domingo, 30 de noviembre de 2008

Clapton, el redimido

Hace unos días mostré mi incertidumbre por cuándo conoceríamos la respuesta de Eric Clapton a las confesiones de Pattie Boyd acerca de su vida íntima con él y con Harrison; de inmediato me llegó Clapton: la autobiografía, y en español (versión de Ezequiel Martínez, con crédito en la contraportada) para que no me quejara.
En 1985, y se reeditó en 1992, apareció Survivor, the autorizad biography of Eric Clapton, de Ray Coleman. Si se trataba de una biografía autorizada (a eso se dedica Coleman, a que le autoricen los libros que escribe), cabría pensar que habría que añadir sólo lo vivido a partir de 1985, sobre todo en lo que respecta a discografía, directa e indirecta. Pero he aquí que Clapton retoma toda su historia y le da un giro inesperado: hace parecer que toda su vida fue un gran equívoco, incluso en lo artístico, y lo que vale la pena es su actual vida familiar, con su esposa fiel y obediente y sus hijas amorosas (“Un artista es una criatura impulsada por demonios [...] Es completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar su obra […] Lo echa todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad…": William Faulkner.]
Obviamente para todos es mejor la vida placentera y creativa, sin esfuerzos; a lo que no tiene derecho Clapton es a recapitular y descalificar toda su labor como guitarrista y, en menor medida, como compositor; tampoco lo tiene a descalificar a sus amigos, parientes y demás cercanos por haber vivido de una manera diferente a como vive él ahora.
Hay que ir por partes: asegura que desde que se enteró que sus padres no eran sino sus abuelos y que su verdadera madre era una a quien él creía tía, vivió amargado y enojado con todo mundo, y que fue el principio de su inmersión en el mundo sórdido del vicio; lo único diferente es que si antes había confesado confusión, hoy atribuye su conducta “antisocial” al rencor de enterarse por otros de una condición normal y frecuente en esos años de guerra, en que muchos soldados engendraron hijos en países diferentes de los suyos.
A partir de allí hace un relato bastante divertido de sus tropelías, borracheras, conquistas, acostones, ligues fallidos (“a ésta no”, le suplica a Jagger, y como si le pidiera lo contrario, Jagger le dio baje, lo que provocó un distanciamiento de Clapton con los Rolling Stones); confiesa culpas reales e imaginarias, se siente responsable de que Alice Ormsby-Gore se volviera drogadicta y que, como en Días de vino y rosa, él se salvara sin importarle que ella se perdiera hasta el suicidio; desmiente a Pattie Boyd en muchos aspectos, sobre todo en que ni su idilio fue tan glamoroso ni ella era tan inocente, que también le encantaba entrarle a la heroína y a la coca, y que también le daba buen baje al alcohol; da a entender que cuando él se hunde en la heroína, antes de que Pattie acepte irse a vivir con él, su tormento no se debe tanto a que ella no lo acepte sino que se siente traidor a su gran amigo George Harrison; pero cuando más o menos todo se soluciona, la caída en el alcoholismo se debe más al trabajo que a las penas.
Todo se lee con agrado; no los excesos, no los ridículos, no la adrenalina que segrega el protagonista y que confunde con libido ante cualquier chava potable, sino la excelente narración, la prosa fluida, el dominio del lenguaje, aunque eso se deba más a Christopher Simon Sykes y a Richard Steele, los autores fantasma; pero cuando el libro llega a las etapas de la redención, al orgullo de llevar quince, veinte años sin caer en el vicio –cualquiera—; a los elogios de la vida familiar, a los placeres que le da Internet, al chateo, a recopilar canciones navideñas para ir oyendo en el auto, es tan denso y tan aburrido que es la parte en que en esta edición de Global Rhitm Press se acumulan las erratas, los traslapes, las inconsistencias gramaticales: seguro el corrector se aburrió.
Sin ánimo de escandalizar a nadie, un libro de Clapton sobre Clapton nos importa porque se trata de uno de los mejores guitarristas del rock y del siglo XX; no se trata de argumentar que fue uno de los más extraordinarios músicos porque fue drogadicto o alcohólico, pero ninguno de los discos que ha hecho en su etapa de reconstrucción tiene la altura de los de sus mejores épocas, a menos que lo subordine a Johnson, B. B. King, porque incluso los que nos remiten a sus etapas blueseras resultan muy inferiores a Blues Breakers wih Eric Clapton.
Es más elocuente su argumentación de por qué cambiaba tanto de bando (de conjunto, pues): sus intenciones de mantenerse puro, de no traicionar sus ideales en cuanto a músico y en cuanto persona; no caer en el comercialismo en que habían caído Beatles y Rolling Stones, afirma. Él no, él no, se la pasa diciendo; deja a Yardbirds porque su gerente quiere un éxito, y cuando lo tiene con “For Your Love”, renuncia porque se siente indigno; no importa que décadas después admita que no era para tanto, ni esa canción ni las de Beatles ni las de Rolling Stones eran convencionales ni complacientes; se enoja con John Mayall porque éste aprovecha la enorme popularidad de Clapton para anunciarlo en la portada, y deja entonces a quien considera su maestro, para irse a Cream, al que deja porque sus compañeros se la pasan peleando entre ellos y porque ya los fanáticos le piden “solos”; deja a Blind Faith no por celos a Winwood, sino porque los escuchas piden canciones de Traffic o de Cream, lo cual lo molesta y lo demuestra actuando como guitarrista estrella de Delaney and Bonnie, quienes se aprovechan de él para anunciarlo en la portada de Delaney & Bonnie & Friendo on Tour with Eric Clapton.
