domingo, 14 de noviembre de 2010

El diccionario de los mexicanos


Gabriel García Márquez se dedica a molestar a la gente, y sus efectos duran mucho tiempo; uno de los más graves fue el que produjo cuando escribió contra todos los diccionarios y sólo salvó el de María Moliner; el efecto no se concretó a que mucha gente acudiera a ese diccionario, que es de uso, y en cambió atacó al de la Real Academia; la gente lo siguió fielmente sin cuestionar sus afirmaciones, sin revisar lo que decía y cuáles eran sus razones.
Tenía (o tiene) razón, pero no nomás porque sí; el de María Moliner, que además ha cambiado y en la versión que puede conseguirse ha perdido mucho de lo que dicen los expertos caracterizó la primera edición, tiene una virtud: es bastante libre y moderno; tiene un pequeño defecto: no es tan riguroso. Es un diccionario de uso, como lo indica su nombre (contra la opinión de muchos amigos sabios, creo que los diccionarios tienen nombre, no título); como diccionario de uso, orienta acerca de cómo puede usarse el español, no cómo debe usarse. En su tipo es bastante más útil que otros que sugieren, como el de Manuel Seco, mucho más reciente pero no más moderno.
Es decir, el de Moliner ayuda a los escritores, pero no a quienes no lo son.
Para saber el significado de una palabra, y su correcta ortografía hay muchos otros diccionarios; tantos, que gente como Antonio Bolívar tiene toda una habitación de dimensiones considerables llena, de pared a pared, de diccionarios de todos los tipos y especialidades; dicen que Jaime García Terrés competía con Bolívar (entre bibliómanos siempre hay competencia) por el número y la diversidad de sus diccionarios. En cuanto a los lexicográficos, también los hay por montones, y esa variedad a veces crea confusiones: alguna vez un amigo, el autor de varios diccionarios, desesperado por las constantes e inoportunas consultas que le hacía un famoso fotógrafo, le recomendó que se comprara un diccionario; ¿cuál?, le preguntó, y el muy insensato le dijo que el de la Academia; al día siguiente el fotógrafo llegó con el Diccionario Academia en la mochila; que no es que sea malo, pero es escolar.
Hay diccionarios y enciclopedias tan extravagantes que abundan los que hacen que los no especialistas hagan gestos de extrañeza cuando ven que alguien tiene más de un diccionario, y cuando comienzan a ver que hay sobre el lenguaje marítimo, el que emplean los argentinos que desean ser vistos como cultos, el que se refiere a los nombres de los genitales (y tan variados que abarca tres tomos de buen tamaño), los que intentan descifrar el lenguaje del hampa, o el de los jóvenes, o el de los marginados, o el del mexicano más corriente que común, sobre lo ofensivo de los adjetivos, sobre los anglicismos y galicismos que empobrecen o enriquecen el español; diccionarios gastronómicos, deportivos, biográficos (de revolucionarios, de políticos, de funcionarios de antes y de después); algunos que intentan ser humorísticos; geográficos, y algunos que sólo le funcionan a especialistas, como los de mexicanismos, los americanismos, y otros que son de consulta restringida, pero harto divertidos, como el Covarrubias o el de Autoridades. O los etimológicos, que por lo visto no le sirven a los escritores; o los de Corripio; no hay que asustarse: son los de incorrecciones, de sinónimos y antónimos, el ideológico (tampoco hay que asustarse, no es de política), el de dudas, que sí resuelve dudas, no como los de Seco y el Pahispánico, y el etimológico casi tan bueno aunque más breve que el de Corominas. Por desgracia, descontinuados. (Guido Gómez de Silva ha hecho varios diccionarios, todos, menos el de mexicanismos, excelentes y obligatorios, además de ágiles y divertidos, como no suelen ser los diccionarios, a menos que uno los lea para pescarles errores y erratas.)
Hay incluso antidiccionarios, como los de Raúl Prieto, como Madre Academia, en que se dedica a desautorizar al de la Academia, por lo regular con buenas razones, pero caótico y de difícil lectura, aunque siempre regocijante. Hay un diccionario de Flaubert, que se ha llamado de diferentes maneras (lugares comunes, ideas hechas, tópicos, de la estupidez) y publicado muchas veces, acompañando algún libro o en edición independiente. O el de Ambroce Bierce afamado aunque difícil de conseguir. Hay diccionarios de escritores que por desgracia siempre están tan desactualizados que para consultarlos hay que considerar que sólo están completas sus fichas si el autor ya falleció; o incluso así, no siempre incluyen todas las ediciones pertinentes de sus obras (por ejemplo, hay uno en que nos dedican el mismo espacio a Rosa Montero y a mí, aunque después de eso su producción se multiplicó, se enriqueció y además se hizo famosa); hay cinco diccionarios de escritores mexicanos; el primero, cuya vigencia es actual, sólo incluía a los famosos del siglo XIX y a los muy célebres del XX (fue fustigado por Gabriel Zaid porque la autora del ensayo que lo corona tiene más espacio que el consagrado a Sor Juana, Paz, Reyes o a Rulfo); otro, más o menos completo, de escritores del siglo XX, en nueve tomos, pero cuando salió el último habían pasado cerca de 20 años de que apareció el primero, además de que incluye autores apócrifos o inéditos, y excluye a otros tan importantes como Efrén Rebolledo y Miguel Capistrán; otro, de escritores sólo del siglo XIX, y otros dos, que más bien son ficheros, el primero muy bueno, y el segundo, de la misma autora, malísimo. Y por no hablar de los diccionarios que trasladan de un idioma a otro cualquier palabra, útiles para los estudiantes de prepa y para los traductores, aunque no sólo para ellos, además de que muchos traductores ni siquiera los consultan.

