sábado, 1 de febrero de 2014

Otras anécdotas de Pacheco

Gustavo Sainz me encargó una entrevista a Luis Spota para Eclipse; no salió allí, sino en Él, la revista sucesora de Caballero que dirigía James R. Forston, antes de que se independizara y emprendiera Eros. Spota me preguntó si escribía y dije que sí; me pidió que le llevara un cuento, que apareció el 23 de enero de 1972 en la última página de El Heraldo Cultural. El cuento se llamó “And then I’ll go spoil it all by say something stupid like I love you…”; al día siguiente me llamó José Emilio Pacheco para corregirme: me parece que es un gerundio, “by saing”.
                El 28 de octubre de 2013 hablé con él en persona por última vez; entre las cosas que me dijo fue que tengo razón: “es cierto, Vicente escribe muy bien”, en referencia a una reseña que publiqué en septiembre, semanas antes, acerca del Diario abierto de Vicente Rojo. Ya referí que algún día me confesó, para mi estupor, que una reseña mía lo había convencido que, fuera de los pocos poemas de Manuel Maples Arce recogidos en antologías, poco de su obra reunida y publicada por el Fondo de Cultura Económica valía la pena.
                José Emilio Pacheco leía todo, a todos, con un interés y una generosidad muy poco frecuente en nuestro medio; se enteraba de todo, y lo platicaba con tanto sabor como Monsiváis, o más, porque pasaba de un asunto a otro, pero relacionándolos; ese mismo 28 de octubre nos contó el chiste más reciente sobre el presidente venezolano y su filósofo favorito, su alergia a una fruta, el papelón que hizo al comer paella, y muchas otras cosas que nos tenían muertos de las carcajadas.
                Aun con su rigor, encontraba palabras de aliento para todos los aspirantes a escritores (eso somos todos, excepto unos pocos, frente a él), hallaba méritos y los invitaba a seguir escribiendo, aunque en lo particular se quejaba de los demasiados libros que inundan las librerías sin que tengan ninguna trascendencia; hacía excepciones, claro, como cuando habló de una funcionaria cultural que se atrevió a publicar una novela y que, afirmó José Emilio, “le salió de la chingada”.
                Nunca dejó de preocuparse por los demás, los conociera o no. Más de una vez abogó por que le diera espacio a un articulista, un reseñista, un crítico, que lo necesitara o hubiera perdido su chamba; se molestó con Huberto Batis cuando éste me reclamó que me llamaran de otros diarios a publicar críticas; otro día, Batis me preguntó por qué me elogiaba tanto Pacheco, y éste, cuando anuncié que me retiraba de El Financiero, me escribió para ofrecer sus relaciones para que me admitieran en algún periódico o editorial; aun cuando le expliqué mi propósito de ya no trabajar de tiempo completo sin mengua de mis ingresos, me dijo que no dejara de publicar; cuando comenzó a aparecer El Librero en El Universal me sugirió que usara esas reseñas también aquí, en errataspuntocom, y cuando narré aquí las experiencias terribles, angustiosas por las que hemos pasado, no dejó de llamarme o de escribirme; cuando Diego fue sorprendido en Chile por uno de los seísmos más potentes de los últimos años, volvimos a platicar de lo que vivió en 1985, cuando estaba ausente de México aquel 19 de setiembre. También volvió a recordar el día angustioso que pasaron en vela Juan Manuel Torres y él, esperando vanamente que se desmintiera el accidente fatal de José Carlos Becerra (Juan Manuel y José Carlos, sin menosprecio de otras amistades, fueron sus mejores y más entrañables amigos dentro del ámbito literario); no muchos recuerdan que la primera publicación de Las batallas en el desierto tenía una sola dedicatoria; y cuando estaba ya en producción el libro, sucedió el otro accidente, donde Juan Manuel perdió la vida en la calzada de Tlalpan; José Emilio tuvo la gentileza, innecesaria, de pedirme permiso para incluir a Juan Manuel en la dedicatoria; ni me atrevería a oponerme, ni era algo en lo que debiera pedirme nada, ni siquiera avisarme, pero siempre que se refería a la novela, me decía “nuestra novela”.

