostrarse tan tieso como chambelán de Alma Delia Fuentes en ATM.
Nadie dobla a Joaquín Pardavé bailando "Kikus kikus makakikus ecus tecus ecunecos", con una letra que describe un streap tease cómico pero aterrador, ni bailando mambo en Del charleston al mambo (me temo que, en cambio, sí doblaron a Abel Salazar, y además desperdiciaron a Rosario Gutiérrez que pudo haber hecho una “Llorona loca” más emotiva y sensual que la que bailó allí); si protagonizó Pardavé muchas piezas en plan ridículo, o cuando menos burdo, ni Resortes bailó el mambo mejor que él, con un cadereo que ni muchas de las mujeres pudieron imitarle; cadereo sólo igualado por Enrique Herrera, en el mejor papel de su vida al lado de Gloria Marín en Una mujer que no miente, aunque lo supera Alfredo Varela con unos pasos de “La Bamba” que de seguro vio Chuck Berry para crear su famoso paso de pato que todo rocanrolero ha imitado, y que Varela hizo cuando menos siete años antes.
Buenos bailarines, los villanos: Arturo Martínez, Rodolfo Acosta, Carlos López Moctezuma, Antonio Badú, Carlos Valadez, son mejores bailadores que los héroes, aunque éstos ganen los concursos de baile (Raúl Meraz, el Capitán Cosmos, ganó el Maratón de baile al lado de Elda Peralta, aunque sólo por el chantaje sentimental y por la resistencia, no por su destreza); además, tienen la habilidad de amenazar a la explotada sin dejar de bailar con cadencia y altanería; una de las escenas cumbres del cine mexicano la estelariza Badú, que le canta descaradamente “Hipócrita” a Leticia Palma en las propias narices de Luis Beristáin, mientras la incita sexualmente al pegarle el cuerpo, mientras ella descompone la figura haciendo mohínes; aunque para bailar aventando el cuerpo en plena incitación sexual, nadie mejor que David Silva, correspondido por una entrona Katy Jurado en Hay lugar para… dos; ella se resiste muy poco.

Los estadunidenses bailan con más sentido de lo espectacular, hacen peligrosos malabares, se trepan a las paredes y dan dos o tres pasos en ellas; se equilibran con muñecos de trapo o con dibujos animados; incluso cuando el físico no los favorece, logran pasos impresionantes; de los célebres, el más alto fue Fred Astaire, con 1.75, bajo para los estándares de los gigantones John Wayne, Gary Cooper, James Stewart, Pedro Armendáriz, Stewart Granger, Dean Martin, Clark Gable, que rebasaban con mucho el 1.80 (algunos, pasaban del 1.90), mientras que Gene Kelly, Bing Crosby y Donald O’Connor apenas llegaban al 1.70, la misma estatura de Frank Sinatra, que no sabía bailar pero que bailaba muy bien, o parecía que lo hacía (ellos eran apenas un poco más bajos que Bogart, de 1.73, y un poco más altos que Alan Ladd, de 1.68; pongo esto porque Katy Jurado era más alta que David Silva, pero no se nota en ese “Nereidas” que se revientan); pocos mexicanos han intentado ese baile acrobático del cine estadunidense; y cuando lo hicieron, se veían como eso, como un intento: Corona y Arau; Sergio Corona, sin embargo, fue el mejor alternante de una Silvia Pinal siempre alegre, excitante, incitante, vital (sobre todo en “muchachá”). A cambio de esa carencia, el cine mexicano tuvo siempre bailes y bailarines más eróticos; si Astaire y Rogers ponían el mundo de cabeza, Begoña Palacios, Pinal, Lepe, Varela, hacían que el mundo perdiera la cabeza.

Paul McCartney prefirió pagar altas pensiones, o indemnizaciones, con tal de no someterse a análisis de sangre para ver si había la posibilidad de que varias mujeres hubieran sido preñadas por él; al parecer, John Lennon, que fue muy coscolino, no fue requerido por las autoridades para que respondiera por paternidades no reconocidas; en sus memorias, Billy Wyman confiesa que la grouppie que más le atrajo resultó embarazada en el único encuentro que tuvieron; él se enteró demasiado tarde, y sin remedio, porque la muchacha se cambió de casa, y hasta de ciudad, y él no pudo encontrarla. Las pruebas de sangre quedaron rebasadas por los adelantos científicos, que ayudan a solucionar muchos problemas médicos, a prevenir o cuando menos retardar enfermedades, y en los insulsos programas policiales de la televisión estadounidense, a resolver crímenes, a falta de la inteligencia de los héroes de esas series; en cambio, dejan obsoleta la trama de uno de los cuentos perfectos de Jorge Luis Borges, “Emma Zunz”.