Se dice que toda familia debe tener un diccionario en el hogar; diccionario lexicográfico, se entiende; son útiles para las tareas escolares, aunque en ninguno encontramos hace días la vida promedio de los colibríes ni de los ahuehuetes; son útiles para no atorarse en la lectura de alguna novela, sobre todo traducida por Anagrama; es decir, para aclarar el significado de una palabra (en “Si conociera a María, amaría a María”, Les Luthier acuden a un diccionario para ver si pueden hablar de la “dicotomía” de la mujer a la que dedican unos piropos; en What’s new, Pussycat?, Peter Seller exige que no le espeten ningún calificativo hasta no ver, en un diccionario, qué significa; y ya en plan de confesión, fui atacado por una vecina cuando le dije que ella pecaba de puntillosa; una semana se tardó en ver en un diccionario que no la estaba atacando). La cantidad de diccionarios de esta naturaleza es incontrolable, sobre todo porque la mayoría de las familias lo compra hasta que al hijo mayor se lo piden en la escuela, para quinto o sexto de primaria, y no vuelven a utilizarlo; entre otras cosas, ignora la gente que los diccionarios deben actualizarse; así, las grandes enciclopedias para evitar que cada cinco, o diez, o quince años, los clientes tengan que cambiar toda la edición, cada año sacan un volumen con actualizaciones (hechos significativos, inventos importantes, cambio de estado civil de los personajes importantes –uno de los mejores diccionarios biográficos de México no incluye personajes vivos, aunque ya han incluido a alguno que erróneamente seguía vivo).
El diccionario de los hogares mexicanos no es mexicano, pero lo tratamos con familiaridad, y no lo sustituimos; algunos, los maniáticos, simplemente lo renovamos. (En esto de los diccionarios las anécdotas son inevitables; en El Financiero doné un Pequeño Larousse; fue de mucha utilidad, pero al parecer las únicas dudas surgían con palabras que iniciaran con la A, y eso hasta ACT, porque lo fueron deshojando al grado de que en pocos meses estaba desencuadernado, y le faltaban las páginas que incluían hasta la sílaba ACT al inicio de palabra; como hacían falta diccionarios en el periódico, Luis Acevedo pidió que todas las secciones entregaran sus diccionarios, en general en mal estado, para que se los renovaran; como se tardaron, preguntamos qué pasaba: es que ya no hay esa edición, y los estamos buscando en librerías de viejo, nos contestaron.) Se trata del Pequeño Ilustrado Larousse, francés hecho en España, y que ha llegado a México desde hace un siglo. Lo están conmemorando poniendo en circulación la Edición Conmemorativa Bi-Centenario. Se trata, todos lo saben, de un diccionario enciclopédico.

