domingo, 7 de diciembre de 2008

Cabrera Infante, otro inocente pornógrafo

Acaba de aparecer una novela de Guillermo Cabrera Infante; esto es una gran noticia, porque en realidad se trata de su primera novela; aunque Tres tristes tigres fue galardonada con el premio Biblioteca Breve Seix-Barral (dentro de una racha que comprendió País portátil, de Adriano González León, La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé; Cambio de piel, de Carlos Fuentes; Los albañiles, de Vicente Leñero), en realidad no se trata de una novela, sino de una literatura desencadenada, con ciertos enlaces argumentales, que daban un retrato de La Habana nocturna; eso no la descalificaría como “novela” si se le compara con La región más transparente, donde se traza un mural de la ciudad de México a través de diversas estampas que no necesariamente seguían un argumento, y de varias anécdotas que dibujaban el ascenso y la caída de un hombre, de un grupo socioeconómico, o de los arribistas de las clases altas, más una masa informe que servía como un coro griego pero que no sólo atestiguaba, sino que castigaba.
Entre ambos libros hay muchas semejanzas, sobre todo la vitalidad, el vigor y la originalidad (aunque no hay que olvidar que ambas tienen antecedentes de gran prestigio). Pero formalmente, ambas se apartan del esquema tradicional de la novela: en el caso de Cabrera Infante hay que añadir que su otro libro considerado novela, La Habana para un infante difunto, lo es en el sentido en que lo han sido varias novelas no consideradas novelas, como Gambito de caballo, Agua quemada, Todas las familias felices: cuentos que parecen ser independientes pero que juntos conforman una sola trama con diversos personajes incluso distantes y separados entre sí.
Por eso la aparición de La ninfa inconstante (Galaxia Gutemberg, 2008) merece el asombro generalizado, porque se trata de una novela en el sentido tradicional, aunque no dejan de aparecer las constantes de GCI: historias paralelas que enriquecen la trama, pero que no tienen que ver con la anécdota central y que muchas veces quedan truncas.
Cabrera Infante narra la relación entre un personaje que se parece muchísimo a él mismo; lo de menos es que lo sea, sino su intención de que el lector así lo crea; poco importan los detalles: colaborador de Carteles, la revista donde GCI ejerció como crítico de cine con tanta buena fortuna que dejó una escuela de discípulos que no siempre reconocen al maestro, que alguna vez lo superaron, y que en demasiadas ocasiones lo copiaron (con buena fortuna, si por eso son inteligentes, al menos uno de ellos). Poco importan los rasgos del protagonista: chaparro, moreno, gesto arisco pero con las bromas a flor de la pluma, aunque la mayoría de las veces son agresiones contra sus interlocutores, incluidos los lectores; el color de la piel, el rostro achinado (o mexicanizado o semejante al hindú, como él mismo alardeaba –véase la entrevista con Rita Guibert en Siete voces), el gesto arisco. Lo que realmente importan son sus obsesiones: las ninfetas (aunque no se atreve, como su maestro Dodsgson, a usar menores de edad: él salva a su personaje –y a sí mismo— poniéndole una que se le entrega el día que oficialmente ya no es menor: cumple 16 años); las obsesivas citas literarias, cinematográficas y musicales, sobre todo porque sus personajes cantaban boleros; la estructura que rehúsa la linealidad, aunque en esta ocasión cuando menos permite la ilación que tanto evitó en sus libros narrativos anteriores y que tanto le reprochó a García Márquez (entre otras cosas).
También aparecen con frecuencia los que aparentemente son juegos de palabras, pero de manera tan reiterativa que no lo son, sino juegos fonéticos, algunas veces graciosos pero la mayoría sin sentido, más bien como vicio; y asoma, dentro de un relato que parece divertido pero que es muy amargo, un sentido del humor regocijante, no agresivo, ese sentido del humor que es el que predomina en Un oficio del siglo XX, por cierto autocitado más para complacencia de los lectores, como una clave fácil, que como autohomenaje.
Como su amigo Mario Vargas Llosa, quien también emplea a una ninfeta en uno de sus libros más recientes, Las travesuras de la niña mala (tan mala como el título), resulta un moralista escandalizado que castiga a su protagonista femenina (quien también es una cita) y salva al narrador (como en "La plus que lente"); a él le concede ser, en el futuro (narrativo), nada menos que Guillermo Cabrera Infante, mientras que ella se pierde en el anonimato y la mediocridad.
Pero si lo que menos importa de una obra es su moralidad, sino su factura, hay que señalar también que, hasta el momento éste es el libro más accesible de Cabrera Infante, el que ofrece menos tropiezos formales, menos dificultades estructurales o lingüísticas, menos enredos narrativos; si no fuera una anécdota harto triste, podría decirse que es un libro feliz, y que permite sonrisas y dos o tres carcajadas.
La anécdota es muy simple: un hombre maduro, culto, especializado en una materia en la que todos se creen expertos, se entusiasma por una casi adolescente (en México lo sería, y por mucho, porque sucede en los años cincuenta, cuando la mayoría de edad aquí se cumplía hasta los 21 años), con la que vive una historia de amor aunque después se advierte que es de perversión, deseo sexual y desilusión. Pero con ello mantiene interesantes cerca de 300 páginas, y que queda tan inconclusa como todas las historias de Cabrera Infante, y las de la vida real.
Sin embargo, llama la atención un detalle: el desaforado chovinismo de GCI: omite nombrar al autor de “Perfidia”, el insigne bolero de Alberto Domínguez, aunque da la referencia de que es la pieza que bailan Bogart y Bergman en Casablanca (detalle que también omitió Emilio García Riera en su México visto por el cine extranjero); aunque menciona la canción varias veces, no habla de Domínguez, así como tampoco de ningún compositor que no sea cubano. Y llama la atención porque en varias ocasiones GCI reclamó para Cuba la paternidad de “Juárez no debió de morir”; su alegato consistía en que se cambiaba el acento: “Juaréz no debió de morir”, y afirmaba que la letra original, cubana, decía, se refería a “Inés”, y que así sí se acentuaba bien: “Inés no debió de morir, ay de morir”; pero no refería que era correcta la acentuación en un verso posterior: “porque si Juárez no hubiera muerto”, y en cambio “porque si Inés (Íi-nes) no hubiera muerto” no sólo la acentuación es incorrecta, sino que el verso queda cojo.
Tambié se equivoca al citar “La barca”, de Roberto Cantoral (al que tampoco nombra): “Voy a navegar por otros mares de locura”, que jamás dice, sino “tu barca tiene que partir a cruzar otros mares de locura”.
El libro lo salva la perversión de Cabrera Infante, aunque estuvo a punto de echarlo a perder su tentación de ser explícito. Por fortuna, un pudor inusitado le dio la perversión que necesitaba. Pero si la novela se salva, no lo hace el protagonista, que hace que la muchacha huya despavorida ante tanta erudición a ratos trivial que lo hace aburrido, como le reclama ella en algún momento.
Y hay que destacar que en algún momento pronuncia una errata: "hubieron", que de inmediato corrige; sin embargo, varias veces dice que se sentaron en la mesa, y otras a la mesa, sin corrección pertinente. No importa, es una incorrección que comparte con varias glorias de las letras mexicanas.

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