domingo, 15 de marzo de 2009

Los mirones llegaron ya




Con pocos meses de diferencia, Héctor Manjarrez publica una nueva novela; la anterior, a mediados de 2007 (El bosque en la ciudad, Ediciones Era) describía la vida cotidiana mientras el narrador hacía ejercicios mnemotécnico y aeróbico en uno de los escasos sitios boscosos de la ciudad, y abrazado de un árbol le contaba sus penas; en esta Yo te conozco (Ediciones Era, 2009, con una edición casi sin erratas) vuelve a utilizar un recurso ya mostrado desde su primer libro, Acto propiciatorio: la imaginación desbordada que permite que la fantasía se convierta no sólo en realidad, sino que sea una realidad más tangible e interesante.
Si en Acto propiciatorio un personaje de una serie televisiva se transformaba en un huésped incómodo de una familia clasemediera, en Yo te conozco un marciano se aposenta en la cocina de una familia más clasemediera aún, y si causa incomodidades también acelera el crecimiento de uno de sus miembros, un adolescente al que le gustaría, aunque no se atreve, a vivir las aventuras de su casi contemporáneo Personaje de De perfil; no por menos audaz, o más miedoso, las fantasías del Julio de Yo te conozco son menos intensas, se desbordan e inundan los prejuicios de su hermano Marco y de su madre Laura, que conforman el núcleo de un hogar destruido y en vías de recomposición luego de pasar por un proceso poco reconocido incluso por la literatura, pero ya cotidiano en la época en que transcurre la trama (finales de los años cincuenta): el divorcio de los padres y los prejuicios con los que discriminan vecinos, parientes y amigos a los hijos del matrimonio disuelto, quienes se sienten culpables de esa separación.
Los tres personajes intentan que la vida sea normal, y de hecho lo es; sólo se conocen, aunque no se dejan ver, los apremios económicos causados por el abandono del padre, quien no aporta nada para el mantenimiento de la casa, y sin embargo llama por teléfono para alentar esperanzas en los hijos, pese a que su posición debe ser desahogada, pues es diplomático (como uno de los personajes de El bosque en la ciudad).
La verdadera trama sucede en la imaginación de los hijos, más detallada la de Julio pero no menos interesante la de Marco; el primero ve aparecer al marciano en la cocina, en una incursión nocturna para saquear el refrigerador; se comunica con él, lo entera de los conflictos familiares —lo que le sirve a Manjarrez para, como sin querer, hablar de la corrupción política y gubernamental—, lo hace partícipe de su miedo, que parece ser la principal preocupación del libro: las diferentes facetas del miedo; la imaginación de Marco es más terrena, pero igualmente irreal: la sensorial. Lo demás es anecdótico.
Pero aunque sea anecdótico, aunque no se desaten los nudos narrativos, aunque no concluyan las historias, es una novela con muchos ángulos que conducen a otras historias, algunas sólo esbozadas, y en conjunto, se dibuja un contorno muy real del México, o de la ciudad de México —capital entonces del Distrito Federal— en muchos de sus aspectos: la atmósfera en las escuelas públicas, los chismorreos en los edificios, la sensualidad de las sirvientas y de las tías cachondas pero tan insatisfechas que medio fajan con los sobrinos impúberes; los “segundos frentes”, el tránsito citadino, las marcas de automóviles, las bebidas que ya desaparecieron (Pep, Soldado de Chocolate), los personajes populares en los momentos en que tiene lugar la, digamos, acción, la recuperación del lenguaje que se ha escondido en el pasado.
