lunes, 7 de julio de 2014

¿Desnudos o palabrotas? ¿Era penal? Callar al crítico

En 1933 apareció el primer desnudo del cine comercial; la muy impresionante Hedy Lamarr aparece sin ropa, semioculta entre la hierba, corriendo, tratando de taparse, en Éxtasis; la escena dura unos segundos, y no ha perdido belleza; Lamarr tenía un cuerpo delgado, esbelto, pero su fama no fue tan contundente, pues en los años cincuenta protagonizó uno de los filmes inspirados en relatos bíblicos, Sansón y Dalila; por tratarse del tema y de la época podrían haber aprovechado para mostrarla un poco menos desnuda, pero todavía provocativa; por desgracia, Groucho Marx la desprestigió para siempre al comentar que no le interesaba ver una cinta donde el actor  (Victor Mature) tenía pectorales más exuberantes que la protagonista.
            ¿El lenguaje es más agresivo, más peligroso, más procaz, más perturbador que la sexualidad? Si hago caso de la afirmación de un periodista ahora olvidado (Vicente Vila; eso indica que me eduqué más en las páginas de la revista Siempre! que en otros lados), la primera palabrota en el cine la pronunció Frank Sinatra en su papel de Tony Rome en la cinta con el nombre de ese personaje, y fue una frase, más que una palabra, ahora demasiado común: “son of a bitch”; antes, los más atrevidos decían “son of a gun”, que quiere decir lo mismo pero un poco más suavecito; esa cinta es de 1968, es decir, 35 años después.
            Ismael Rodríguez no se atrevió a pasar de “güey” en la trilogía del Torito, aunque tuvo la audacia de poner la frase más famosa de la fallida carrera de María Félix como actriz: “échenles (sic) mentadas, que al cabo duelen igual”, cuando le dicen, en La Cucaracha, que se acabaron las balas. Menos ingeniosa pero más cruda fue la frase de Emilio Fernández al gritarle a Pedro Armendáriz, en la misma cinta, que ya sabe que está con esa piruja, lo que provocó respingos entre los espectadores; piruja está entre los sinónimos de “puta”, y quiere decir lo mismo, pero no se oye tan agresivo. (Por cierto, hay una discriminación absoluta: mientras el Corripio [Gran Diccionario de Sinónimos de Fernando Corripio] registra 30 sinónimos para “puta”, apunta sólo diez para “puto”.)
            Jane Birkin y Gillian Hill aparecen muy desnudas en 1966 en Blow-Up, con todo y vello púbico (fugaz, discreto, con mucho movimiento), y de allí en adelante ha habido centenares de desnudos, elegantes, refinados, o muy toscos; de actrices reconocidas o de primerizas que así se ganan estrellatos, y pasan de ser exhibicionistas a muy respetadas; o al revés, aunque sean consideradas buenas actrices (¿o actores, ya que a las poetisas les llaman poetas?), no tienen reparos en mostrar un pecho (Gwyneth Paltrow) o media nalga (la misma Paltrow); o de protagonizar desnudos más que sensuales (Madelein Stowe, Jeanne Triplehorn) ahora no son recordadas por esas escenas, sino por sus papeles en series televisivas.
            Todas fueron rebasadas por el desnudo crudísimo, ginecológico, de Eva Green en The Dreamers, y de Karen Lancaume y Raffaëla Anderson que en Baise-Moi son violadas, sodomizadas, acometen felaciones feroces en escenas más explícitas que las consideradas pornográficas (aburridas, repetitivas, mal actuadas, con escasísimas excepciones).
            (Claro, hay leyendas; se dice que Barbara Hershey fue embarazada en la escena en la que es seducida por su patrón en The Babe-Maker, aunque los espectadores sólo lo imaginamos, porque estaban muy tapaditos [y creímos que sólo eran buenos actores] [en otra escena, muestra el trasero por apenas un segundo, en una escena de alberca]. A Hershey se le rinde el máximo homenaje en una cinta: cuando aparece por primera vez en Hanna y sus hermanas, Michael Caine, dice, al unísono con los espectadores masculinos, “¡Dios mío, qué hermosa es!”; sólo faltó el letrerito que dijera, como en What’s new, pussycat [guión y actuación de Woody Allen]: “mensaje del autor”.)