Antes que a él, conocí a Carlos Monsiváis, a José Agustín, a Gustavo Sainz, pero con José Emilio tuve una amistad muy estrecha; Juan José Rodríguez me dice que pensaba que yo era un mito urbano, pero que Elena Vilchis le había confirmado mi existencia, y que José Emilio le había hablado de mí con afecto; lo supe siempre mi amigo, y amigo de toda la familia; de muchas maneras, he dependido de él; cada que escribo pienso en qué dirá, qué errores va a corregirme, las repeticiones que va a reprobar, las redundancias que entorpecen los originales, las rimas involuntarias, o si me reprocharía que me adjudicara un hallazgo que no me correspondiera, o ampliarme una información que expusiera a medias; aunque no lo busqué para ninguna recomendación, siempre sentía la seguridad de su respaldo, de su confianza, de su ayuda; creo que nunca dejaré de escribir esperando su aprobación, temiendo su rechazo, tratando de imitar su ejemplo: no permitió la reedición de su magnífica Antología del modernismo porque allí reveló la identidad de la mujer de la que vivió y murió enamorado Ramón López Velarde, y años después una escritora se adjudicó el descubrimiento, y José Emilio no quería seguir con la afirmación si no era suya, o bien darle a ella el mérito de la investigación; y por mucho tiempo lamentó la confusión entre Marcelino Dávalos y Balbino Dávalos; más que lamentarla, lo apenaba; así, sus libros, aunque fueran extraordinarios, los consideraba mejorables; por ello, los volvía a trabajar, encontraba un dato erróneo, cambiaba un adjetivo (dos cambios significativos hay entre las primera y segunda ediciones de Las batallas en el desierto, ninguno de los cuales fueron advertidos por los especialistas que analizaron el libro en una mesa redonda). Sólo Octavio Paz y Gabriel Zaid corrigen con tanto esmero; tener todos las ediciones de sus libros en los que hay cambios es una tarea casi imposible de realizar, y poco el espacio necesario para contenerlos; aunque se le rindieron muchos, era enemigo de los homenajes y se burlaba de ellos, como se burlaba de las confusiones que sufría, como de muchos escritores que quisieron su aval para consagrarse (aunque no regaló elogios, no hizo uno solo en el que no creyera); es envidiable su modestia (cuando cumplió 40 años me confesó que sentía que nada había hecho, que sus obras no eran lo que esperaba, que estaba muy lejos de la calidad deseada), su humildad, pero también su entereza y su confianza.
                En algo se diferencia de muchos otros escritores; alguna vez dijo que repartió sus libros entre varias editoriales para no cargarles la mano con las pérdidas; así, entre la UNAM, el Fondo de Cultura Económica, Joaquín Mortiz (por convenio, por haber obtenido el  premio de poesía de Aguascalientes), Era y Siglo XXI publicaron sus primeros libros; ahora que parece competencia entre escritores para ver qué tantos títulos al año publican, con cuántos premios, y en una muy variada cantidad de editoriales, con adelantos jugosísimos aunque no recuperen la inversión y terminan en librerías de viejo chafas, porque no los admiten en La Torre de Lulio, José Emilio publicó sólo con Era desde hace más de 20 años, los títulos individuales, y la compilación de poemas, en el Fondo de Cultura Económica (cuando apareció la más reciente edición de Tarde o temprano hizo las cuentas: parece mucho, pero son quince poemas por año). Frente a autores que tienen su obra en tres o cuatro editoriales, simultáneamente, Pacheco parece anacrónico, y no es más que honrado. Se negó a publicar un libro que apareció en una edición limitada si en esa nueva edición no aparecía el prólogo original.
                Sus libros, al principio, se vendían poco; Viento distante y No me preguntes cómo pasa el tiempo se reeditaron una vez; se convirtió en best-seller con Las batallas en el desierto, que es lo contrario a un best-seller, aunque por el sentimiento que despierta en los lectores todos creen que es muy sencillo; por muchas razones, se identifican con el enamoramiento imposible de los protagonistas, por la historia que parece fantasmal, o por la ciudad perdida que algunos recuerdan y otros imaginan. Hubo quienes, ensoberbecidos, se dieron a la tarea de atacar al libro y, otros, incluso, dedicaron casi todo un número de una revista para burlarse de la novela, para intentar ridiculizarla. Pero el libro soportó y venció esas injurias. Pacheco, varias veces, me dijo, y no estoy seguro que no haya sido en broma: de haberlo previsto, te hubiera dedicado un libro desde mucho antes.

Un día Miguel Ángel Flores y yo, platicando en la esquina de Avenida Juárez y Dolores, nos encontramos con José Emilio y con Salomón Láiter; años después Salomón me contó que iban de prisa y no pudieron detenerse más que a saludar, porque querían terminar esa tarde (o en esos días) el guión de El obsceno pájaro de la noche, que debería de haber filmado Láiter. El proyecto se congeló y después se suspendió, pero Salomón decía, con orgullo, que había aprendido a trabajar viendo la disciplina, el rigor y el humor de José Emilio.

Mi pesar es muy hondo. Me quedan el cariño y la amistad de Cristina y de Laura Emilia. Y secretos que José Emilio compartió conmigo, y yo con él (sólo consigno sus carcajadas por mi confesión de que, hace muchos años, despedí de un trabajo a un altísimo funcionario actual, aunque ese funcionario no lo recuerda).