No es una calca de Las batallas en el desierto, pero comparte con ella escenarios, como la Colonia de los Doctores, la colonia Juárez —vecina de la Roma— y algunas situaciones, como las mencionadas historias aledañas al sexo, que tienen como protagonistas a sirvientas (como en Las batallas…, despiden a una por recibir una visita masculina nocturna, aunque haya variantes decisivas), la conciencia de ser hijo de un hombre con dos casas (más insinuado en la novela de Pacheco, más descarado en Manjarrez); el erotismo que se vislumbra en las revistas “audaces” en las peluquerías y la reacción de los peluqueros regañones; la visión del mundo, sin embargo, es muy diferente, porque no se intenta en esta novela que la ciudad y la época sean protagonistas, sólo escenarios, y las referencias son más difíciles de ubicar, aunque se hable de hechos muy conocidos y muy identificables, pero también son más juegos que realidades, porque Manjarrez ha jugado con los recuerdos en vez de utilizarlos como pruebas contundentes del paso del tiempo ni de la cotidianeidad de los protagonistas: por ejemplo, pone en la misma época situaciones que sucedieron en muy diferentes fechas: engaña al lector hablando del temblor de julio de 1957, y afirma que los capitalinos pensaban que qué más podía pasar: que hubiera una devaluación —que fue en 1953; la siguiente, hasta 1976—, que murieran Joaquín Pardavé, Jorge Negrete, Pedro Infante, Blanca Estela Pavón —todos murieron antes, y algunos mucho antes del temblor—; se dice que aún no colocaban de nuevo el Ángel, y es lo que hay que tomar como referencia: lo volvieron a colocar el 16 de septiembre de 1958, si hacemos caso a las historias oficiales; pero en la novela se habla de cosas que pasaron mucho después: la fotografía de Marilyn Monroe sin ropa interior —sólo Chanel N° 5— se tomó en 1962, aunque Manjarrez es puntilloso en citar el sitio: el Continental Hilton; Beto Ávila aún jugaba en la Ligas Mayores, pero iban a ver a Luis Tiant, el pitcher cubano que triunfó en 1960 —en 1959 perdió 19 juegos y no era como para que lo admiraran— ; se habla del Parque Delta, que fue destruido en 1954 y en su lugar construyeron el Parque del Seguro Social en 1955; se habla del Pentagonal de futbol entre Duckla, Santos, León, Guadalajara y América, que también fue posterior a lo del Ángel: se jugó del 25 de enero al 15 de febrero de 1959 (¿Cuál es la historia, al día, del futbol mexicano?, Editorial Novaro, noviembre de 1960); se habla de la ejecución de Caryl Chessman en la silla eléctrica, pero también sucedió después, en febrero de 1960 (¿ese día sonaron las campanas de las iglesias capitalinas, o sólo lo imaginamos?); y se habla de la perrita Laika, que tampoco es de 1958. También es anacrónico que un personaje suplique “porfa, porfis”, que son modismos de finales de los noventa y que se siguen usando; en cambio no utiliza uno de los más populares de esa época, chiro, que había sustituido al chicho de los cuarenta, y que pronto sería desplazado por un más duradero chido.
Como en todas las novelas de Héctor Manjarrez, ésta carece de moraleja, y el final se lo deja al lector, con muchas claves para que éste lo resuelva: un muy bien hecho cuadro de comportamientos individuales y colectivos, una eficaz tipificación de la conducta, con todo y aspectos no muy divulgados, como el de la discriminación racial que no se manifiesta como ataque sino como burla, y la “social” contra las familias divorciadas (la discriminación de la que habla Pacheco en Las batallas en el desierto es más cruel: la que se hace contra los desposeídos), las tentaciones eróticas, y la terquedad en no aceptar los cambios.
Hay una afirmación que desconcierta: asegura Manjarrez que en la época en que sitúa la trama había en México una obsesión masculina por atisbar la ropa interior femenina, y si no se podía, cuando menos las piernas; si sólo hubiera sido en esa época no habría tantas quejas de las miradas lascivas —pero no de las lujuriosas— en el Metro capitalino; además, hay suficientes testimonios cinematográficos y literarios de que es una costumbre no sólo de 1958:
