viernes, 26 de febrero de 2010

De cómo escribí de beisbol

Así que comencé a escribir de beisbol; aunque admiré a muchos jugadores de la Liga Mexicana (con el mismo razonamiento que apliqué para los peloteros de las Mayores), sus hazañas estaban muy lejos de los de Estados Unidos: el club era de los cien jonrones y en las Mayores era de 300; aquí, con mil hits entraban a la llamada inmortalidad del deporte, y en las Mayores necesitaban 3000; cien victorias bastaban para pertenecer a la elite, y en las Mayores, 300; cierto que la marca de bateo era más alta en México, para una temporada, pero con muchísimos menos juegos, y con todo y eso la diferencia no es tan abismal como parece, y también para una temporada, el porcentaje de carreras limpias en México era considerablemente más bajo, pero en una temporada mucho más corta.
Pero había peloteros formidables: la elegancia de Arturo Cacheux, la enjundia de Enrique Castillo, la contundencia de Miguel Sotelo, la consistencia de Ramón Arano, la finura de Frank Barnes, en cuanto a pitcheo; la perfección de Héctor Espino (la anécdota que cuento en el libro de él y Tito Monterroso podría haberse perdido, porque Tito me habló de Espino en La Ópera, sin testigos), la consistencia de Miguel Suárez, en fin, los Camacho, los Guerrero, Santos Amaro, Mario Ariosa, Felipe Montemayor, no exagero si digo que se acercan a cien los excepcionales, y 500 los simplemente muy buenos. Tal vez la diferencia se defina en la calificación que le daban a Montemayor los expertos de las Mayores: “tiene un swing tan bueno como el de Ted Williams, pero no le da a la pelota”.
Hay muchos libros de beisbol en México; algunos los he conservado, aunque no los he releído, cuando mucho he consultado algún dato, alguna fecha, pero siempre me quedo con la sensación de que son imprecisos, exagerados, de que los autores no se guían por el gusto del deporte, y que, como casi todos los cronistas, los reporteros, los redactores de las secciones deportivas de diarios, revistas y canales deportivos, carecen de objetividad, o sufren de parcialidad; al menos, es lo que dejan ver cuando narran juegos: “le van” a un equipo; no sé si fingen, pero al menos públicamente confiesan su simpatía por alguno de los contendientes, lo que les resta objetividad; es posible que actúen, para entusiasmar a los televidentes. Pero los resultados, cuando hacen algún libro, evidencian esas carencias, la redacción suele ser floja y, repito, es dudosa la precisión de los datos.
De cualquier manera, había ya suficientes historias del beisbol en México, pero ningún libro que hablara del beisbol en la historia de México, como tan abruptamente ofrecí dar ese enfoque en un libro que fuera diferente de los demás; y me topé con que podría hablar de Fernando Remes, de Jorge Fitch, de Leo Rodríguez, de Aurelio Rodríguez, del Yaqui Ríos; incluso de Beto Ávila, a quien no vi jugar pero fue del primer pelotero de quien escuché su nombre, cuando en 1960 Humberto Huerta me dijo, con azoro, que Ávila había realizado un pisa y corre desde la segunda base.
(Antes de él, sólo había oído hablar de futbolistas, también por Humberto Huerta, y de jugadores de futbol americano, en especial de Mario Yáñez Correa, un excepcional quarter back, defensivo profundo y, cuando se necesitaba, un pateador más que regular.)
Pero cuando la huelga en 1981 me decepcioné. El hecho de que fueran los de la Anabe reconocidos como la liga legal, por las autoridades, y que las televisoras y los periódicos los ignoraran, hizo que mi atención la enfocara sólo a las Ligas Mayores, y a veces me sorprendo cuando jugadores tan poco destacados como Chili Davis haya llegado a los 300 cuadrangulares, algo que apenas pudieron hacer algunos excelentes como Chuck Klein o Rogers Hornsbey.
Me declaré incapaz de seguir hablando de la Liga Mexicana después de la huelga. Lo resolví pidiendo a Diego que se hiciera cargo de esa parte. Aceptó, porque además de que sabe todo de esa época, siempre quiso escribir de beisbol. De hecho lo hizo, en El Financiero, aunque le mochaban las notas o las cabeceaban mal; tuvo una columna en el Esto, con la complicidad de Óscar Alarcón, e hizo algunas entrevistas, pero había competencia desleal, y finalmente se dedicó a la edición de libros, con bastante éxito y eficacia.
Que sabe escribir lo demostró en cuentos, algunos recopilados en su libro Extrainning, y en Una aventura patológica; ése no era el problema, sino que es impaciente; apenas le pedí su colaboración, a partes iguales, y comenzó a presionarme para que escribiera un capítulo para emprender el suyo; me llamaba dos o tres veces al día para preguntarme si ya le pasaba material, pero yo no carburaba; aunque presiono a la gente que trabaja conmigo y soy muy exigente, cuando me presionan me detengo y hago varios intentos antes de hallarle el modo; como dice Javier Ibarrola: “no me arreen porque me echo”.