Larousse tiene muchos diccionarios: de vinos, de cocina (los gastronómicos son inútiles excepto en su país de origen; uno necesita otro diccionario, al lado de ésos, para saber cómo se llaman en México las judías o los guisantes, o qué usar cuando piden que se agregue crema, o qué va a resultar de la receta, si cajeta o macarrones, cuando intentamos hacer un dulce de leche; la mayoría de los cocineros a la mitad de la receta comienza a improvisar porque no entiende ni los ingredientes ni las cantidades ni los procedimientos; si no me creen, intenten hacer una sola receta de las Cien recetas de arroz, de Alianza Editorial; hay otro riesgo: que mientras se consultan, se queme el guisado), uno hermosísimo de imágenes, el Visual Multilingüe, que me ayudó entre otras cosas a no imaginarme de más cuando en los libros españoles aparece una protagonista en combinación, aunque no me ayudó a explicarme por qué ellas usan bragas si no tienen qué bragarse (en cambio los mexicanos, dicen Manuel Esperón y Ernesto Cortázar, somos bien bragados –los hombres, quieren decir); en diferentes idiomas con un complicado CD-ROM que supuestamente ahorra tiempo en la consulta si se carga bien en la computadora, aunque no toman en cuenta que hay que cerrar, o minimizar el texto que se lee o se escribe, buscar en el directorio de programas el referente, abrirlo, hacer la búsqueda y leer el significado o el equivalente; cerrar el programa, y abrir el que se estaba usando, y verificar que no lo hayamos perdido (ay, si yo les contara, como decía Piazza…; pero cometería una indiscreción con varias glorias literarias mexicanas); y éstos son tan buenos y prácticos cuando menos como los mejores, como el Cuyás; y hay en ediciones breves, para novatos, o extensas, para los más puntillosos.
Tienen una Enciclopedia que compite, si no en extensión sí en utilidad con el Espasa Calpe, porque éste es más bien para hipocondríacos (para éstos, entre los que me incluyo, hay uno más accesible: el Diccionario de Especialidades Farmacéuticas, con el inconveniente de que no tiene arreglo con todos los laboratorios y por lo tanto no están incluidos todos los medicamentos), con el problema de que casi no hay casa que tenga espacio para esa edición y sus libros anuales, como tampoco hay muchos que tengan espacio para la Espasa Calpe ni para la Británica, que es la más citada aunque de las menos consultadas, y cuya edición en español es muy deficiente.

