lunes, 11 de enero de 2010

Escritores y beisbol

En los años sesenta el Instituto Mexicano de la Juventud Nacional tuvo a bien publicar unos cuantos libros, que hoy son rarezas bien apreciados en el mercado de los libros raros; un largo ensayo de Rosario Castellanos sobre literatura mexicana; unos cuentos de Gerardo de la Torre, bastante intensos; la primera versión de La nueva música clásica, de José Agustín; unos relatos juveniles (en ambos sentidos) de Juan Tovar; relatos de José Joaquín Blanco; una edición más de Espejismo de Juchitán, de Agustín Yáñez (por entonces agotado); dos recopilaciones de reportajes de Vicente Leñero, y, entre otros más, un ensayo de Emmanuel Carballo, Los dueños del tiempo, sobre el futbol, o mejor dicho, sobre los aficionados al futbol, y chance de todos los deportes, sobre todo los gregarios y de ruda competencia.
El Instituto estaba dirigido por Píndaro Urióstegui, uno de los entonces raros funcionarios interesados, e inmersos, en los terrenos culturales, autor de ensayos sobre derecho, y un par de novelas, una de ellas, ¡Aquí no ha pasado nada!, cuando Grijalbo daba un giro a su línea editorial y comenzaba a publicar literatura mexicana; dije que era de los entonces raros funcionarios interesados en la cultura; ahora son no raros, sino inexistentes; el INJM, luego conocido como Injuve, era algo así como el sector juvenil del PRI, pero con actividades deportivas y, en ese sexenio, de 1964 a 1970, culturales; el presidente del Consejo Ejecutivo Editorial era René Avilés Fabila, y gracias a ellos dos se obtuvieron esos títulos; de todos, el que más he releído es el de Carballo, quien muestra un conocimiento muy exacto de la conducta del aficionado al deporte, y sus observaciones no han sido superadas por ensayistas posteriores; por desgracia, el texto, hasta donde sé, no se ha reeditado.
A lo que iba es que me asombró muchísimo encontrarme a Carballo en el Parque del Seguro Social, en los años setenta, sólo que detrás de home, pero del lado de los Diablos Rojos; había una barrera invisible, una frontera representada por una división en las tribunas; del lado izquierdo se sentaban los fanáticos del Tigres y del lado derecho los de los Diablos, sin que hubiera broncas, cuando mucho burlas cuando uno de los dos equipos iba venciendo al otro.
Carballo no fue a ver a los Diablos, que estaban de gira, sino a los Charros de Jalisco, que aunque ya habían mandado a las Mayores a Aurelio Rodríguez, a Elrod Hendricks, a Minervino Rojas, a Jorge Orta (directamente desde sus sucursales), a Winston Llenas, tenían a Roberto Méndez, Benjamín Cerda, Ted Ford, Rudy Hernández, y entre los pitchers, a Pancho Barrios (camino a los Medias Blancas), Waldo Velo, Ernesto Córdoba.
En medio de la quinta entrada fui a saludarlo; junto a él estaba Beatriz Espejo; como cuadra a personas civilizadas, nos saludamos cortésmente, sin relatar las incidencias del juego. Pero supe que le gustaba el beisbol y lo disfrutaba sin caer en los excesos que había criticado en su breve pero emotivo Los dueños del tiempo.

