domingo, 23 de mayo de 2010

Vargas Llosa y Khadra, semejanzas maravillosas

Desde La ciudad y los perros hasta La fiesta del Chivo, y aún más, Mario Vargas Llosa ha unido el destino de los personajes de sus novelas al devenir político de Perú, e incluso de otros países y otros continentes; en una de sus obras más significativas, Conversación en la Catedral, se narra la vida de Santiago Zavala, de su padre Fermín, de Ambrosio, chofer del segundo; de Amalia, la mujer de Ambrosio; de Hortensia, una cantante, y Queta, una prostituta, ambas amantes a medias de Cayo Bermúdez, un político oscuro pero que lleva la mano dura del gobierno del general Odría desde 1948 hasta 1956, que es el centro cronológico de la novela, aunque se extiende hasta 1962; a partir de estos personajes aparecen decenas, tal vez más de un centenar, de otros personajes, entre familiares, amigos, compañeros, políticos; hasta el mismo general Odría, en una sola página, una sola escena, un solo parlamento, pero está presente de principio a fin.
El destino de Santiago Zavala está muy unido al del Perú; hijo consentido de un empresario amigo y cómplice de la dictadura de Odría, ingresa, pese a la voluntad familiar, a la Universidad de San Marcos, pública, donde conoce a opositores, activistas, y por fin, en un capítulo muy emocionante, a integrantes de células comunistas; una huelga al parecer insignificante desata movilizaciones, aprehensiones, y su situación en su casa, que ya se había deteriorado, explota de forma dramática.
La novela es complicadísima en su estructura: avanza, retrocede, mezcla los tiempos y los diálogos, una conversación responde cuando menos a dos, una en el presente y otra en el pasado o en el futuro; podemos sin embargo seguir la vida de Santiago Zavala después del rompimiento familiar: le cae al tío Clodomiro, renta un cuarto de huéspedes, entra a trabajar a un periódico, ni siquiera intenta retomar los estudios, cae en la rutina de las borracheras; Ambrosio asesina a Hortensia, quien ha comenzado a chantajear a Fermín Zavala y lo amenaza con revelar su homosexualidad; por casualidad Santiago es incluido en el equipo de reporteros que sigue el caso, y se entera, tanto de la homosexualidad del padre como de la identidad de un asesinato que atrae la atención pública; se reconcilia con la familia aunque rechaza el ofrecimiento de que regrese a su casa; el rompimiento resurge porque la madre se indigna cuando Zavala casa con Anita, una enfermera que lo atiende cuando sufre un accidente; a la muerte de Fermín Zavala, Santiago mantiene relaciones distantes con la familia, el pasado no deja de pesarle, aunque nunca vuelve a intervenir en política, como cuando adolescente.

Hay sin embargo otra línea de la novela, que relata a fragmentos, o con todo detalle, la dictadura de Odría, las represiones, las torturas, y por otro lado las grillas, las intrigas palaciegas, los intentos de revolución, y en un capítulo espléndido, la caída de Cayo Bermúdez y, a la larga, el fin de la dictadura; Zavala se entera por las noticias, los rumores, las guardias nocturnas: le atormenta más una duda: ¿a cuál de las dos mujeres de su vida ama: a Aída, a quien conoció en la Universidad, radical, inteligente, culta, intransigente, sensible, combativa, y que lo amó como él a ella, y nunca entendió por qué no la siguió, por qué no se inscribió en el partido político, por qué se rindió y la dejó en manos de otro, también su amigo; o a Anita, la que le da calidez, confort, que lo entiende y lo apoya –con sus asegures– en su oposición contra su familia, con la que comparte las penurias de la pobreza, la mediocridad aunque a veces le reproche no haber aceptado la herencia familiar?
Aída casó con Jacobo, pese a un intento de éste por chantajearla, al grado de poner en peligro la huelga universitaria; Zavala supo de ella cuando encarcelaron, una de tantas veces, a Jacobo; fuera de eso, desapareció de su vida; mejor dicho, no volvieron a encontrarse; no desapareció de su pensamiento, que lo ataca algunas veces y se pregunta: ¿qué es el amor: el ardor juvenil o la tibieza de la madurez: Aída o Anita? No siempre sabe qué responderse.

(En Kathia y el hipopótamo, obra teatral, reaparecen Santiago y Anita; están separados aunque el vínculo no pueda romperse del todo; sin embargo son rencorosos, revanchistas, han roto con los ideales de su primera juventud, y la corrupción no tiene que ver sólo con el dinero; son tan diferentes que el lector se resiste a pensar que son los mismos de Conversación en la Catedral; Aída no aparece en esta obra teatral; que desaparezca del todo tal vez tenga que ver con las infidelidades de Santiago Zavala.)