Esa arrogancia desmedida no la demuestra al afirmar con orgullo que Unplugged es su disco (blandengue, cursi) que más ha vendido en su historia; es cierto que para él, “Layla” ya no es una canción de amor desesperado por la esposa de su mejor amigo, y ya sólo se convirtió en la pieza que más le piden los fanáticos en los conciertos, y no duda entonces de despojarla de su carga subversiva para dejarla en una versión sin detonante posible.
Es una pena que en su autobiografía no hable de los detalles de discos como Fresh Cream; que no hable de los conjuntos en los que realmente perdió su identidad para ser sólo un miembro más (sin albur posible), como Powerhouse y The Papitations; que no abunde en su relación con Marcy Levi, de las sesiones de Slowhand, chance su mejor disco.
Para leer vidas de santos, mejor San Agustín o Santa Teresa, mucho más subversivos de lo que puede uno imaginar. Porque es lamentable que Clapton, quien se ostentaba como un purista incapaz de corromperse, ahora sea amigo y modelo de modistas glamorosos y modista él mismo.
Y por lo que respecta a la edición, además de las erratas, carece de índice onomástico, de bibliografía, de discografía y de buen precio. La traducción es muy legible; sin embargo, se la hubieran dejado a alguien que sepa de rock, porque no se le entienden algunos términos, traduce mal otros, y provoca equívocos: por ejemplo, hay veces que dice que lanzan un disco a la carretera; más bien lo que dicen es que hacen una gira de promoción: “On the road”, dicen los roqueros, pero el señor Martínez no lo entiende, así como otras muchas cosas que hacen que, aunque sea correcta, parezca tan fría y desangelada como los últimos discos de Clapton.
(Esta reseña tiene una dedicatoria: Para Paco Alvarado. Después de una semana con una de las gripes más largas y molestas de los últimos años, el viernes por la mañana me llamó Arturo Basáñez para darme la mala noticia: por la madrugada Marco Antonio Jiménez encontró sin vida a Paco. Conocí a Paco en los primeros días de 1965; era amigo de Benjamín Valdés, y yo lo era de casi toda la familia Valdés, de los padres a los hijos menores Arturo, María, Cuauhtémoc, Socorro y Benjamín; desde entonces hasta muy entrado 1972 nos vimos casi todos los días; hubo una temporada en que nos íbamos –de pinta— diario al Museo de Arte Moderno, sobre todo cuando montaron la exposición La Escuela de París: buscábamos un Modigliani que trajeron, y nos encontramos con Picasso, Miró, Gris, Braque y muchos que no supimos apreciar, pero que disfrutamos con gran intensidad; los domingos volvíamos al MAM a ver El Coronelazo, El Diablo en la iglesia, los autorretratos de O’Gorman, de García Ponce, de Rivera; a Goitia, Coronel, Felguérez, Lilia Carrillo, muchos a los que es imposible mencionar pero que nos dieron la mejor visión que puede tenerse de México.
Paco tenía mucho talento para las artes plásticas, que nunca desarrolló; no sé si por falta de disciplina, de un estímulo, de una guía; su vida se fue por derroteros que no eran los suyos: en trabajos burocráticos menores, administrativos, que no le dieron el vigor que necesitaba pero que surgía en todas sus pláticas, en la manera de disfrutar la música, el cine, la literatura.
Los primeros libros que compré los compartí con él: Las buenas conciencias y Farabeuf; a partir de allí devoraba cuanto le prestábamos, y que no siempre devolvía: se quedó con libros míos de Conrad, Katherine Mansfield, Hemingway; lo utilicé como protagonista en todas mis novelas: Háganme lugar; Tú, por ejemplo; es el principal personaje de Una ola que se estrella contra las rocas y aparece con mucha frecuencia en El juego de las sensaciones elementales, tanto en las partes que narro como en las que narra Sainz.
Seguirlo era difícil: incursionaba en terrenos que a los demás nos asustaban, y lo hacía con naturalidad y desenfado, sin sentir que se trataba de desafíos a lo natural, a las buenas costumbres; pero detrás de sus actos había una crítica a todo, que era lo que más temíamos, porque lo llevaban al desenfreno.
Después de 1973 lo vi poco; unas cuantas visitas, llamadas esporádicas, sesiones donde abundaba el alcohol y que lo conducían a estados alterados; nos enterábamos de caídas, recaídas, que nos hacían sospechar que había rebasado incluso sus propios límites; nuestros amigos comunes tampoco lo vieron mucho; sólo en los últimos meses fue acogido por la bondad de Marco Antonio Jiménez, su mejor amigo en los últimos años.
Si se compara su vida con la de muchos personajes legendarios del México bohemio –el Vate Frías, Miguel Othón Robledo, Jesús Luis Benítez—, Paco no se les acerca (Margarita García Flores lo llamó “el miembro más joven de la Mafia”), porque nunca intentó escribir; vivía con denuedo mientras que cuando leía estaba apaciguado, y cuando íbamos a saludar a Salvador Elizondo, por ejemplo, entraba en trance filosófico que le duraba semanas, y si se considera que cada 15 días le caíamos a Elizondo, se comprenderá que no andaba provocando ni desafiando ni demostrando nada; de hecho, podía ser el más encantador de todo un grupo, sobre todo cuando había mujeres alrededor; su vida en sí constituyó un desafío: estaba destinado a cosas y actividades que no quiso o no pudo desempeñar.
Lo conocí hace 45 años, pero en los últimos 35 lo vi unas diez o doce veces; nunca dejé de considerarlo uno de mis amigos más cercanos y más queridos, y lamento que se haya alejado tanto de todos los que lo apreciamos; si ya lo extrañaba, lo extrañaré más.)

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