martes, 13 de mayo de 2008

Las razones de Schopenhauer

Con una frecuencia que harta, se repite la frase de Arthur Schopenhauer, descontextualizada, sobre las ideas cortas, los hombros estrechos, las caderas anchas, en un libro difícil ya no sólo de leer, cuando menos de conseguir; y aunque es más ligero, más digerible, bastante más breve, y publicado también en Sepan cuantos…, de Porrrúa, no se lee como se debiera el fragmento correspondiente a las mujeres en El amor, las mujeres, la muerte y otros temas, donde es más incisivo, más hiriente, contra la conducta femenina.
Schopenhauer no es el único violento; muchas de las preguntas que se hizo Rosario Castellanos en su tesis sobre la inexistencia histórica de las mujeres en la cultura, y que con aplastante mordacidad lo plasma en El eterno femenino, coinciden no poco con las de Schopenhauer.
Es fácil, demasiado fácil explicarse la misoginia del filósofo, cuando en las biografías, extensas y profundas lo mismo que en las elementales, se habla del rompimiento con su señora madre, a la que se califica como “una novelista muy estimada en su tiempo” (Historia de la filosofía, Francisco Repetto Milán, Mérida, 1963;) y se dice de ella que “era de temperamento alegre y muy sociable, interesada en la literatura y todo cuanto se relacionara con el arte; fue autora de varias novelas y ya en su viudez fundó un salón literario, al que acudía con frecuencia Goethe… Schopenhauer heredó [de su madre] la sensibilidad artística y el gusto por la actividad intelectual…” (Doce mil grandes, volumen 8, Filosofía y religión, Promexa, 1982).
Sin embargo, no habíamos tenido oportunidad de leerla, de comprobar las relaciones tirantes entre ellos, y entender (un poco) las razones de la misoginia de Schopenhauer.
Acaba de llegar a las pocas librerías que quedan La nieve, de Johanna Schopenhauer (editorial Periférica, número 14 de la colección Biblioteca Portátil, Cáceres, España, 204 páginas, incluyendo Introducción y Posfacio de Luis Fernando Moreno Claros, también traductor del relato; es de resaltar la rapidez con que nos llegó, pues el libro fue impreso apenas en octubre de 2007).
Es de temer que, en mucho tiempo, sea el primer libro de ella disponible en español; ni el Diccionario de Literatura (Penguin) ni el Diccionario de Literatura Universal la consideran; es rescatada en una colección que publica obras poco conocidas de autores renombrados.
Los dichos sobre la enemistad entre el filósofo y su señora madre hicieron creer (es culpa nuestra, no de los biógrafos) que era una rivalidad entre una mujer talentosa y su hijo talentoso pero no dotado para la literatura sino para la filosofía.
La nieve es un libro que, como todos los de autores noveles, habla más del autor que de sus personajes; Manuel Puig se quejaba de que los escritores contemporáneos estaban condenados a que críticos y buenos lectores supusieran que ellos eran los protagonistas de sus libros, que todos son Madame Bovary. En el caso de Johanna Schopenhauer no hay ninguna duda: ella es la protagonista de La nieve, aunque no haya vivido lo mismo que se narra en el relato.
La anécdota es cursi, exagerada e inverosímil; si tuviera sentido del humor y de la tensión dramática, podría parecerse a las novelas de Ross McDonald en que todos los personajes están emparentados y movidos por rencores muy antiguos; pero no, la trama de Schopenhauer se asemeja más a una telenovela; todos los personajes resultan con lazos familiares y todos con la pena de tener un antepasado manchado por la vergüenza; todos pertenecen a la nobleza (en vías de extinción ya desde entonces), además de ser nobles de corazón, con habilidad artística (música, pintura, letras), con sensibilidad, sin problemas económicos, y los que se dedican al comercio son almas gemelas de los artistas; además del maniqueísmo, la autora tiene una tendencia por los adjetivos que sólo consiguen que el lector no se crea nada. Además, cuando no sabe qué hacer con alguno de los personajes, recurre al mismo truco que Zevaco: hace que se desmayen o son presa de una angustia insoportable y huyen de la escena.