Hace unas semanas me llegó Lo que la noche debe al día, de Yasmina Khadra, el escritor argelino que, con un puñado de novelas, obliga al lector a tomar partido entre las fuerzas que aparecen con tanta contundencia, con tanto vigor, en sus libros.
Excepto ésta, que se publicó en Destino, y la Trilogía de Argel, las demás novelas han sido editadas en español por Alianza Editorial; no son fáciles de conseguir, porque llegan pocos ejemplares, y ya sabemos además cómo están las librerías: impersonales, desarregladas, sin orden lógico, además de polvorientas e inhóspitas. Desde la primera que llegó a México, El escritor, relata de manera dramática la lucha de Argelia por su independencia, la violencia que permea por el territorio, la diferencia entre las distintas nacionalidades que lo habitan, y la disparidad de conciencias, de pensamientos, de maneras de ver la vida; en sus páginas se discuten todos los puntos de vista, y se entienden todos los pensamientos, se comprende el porqué de su violencia, la desesperación de sus actores; el mundo occidental y el musulmán coexisten, departen, pero da la impresión de que uno de los dos es, si no un intruso, cuando menos alguien que carece de legitimidad. No son páginas fáciles de leer, sobre todo porque el autor compromete al lector a que tenga un juicio sobre lo que sucede en ellas.

En El escritor hay no pocas páginas en que el lector recuerda ciertos ámbitos y algunos capítulos de La ciudad y los perros, más allá de lo anecdótico, más allá de un mundo bajo el estricto control militar, y de que allí viva un joven que vive para la literatura. Pero en la que llegó hace poco a nuestras librerías, Lo que el día debe a la noche, encontré muchas similitudes con Conversación en la Catedral; además de que la vida del protagonista se ve sacudida por una guerra civil, y ve desaparecer el mundo que lo rodea, quedan afectados sus sentimientos, porque se enamora de una mujer a la que nunca conquista, y que al final de su vida sabe que siempre estuvo dispuesta a dejar su vida para entregarse a él.
Los sueños, las pesadillas, lo atormentan; esa mujer le está vedada porque, en un momento impensado e imprevisto, se acostó con la madre de ella, embelesado por la belleza, madurez e desinhibición de la mujer quien, meses después, cuando llega la hija ausente y se enamora del protagonista, hace todo para impedir esa unión que, por su conciencia rígida e intransigente, consideraría un incesto. Con ello echa a perder la vida de los dos jóvenes; él, además, es acusado de traición por los amigos; y es acusado de tibio, de neutral ante los acontecimientos políticos y bélicos que se desatan en la lucha por la independencia.
Es cierto que la guerra altera la vida, pero no la detiene; en medio de bombazos, atentados, estallidos, emboscadas, ataques despiadados; en medio de la muerte de amigos, familiares, del terror a salir a la calle; a la angustia de saber desaparecidos al padre, la madre y la hermana inválida; a la de saber que traiciona los ideales del tío que lo crió, el personaje se enamora, se esconde para no ir a las fiestas y reuniones donde está la mujer que lo ama, y que no entiende por qué la evade; siente morir cuando sabe que ella, despechada y dolorida, contraerá matrimonio con uno de sus amigos; ¿vale la pena que siga la vida si se sabe que será desdichada?
Al final del libro se sabe que, después de todos los sinsabores, el protagonista amó, se casó con una buena mujer y tiene nietos a los que adora; ¿en el tiempo que duró su matrimonio dejó de pensar en el objeto de su deseo, en la mujer a la que amó y que lo amó y que era su única posibilidad de felicidad?