Volvamos al Pequeño Larousse Ilustrado: casi siento pudor al describirlo porque todos lo conocen; cometí el error de no renovarlo hasta que conseguí el Diccionario Enciclopédico de Selecciones, en 12 tomos muy manejables, y excelente; superior, creí, al Larousse porque incluía más personajes, y las definiciones eran más extensas; grave error: salieron dos ediciones, la roja y la azul, y hace más de 20 años que dejaron de hacerlo, nunca se renovó, y sus acepciones eran las mismas del Larousse, con menos ilustraciones ni tan detalladas, y no incluía a todos, sólo los muy célebres; como cedí mi Larousse a El Financiero, me quedé sin él durante un par de años, hasta que apareció el Conmemorativo de 2004, que festejaba los cien años del diccionario, aunque no en español, que empezó a salir en 1912; salió uno un poco más barato, en rústica, que era lo mismo; por muchas razones decidí que debía de tener ambas, y pensé que hasta 2014 tendría que cambiarlos, pero apareció este conmemorativo, también en pasta dura, con dos agregados: los 200 años de la Independencia de México, y los 100 de la Revolución; aunque muy resumidos estos episodios, no son maniqueos como los elaborados en otras ediciones mucho más oportunistas; las biografías son muy breves, pero no escuetas, con datos que han omitido los libros celebratorios; los agregados se deben sobre todo a Rafael Muñoz Saldaña, quien como editor de Océano hizo una edición muy bella de mi Baúl de recuerdos, al que le quitó alguna imprecisión. No son extensas, insisto, pero sí útiles, y muy bien ilustradas, y son objetivas, pero carecen del tono supuestamente imparcial pero lejano y poco patriótico; no sirve sólo para resolver dudas sino para enterarse, no tan a profundidad como en libros históricos, pero mejor que en otros diccionarios biográficos; dan por terminada la Revolución en 1929, mucho después que la mayoría de los historiadores, pero antes de lo que afirman John Dulles y Fernando Benítez.

Lo demás, ya se sabe: exactitud pero no exhaustividad; menos egocentrismos que el de la Real Academia, y más rigor científico (es que a los científicos los llama la Real Academia para que aporten sus conocimientos, pero ellos creen que por sus méritos literarios; hubo un director de la RAE que se admiraba [sic] del tono paisajístico [resic]; pero bueno, no era escritor). Sus biografías son escuetas pero no se dan oportunidad de hacer demasiadas interpretaciones de los hechos históricos; todos los lectores de diccionarios saben cuánto se tarda uno en revisar sus famosos mapas, y cuánto nos detenemos en las láminas; por ejemplo, en la de las aves y los insectos, para muchos, el máximo acercamiento al mundo animal; y todo cabe en apenas mil 800 páginas.
Lo primero que hace el niño que se acerca a un diccionario es buscar las malas palabras; ahora parecerán insulsas, sobre todo porque hablan con puros improperios; en los Larousse de los cincuenta eran más enigmáticos: uno no entendía por qué era un insulto el oficio de ayudar a los cocineros (ahora no entendemos por qué un oficio más pinche que el de pinche, el pícaro, tiene más prestigio literario); o por qué el macho de la cabra ofendía a tantos, o en qué consistía en que se toleraran ciertas actitudes de ciertas esposas; o qué tenían que ver los pelos del empeine con los amores de lejos, o por qué era más enigmática la sola palabra que definía a las putas (en este aspecto, el mejor es Corripio, que aglutina 29 sinónimos del oficio); pero si uno lo consulta no para resolver una duda ortográfica o por buscar un significado que aclare un texto, sino en plan admirativo, advierte que se ha renovado mucho más que el de la RAE, que ya no llama Méjico a México, y que no se avergüenza, antes al contrario, de incluir americanismos y arabismos en general, con la misma importancia que los vocablos meramente hispanos (que no son “inmensa mayoría”). Aunque sea menos contundente la sección rosa, sigue siendo atractiva y permite un descanso. A pesar de que muchos diccionarios de su tipo, como el de Océano, han copiado su formato y su estilo, el Pequeño Larousse Ilustrado se ha modernizado mucho, es más ágil, menos confuso y menos arrogante que otros. Y sí, ahora tengo tres, porque además, es sorprendentemente barato. (Con saludos a Pablo Arriero, Perla Oropeza y José Antonio Gurría, víctimas y cómplices en El Financiero de mi delirio por los diccionarios.)

Mi rival en ignorancias me saca ventaja: en su entrevista a José Agustín, ignora que Margarita Dalton escribió una novela clave en la onda a la que él pertenece.

(¿Qué director de periódico, que pasó de panzazo en ortografía, está feliz con la jubilación de la ortografía? ¿Y qué escritor y académico respeta tanto los diccionarios que avala cualquier palabra, por disparatada que sea, si se incluye en cualquier diccionario, por pobre que sea?)

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