“Quedaron solas y la hija estiró las piernas; la madre la miró alarmada y movió todos los dedos al mismo tiempo, porque podía ver las ligas de la muchacha…” (Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz.) “El elevador empezó a subir con Pampa Hash y el botones, y yo mirándola. Era de esos de rejilla, así que cuando llegó a determinada altura, pude distinguir sus pantaletas. Comprendí que era la señal: había llegado el momento de desaparecer.” (Jorge Ibargüengoitia, “What became of Pampa Hash?”, en La ley de Herodes.) “Ponte en cuclillas —se te ven los calzones— adelanta la mano izquierda —es el chiste—, con el índice y el pulgar sostén la canica —mejor la prieta, la de barro, no se valen las ágatas— y atíbale al agujero… perdiste —se te ven los calzones— (María Luisa Mendoza, Con Él, conmigo, con nosotros tres.) “Le diré a todo el mundo que comprendí algo del amor entre ella y yo cuando un día reflexioné en el tan sencillo hecho de que cada vez que yo veía sus panties (al sentarse ella mal en una silla o en una banca del parque, en mi casa o en la suya, solos o en reunión), éstos mostraban un tenue color azul celeste. En estas condiciones, y sin poderlo comprender, nuestras desavenencias surgían cuando las prendas eran de otro color.” (Roberto Fernández Iglesias, “Fundamento de la felicidad o pie para un manifiesto”, en Recits.) “La próxima vez que trabajó Fanny en la casa, Dubin la espió y vio que salía del portal a fumar un cigarrillo. Salió a su vez, con su taza de café, y se sentó en el peldaño superior, mientras ella lo hacía detrás de él, en una silla de lona. Fanny tenía algo separadas las piernas, dejando ver unas bragas de color limón. Iba descalza.” (Bernard Malamud, Las vidas de Dubin.) “El teléfono empezó a sonar en la oficina vacía cuando Pamela Gardner trataba de abrir la puerta que daba a la calle… El insistente sonido del timbre del teléfono hizo que se pusiera nerviosa. Primero, el folleto se le escurrió y cayó al suelo, luego, al tratar de levantarlo, la caja con el vestido se le escapó también. Dejó ambas cosas donde habían caído y apresurada, subió por la estrecha escalera que daba al primer piso. Llevaba una falda tan corta que le hubiera mostrado ampliamente las medias y las pantaletas a quien, en esos momentos, hubiera subido por la escalera. Sus muslos aún conservaban la redondez de la adolescencia, cosa que les daba un aspecto inocente.” Joe Gores, Interface.) “Mónica… luce una falda ligerita, muy adecuada para estos días candentes. Sus pantaletas son blancas. Su boca sabe a manzana con canela con un leve toque de cardamomo con… ¡Ah, veleidades de la carne, siempre débil aunque el espíritu permanezca firme! Pero hace rato lo firme no era mi espíritu, sino, como supondrán, su cara opuesta. Inicié la plática con Mónica sin intención de nada, solidario con su fastidio, pero no tardé en percibir su calentura. No porque sea muy ducho en la materia, sino porque era evidente: a cada tanto se mordía y se chupaba el labio inferior y apretaba las piernotas, luego las abría un poquito, las cruzaba y con gran estilo me mostraba la Senda del Justo hacia un triángulo blanco bajo el cual se adivinaban profusas boscosidades…” (Ramón Córdoba, Ardores que matan de “ganas”, de muy próxima aparición.)
Eso por no hablar de libros de Juan García Ponce, José Agustín, Ana García Bergua, Andrés de Luna —el más obsesionado—, Guillermo Samperio, Mario Benedetti, Julio Cortázar, la declaración de amor de José de la Colina a Cyd Charisse donde se resalta la escena donde Debbie Reynolds se baja la falda para esconder las pantaletas rosas (y hay que ser muy perverso para verlas, porque el movimiento dura mucho menos de un segundo); hay que recordar un anuncio de persianas Viste, que mostraba a una mujer a la que el viento levantaba su falda, y aunque el espectador no veía nada, dos modelos masculinos aparentemente sí, y uno de ellos pronunciaba un asombrado “¿Viste?”; o el anuncio en la sección amarilla del Directorio Telefónico a principios de los años setenta, en que se veía a un trabajador salir de una alcantarilla, extasiado atisbando bajo la falda de una transeúnte que no advertía que la espiaban; o el epígrafe de una sección en la revista Caballero en 1970 (seguro, de Gustavo Sainz): “En México existe una costumbre que las viajeras descubren cuando bajan por las escalerillas del avión”, o un anuncio de moda en los años setenta: “tarde o temprano alguien los va a ver… y como eso puede suceder hoy mismo, ¿por qué no empiezas de una vez a usar estos encantadores coordinados de la Línea 8 de Peter Pan…?” O para hablar de canciones como las que cita Manjarrez en Yo te conozco, está la de la muchacha que “cuando cruzaba la banqueta, demostraba no ser la engañadora” (Luis Demetrio, “El cha cha cha Chabela”). O ésta, en la que Huberto Altter y Humberto Heggo se disponen a un ménage à trois con la argelina Céline: “Huberto alejó la mirada de las piernas morenas que se empotraban en una pantaleta azul oscuro. Hmm. Humberto, en cambio, las miró con falsa serenidad.” (Héctor Manjarrez, Lapsus, 1971.)
Manjarrez no tiene por qué limitar una costumbre (ver Piel de ángel, por ejemplo) universal e histórica a una ciudad y una época específicas.

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