Las palabrotas, en cambio, no proliferaron sino hasta finales de los sesenta, y casi se han limitado, en el cine estadounidense, a repetir un “fuck you” que no tiene un equivalente en español; no, por lo menos, a las mentadas de madre desacralizadas por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, ni a las festejadas por Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz. Desde luego, llegaron antes a la literatura, primero en forma de puntos suspensivos: Subraya Pacheco: (“Santa ‘no era mujer, no; era una…!’, ‘la palabra horrenda, el estigma’. ‘Puta’, el término que no pronuncia [Federico] Gamboa, es un insulto como lo es el nombre de toda actividad servil.” Prólogo al Diario de Federico Gamboa.)
            Luego del intento de Rubén Salazar Mallén y su fragmento de novela en Examen, lo que le costó el puesto a varios Contemporáneos, y posiblemente la vida a Jorge Cuesta, la literatura fue atrevida, pero cauta; luego de Paz y Fuentes, o al mismo tiempo que ellos, aparece, como catarsis, como escena cúspide, como remate de diálogos intensos, una palabra soez, casi siempre entre signos de admiración; Luis Spota conmueve a los lectores cuando pone a cantar, a las prostitutas de Casi el paraíso, “somos las putas que volvemos, que volvemos”; muy pocos años después, Vicente Leñero pone a sus albañiles a pronunciar interjecciones: “bruto, animal”, y tímidamente, “pendejo”. Ya después las pronuncian con naturalidad en unos diálogos muy frescos en los que era experto Leñero; no dejaron de aparecer inconformes entre lectores y críticos, pero no podían censurarlo porque, así, decían, hablan los albañiles (argumento que ahora sería refutado, por excluyente, discriminador, y porque ahora hablan así los locutores, los políticos, los actores).
            Pese a que en sus novelas las digámosle groserías aparecen con frecuencia, Fuentes no las pone en la boca de sus Caifanes, aunque el tono, los albures, las rimas procaces, tienen más mala intención que si dijeran palabrotas en vez de ésas: la más cercana: “otra jalada, vamos a hacer otra jalada”, pronuncia una más que excitada Paloma (Julissa), ante el escándalo de Enrique Álvarez Félix, quien sin embargo sí las dice en inglés (“With that greaser!”, que en ese contexto sí es palabrota, aunque Sergio Jiménez la devalora [“¡ya te dijeron chamagoso!”]).
            Más procaces fueron Óscar Pulido (“si quiere objetar, objete”) en Mi mujer necesita marido, o Abel Salazar (“en mi casa hay ladrones; ladrones, señorita, dije, dije ladrones”) y el mismo Pulido (“la sustituta de mi nuera; dije sustituta”), ambos en Yo quiero ser tonta. O las frases de doble sentido de Germán Valdés, de Mario Moreno, de Ángel Garasa, de Joaquín Pardavé (“las manitas afuera”, le ordena a Germán Valdés mientras lo arropa, creyendo que es su hijo); Pedro Infante y hasta el mismo Jorge Negrete.
            Con las novelas de los años cincuenta las palabrotas fueron adquiriendo carta de naturalización; Carlos Monsiváis las celebra en Días de guardar, e inmortaliza el que aparezcan en la prensa, donde estaban prohibidas, y lo siguieron estando durante mucho tiempo; me enorgullezco de haberlas explotado en una columna en El Financiero, cuando con ello reté al jefe de la sección de Deportes, y al contrario, nos hicimos cuates; no las usé sin motivo: recopilé las que se colaron en los micrófonos de radio y televisión: “Pa’ mí, Paquito, que todos son ojetes”, de Porfirio Remigio entrevistado por Paco Malgesto, a propósito del peligro de los ciclistas italianos, franceses y belgas (con su permiso); el “¡me chingó re bonito!” con que José Toluco López desmintió a Toño Andere que Filiberto Nava pegara como nenita (la frase es de los años cincuenta, pero El Doctor Netas la usa para reprocharle a Nicasio que se deje ganar por el sentimentalismo); los gestos de Javier Fragoso ante Pedro Nájera, Panchito Hernández y José Antonio Roca, con lo que expresaba “ya me los eché”, gesto que después fue conocido como la Roqueseñal, en la Cámara de Diputados, y que fue vista por los espectadores que, observaron, asombrados, que Fragoso había anotado su tercer gol como integrante del Puebla ante el América que lo había malvendido. Aunque aún tiembla la mano al teclearlas, ya no son tachadas por los correctores ni por los jefes de redacción, ni menos por los jefes de sección, que a menudo ignoran que sus secretarios de redacción los están albureando.
            Más difícil, que llegaran a la televisión; la memorable “cabrón” que gritó Enrique Álvarez Félix en la telenovela Las gemelas conmovió a pocos, porque se transmitía muy tarde, con escasa audiencia. Nada comparable a la frescura con que Jesús Ochoa, Christina Pastor o Isela Vega las pronuncian, dándole sabor a cada una, haciéndola no sólo agradable, sino memorable; Ochoa, por desgracia, ha sido estereotipado, pero salva cualquier escena con algún improperio; las de Isela Vega son simpáticas, y las de Pastor hacen buena una película mala como Corazón de melón.