Siempre tuve simpatía por los escritores que hablaban de beisbol como una actividad o una afición; José Agustín, en su primera autobiografía, narra cómo se convirtió en uno de los estrellas de la Liga Maya, aunque sus hazañas fueron borradas por Alfonso Houston Jiménez, el único egresado de esa Liga que ha llegado a las Mayores; Sergio Pitol mencionó también en su autobiografía cómo tuvo que elegir entre el beisbol y la literatura, aunque su decisión no fue tan definitiva como la que tomó Salvador Novo, también entre el beisbol y la literatura; Vicente Leñero tenía un cuento, “El último out”, en su primer libro, y se veía que le gustaba el deporte (ha hecho otros, pero también una obra teatral basada en el futbol, supongo que por influencia de Peter Handke, y otra sobre boxeo); Bernard Malamud escribió una novela excelente, The Natural, que a raíz del éxito de la película de Barry Levinson, con Barbara Hershey –“¡Dios mío, qué hermosa es”, la saluda Woody Allen en Hanna y sus hermanas—, Kim Basinger y Gleen Close, fue traducida horriblemente en el Plaza & Janés de antes de la crisis; Scott Fitzgerald da referencias beisboleras para situar sucesos, actividades políticas y económicas; Gerardo de la Torre, aunque se tardó en escribir de beisbol, estaba considerado el lanzador estrella de la muy fuerte Liga Petrolera; una de sus novelas tiene título dedicado a los fanáticos del beisbol, y en esas páginas hay bastante de beis; el poeta Francisco Elorriaga jugaba en Mazatlán, y aquí se echaba unas cascaritas, pero mostrando una idea exacta de cómo jugar el jardín, y vimos juntos bastantes juegos, sobre todo de playoff y Series Mundiales; he tenido pláticas beisboleras con Federico Campbell, quien siempre me quiere poner a prueba, y vi en una cervecería un juego completo de Ligas Mayores con Juan Manuel Torres, quien en una ocasión me relató emocionado un jonrón de Celerino Sánchez –el único esa temporada– con los Yanquis: “no se enredó, fue un batazo de pura fuerza”, me dijo, e imitó el swing; con Marco Antonio Campos nos intercambiábamos libros con dedicatorias beisboleras, y le envidio que haya sido tercera base, posición que cuando la jugué, lo hice con temor y casi con los ojos cerrados. A Bernardo Giner de los Ríos le contaba cada semana lo mejor de los juegos, y me encargó un libro que no pude escribir explicando el juego a los quje lo desconocieran; él tuvo una pelota firmada por Valenzuela cuando atrapó un foul n Los Ángeles, de una manera muy curiosa y divertida. Y me faltan muchos ejemplos.
Pero el escritor más aficionado que he conocido fue Tito Monterroso: en La Ópera, donde nos reuníamos con frecuencia para, decía, “salir a media tarde a medios chiles” (nos tomábamos dos o tres cervezas), me contó que, exiliado en Chile, fue a la editorial Zig Zag (que en los años cincuenta publicó a Chejov, a Katherine Mansfield, a Conrad, entre muchos más, y sobre todo, en una edición bellísima, José y sus hermanos, de Thomas Mann, en un solo tomo) a pedir chamba; le dieron un libro, del que Tito no recordaba o no mencionó el autor, y le dijeron que tradujera un cuento, el que él quisiera; tímido e inseguro, con cierta angustia, se llevó el ejemplar, con temor de no encontrar un texto que pudiera traducir satisfactoriamente; pero encontró uno, “El brazo de cristal”; quien sepa de deportes sabrá que “cristal” significa debilidad; la quijada de cristal define al boxeador con mandíbula frágil y proclive a sufrir un nocaut aunque vaya dominando el combate, por un golpe fortuito; en el beisbol un brazo de cristal define a un pitcher que no aguanta muchas entradas, que se va cansando su brazo y, en la quinta entrada le rompen un juego perfecto con un jonrón, y ya no se repone (una maravillosa frase de José Agustín para describir una decepción o una confusión amorosa); Tito pudo traducir el relato sin tropiezos, porque entendía sin equívocos el lenguaje coloquial, que es lo más difícil de traducir (en la más reciente traducción de las novelas de Murakami se ve que Lourdes Portas, quien ha puesto en español la mayoría de los libros del japonés, aún no aprende nada de beisbol). El trabajo fue bien acogido y Tito pudo trabajar con cierta holgura, pese a la difícil situación que vive cualquier exiliado; hasta donde sé, no escribió esta anécdota, aunque sus relatos autobiográficos no han abarcado toda su vida; en otra ocasión, me confesó el dilema que vivía todos los octubres; Rubén Bonifaz Nuño, el gran amigo de Monterroso, daba sus conferencias en El Colegio Nacional a la misma hora y fechas en que se jugaba la Serie Mundial; en esos años sólo se televisaba la Serie Mundial, y comenzaba a principios de octubre, porque no había playoffs, y cuando se impusieron eran mucho más breves; Tito alguna vez solucionó la disyuntiva llevando un radio de transistores, con audífono, al Colegio Nacional, y escuchó el juego y la conferencia al mismo tiempo; o no se quedaba a compartir con su amigo al finalizar la conferencia: se subía a su auto y sintonizaba la XEX para escuchar a Pedro Septién narrar la serie que entonces tenía casi siempre a los Yanquis como representantes de la Liga Americana.
Platicábamos mucho de beisbol; en alguna ocasión comentó que no le simpatizaba Héctor Espino: lo consideraba un jugador frío, mecánico, sin emotividad, que su perfección era demasiado inhumana; le conté que le había visto hacer un gesto de disgusto en una ocasión en que, de emergente porque estaba agripado, echó a perder un juego sin hit ni carrera, en la novena entrada; lanzó el bat al suelo, molesto, y no dejó de mostrar su emoción ya embasado en primera; Tito me dijo entonces que ese gesto lo humanizaba, que lo vería de otra manera.
En sus viajes me enviaba tarjetas postales con motivos beisboleros; creo que platicamos más de beisbol que de literatura (aunque en esta materia sostuvimos no sólo pláticas, sino debates con otros parroquianos –célebres– de La Ópera, pero no es tiempo ahora de hablar de ello). Recuerdo lo de beisbol porque no dejé de pensar en él mientras escribí mi parte de México y el beisbol, hecho al alimón con Diego Mejía Eguiluz, y recién publicado por la ADABI.

No hay comentarios: