domingo, 6 de noviembre de 2011

Prohibido prohibir

“Cuando yo era pequeño –dice Frédéric Breigbeder–, nadie se abrochaba el cinturón en el coche. Todo el mundo fumaba en todas partes. La gente bebía a morro [sic] mientras conducía y hacía slalom en la Vespa, sin casco. Me acuerdo del piloto de Fórmula 1 Jacques Laffitte conduciendo el Aston Martin de mi padre a 270 kilómetros por hora para inaugurar la nueva autopista entre Biarritz y San Sebastián. Todo el mundo follaba [sic] sin condón. Se podía mirar a una mujer, abordarla, intentar seducirla, acaso rozarla, sin arriesgarse a ser tomado como un criminal. La gran diferencia entre mis padres y yo: durante su juventud, las libertades aumentaban; durante la mía, no han hecho más que disminuir año tras año.” (Una novela francesa, con prefacio de Michel Houellebecq; ¿traducción? de Francese Rovira, Anagrama, Barcelona, España, septiembre de 2011, 213 pp. No he cambiado el lenguaje, pero sí modifiqué un poco la puntuación.)
(Follar, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, es practicar el coito; pero sólo hasta su cuarta acepción; otras acepciones, con mayores prioridades, son soplar con el fuelle, y en su acepción más vulgar, soltar una ventosidad pero sin hacer ruido. Todavía en la edición de 1970 el DRAE no consignaba esa acepción pese a que ya era de uso común en el lenguaje de los españoles, como lo demuestra Jaime Martín en su Diccionario de expresiones malsonantes del español, de 1974; Manuel Seco no lo incluyen en el Diccionario de dudas [1961; ¿sería que no tenía ninguna duda de su uso?], aunque ya lo recoge –perdón– en Diccionario del Español Actual; el DRAE ya lo incluye en su edición de 1992; era de esperarse que Moliner no lo incluyera, pero asombra que lo contenga el Larousse; en su Diccionario de dificultades, Álex Grijelmo no lo incluye, aunque los autores de los diarios y publicaciones para las que él trabaja lo utilicen con frecuencia; no está en el casi completo Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado de Selecciones, ni en el Larousse Visual –sería divertido–; en el Diccionario de mexicanismos que recientemente perpetró la Academia Mexicana de la Lengua no incluyen el término, pero sí parchar, que sería, en lo vulgar y lo obsceno, el equivalente al español follar; no un equivalente real, porque follar viene de fuelle, lo que daría lugar a la descripción gráfica de la cópula, aunque sólo en las posiciones más convencionales, mientras que parchar significaría tapar, reparar, arreglar una oquedad; es más correcto el uso que le da el Diccionario del Español de México, de Luis Fernando Lara, “copular”, porque la mayoría de los diccionarios dicen “practicar el coito”, y alguno generaliza: fornicar, cuyo uso correcto lo remite al acto en que los practicantes no están unidos conyugalmente por alguna de las tres leyes –o sus equivalentes. La señora Company Company, curiosamente, da como primera acepción de parchar el de practicar el coito, antes que las correctas. ¿Un traductor de editoriales españolas, si le importaran los lectores de América Latina, qué debía poner? ¿Parchar, coger?)

