lunes, 10 de noviembre de 2008

De suspiros compartidos

Hay pocos actos humanos donde importe tanto la calidad como la cantidad. El más significativo es el beso.
En una cinta de 1926, John Barrymore da y recibe 126; en 1971 uno solo estremeció a público e industria cinematográfica: el que se dan Peter Finch y Murria Head, haciendo a un lado a la fina y elegante, pero muy cálida, Glenda Jackson; muy poco después, Ted Nealy y Carl Anderson, ambos hombres se dan el único beso que debió haberles dado Yvonne Elliman, aunque como tenía pretexto bíblico, impresionó menos.
Uno de los más recordados besos en cine es el que se dan Deborah Kerr y Burt Lancaster en From Here to Eternity, a principios de los cincuenta, con el agravante de que están en traje de baño, en una playa solitaria, y juntan sus cuerpos como no se acostumbraba en esos años.
Poco después, Angie Dickinson, en mallas, besa a John Wayne, y exclama: “sabe mejor cuando lo hacen los dos”; impresionó porque mostraba las piernas mientras besaba ávida a un hombre demasiado vestido. En El Dorado, que es réplica, respuesta o variación de Río Bravo, John Wayne vuelve a ser sermoneado, ahora por Charlenne Holt, con una variante que hace pensar que el vaquero era poco diestro o se hacía el mustio.
En El gavilán pollero, cuando Lilia Prado le da picones a Pedro Infante con Antonio Badú, el primero pregunta “Besa sabroso, ¿verdad?”; como en esa época la mujer que besaba a varios (como la que iba al cine con dos) se veía sometida a un proceso de devaluación (en cambio, mientras más besara un hombre quedaba mucho mejor cotizado), Prado debe asumir el papel de villana; pero la escena resulta inolvidable.
También en los años cincuenta, un periodista quiso denigrar a Elvis Presley e inventó que había dicho que prefería besar a tres negras que a una mexicana (cualquiera prefiere besar a tres que a una, apunta Óscar Sarquiz), y varias mexicanas se apresuraron a decir que con ellas no se había portado tan mal. Fue uno de los primeros síntomas de la evolución femenina, cuando pasaron de víctimas a victimarias y asumieron un papel más activo que pasivo.
Considerando que la etimología de beso nos remite no sólo a los orígenes del idioma, sino de la civilización occidental, es fácil deducir que ha sido una práctica común en todas las culturas, con diferentes grados de importancia. Uno de los mitos más generalizados es el que afirma que el primer beso nunca se olvida, pero los erotómanos coinciden en que hay uno que borra todos los demás, y que suele haber varios primeros besos.
Gómez de la Serna afirma que el primer beso es robado, pero las mujeres, que desmienten todo, aseguran que es falso, que siempre saben cuando van a ser besadas por primera vez.
Cuando proliferan pierden sentido; dicen que en eso consiste la diferencia entre hombre y mujer: para unos es una conquista, y para ellas es el primer paso.
Cuando se convirtió en rutina el saludo con beso en la mejilla (que no comenzó en Troya, como hace creer la cinta con Brad Pitt), y sólo fue un tronido al aire, e incluso se saludaba de beso a quien se acababa de conocer, para demostrar que había deferencias se puso un elemento extra: sustituir el beso con un abrazo de más de tres segundos de duración, y a los privilegiados se les pasaba la mano derecha por la espalda, más sobándola que acariciándola.
Los escritores franceses son los que se han referido con más fervor a los besos, sobre todo a los furtivos, los prohibidos, los sorpresivos. Pero hay muchos ejemplos.
Entre las muchas referencias a los besos destaca una en la que no hay contacto: Beso: en el milímetro que nos separa caben todos los abismos (Carlos Drummond de Andrade). Diferencias aparte, en los años ochenta Jaime López destaca una relación en la que no hay besos: “Echémosle la culpa al camionero / de nunca habernos dado un solo beso”.
Como en muy pocas otras cosas, son tan importantes los besos que no se dan que los que se dan, y a veces más, y pesan mucho más los que se reciben, como dicen con sencillez los Beach Boys después de una larga relación de un cortejo difícil y tímido: “And then I kissed her”.
Hay costumbres que fuera de su ámbito natural nadie las adopta, aunque no dejan de llamar la atención; en los torneos llamados campeonatos mundiales de futbol vemos con burla que los integrantes de algunos equipos, sobre todo de países europeos, se felicitan dándose besos en las mejillas, y entonces alguien saca a relucir que en ciertos ejércitos cuando un superior condecora a un subalterno lo hace con picoretes en los cachetes.
Los fanáticos del beisbol, con suficiente edad, recordarán que en su último año Beto Ávila fue besado en la mejilla por Warren Spanh, posiblemente el mejor pitcher zurdo de la historia, cuando un jonrón suyo rompió una racha de derrotas de los Bravos de Milwakee, y finalmente llegaron a la Serie Mundial.
Aunque para todos es importante un beso, su popularización actual nos hace creer que significaba más cuando costaba mucho conseguirlo; no es raro que en la mayoría de las cintas de los años veinte a setenta culminaran con un beso entre el héroe y la muchacha, que resumía el final de las historias infantiles y juveniles: “y vivieron felices para siempre”, así se tratara de cintas bélicas, de aventura, western o de intriga; tampoco fue raro que muchas historias sentimentales finalizaran sin beso entre la pareja (“quizá viva lo suficiente para olvidarla; quizá muera en el intento”).
Entre las descripciones más memorables de un beso se cuenta la de Victor Hugo, cuando pone a la bella y tonta Esmeralda en brazos del mediocre Febo, quienes se besan con ardor pero sin amor, y ponen más interés a lo que hacen con las manos (esa escena la retrató con fidelidad Tim Burton en Batman). Pero no menos ardientes son las que describe Flaubert de los besos adúlteros de Emma Bovary; esa clandestinidad la entendió muy bien el ahora anónimo autor de “qué bueno es el pan con queso, pero es más sabroso un beso debajo de un sombrero ancho”.
No hay ansiedad más grande que la provocada por la proximidad de un beso, como alegaron con distinto tono Luis G. Urbina y Manuel M. Flores, y que modernizó Joaquín Sabina (“no tembló un pájaro en tu pecho”). Y si la literatura sentimental ha hablado de la perdurabilidad del primer beso, los erotómanos hablan con elocuencia del último, a la manera trágica de Polo, en uno de los peores rocks mexicanos, o mejor, con la intensidad de que se está ante el último romance, como lo hace con plenitud y satisfacción Rubén Bonifaz Nuño (en plena madurez).
Sin embargo, nada provoca más entusiasmo entre los observadores que los besos en los que participan todos los sentidos; nada se ve con más envidia que los besos que prodiga Tin-Tan que no queda más que exclamar, elocuente aunque intraducible, “!más mezcla, maestro, o le remojo los adobes”. Y es que entonces el beso no es más que un preludio.
También las canciones han hablado harto de los besos, lo que retomaremos la próxima.

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