José Emilio Pacheco era un  artesano magistral en el cuidado de libros, revistas y suplementos; me fastidia no poder pasarle este dato, que lo divertiría: un editor, para no tener que cambiar a cada rato el hispanismo “tarta” por el más mexicano “pastel”, tuvo la ingeniosa idea de programar en la computadora el paso “elegir todo”, llamó el siguiente paso, “buscar”; tecleó “tarta”, luego “remplazar” y tecleó “pastel”; así, se ahorró tener que leer todo el libro para cambiar la palabra que aparece decenas de veces; sólo que no se le ocurrió teclear “la tarta” y “el pastel”, entonces en todo el libro aparece “la pastel”; peor: no se le ocurrió que uno de sus personajes sufriría un tartamudeo, que por esa magia electrónica se convirtió en “pastelmudeo”.

Una página célebre donde hacen la historia de muchas palabras, tanto por su etimología como por su desarrollo, por lo regular es amena, seria e informativa, pero recientemente en la sección de preguntas pedían que se determinara cuándo Sol, Luna y Tierra se escriben con mayúscula; la respuesta fue que cuando se referían no al sustantivo común, sino al nombre propio de esos “tres planetas”. Los académicos siguen desorientados y desorientan a quienes los consultan de buena fe. Y hay quien cree en wikipedia.

Álex Rodríguez se amparó contra la suspensión de 211 juegos por mentir sobre consumo de esteroides y otras drogas que ayudan ilegalmente al desarrollo del cuerpo; antes había aceptado que, cuando estaba con Texas, las ingirió, pero que en esos años no era ilegal (sólo inmoral), y que desde entonces estaba limpio; la acumulación de pruebas lo condenó, y con el amparo (no es la figura, sólo el símil) se le redujo a 162 partidos y los restantes, si Yanquis pasa a la postemporada; volvió a inconformarse y demandó a las Ligas Mayores, a la unión de jugadores de las Ligas Mayores, y al juez que no lo absolvió; ve perdido su caso (con más cinismo aún, dijo que el castigo lo beneficia porque no ha descansado desde su ascenso a las Mayores), pero insiste en demandar. Sólo falta que se demande a sí mismo como lo han hecho algunos personajes ridículos en la historia.
                El problema no es él; su castigo serviría de ejemplo a sus seguidores y a los que quisieran imitarlo; quedan algunos problemas por resolver: sus números, que nadie acepta como reales porque los consiguió con recursos externos, ¿los van a diferenciar con un asterisco, éste no infame como el que le impusieron a Roger Maris sólo porque el comisionado en 1961 había sido amigo y forofo de Babe Ruth y no consideraba parejos los cuadrangulares que conectó Ruth en 1927 y los de Maris de 1961? Rodríguez le pidió a su conseguidor que lo auxiliara a ser el mejor bateador de todos los tiempos, y no es justo que sus jonrones los equiparen a los de Ruth, Mantle, Ted Williams, Hank Aaron, Frank Robinson, Willie Mays, Mel Ott, Ernie Banks, Stan Musial, Hank Greenberg y muchos más. Pero tampoco pueden omitirlos.
                Hay otro problema; muchos cronistas se niegan a dar votos para el Salón de la Fama a jugadores que, sospechosos o no, jugaron durante la era de los esteroides (que no ha terminado: hay varios suspendidos en las Mayores y en las Menores), y muchos, con méritos, pueden quedarse fuera de la inmortalidad beisbolera, como Craig Biggio, y puede pasar con Iván Rodríguez, el súper cátcher.
                Algunos cuchichean que incluso Greg Maddux, que está calificado como uno de los mejores lanzadores de todos los tiempos, se benefició de los esteroides, y aumentó su velocidad de 83 a 85 millas por hora.

(La última vez que platicamos, fue en una clínica Médica Polanco, Federico Campbell por un problema estomacal, y yo por algo más relacionado con mi edad, como me lo confirmó la técnica que me practicó el ultrasonido; hipocondriacos como somos, estábamos angustiados, pero alcanzó a decirme, con la rudeza acostumbrada en él: ¿te das cuenta que lo mejor que has escrito en tu vida fue esa estampa de Ted Williams –que había publicado en la sección Galerías, en El Financiero–, que ésa sí es una obra maestra? No iba a avergonzarme de algo en lo que ponía muchas ganas, mucho esfuerzo. Con Federico he compartido pasión por el beisbol, trivia beisbolera –siempre le gano–, entusiasmo por literatura acerca del deporte, más algunas otras confidencias que le guardaré celosamente. Ahora está enfermo de un mal que me aquejó hace cuatro años. Salí fortalecido; él, que es más sano que y, seguro saldrá con más entusiasmo a impartir su sabiduría. Y volveremos a jugar trivia en la que lo venceré, pero él, como en otra comida en el Veracruz, me informará de los apodos que le asesta a los malos poetas mexicanos.)

En un escrito poco difundido, Daniel Cosío Villegas afirma que al contrario de los sajones, los mexicanos sólo tenemos tres maneras de hacer fortuna: por recibir una herencia, por corrupción (en cualquiera de sus formas) y por trabajo, aunque esta última forma sea la menos frecuente; 90 años después, sigue teniendo razón.