La primera vez que una empresa me otorgó un seguro de vida, el médico que realizaba los exámenes me preguntó si fumaba; cuando le dije que tres o cuatro cigarrillos al día me dijo “eso no es nada”, y puso que no era fumador. Ahora, con decir alguien que fuma uno al día lo acusan no de fumador sino de criminal y de causar la muerte de cuantos habiten en varios kilómetros cuadrados a la redonda; no le importan a esos inquisidores opiniones científicas, las que ha demostrado Octavio Rodríguez Araujo; ellos repiten los argumentos de una organización que se pretende autoridad mundial aunque ya demostró su dependencia de los laboratorios, y que no sólo exageró cifras y peligros de la influenza, sino que mintió sobre sus alcances, sus consecuencias y su real peligro, con lo que la gente y las autoridades médicas descuidaron otras enfermedades, como la influenza estacional, que provocó más fallecimientos que la otra. He sido, excepto en la edad en que fumar significaba entrar a un mundo más peligroso, más atractivo, un fumador social; Sergio Galindo, como parte de un ritual, me llamaba a su oficina, y antes de entregarme las cuartillas que hubiera escrito ese día, o me entregara pruebas de libros que estuviéramos preparando, o manuscritos para que los leyera, o que platicáramos de los libros que leíamos, me ofrecía un cigarro; “no fumo”, le contestaba siempre; era ya un ritual: a él y a Arturo Serrano les daba envidia de que en una cena, o una reunión, o en una cantina, pudiera fumar ocho o diez cigarrillos, y luego estar sin fumar ni uno, dos o tres meses seguidos. Llevo consumidos diez cigarros en los últimos 34 meses, y cada vez tengo menos ganas de fumar, pero me molestan las prohibiciones, los criticones, los que nos andan cuidando; los comandos paramaternales (el término es de Quino) que nos advierten que cometemos un acto contra nuestra salud, contra la religión, contra la moral, al mismo tiempo que celebran que las efímeras celebridades del espectáculo presuman cuántas veces, con cuántas parejas y en qué posiciones (aunque omiten cuánto tiempo duran sus audacias eróticas).
Cuando comenzó la campaña para prohibir, como en tiempos del nazismo, que se le obsequiaran a los niños algunos juguetes que llamaron bélicos, Antonio Muñoz Molina contó que toda su infancia jugó con pistolas de fulminantes, o ni siquiera, y con rifles, y pese a ello nunca había asesinado a nadie, ni era capaz de actos más violentos que los que imaginara para sus novelas, pero que en persona no los cometería; la televisión transmitía programas en que los protagonistas eran “vaqueros”: Hopalong Cassidy, Roy Rogers, El Llanero Solitario, Cisco Kid (encarnados por William Boyd, Gene Autrey, Clayton Moore, y muchos otros); Rin Tin Tin inmovilizaba a los villanos a mordidas y ladridos amenazantes, y muchas veces los atacaba derribándolos y ponía el hocico cerca de su cuello mientras llegaban el teniente Rip Master o el sargento Biff O’Hara a aprehenderlos. Los más grandecitos veían a Mike Hammer, Boston Blackie (el protagonista tenía nombre de una marca de cigarros: Chester Morris; su lema: “amigo de los que no tienen enemigos, enemigo de los que no tienen amigos”), Alta tensión, Los intocables, La ley del revólver, al sádico de Perry Mason, Combate; más de una generación disfrutó de las cintas bélicas de Errol Flynn, Tyrone Power, Gary Cooper; John Ford afirmaba que en sus cintas había matado más indios que el ejército confederado de Estados Unidos, y Howard Hawks hace que un puñado de inválidos, alcohólicos y fracasados domine a una partida de defensores de la iniciativa privada ambiciosa. disparando balas, flechas y haciendo estallar cartuchos de dinamita; el mismo Hawks paralizaba a los héroes mostrando las piernas de las heroínas que posaban en ropa íntima; Hawks culmina una de sus mejores cintas haciendo que Charles Coburn lance un chorro de agua de sifón sobre las nalgas de Marilyn Monroe, haciéndolas más visibles aún; y John Huston pone a Marilyn a jugar con una pelotita pegada a una raquetita; le da cerca de cien golpes, coreada por muchísimos hombres que admiran el movimiento que hace con las caderas, sin hacerse la indignada ni la remolona. Y los espectadores que vieron esos programas, esas y otras muchas cintas, no se lanzaron a la calle a matar gente ni a manosear o violar a mujeres, desprevenidas o no; muchos de esos filmes fueron, y son, apreciados por hombres inteligentes que no han cometido crímenes, no de sangre, y sólo uno que otro contra la gramática.
Los disidentes del régimen soviético (y del cubano y del chino, que prohibían el rock) se quejaban de que su gobierno adoptaba una actitud paternalista, que cuidaba que cuando copulaban lo hicieran sin posiciones perversas, que tenían prohibido y castigado el sexo oral; no perseguían a los fumadores porque Stalin y Jrushov eran fumadores empedernidos; uno se consolaba diciendo que no eran socialistas, que el socialismo no era represor; pero resulta que en nombre de una izquierda nos cuidan como Hitler cuidó a los alemanes, como Stalin a los soviéticos, y durante muchos siglos la iglesia cuidó a los feligreses para que no cayeran en el infierno.
El párrafo de Breigbeder es terrible; después de un periodo en que la humanidad se vio libre del peligro nazi, y de que al menos el mundo occidental vivió un desenfreno sano; luego criaron a sus hijos bajo controles rígidos, prohibiéndoles las libertades que habían ganado para sí; al menos, es lo que se saca en conclusión de su novela; parece también que así es en el mundo real; se busca prohibir todo; ahora, corridas de toros; no en cambio el futbol soccer, donde hay violencia en cancha y tribunas, donde las mujeres en el público son manoseadas peor que en la última versión de Woodstock o que en los primeros vagones del Metro.
Asombra también leer, en su más reciente antología, a un Carlos Monsiváis políticamente correcto, cuando toda su vida se le tuvo como un provocador; propusieron quitar los saleros de las mesas de los restaurantes para que nadie pusiera más sal de la que ya traían los alimentos, y andan legiones advirtiendo de los peligros de comer carne roja, sin tomar en cuenta el asesinato diario de miles de plantas, como previene un cartel que puso Alejandro Toledo hace unos días en su portal de facebook y que aquí reproduzco.