Khadra hace vivir a su protagonista, Younes o Jonas –según la religión de su interlocutor–, una vida más dramática que la de Santiago Zavala; en primer lugar, aunque se tratan de épocas similares, no es lo mismo la guerra en que se vio envuelto el pueblo argelino que las revueltas militares que vivió Perú; no trato de minimizar los efectos de una rebelión, de los intentos de asonadas, ni mucho menos de la violencia que se ha vivido en muchos momentos en América Latina casi todo el siglo XIX, el XX y por desgracia el XXI; generaciones completas que han vivido toda su vida en la violencia, que no conocieron la paz; casi todas las naciones centroamericanas, México incluido, han tenido guerras civiles, han sido invadidas, han invadido; han vivido la desgracia de que otros quieran manejar su destino (“no importa el tirano te trate con negra maldad”, dice inesperadamente Rafael Hernández en “Preciosa”; Jorge Negrete sustituye “tirano” con “destino”); han sufrido dictaduras, y lo más grave es que ni siquiera por fuerzas del mismo país que tienen diferentes ideas, sino promovidas por empresas extranjeras.
Pero lo que relata Khadra de cómo estalló, se desarrolló la lucha de independencia y las consecuencias hasta la actualidad, es más violento de lo que relata Vargas Llosa; no carece el peruano de puntos de vista políticos; de hecho, incluso en sus novelas en que menos narra acontecimientos políticos, es bastante político, como lo es toda su generación (Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos, García Márquez…), como lo es casi todo escritor hispanoamericano nacido y desarrollado en el siglo XX, por más despolitizado que parezca. Pero las novelas de Khadra son, si no más radicales, cuando menos exponen un punto de vista de quien vive a diario la guerra más feroz, y desde hace más de 50 años.
En ese contexto, rebeldes, independentistas, gobiernistas, se preguntan por qué Yonas no toma partido, por qué deja que todo pase a su alrededor sin comprometerse; por qué sigue departiendo y queriendo a sus amigos que luchan contra los rebeldes, por qué no rompe con los esclavistas que, además, cometen injusticias con la plena conciencia de que son injusticias, ven sólo por sus intereses, atropellan, sin que él haga nada, aunque podría pensarse que, con sólo juzgar, ya está actuando; ¿pero se puede ser neutral en tiempos de guerra? (Tampoco los rebeldes salen bien parados: actúan por rencor más que por ansias de libertad.)
Ese mismo reproche podría hacérsele a Santiago Zavala; ve correr el mundo sin que haga algo por influir en él; ve cómo se desmoronan los principios con los que creció, pero no es capaz de aceptar y adoptar los nuevos; se limita a criticar a los que actúan; no hay duda de que en Yonas esa supuesta indiferencia está determinada por un amor imposible, y está imposibilitado además de confesar las causas de su desdicha, es fiel a la palabra de la madre de su amada, a la que promete alejarse de ella; Santiago Zavala en cambio le confiesa todo a su amigo Carlitos, un alcohólico que lo escucha, lo juzga, lo acusa, lo entiende, comparte con él la angustia de ese amor imposible, las dudas que lo carcomen; la de ellos es una amistad que excluye la presencia de los demás, la de Anita incluso, porque es el único que sabe de esas dudas, de la presencia eterna de Aída. Yonas no tiene a nadie que lo juzgue, lo entienda, comparta con él esa certeza que lo mina; excepto, al final, el hijo de esa mujer, quien comparte, sin entenderlo ni juzgarlo, ese secreto. Santiago Zavala es su propio juez, y pareciera que abandonó la militancia política cuando sipo que Aída le era ajena.

Vargas Llosa es, desde que comenzó su carrera literaria, un escritor que no excluye la acción política; no son los mismos puntos de vista expresados en 1962, cuando publicó su primera novela, que los que buscó en los años ochenta; no siempre ha sido crítico, sino actor; ha combatido el poder y lo ha buscado; su voz ha sido incómoda incluso para quienes comparten sus puntos de vista; ha combatido a gobiernos que se proclaman de izquierda, pero pocos como él han defendido a los perseguidos, aun cuando piensen de manera diferente que él, y defiende y admira la honestidad y la integridad hasta de sus oponentes. Ha sido amenazado, y en alguna ocasión perseguido.
Yasmina Khadra es un disidente en todo: escribe en francés y no en árabe; perteneció a un ejército acusado de crueldad mientras escribía sus primeros libros; se refugió en un seudónimo aparentemente femenino, y debe vivir en una especie de exilio; comenzó su carrera cuando estaba viva la guerra de independencia, e incluso estuvo en una escuela militarizada (como Vargas Llosa) cuando aún sonaban disparos de la guerra de Argel. Ha sido testigo y actor de una guerra que no ha terminado, y del terrorismo que asuela a su patria, aunque desde hace mucho es francés, para reproche de los radicales (que también le han reprochado a Vargas Llosa haber escrito en Francia y en España). Son escritores muy distintos, pero con muchos rasgos en común. Y en novelas excelentes, al tiempo que han descrito la vida política de su país, han hablado de la crueldad del amor interrumpido, y de tener que cargar para siempre con el castigo de verlo interrumpido por no atreverse a hacer una simple pregunta. ¿Pero alguien puede calificar de cobardía esa indecisión?

Dos apostillas: en Con los Dorados de Villa, Susana Cora le asegura a Pedro Armendáriz que todas las mujeres saben cocinar; en Se alquila marido, el Piporro le dice a Elvira Quintana algo así como "usted es bonita, inteligente, sabe de negocios. No me diga que también sabe cocinar".

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