La historia de la
literatura mexicana cuenta, alrededor de ella, las tertulias que se armaban a
diario en las librerías; es de suponer que en todo el país, pero especialmente
en la ciudad de México; es fama que Victoriano Salado Álvarez iba a diario a
alguna de las librerías alrededor del Zócalo, y se encontraba con otros
escritores, lectores, libreros, editores, y se pasaba las tardes en charlas
animadas.
En los años sesenta, cuentan
Leñero, Sainz, Monsiváis, Pitol, Prieto Reyes, que se encontraban en alguna de las
librerías Zaplana donde empezaban en una plática que terminaba en los cafés Sorrento,
Kikos, o en Sanborns, según relatan Novo o Carlos Fuentes, en crónicas y en las
páginas de La región más transparente.
En 1969 Gustavo Sainz me
recomendó que fuera a Libros Escogidos, y me presentara con su dueño, Polo
Duarte, al que había leído alguna página de mi primera novela; desde esa tarde,
hasta algunos años después, iba casi a diario y allí conocí a Gerardo de la
Torre, Juan Manuel Torres, Juan Bañuelos, Jaime Labastida; o a los pintores Adrián
Brun, Armando Villagrán, Rodolfo Nieto, y a Beto Bojórquez; allí conocí a
Delfina Careaga, a Otaola, Raúl Renán, Juan Jiménez Patiño, y me acompañaron
muchas veces Paco Alvarado y Arturo Federico Valdés Olmedo.
Pero no era Libros Escogidos la
única librería donde iba a platicar; enfrente, cruzando la Alameda, estaba la
Librería del Prado, donde don Félix, Carlos, Humberto y Álvaro tenían siempre
una plática, no pocas veces alguna discusión agria por política; pese a que era
pequeña, me topé varias veces con Gabriel Careaga, Miguel Ángel Flores, Miguel
Flores Ramírez. Menos asiduo, pero no menos cálido, era el grupo que de pronto
se formaba en la Librería Universitaria alrededor del inolvidable Raúl Guzmán,
o en la Librería del Sótano (no la insípida El Sótano), donde nos juntábamos Rubén
Maní, Alejandro Rosales, Arturo Luciano, Patricia Proal, y charlábamos, a veces
hasta que cerraban, con Gerardo López Gallo. No pocas veces discutíamos con
desconocidos, que también iban en busca de libros, y de discusiones, que se
trasladaban a cafés o a cantinas. La actitud de los dueños era importantísima, pues permitían la tertulia, y la mayoría de las veces participaban en ella, olvidando a los clientes ocasionales que pedían algún libro, sobre todo si era best-seller.
Busco un ejemplar
de La mafia, la divertida,
iconoclasta, experimental, desacralizadora novela de Luis Guillermo Piazza; fue
publicada en 1966, antes de que se dispersaran los grupos intelectuales; debo
hablar mucho de este libro, al que le debo tardes, días enteros de relecturas
frenéticas, algunos descubrimientos; a veces encuentro claves, quién es el
verdadero protagonista de retratos que aparentemente presentan a personajes
históricos, quiénes cometieron crímenes literarios y de los otros; quiénes
hablan por teléfono, y cuáles cartas son reales y cuáles inventadas.
Entro a todas las librerías
alrededor de Donceles, desde Brasil hasta Allende; muchachos atentos se acercan
a preguntar qué buscamos, en esas islas amontonadas, cerros de ejemplares
maltratados, con la portada sucia y el canto desigual y el lomo quebrado, en un
equilibrio precario; ya no busco ejemplares de mis libros porque fui expulsado
de sus plúteos cuando critiqué una publicación que les servía de órgano
informativo, aunque no se habían dado cuenta de lo que publicaban; a veces encuentro
algún título olvidado de Steinbeck, o de Waugh, o de Durrell; por lo regular,
no los pido, los busco, aunque no siempre están en orden, y revuelven mexicanos
con extranjeros, y novelas con biografías. Últimamente han contratado a jóvenes
que trabajan medio tiempo, y descansan dos días a la semana, nunca en sábado o
domingo, dicen las ofertas de empleo que colocan en sus anaqueles. Desconozco
las condiciones de trabajo, pero sí que los contratados no son estudiantes de
letras, o que los profesores de las carreras de letras son indolentes y
descuidados. En todas las librerías pedí, cuando muy atentos se acercaban
ofreciendo sus servicios, La mafia,
de Luis Guillermo Piazza, e invariablemente iban a la sección de best-sellers,
pensando que se trata de una novela de gangsters (bueno, no están muy
equivocados), sicilianos que disputan mercados negros. No sólo desconocen la
novela, también al autor, y lo peor, la colección Del Volador, emblema de
Joaquín Mortiz. Probablemente Piazza se divertiría muchísimo, como yo, aunque
luego de la tercera librería comencé a mortificarme.