Sigo visitando médicos; se han podido descartar los pronósticos más fastidiosos, y se acerca la recuperación; mientras, me conformo con ver buenos bailes, como el de Laurel & Hardy en su película del Oeste.

Aunque los marcadores en el futbol americano sean cerrados, de pronto hay algunas palizas históricas; hace algunos años Dallas llevaba ventaja de dos o tres anotaciones y quedaba menos de dos minutos de juego cuando interceptaron un pase; Danny White, quien suplía a Roger Staubach, en vez de dejar correr el tiempo lanzó un pase de anotación; el coach Tom Landry lo castigó y en los siguientes juegos lo dejaba sólo como pateador: no hay que abusar de los contrincantes; no sólo hay que ser caballeroso, sino precavido: los malos deseos se revierten.

En 1993 Marcel Sisniega sostuvo unas simultáneas contra 40 intelectuales mexicanos; pocos lograron un triunfo apretado, otros pocos consiguieron empatar; la mayoría, incluso algunos reputados, fueron vapuleados; en muy pocos movimientos despachó a José María Espinasa; un movimiento más tarde Jaime Avilés, el único representante de El Financiero, fue despachado, y Jaime se mostró satisfecho de no ser el primer eliminado; dos movimientos más tarde Daniel Sada recibió el apretón de manos de Sisniega, pero no se sintió nada mal, porque su hijo, entonces de 12 años, siguió representando a la familia Sada; de hecho, Sisniega lo derrotó luego de más de 40 movimientos, y fue a quien felicitó más calurosamente; Sisniega lo veía con satisfacción, porque le dio batalla fiera; más que felicitación, fue un reconocimiento; Daniel estaba tan feliz como si él hubiera ganado. Todavía hace un par de años, en la cafetería de la Rosario Castellanos, recordaba aquella partida, de la que se sentía tan orgulloso como de toda su obra completa. Seguro que hasta sus últimos momentos la seguía recordando, orgulloso de su familia.

Acaba de aparecer el cuarto libro de Diego, Tres caídas; de venta en Solar, Luis Moya 116, por el Metro Balderas o por Salto del Agua; el tema: lucha libre.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Prohibido prohibir

“Cuando yo era pequeño –dice Frédéric Breigbeder–, nadie se abrochaba el cinturón en el coche. Todo el mundo fumaba en todas partes. La gente bebía a morro [sic] mientras conducía y hacía slalom en la Vespa, sin casco. Me acuerdo del piloto de Fórmula 1 Jacques Laffitte conduciendo el Aston Martin de mi padre a 270 kilómetros por hora para inaugurar la nueva autopista entre Biarritz y San Sebastián. Todo el mundo follaba [sic] sin condón. Se podía mirar a una mujer, abordarla, intentar seducirla, acaso rozarla, sin arriesgarse a ser tomado como un criminal. La gran diferencia entre mis padres y yo: durante su juventud, las libertades aumentaban; durante la mía, no han hecho más que disminuir año tras año.” (Una novela francesa, con prefacio de Michel Houellebecq; ¿traducción? de Francese Rovira, Anagrama, Barcelona, España, septiembre de 2011, 213 pp. No he cambiado el lenguaje, pero sí modifiqué un poco la puntuación.)
(Follar, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, es practicar el coito; pero sólo hasta su cuarta acepción; otras acepciones, con mayores prioridades, son soplar con el fuelle, y en su acepción más vulgar, soltar una ventosidad pero sin hacer ruido. Todavía en la edición de 1970 el DRAE no consignaba esa acepción pese a que ya era de uso común en el lenguaje de los españoles, como lo demuestra Jaime Martín en su Diccionario de expresiones malsonantes del español, de 1974; Manuel Seco no lo incluyen en el Diccionario de dudas [1961; ¿sería que no tenía ninguna duda de su uso?], aunque ya lo recoge –perdón– en Diccionario del Español Actual; el DRAE ya lo incluye en su edición de 1992; era de esperarse que Moliner no lo incluyera, pero asombra que lo contenga el Larousse; en su Diccionario de dificultades, Álex Grijelmo no lo incluye, aunque los autores de los diarios y publicaciones para las que él trabaja lo utilicen con frecuencia; no está en el casi completo Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado de Selecciones, ni en el Larousse Visual –sería divertido–; en el Diccionario de mexicanismos que recientemente perpetró la Academia Mexicana de la Lengua no incluyen el término, pero sí parchar, que sería, en lo vulgar y lo obsceno, el equivalente al español follar; no un equivalente real, porque follar viene de fuelle, lo que daría lugar a la descripción gráfica de la cópula, aunque sólo en las posiciones más convencionales, mientras que parchar significaría tapar, reparar, arreglar una oquedad; es más correcto el uso que le da el Diccionario del Español de México, de Luis Fernando Lara, “copular”, porque la mayoría de los diccionarios dicen “practicar el coito”, y alguno generaliza: fornicar, cuyo uso correcto lo remite al acto en que los practicantes no están unidos conyugalmente por alguna de las tres leyes –o sus equivalentes. La señora Company Company, curiosamente, da como primera acepción de parchar el de practicar el coito, antes que las correctas. ¿Un traductor de editoriales españolas, si le importaran los lectores de América Latina, qué debía poner? ¿Parchar, coger?)