Aunque hice mía la premisa de los novelistas y los cineastas de los años sesenta, de que hay que contar una historia con principio, desarrollo y final, pero no necesariamente en ese orden, decidí empezar por el principio: la mención del beisbol en revistas culturales; por desgracia, en México no abundaron las cintas que hablaran de beisbol, aunque sí las escenas en donde el protagonista se convierte en héroe de un juego, como en el caso de David Silva que batea un jonrón imposible en el Parque 18 de Marzo, precioso diamante, aunque con tribunas cuchas y el dugout insalubre (por eso ningún equipo entraba en ellos y se exponían a los pelotazos por sentarse fuera); la escena tiene lugar en Un lugar para…dos, y no tiene más importancia que, en la comida para celebrar el triunfo que consiguió Silva con ese batazo, baile un sabrosísimo danzón con Katy Jurado, a la que va empujando con los pasos del baile, hasta llevarla a un camión abandonado; o el batazo más imposible aún que conecta Tin Tan en El mariachi desconocido, que sólo sirve para mostrarlo coqueteando con Rosita Fornés, aunque los fanáticos veamos cómo lo regaña Ramón Bragaza y lo acusa de favorecer a unos apostadores.
La lista de cintas estadounidenses en las que el tema principal, o cuando menos el pretexto, es el beisbol, es enorme, tanto como las dedicadas al boxeo; sólo que no hay cinta beisbolera que no sea conmovedora, hasta donde un niño adquiere un brazo más poderoso que los profesionales, o en las que un niño hereda a los Oseznos mal llamados Cachorros de Chicago y los lleva a la Serie Mundial (a la que no asisten desde 1945 y no ganan desde 1908); y hay algunas excelentes, como la historia de Lou Gehrigh, o la de Jimmy Piersall, o la de los nueve expulsados por la Serie Mundial de 1919. También le hemos regateado la mención en la literatura. No tenemos un equivalente a The Natural, ni en el cine mexicano hay algo parecido a Once pares de botas, ahora olvidada pero en los cincuenta, célebre cinta sobre futbol y en la que participa, que no actúa, Alfredo D’Stefano, argentino que jugaba para el Real Madrid y para la selección española (por cierto, en esa cinta hay un personaje apellidado López Salgado, como después, en los setenta, militó en el Cruz Azul un jugador con los mismos apellidos).

Lo difícil fue empezar: tenía que encontrar un tono imparcial que no delatara las debilidades propias de todo aficionado al deporte; hay quienes piensan que los fanáticos de una actividad son buenos críticos; por el contrario, cuando alguien no se deja seducir por una actividad puede ser más imparcial al juzgar; por otra parte, como afirmamos en el libro, en el beisbol existe la admiración hacia el contrincante; es probable que exista en casi todos los deportes; si no la admiración, cuando menos el respeto; no así en los fanáticos, y a veces en los comentaristas: hubo quien, sin otra explicación que su intransigencia, terminó un programa con la súplica: “ojalá pierda el América”.
Evadí mi admiración por los equipos, no así por los jugadores, pero intenté conservar el tono objetivo, y me enfoqué más a resaltar los acontecimientos no deportivos que afectaron al beisbol; mientras terminaba el primer capítulo, Diego me apresuraba, alegando que mientras más me tardara menos tiempo le dejaba a él; pero me tardé porque a cada rato él me desmentía: no había sido un jugador, que yo recordaba, sino otro el que había realizado una hazaña; no habían sido 17 sino 18 los ponches recetados en un juego; fue por el jardín izquierdo, no el derecho, el jonrón que decidió un juego.
Por ello, cada que terminaba un capítulo se lo entregaba a él, para sus observaciones y sus correcciones; no en balde jugó desde los cuatro años, no en balde lo llevaba al Parque del Seguro Social hasta que comenzó a ir solo; no en balde no podemos ver juntos un juego porque por comentarlo perdemos detalles.
Pero nadie me ha presionado tanto como él para terminar un libro.
(Los datos y hazañas de peloteros a los que no vi se los debo a Marco Pulido, a Juan José Utrilla, y a Diego.)
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