El jueves 19
falleció Pedro Septién, motejado como El
Mago, en honor de los trucos que hacía en sus narraciones. Aunque no
perteneció a la primera generación de deportistas periodísticos, ni siquiera en
el beisbol, se le considera en los medios como el más aguerrido, el más sabio,
con memoria fotográfica.
Es cierto que tenía buena
memoria, como la debe tener todo el que se dedique a la crónica deportiva para
saber si está viendo algo histórico, si delante suyo se establece una marca y
se rompe un récord, o cuando menos se empata. Tenía una voz agradable, y era
considerado el mejor en la materia. Pocos recuerdan por qué le decían El Mago. En las épocas no muy lejanas en
que las transmisiones radiofónicas (mucho antes de las televisivas) eran
locales, él reproducía juegos completos desde las cabinas de la radiodifusora,
hasta donde llegaban los telegramas, enviados desde Tampico, con códigos indescifrables
para los no conocedores: 6-3, 8↑, 5→, K, y otros, que quieren decir rola al
short stop, elevado al jardín central, línea a tercera base, ponche, y otros
menos difíciles, como las bases por bolas, los hits y los extrabses, las
carreras empujadas.
Con esas simples, y
complejas, marcas, él recreaba el juego, y hacía que los radioescuchas se
emocionaran; después, con las transmisiones a control remoto, impensables antes
de mediados de los cincuenta, desde el palco de prensa del Parque Delta o del
Parque del Seguro Social, se comía el micrófono relatando las jugadas
emocionantísimas; sucedió que llegaron, a finales de los cincuenta o principios
de los sesenta, los “su raditos” (como les llama José Agustín en De perfil), los radios de transistores,
y los aficionados los llevaron al Parque; se extrañaban de que un elevado fácil
a cualquier jardín, el Mago lo
describía con gritos emocionados: “se va, se va, se va, atrapadón del Diablo (o de cualquier jardinero)”; las
jugadas de trámite él las convertía en hazañas de fildeo, o de velocidad; pero
los asistentes al parque veían desconcertados que no era lo que el Mago decía; mucho de su prestigio se
perdió en aquellos años. Comenzaron a chotearlo: se va se va se va, la atrapa
el short stop.
Se dice que, en un día
en que se perdió la comunicación, Septién reseñó todo un round en una pelea de
boxeo, sin mayores consecuencias, y por eso se ganó el mote de Mago, pero los viejos aficionados al
beisbol aseguran que fue durante un juego de Serie Mundial entre los Yanquis de
Nueva York (su equipo favorito, aunque los cronistas no pueden tener equipos
favoritos, y menos hacerlo evidente) y los Dodgers entonces de Brooklyn;
supongo que fue en 1955, cuando el huracán Janet (entonces los huracanes tenían sólo nombres femeninos) provocó una inundación en todo el puerto, y se cortaron las
comunicaciones que llegaban desde Nueva York, con los telegramas que relataban
el juego; según Septién, sus Yanquis habían vencido a los Dodgers; todos los
periódicos explicaron que por la falta de comunicaciones no podían dar la
información, excepto un diario dirigido por Antonio Andere, que sí le creyó a Septién; despedido de su chamba,
Andere fue a buscar a Septién para reclamarle a golpes su acción. Al menos, es
la historia que se escuchaba en las redacciones en los años sesenta.