Nos queda la satisfacción, cuando menos, de sentirnos marginados, rebeldes, tanto, que las buenas conciencias nos andan cuidando.

En Los ídolos a nado, Monsiváis habla de un sitio, Los Eloínes, uno de los primeros antros (ése s{í auténtico antro) donde se privilegiaba a quienes disentían de las mayorías sexuales, y bailaban parejas del mismo sexo, preferentemente del masculino; hace una descripción no tan pícara ni tan elocuente, como de otros sitios en otros reportajes; no cita, sin embargo, que al final de El Ceniciento, una de las más celebradas cintas de Germán Valdés, éste, huyendo de los policías que van a apresarlo, se mete a una patrulla, a la que confunde con un ruletero; ¿cuánto a Perú 27?, le pregunta a un patrullero; era la dirección de Los Eloínes; Tin Tan no era un disidente político, pero se pasó haciendo referencias prohibidas; a la censura se le pasó completita esa referencia a un lugar no prohibido, pero sí marginado de las clases sociales pudientes, aunque algunos de sus integrantes haya ido, a escondidas, a ese sitio, insólito en esos tiempos, principios de los cincuenta. También se le ha pasado a los críticos y comentaristas de las muy elogiadas cintas de Tin Tan; como se les pasó que en El bello durmiente, ante el reproche de Wolf Ruvinsky de que huyera de los grandes animales: “aquí está la caza grande”, a lo que Valdés contestaba “yo prefiero casa chica”.

En mi nota sobre los 50 años de Era, dije que Bajo el volcán es la mejor novela mexicana; esa afirmación la hizo Francisco Elorriaga, hace ya unos años. Y Octavio Rodríguez Araujo me corrige: la Crema Teatrical no era de Nívea, era simplemente Teatrical. La Nívea tenía su propia crema.

En uno de sus múltiples y fallidos trabajos, el personaje principal de Los 400 golpes, Antoine y Colette, Besos robados y Domicilio conyugal, Antoine Doinel, es un detective bueno para el chisme y para indagar asuntos ajenos, pero pésimo siguiendo a la gente, que siempre lo descubre. ¿Qué reportero mexicano adolece del mismo defecto?

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