Pero quedamos que en la literatura ayudaron a la madurez de los lectores, que antes se excitaban hasta con un “pinche”, y ahora no se escandalizan y, si están bien usadas, las festejan. En algunos autores siguen sirviendo de catarsis; en otros, para hacer culminar una escena; otros, para mostrar el carácter de algún personaje; otros, por desgracia, sólo para asustar a los lectores que ya no se asustan, cuantimenos cuando las sueltan remedos de locutores que pronuncian un “güey” que antes ofendía, y hoy sirve para recalcar que el que la dice considera su amigo al que se la asesta. Es de temer que ante tanta proliferación, las palabras soeces hayan perdido su carga subversiva, sediciosa, provocadora; no excita, no conmueve, no produce emoción erótica; no ofende, no trasgrede, no produce cólera, y a veces se recibe con simpatía; de por sí, asestársela a los cuates le quita toda la intención; al saludar a alguien con un “quiúbole cabrón” ya no se le dice que consciente que su mujer copule con otros; a veces, es también un elogio: “¡qué cabrón eres!”, como diciendo que es muy competente en su trabajo, o un abusivo con sus clientes o sus subordinados; si Gustavo Sainz titubeó para usar un “pinche” en Gazapo, muchas obras actuales (me niego a calificarlas de novelas) usan el “pinche” hasta en su primera acepción. Supongo que la emoción de buscar una palabra soez en un diccionario persiste en niños que no han perdido la inocencia y que no son clientes de las televisoras, las que han sido eficaces en eso de quitarle subversión y rebeldía a las palabrotas, así como devaluaron el futbol, el boxeo, el toreo, la música popular, la música sinfónica, el cine, el teatro, la actuación, y minimizaron el erotismo con escenas toscas e inverosímiles, y han permitido que sus estrellas se exhiban copulando con otros que no son sus parejas, que declaren cómo, cuántas veces, en qué posiciones y con quiénes. Nadie se escandalizaría como se escandalizaron cuando Isela Vega describió su muy peculiar vestido: “son pendejuelas, licenciado”. Ya no necesitan permiso de Gobernación para que un escritor pronuncie peladeces en televisión, ni le agradecen, como lo hicieron con Camilo José Cela, por no utilizarlo. Me imagino, en cambio, el escándalo si ahora Gobernación sancionara a quienes las pronuncien, sobre todo en horario familiar; gritarían que es un atentado a la libertad de expresión, aunque no saben, no entienden, qué quiere decir “libertad de expresión” (ni sabrían usarla). Las escenas que antes podían ofender comenzaron a distenderse cuando, en los años ochenta, un comercial de Splendor Champú, con música de “New York, New York”, culminaba cuando una modelo, bella y elegante, le agarraba la nalga al modelo que la acompañaba, con más estilo que como se las agarran a Sandra Bullock en casi todas sus películas; de allí a las escenas supuestamente ardientes en las telenovelas se pasó a la exhibición de escenas de sexo compartido, desnudos justificados o gratuitos, con actrices potables o con “garras” ocasionales.

Las groserías no son lo que fueron; por ello, espectadores disfrazados de forofos elogian a un jugador creyendo que lo insultan; es de suponer que no juegan ni jugaron, porque no advierten que los buenos jugadores no hacen caso de lo que dicen en las tribunas; lo bueno es que se emocionan cuando, anacrónicos, pueden pronunciar una palabrota en público, aunque no sepan lo que significa. (Y, en el cine, sigo prefiriendo los desnudos [los femeninos] en vez de las palabrotas, aunque las pronuncien Wynonna Ryder o Jesús Ochoa. Y sigo prefiriendo un baile donde, al girar, muestren las pantaletas [Debbie Reynolds, Ginger Rogers, Lilia Michel, Mapy Cortés] a que anden sin pantaletas.)

Cuando entré a la Secundaria 12 iba protegido por Agustín Granados, Luis Vega, Jorge Orta, Pancho Ramírez, Luis Vázquez Ramírez, por lo que me salvé de la iniciación, que se llamaba “novatada”; cuentan las leyendas que las novatadas en la Universidad eran salvajes; hacían desfilar a los de nuevo ingreso vestidos de mujer; encadenados, semidesnudos, a cuatro patas, ladrando, porque se les llamaba “perros”; los bañaban con pintura roja, y los rapaban, dependiendo de qué facultad se tratara la novatada; ni siquiera se salvaban los de Filosofía y Letras; los jóvenes que andaban rapados mostraban orgullosos su carencia de cabellos, porque así sabían las pretensas que ya era universitario; era más significativo que el estetoscopio de los estudiantes de medicina; en preparatoria no eran tan exhibicionistas, pero no se salvaban del rape; en la secundaria esperaban a los de primero para conducirlos a un grupo donde los que mangoneaban traían unas tijeras, y los trasquilaban de tal manera que no quedaba más que raparse; no llegaban a las escenas de Mario Vargas Llosa en La ciudad y los perros, pero el sentido de humillación era similar. Y no se diga de las novatadas del Instituto Politécnico Nacional
            Mi amistad con los de tercero, o los que ya estaban en preparatoria, me salvó de la rapada; no del acoso de algunos: Alonso, Alós, Mancera; Alós era especialmente molesto; se burlaba de mi estatura (él era dos centímetros más alto), de que no era rubio ni pecoso como él, y de que tenía mejores calificaciones que él. Durante dos meses tiraba mis libros cuando pasaba, me tropezaba, me empujaba; no había manera de aguantarlo, pero sí de retarlo; a la hora de la salida, a la vuelta de la entrada para evitar que llegaran los maestros o los prefectos, se adelantó Roberto González, conocido como El Centavito, porque era igual de chaparro que nosotros; no llegó a empezar la pelea; Alós, cuidando la derecha, se descuidó y recibió un izquierdazo que le partió el labio; a partir de ese momento los tres nos hicimos amigos. No sé por qué mi generación no ejerció la misma presión sobre los de primero, cuando pasamos a segundo, pero no recuerdo que haya habido más que unos cuantos rapados, que parecía que deseaban sufrir esa especie de humillación, pero que no se ejercía con violencia física. A veces los maestros se ensañaban con los matados, con los Ciros Peraloca como le decían a los que sacaban buenas calificaciones (sacar, más que obtener; parecía más cuestión de suerte que de estudiar demasiado), y propiciaban que los de bajas calificaciones se burlaran de los “matados”; pero no duraba mucho, y los maestros terminaban por someterse, aunque había algunos cábulas que se cebaban en los de mejores tareas; y los que éramos elogiados por las maestras de historia, geografía, lengua nacional, matemáticas, sufríamos a la hora de Deportes, donde el maestro obtenía sus orgasmos abusando de su superioridad física, mandando balonazos de basquetbol o de volibol con tanta violencia que nos hacía quedar en ridículo, y tenía preferencia por los buenos atletas que, en cambio, eran pésimos en las materias académicas. “Delicaditos”, le decían a los que no hacían más de diez lagartijas, o los que no dominaban las paralelas (en nuestro grupo, Tena sobrepasaba la altura de las barras casi sin levantarse; Elizarrarás [¿hijo, sobrino del compositor?], que como tuvo poliomielitis, tenía mucha fuerza en los brazos, y hacia 50 dominadas en cuestión de minutos).
            Fuera de esas horas en Deportes, o en el Taller, donde sufríamos los que carecíamos de habilidades manuales (menos una, je), no había mayor problema; como Antonio Badú y Pedro Infante, José Alós y yo nos repartíamos (imaginariamente) a las “viejas”, hasta que se volvió realidad, pues, ya lo conté, a mí me abordó Sandra Roldán y a José, Lola Mayén.