A lo tedioso de encontrarse con personajes intachables, ejemplares, intensos, uno debe toparse con que por mucho que amen, son incapaces de mostrarse el amor más que con el sacrificio: casándose con hombres mucho mayores y con inferioridad física (feos, supónese que repulsivos aunque tengan varios hijos con ellos), celosos y con tendencia a ser cornudos, y si no lo son es por que ellas son virtuosas (sólo por omisión, porque están que se queman por entregarse, pero se aguantan).
Como la autora, la protagonista es la anfitriona (huésped, en el lenguaje de entonces) de una tertulia que acoge a lo más granado de la sociedad (para retomar un lugar común), y en una de las sesiones un hombre ya viejo (no se dice su edad, pero para los estándares de entonces debe andar por los 50 años) cuenta la historia de su mejor amigo, un joven talentoso, bello, incorruptible que además hace que todas se enamoren de él, aunque él sea incapaz de la seducción, ni siquiera de corresponderles (al estilo de Pedro Chávez y Luis Macías en ATM y ¿Qué te ha dado esa mujer?), hasta que se enamora de una mujer que, por una promesa hecha a su padre, no puede casar más que con el hijo de un amigo que, sin querer, mató a la hermana mayor de ella. Pero aunque el marido no le resulta tan repulsivo, de cualquier manera se enamora del joven talentoso, y es capaz de resistir la tentación carnal, con consecuencias fatales que, pa’ molarla de acabar, les cae la maldición de la maledicencia, y no sólo mueren sin “llevar su amor hasta las últimas consecuencias”, sino que echan a perder la vida de todos los que los rodearon, incluida una joven tan virtuosa que no posaba sino acompañada de un familiar, pero que al final de la historia aparece con una hija de la que no se revela quién es el padre, lo que añade una picardía involuntaria al texto, y además enreda tanto las cosas que termina siendo la hija adoptiva de una mujer casada con su concuñado, y sin que ambos lo supieran. Pero el enredo no es divertido.
También como la autora, la protagonista casa con un hombre mucho mayor y dedicado a otros asuntos no tan artísticos.
Los rasgos autobiográficos son lo de menos; lo importante es cómo delata sus ambiciones, la autoindulgencia, la idealización de su ámbito, de su vida, de su personalidad; casi todos los autores muestran rasgos suyos en algún personaje, no necesariamente el principal, pero Schopenhauer carece de autocrítica y de humor.
Es cierto que no era profesional, o lo era en un sentido peyorativo; de hecho, en esa época (primera mitad del siglo XIX) pocos lo eran, y mucho menos había muchas mujeres que se dedicaran a escribir; pero sí lo era porque, en su viudez, nos informa el prologuista y traductor Moreno Claros, perdió, o dilapidó, o fue despojada, de su herencia, y su manera de conseguir ingresos, aparte de bajarle la dote a su hija Adele (lo que la condenó a la solteronía), fue escribir este tipo de historias; se entiende que haya sido popular: las tramas siguen siendo las de la literatura barata y popular: sentimental, en las que triunfa el amor aunque los amantes no; malas películas, malas telenovelas, malas series televisivas, se alimentan de estas anécdotas, sólo que ahora añaden desnudos, palabras altisonantes y referencias a los políticos de moda.
Se entiende que Schopenhauer y su señora madre se hayan distanciado: ella representa todo lo que a él le parecen defectos: la habilidad del disimulo, la sensibilidad que hace imposible el acercamiento a lo abstracto, el arte de engañar y de administrar, la incapacidad para el pensamiento profundo, la cursilería, la carencia de originalidad.
Sin embargo, Johanna Schopenhauer era una buena narradora, y pese al maniqueísmo y a la cursilería, el lector termina de leer esta subtrama: su habilidad narrativa hubiera merecido un mejor resultado: una buena novela.
A la belleza de la edición hay que reprochar que no hayan sido estrictos con la traducción, con la corrección de estilo (un par de veces permite “desaparecibido”) y con la corrección de galeras, que aunque limpió todas las erratas y las moscas, permitió algunas malas divisiones silábicas (hay un "círculos" mal dividido que “me distinguían de una manera que me abrumaba y abochornaba”, dice el narrador); no hay división entre los personajes y el lector debe adivinar quién habla, además de cajas y callejones que distraen de la lectura. Detalles en los que cada vez se fijan menos los editores.
En fin, que Schopenhauer tenía razón.

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