domingo, 21 de diciembre de 2008

Wharton antes de Wharton

Es popular debido al éxito de la cinta de Martin Scorcese basada en su novela La edad de la inocencia, con Michelle Pfeiffer y Wynnona Ryder, pero su rescate empezó a finales de los setenta con la publicación, por parte de la entonces benemérita Alianza Editorial, de sus Relatos de fantasmas, una colección de cuentos de muy diversas épocas con el tema de los seres que rondan, en espíritu, el mundo de los vivos.
Edith Wharton, quien vivió la muy traumática transición del siglo XIX al XX y se dedicó a escandalizar a las buenas conciencias, es ahora una de las autoras más prestigiadas, precisamente porque sus novelas presentan un desafío a la sociedad convencional (incluso ahora).
Las muy fragmentadas biografías resaltan que su vida misma fue un desafío al vivir relaciones bisexuales que molestaban a la mojigatería de su tiempo, desde sus primeros relatos cortos, y a partir de su tercera novela, La casa de la alegría, que fue decisiva para su consagración y que también motivo el acercamiento y protección de Henry James, uno de los mayores novelistas del siglo XX, célebre por su Otra vuelta de tuerca, pero con demasiados libros excelentes.
No abundan los libros de Wharton en español; ya no circulan los Relatos de fantasmas, hay dos o tres ediciones de La edad de la inocencia, pero no la de Tusquets, que es la más recomendable, ni Un hijo en el frente, que pese a ser ficción es un estremecedor testimonio de lo que significa la guerra en el plano individual o familiar, la angustia diaria de saber a la gente cercana en peligro de muerte.
Acaba en cambio de aparecer, en la española Impedimenta, Santuario (2007, con una reimpresión en apenas tres meses), la segunda novela de Wharton y que la muestra indecisa entre el desafío moral y la traición a la ética y a la rectitud.
Escrita (o publicada) a los 41 años de una edad muy avanzada para la época, Santuario hace recordar más las novelas de los siglos XVIII y XIX que las historiad de James, de quien Wharton es heredera o espíritu afín, según el muy oneroso prólogo de Marta Sanz; coincide con algunos relatos de James en que la protagonista tiene una conciencia que la hace pensar en abandonar una situación cómoda, cuando descubre que su prometido (qué concepto tan lejano ése, de apenas hace un siglo) miente, y no por ocultar una infidelidad, un pasado oscuro, una debilidad, o alguna cuestión religiosa o de pensamiento político, sino en un asunto más grave: por quedarse con el dinero que le correspondería a su cuñada y a su sobrino, lo que lleva como consecuencia la muerte de ambos, en algo que provoca sospechas de asesinato o cuando menos de indiferencia criminal.
Ante la certidumbre de la mentira, la protagonista, quien ha decidido romper la promesa matrimonial, recibe todas las presiones y chantajes, es acusada de fría, de no amar; y cede, aunque cada vez está más convencida de tener la razón.
El lector actual no tiene ningún derecho a juzgar a la protagonista como si fuera 2008 y no 1902, cuando el destino de la mujer era el matrimonio como fin, y además la sumisión, pero uno piensa que si tanto resquemor le causa saber que parte de la fortuna del marido es cuando menos ilícita, y si tanto carácter y fuerza de voluntad le otorga Wharton, entonces por qué cede.
Lo más grave no es ceder ante la presión del prometido, de la suegra, de los padres; lo peor es que pocos años después verá cómo se repite la situación, pero ahora con el hijo (felizmente el esposo muere a los muy pocos años de su fechoría, y luego de comprobarse que en efecto su comportamiento fue criminal), que traiciona a su mentor y mejor amigo para ganar un concurso de arquitectura; traiciona a la mujer que lo ama, y traiciona a la madre.
Esta novela, que tiene el mismo título que una de las principales obras de William Faulkner, plantea un dilema moral: qué debe hacerse cuando se descubre que alguien cercano comete traición, o se aprovecha de una situación para tomar ventaja en algo que signifique una situación determinante en la vida.
La protagonista ni siquiera tiene el pretexto del amor, porque cuando descubre que el prometido es un gandalla deja de sentir ningún tipo de pasión, le pierde el respeto y lo desprecia. ¿Por qué entonces lo acepta, por qué no lo denuncia, cuando menos ante la suegra chantajista, ante el padre dubitativo? Y si el prometido actúa así, ¿no previó que el hijo iba a heredar la gandallez, no pudo educarlo —sola, por la muerte prematura del marido— de tal manera que no se aprovechara de alguna situación hipotética antes de que se convirtiera en algo real más que en una posibilidad?
En las novelas del siglo XIX, antes de Madame Bovary, las mujeres le estorbaban a los novelistas, que cuando no sabían qué hacer con ellas, hacían que se desmayaran, con lo que no tenían que tomar decisiones importantes ni mucho menos determinantes; cuando regresaban de su desmayo ya se había solucionado todo.
Después las protagonistas de las grandes novelas (Stendhal, Flaubert, Zolá, Tolstoy, Dostoievsky) son víctimas de las circunstancias, pero no de su debilidad. Por eso asombra que una mujer como Wharton haya escrito una novela nada convencional, en la que los hombres, cuando menos los dos principales, sean débiles, truhanes, mentirosos, traidores, que tan fácilmente se autoconvenzan de que no actúan mal y que más bien era de justicia la muerte de sus contrincantes; que la protagonista, y las otras mujeres que aparecen, tengan tanta fuerza, negativa o positiva, pero que de cualquier manera se permite que triunfe el mal.
Wharton no es, pese a todo, imparcial; en todo momento hace ver que la protagonista tiene razón cuando piensa mal, trasmite los sentimientos de dubitación, de incertidumbre, su juicio condenatorio; no se introduce en la mente de los protagonistas masculinos, pero sí en los de las mujeres, y deja ver una batalla entre la ética y el amor, o cuando menos la duda entre la sinceridad de los hombres ante el mal, y que son tan débiles que terminan confesando su crimen. ¿Por qué triunfa el mal por sobre la evidente virtud?
Santuario pudo ser más compleja, pudo ser precursora de una literatura feminista —en el buen sentido de la palabra— y no bosquejo de las bajas pasiones humanas con un tratamiento maniqueo; pudo ser una muy buena novela, no una curiosidad literaria, una obra menor de una gran escritora.
Pa’ molarla de acabar, la traducción de Pilar Adón carece de la audacia de la prosa de Wharton, contiene los solecismos acostumbrados en la industria editorial española que vive una fiebre por traducir tan apresurada que entrega malos resultados; Wharton siempre se distinguió por su sutileza, por su ironía y agudeza, elementos que no se transparentan en la traducción, ni se dejan ver en el prólogo de Sanz, demasiado explicativo y laudatorio; que intenta, sin lograrlo, equiparar Santuario con La edad de la inocencia, y sobre todo con los relatos de fantasmas que fueron los que la hicieron grande (antecedentes de la intención de Fuentes en Aura, Una familia lejana, "Chac Mool", Cambio de piel) y que ya había comenzado a publicar cuando emprendió esta novela, que le quedó muy corta tomando en cuenta sus intenciones y su talento.

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