Mi venganza era cuando llegaban las pruebas; nos acosaban a Cuauhtémoc Valdés, a Víctor Tovar, a Maximino Ortega Aguirre, para que los ayudáramos; y entonces éramos nosotros los bulleros, los que nos aprovechábamos y, a cambio de una guía, se comprometían a ser nuestros guaruras durante el siguiente semestre; y éramos acosados por las compañeras más coquetas, más simpáticas (casi todas nos parecían bellas).
            No nos enterábamos de casos extremos que ahora salen a relucir; no pasaban de molestarnos, a menos que fuera alguno de los pandilleros vecinos, o que se colaban a las escuelas; en el edificio había uno, Temo (hipocorístico de Cuauhtémoc) al que temían hasta sus hermanos mayores; no pasó de que me arrebatara algunos dulces, de que no me dejara pasar al edificio si no le daba un 20, una charamusca, o hasta que se daba cuenta que los vecinos se daban cuenta; su tiranía terminó una tarde en que un vecino, cansado de lo que le hacía a sus hijos, lo golpeó de una manera tan increíble que todos nos quedamos azorados, y las mujeres del edificio, que por lo regular lo evadían, salieron a defenderlo. Sacaron una silla, y allí, sentado, indefenso, lloraba sin consuelo; don Fidel, su agresor, parecía no temer al padre, cuyos ingresos provenían de sacar a los borrachos necios en una cantina; tenía la costumbre de golpear a sus hijos por la mañana, por lo que fueran a hacer por la tarde; los hermanos mayores también eran temibles, pero no con nosotros; estaban inscritos, uno, en Medicina, otro en Derecho, pero al parecer no iban a clases. Uno, el más dócil, terminó en la cárcel por pagar a cuchilladas una cuenta de tacos que le pareció excesiva.
            Lo que ahora parece lo más común era, o nos parecía, inexistente. Pero ahora que lo pienso, todos fuimos buliados, y de muchas maneras buleamos: lo que hacíamos nosotros era humillar a los que nos humillaban, cuando respondíamos las preguntas de los maestros, cuando éramos elogiados por las autoridades escolares, declamábamos de memoria “La Suave Patria” sin necesidad de apuntes, o cuando respondíamos con algún golpe inesperado que dejaba aturdido al agresor, llorando (como le hice a Nájera Gutiérrez, uno de los golpeadores).

El acoso que ahora acusan las mujeres en los trabajos no las deja chambear a gusto, sienten que las espían, que sólo esperan a que se sienten mal para admirar sus piernas, que las invitan un café, una copa, una cena, siempre con la intención de sacar algo, lo más rápido y barato posible, y, mejor, sin compromiso; se quejan de que mientras más alto puesto tienen quienes quieren sacar provecho, mayor es el acoso; ¿cómo hacían antes para conseguir novio, para acercarse al que le gustaba, cómo para hacer que se enamoraran y casarse con él? El mundo cambió sin que me diera cuenta.