La primera vez que una empresa me otorgó un seguro de vida, el médico que realizaba los exámenes me preguntó si fumaba; cuando le dije que tres o cuatro cigarrillos al día me dijo “eso no es nada”, y puso que no era fumador. Ahora, con decir alguien que fuma uno al día lo acusan no de fumador sino de criminal y de causar la muerte de cuantos habiten en varios kilómetros cuadrados a la redonda; no le importan a esos inquisidores opiniones científicas, las que ha demostrado Octavio Rodríguez Araujo; ellos repiten los argumentos de una organización que se pretende autoridad mundial aunque ya demostró su dependencia de los laboratorios, y que no sólo exageró cifras y peligros de la influenza, sino que mintió sobre sus alcances, sus consecuencias y su real peligro, con lo que la gente y las autoridades médicas descuidaron otras enfermedades, como la influenza estacional, que provocó más fallecimientos que la otra. He sido, excepto en la edad en que fumar significaba entrar a un mundo más peligroso, más atractivo, un fumador social; Sergio Galindo, como parte de un ritual, me llamaba a su oficina, y antes de entregarme las cuartillas que hubiera escrito ese día, o me entregara pruebas de libros que estuviéramos preparando, o manuscritos para que los leyera, o que platicáramos de los libros que leíamos, me ofrecía un cigarro; “no fumo”, le contestaba siempre; era ya un ritual: a él y a Arturo Serrano les daba envidia de que en una cena, o una reunión, o en una cantina, pudiera fumar ocho o diez cigarrillos, y luego estar sin fumar ni uno, dos o tres meses seguidos. Llevo consumidos diez cigarros en los últimos 34 meses, y cada vez tengo menos ganas de fumar, pero me molestan las prohibiciones, los criticones, los que nos andan cuidando; los comandos paramaternales (el término es de Quino) que nos advierten que cometemos un acto contra nuestra salud, contra la religión, contra la moral, al mismo tiempo que celebran que las efímeras celebridades del espectáculo presuman cuántas veces, con cuántas parejas y en qué posiciones (aunque omiten cuánto tiempo duran sus audacias eróticas).
Cuando comenzó la campaña para prohibir, como en tiempos del nazismo, que se le obsequiaran a los niños algunos juguetes que llamaron bélicos, Antonio Muñoz Molina contó que toda su infancia jugó con pistolas de fulminantes, o ni siquiera, y con rifles, y pese a ello nunca había asesinado a nadie, ni era capaz de actos más violentos que los que imaginara para sus novelas, pero que en persona no los cometería; la televisión transmitía programas en que los protagonistas eran “vaqueros”: Hopalong Cassidy, Roy Rogers, El Llanero Solitario, Cisco Kid (encarnados por William Boyd, Gene Autrey, Clayton Moore, y muchos otros); Rin Tin Tin inmovilizaba a los villanos a mordidas y ladridos amenazantes, y muchas veces los atacaba derribándolos y ponía el hocico cerca de su cuello mientras llegaban el teniente Rip Master o el sargento Biff O’Hara a aprehenderlos. Los más grandecitos veían a Mike Hammer, Boston Blackie (el protagonista tenía nombre de una marca de cigarros: Chester Morris; su lema: “amigo de los que no tienen enemigos, enemigo de los que no tienen amigos”), Alta tensión, Los intocables, La ley del revólver, al sádico de Perry Mason, Combate; más de una generación disfrutó de las cintas bélicas de Errol Flynn, Tyrone Power, Gary Cooper; John Ford afirmaba que en sus cintas había matado más indios que el ejército confederado de Estados Unidos, y Howard Hawks hace que un puñado de inválidos, alcohólicos y fracasados domine a una partida de defensores de la iniciativa privada ambiciosa. disparando balas, flechas y haciendo estallar cartuchos de dinamita; el mismo Hawks paralizaba a los héroes mostrando las piernas de las heroínas que posaban en ropa íntima; Hawks culmina una de sus mejores cintas haciendo que Charles Coburn lance un chorro de agua de sifón sobre las nalgas de Marilyn Monroe, haciéndolas más visibles aún; y John Huston pone a Marilyn a jugar con una pelotita pegada a una raquetita; le da cerca de cien golpes, coreada por muchísimos hombres que admiran el movimiento que hace con las caderas, sin hacerse la indignada ni la remolona. Y los espectadores que vieron esos programas, esas y otras muchas cintas, no se lanzaron a la calle a matar gente ni a manosear o violar a mujeres, desprevenidas o no; muchos de esos filmes fueron, y son, apreciados por hombres inteligentes que no han cometido crímenes, no de sangre, y sólo uno que otro contra la gramática.
Los disidentes del régimen soviético (y del cubano y del chino, que prohibían el rock) se quejaban de que su gobierno adoptaba una actitud paternalista, que cuidaba que cuando copulaban lo hicieran sin posiciones perversas, que tenían prohibido y castigado el sexo oral; no perseguían a los fumadores porque Stalin y Jrushov eran fumadores empedernidos; uno se consolaba diciendo que no eran socialistas, que el socialismo no era represor; pero resulta que en nombre de una izquierda nos cuidan como Hitler cuidó a los alemanes, como Stalin a los soviéticos, y durante muchos siglos la iglesia cuidó a los feligreses para que no cayeran en el infierno.
El párrafo de Breigbeder es terrible; después de un periodo en que la humanidad se vio libre del peligro nazi, y de que al menos el mundo occidental vivió un desenfreno sano; luego criaron a sus hijos bajo controles rígidos, prohibiéndoles las libertades que habían ganado para sí; al menos, es lo que se saca en conclusión de su novela; parece también que así es en el mundo real; se busca prohibir todo; ahora, corridas de toros; no en cambio el futbol soccer, donde hay violencia en cancha y tribunas, donde las mujeres en el público son manoseadas peor que en la última versión de Woodstock o que en los primeros vagones del Metro.
Asombra también leer, en su más reciente antología, a un Carlos Monsiváis políticamente correcto, cuando toda su vida se le tuvo como un provocador; propusieron quitar los saleros de las mesas de los restaurantes para que nadie pusiera más sal de la que ya traían los alimentos, y andan legiones advirtiendo de los peligros de comer carne roja, sin tomar en cuenta el asesinato diario de miles de plantas, como previene un cartel que puso Alejandro Toledo hace unos días en su portal de facebook y que aquí reproduzco.

