domingo, 19 de abril de 2009

Las amistades peligrosas (y los japoneses de moda)

Al entrar a las escasas librerías actuales, llenas de novedades fugaces y sin movimiento en los estantes de las novedades anteriores, llama la atención la cantidad de libros escritos por mujeres, que se han salido del encasillamiento en el que ellas mismas se metieron; no sabemos si a eso se debe el éxito editorial, o mercadotécnico, y desconfiamos de ese triunfo en las ventas, que casi siempre ha sido un termómetro al revés: mientras más se vende, menos calidad se tiene (con las ya sabidas excepciones: libros que se venden pese a su calidad, y que incluso se venden por factores que no tienen que ver con la calidad).
Entre los libros más promovidos en estas semanas se encuentra La elegancia del erizo, de Muriel Barbery (que uno lee a falta de la distribución de un ¿nuevo? libro de relatos de E. M. Forster, o de una nueva novela de Juan Marsé, ambos publicados por la misma Seix-Barral que edita a Barbery; no los traemos porque no hay público, aclara un vendedor de esa casa).
La elegancia del erizo tiene cualidades: una redacción tan ágil que se lee en prácticamente tres sentadas pese a su extensión mayor de 350 páginas en caja grande, tipografía de tamaño regular pero cómodo, y a la incomodidad de presentar a dos narradoras que se diferencian no por el lenguaje, el anecdotario y los puntos de vista tan diferentes como corresponde a la edad y sus actividades tan distintas e incluso contrarias, sino por una tipografía distintiva para cada una; esa agilidad no tiene que ver, sin embargo, con un estilo periodístico y sí con una profundidad de ideas que, sin embargo, no es complaciente más que con un público ya asegurado: es un libro que apapacha a los lectores, les da un lugar único en el mundo, sobresalta las cualidades de la lectura y de los lectores, recalca la nobleza que caracteriza a los lectores, y cómo se notan las lecturas en personajes tan disímbolos como una portera quincuagenaria y una adolescente precoz y singular; no hay pierde: los no-lectores no abordarán esta novela, y si lo hacen por fuerza de la publicidad, de cualquier manera se sentirán identificados; la razón es sencilla: aunque los protagonistas se sienten diferentes al resto de sus vecinos (todo sucede en una vecindad de lujo, con habitantes intelectuales que no leen, ecologistas, socialistas), tienen todas las características de los personajes lectores: soledad intrínseca, sentimientos nobles, sensación de singularidad, y llenos de tics: citas de canciones, menciones de nombres célebres, coscorrones a los políticamente incorrectos, críticas veladas de los semejantes, y un lazo invisible pero indestructible que une a los lectores que se reconocen entre sí apenas se conocen.
Es injusto, desde luego, hablar así de un libro que sucede en un ámbito diferente del nuestro: en el París en que se desarrolla La elegancia del erizo es mucho más posible que aquí la existencia de una portera fanática de Tolstoy (aquí, ha demostrado Zaid, ni los críticos leen, y ser escritor o lector tiene más importancia social que cultural); también es más verosímil que una adolescente tenga una conciencia sociológica del comportamiento de sus semejantes y de los adultos, y que a los 11 años entienda el por qué de una cultura ecléctica que admita el rap junto a conciertos de Satie y una ópera de Mozart, los comics junto a Tolstoy, y se permita lanzar dardos a los socialistas del siglo XXI, cuyo mayor desafío es estar demodé, y no representa ningún desafío ni menos significa peligro alguno que el de ser atacados por los que sí están a la moda política (a la que también lanza dardos neoliberales: no hay buenos plomeros porque no tienen una verdadera competencia, dice esta procaz protagonista).
Pa’ molarla de acabar, aparece un tercer personaje, un japonés tan a la moda (¿no deberían ser chinos para aprovechar su expansión comercial?) que ya se avizora un auge literario nipón que ojalá todo esté más o menos a la altura de Murakami, y que ya en las librerías también parece que resucitarán a Akutagawa, Kawabata y a Mishima, antes los únicos dispoibles. Este personaje, culto, sensible y además rico que utiliza su dinero para disfrutar mejor la música, el cine y la lectura, y para cortejar a sus semejantes, es capaz de reconocer a una fanática de la lectura sin haber hablado con ella, sin conocer su biblioteca, sin ninguna referencia.