El mayor reproche de Borges hacia el futbol era por el encarnizado patriotismo, el nacionalismo más barato, por la incapacidad para disfrutar lo que tenga de disfrutable el juego, y que los espectadores sientan como suya la victoria, y se depriman con una derrota. Hace unos días un periodista, creo, se burló (como si con burlarse criticara) de un seleccionado mexicano que al querer lesionar a un contrincante se lesionó él mismo; el aludido contestó con una frase inadmisible: “creí que eras mexicano”, con lo que quiere obligar a todo el nacido en este país a “irle” a ese equipo, a considerar que el equipo representa al país, y que si gana el país gana y si pierde el país pierde, y que de esa pasión hay que excluir la crítica.
            Pior (superlativo de peor): los aficionados se erigieron en jueces; muy su derecho, pero usurpan una función sin entender cuáles son los requerimientos de esa profesión; la primera, la imparcialidad, característica de la que carecen (sólo los salva el humor, con las exageraciones de “No era penal”, algunos geniales como los que sube a las redes Vanessa Fuentes); otra, delegar funciones; el árbitro, por lógica, debe ver varios aspectos del partido, y por ello, deja de ver otras, por lo que debe confiar, sindudamente, en sus auxiliares, que cumplen otra función indispensable; ni los asistentes al estadio, ni los locutores ni los camarógrafos, ni mucho menos los televidentes, saben si lo que marcan árbitro y abanderados es correcto; así, los descalifican sin saber si las jugadas “fuera de lugar” fueron bien marcadas; pior, afirmaron que no fue falta la que marcaron contra el equipo que se dice mexicano (aunque varios de sus integrantes juegan en otros países); ignoran que los árbitros van a marcar falta siempre si el que la comete, o se sospecha que la cometió, levanta las manitas como diciendo “¡ay, yo no fui!”; es como el que en el Metro esconde el celular con que ha estado fotografiando a una viajera que muestra, sobre todo de manera involuntaria, las piernas o el escote; lo primero que dice una regla es no si golpeó, trastabilló, sacó de equilibrio al contrincante; basta con que haya tenido la intención, y sobre todo, si en la jugada el atacante tenía posibilidades de crear peligro; y si lo tropieza (aun si desear lastimarlo) y levanta las manitas, sea como sea, es falta; hay que ser ingenuo para creer que no las van a marcar.

Hace un par de semanas intentaron atropellarnos; Lourdes, como las mujeres del pasado, está en casa con la pierna fracturada; pero inquieta como es, me acompañó a una compra; la mayoría de los automovilistas, cuando la veían enyesada en el camellón, o en una banqueta, se detenían y cedían el paso, cuantimás las patrullas. Pero al regresar, al cruzar Mariano Escobedo, aunque un automovilista de detuvo, no lo hizo el conductor de un Ruta 100; pero estaba en alto, y llegamos hasta donde podíamos pasar; se puso el semáforo en verde cuando estábamos por terminar de cruzar la calle, cuando arrancó; alcanzó a darle un golpe a Lourdes, quien no podía correr; cuando iba a darle otro golpe alcancé a aventarla, y ella dio dos pasos rápidos, con riesgo de lastimarse más el pie fracturado; al chofer no le bastó, y me embistió; no fuerte, pero alcanzó a darme dos golpes entre el brazo derecho y la espalda; una camioneta se le puso enfrente y sólo así se detuvo, aunque ya me había puesto lejos de su alcance; le reclamaron varios conductores, automovilistas, peatones, testigos del acto; Lourdes golpeaba con el bastón las ventanas, enfurecida; la bestia humana abrió la puerta y dijo que sí se había detenido. No pretendía atropellarnos; ignoro si me identificó: critico las decisiones de su jefe; o a lo mejor era lector de alguno de los autores (o editores) a los que denuesto con argumentos, verifico su mala escritura, sus desaciertos, sus descuidos, sus erratas. Pero ni así nos callaremos.

Por cierto, ¿el jefe de esa bestia sabrá la diferencia entre “alarma” y “alerta”? Otra pregunta, sin respuesta: ¿los santos y los sabios comparten cualidades y defectos? Una más: ¿los que dicen defender a los animales en circos, zoológicos, ya leyeron a Gerald Durrell y lo que dice al respecto? La última y me voy: ¿qué significa “irle” a un equipo?