Nos queda la satisfacción, cuando menos, de sentirnos marginados, rebeldes, tanto, que las buenas conciencias nos andan cuidando.

En Los ídolos a nado, Monsiváis habla de un sitio, Los Eloínes, uno de los primeros antros (ése s{í auténtico antro) donde se privilegiaba a quienes disentían de las mayorías sexuales, y bailaban parejas del mismo sexo, preferentemente del masculino; hace una descripción no tan pícara ni tan elocuente, como de otros sitios en otros reportajes; no cita, sin embargo, que al final de El Ceniciento, una de las más celebradas cintas de Germán Valdés, éste, huyendo de los policías que van a apresarlo, se mete a una patrulla, a la que confunde con un ruletero; ¿cuánto a Perú 27?, le pregunta a un patrullero; era la dirección de Los Eloínes; Tin Tan no era un disidente político, pero se pasó haciendo referencias prohibidas; a la censura se le pasó completita esa referencia a un lugar no prohibido, pero sí marginado de las clases sociales pudientes, aunque algunos de sus integrantes haya ido, a escondidas, a ese sitio, insólito en esos tiempos, principios de los cincuenta. También se le ha pasado a los críticos y comentaristas de las muy elogiadas cintas de Tin Tan; como se les pasó que en El bello durmiente, ante el reproche de Wolf Ruvinsky de que huyera de los grandes animales: “aquí está la caza grande”, a lo que Valdés contestaba “yo prefiero casa chica”.

En mi nota sobre los 50 años de Era, dije que Bajo el volcán es la mejor novela mexicana; esa afirmación la hizo Francisco Elorriaga, hace ya unos años. Y Octavio Rodríguez Araujo me corrige: la Crema Teatrical no era de Nívea, era simplemente Teatrical. La Nívea tenía su propia crema.

En uno de sus múltiples y fallidos trabajos, el personaje principal de Los 400 golpes, Antoine y Colette, Besos robados y Domicilio conyugal, Antoine Doinel, es un detective bueno para el chisme y para indagar asuntos ajenos, pero pésimo siguiendo a la gente, que siempre lo descubre. ¿Qué reportero mexicano adolece del mismo defecto?