En lo que sí se puede reclamar la imposibilidad es que si la portera del edificio lo ha sido durante 29 años, nadie se haya dado cuenta de su singularidad, que nadie la haya sorprendido leyendo; que haya visto Black Rain una docena de veces sin que nadie lo haya advertido; o que haya leído tanto sin que se advierta en su lenguaje, en sus movimientos, en sus comentarios; es decir, que en casi 30 años se haya cuidado tanto que nadie sospeche de su capacidad intelectual.
Tampoco parece verosímil que una adolescente pertenezca a una familia de lectores, cuya hermana se está especializando en literatura medieval, en que la madre tenga intereses psicoanalíticos y el padre sea funcionario cultural, y no adviertan que ella lea y se caracterice por la soledad típica de los lectores, ni es verosímil que el japonés sea asediado por todas las mujeres en edad de merecer, al menos las de la vecindad, y ninguna sospeche que él se sienta atraído por una mujer ajada, mal vestida, arisca y rejega.
Menos aún parece atractiva una historia en la que no sucede nada, que se cuente la vida de una mujer que no ha vivido y de otra que aún no vive. ¿Por qué entonces el éxito de una novela que en dos años ha vendido más de medio millón de ejemplares en Francia, y en España ha consumido 17 reimpresiones en menos de un año (nos llega a México apenas; ¿en verdad no creen que aquí haya lectores y por eso no traen a Forster ni a Marsé?) y se está traduciendo a 27 idiomas?
No sólo es un libro para apapachar a los lectores, como lo fue hace casi 20 años La historia interminable, en la que todos los lectores se sintieron identificados con el niño que metía una vela bajo las cobijas para seguir leyendo sin que lo regañaran y le obligaran a dormirse —sin quemar la cobija, lo que era la mayor hazaña. También porque cuenta la historia de una amistad imposible: ¿qué puede unir a una aborrecente petulante y creída, con un industrial sensibilísimo y una portera culta? No su imposibilidad, sino la defensa que hacen de sí mismos defendiendo a los otros. Y es que la amistad es algo, se dice, que nace contra la corriente, contra todo y contra todos. Si abundan los pasajes divertidos, si saltan por doquier las puyas contra el psicoanálisis, contra los presumidos, contra el esnobismo, el libro evade la cursilería, y en cambio acumula en los dos últimos capítulos toda la intensidad de la historia para recalcar que la amistad existe incluso contra la imposibilidad de la amistad; ¿cómo pueden hacerse amigos personas con costumbres diferentes, ambiciones distintas, gustos divergentes? Existen, sin embargo, amistades sólidas que sobreviven a todo. Toda la intensidad del libro se concentra en un pensamiento que salta de la mente de la portera, agonizante cuando parecía que su destino iba a cambiar (su vida ya había cambiado, se insinúa): ojalá —se refiere a quien ha sido su única amiga en los diez años anteriores a la trama— yo sea para ella lo que ha sido para mí.
Aparte de ese capítulo, estremecedor como pocos, sobresalen las burlas contra los intelectuales orgánicos, y el azoro por ese eclecticismo, incomprensible, porque sin él Muriel Barbery no tendría el éxito que ahora tiene; la pregunta implícita es si es posible que coexistan la “alta cultura” y la cultura popular; sin embargo, la autora identifica arte con cultura y le da categoría de arte a actividades artesanales; cabría preguntarse si no está justificando sus gustos personales, y ella misma califica como arte lo que es un simple pasatiempo.
La traducción de Isabel González-Gallarza es eficaz, legible y, en lo que cabe, bastante correcta; la edición también lo es: pulcra, sin erratas, bien formada; lo único reprochable es, como en casi todos los libros, el mal uso de ¡quizá” y “quizás”. ¿Será ésa una batalla perdida?

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