Septién, un mago de la
narración, fue desplazado por cronistas cuando menos tan hábiles como él, quien
nunca tuvo la chispa de Jorge Alarcón, mejor conocido como Sony, pícaro como él solo; en los años ochenta, en pleno auge de la
Fernandomanía, el Mago veía desesperado cómo Alarcón y
Antonio de Valdés se lo comían en los juegos de Valenzuela, que tuvieron la
virtud de hacer que comenzaran a transmitirse más partidos que un resumen
semanal, abreviado. De Valdés, hijo de otro excelente cronista, sabía tanto
como el Mago y era menos rígido, más
natural en la crónica; Septién trató entonces de desprestigiarlos: ustedes no
saben nada, el beisbol de antes era mucho mejor, nada podrían hacer estos
chamaquitos frente a las grandes figuras del pasado, qué no saben que antes los
pitchers ponchaban a más de 500 bateadores por temporada (y De Valdés, por decencia,
no lo desmentía: sí, ponchaban a muchos, pero cuando la loma estaba mucho más
cerca del home, y las bases por bolas eran con siete lanzamientos malos, y los faules
no se contaban como strikes y desde entonces se acabaron los bateadores de .400;
Septién se refería a las Ligas Mayores del siglo XIX); se ponía a exagerar, y
tuvieron que retirarlo, dejarlo exclusivamente para los juegos de postemporada
o de Serie Mundial; sacaba sus enciclopedias en plena trasmisión y, mientras buscaba
un dato, se le pasaban jugadas, por lo que perdía el hilo del juego.
Cuando Pete Rose
rompió el récord de más hits, superando el de Ty Cobb, de 4,191, Septién se
presentó en el noticiero de Guillermo Ochoa para desmentir la noticia: ningún
récord superado, y puedo demostrarlo; su argumento era patético: Rose no había
pegado más hits, porque lo había hecho en muchas más veces al bat que Cobb, por
lo tanto, no tenía más hits; Septién quería decir que pese a que Rose lo había
superado, tenía menor porcentaje de bateo, no menos hits, como afirmaba. Y
cuando en las Mayores revisaron los box-scores históricos, advirtieron que a
Cobb le habían atribuido un hit más; por lo tanto, su total fue de 4,190, no
4,191; el berrinche que hizo el Mago
fue histórico; se le vio enojado, desmintiendo a los compiladores de las
Mayores.
Sus forofos le
atribuyen mayor corrección gramatical al narrar los partidos; sólo quiero
recordar su explicación de obstrucción: cuando un jugador de cuadro “obstrucciona”
a un corredor, en lugar de decir “obstruye”; no era mejor, sólo más rebuscado;
era superior a otros periodistas como Tomás Morales, Agustín González Escopeta,
pero no mejor que Enrique Yáñez, De Valdés (quien sigue siendo muy bueno, aunque
sólo narra la mitad de los partidos, ante los reclamos de los asistentes al
parque: no te vayas, no se ha terminado el juego). No fue imparcial, tampoco
muy objetivo: no reconocía la calidad de muchos jugadores, y exaltaba a todo el
que vistiera la camiseta de los Yanquis. Lo peor: para él, todo pasado fue
mejor, y no admitía réplicas. Lo retiraron contra su voluntad, y se dijo que
siguieron pagándole salario completo para evitar que se fuera a la competencia,
porque era muy respetado. Es un raro caso: le sobrevive una leyenda que pocos
conocen; él se derrumbó cuando llegaron los radios de transistores al parque
del Seguro Social, y definitivamente con la televisión, a la que no le encontró
el ritmo; se defendió repitiendo frases, muletillas; la frase que más le
recuerdan sus forofos, “esto no se acaba hasta que se acaba”, no es suya, sino
de Yogi Berra, cuando dirigía a los Mets de Nueva York en 1973, y los
descartaban para el campeonato de la Liga Nacional, que finalmente conquistaron
luego de sobreponerse a una desventaja que consideraban insuperable. Septién no
se preocupó de aclarar, luego de pronunciarla, “como dijo Yogi”.
Entraron a la secundaria casi un mes después de iniciado el curso, pero no
sólo por eso llamaron la atención: frescas, provocaban con sus movimientos que
todos se volvieran a verlas, inclusive los maestros; Sandra y Lola pusieron de
cabeza no sólo a los de primero, sino a todos, hasta a los de tercero; estaban
en primero A, pero ni a los de su grupo les dirigían la palabra; no se mezclaban
con las demás, y sólo admitían la compañía de Azucena y de Estela, pero por lo
regular andaban solas. En el refrigerio (el descanso más prolongado), caminaban
solas por el patio, y todos les abrían camino; los muy audaces trataban de
acercárseles, y sólo recibían una mirada burlona; de esas pulgas no brincan en
nuestro petate, dictaminó alguien. Pronto, los que acababan de egresar se
enteraron de su existencia, y se aparecían al final de las clases, sin éxito;
ambas vivían en la Aragón, y se iban juntas, y no se dignaban contestar a las invitaciones
para acompañarlas a sus casas; se supo, quién sabe cómo, que los hermanos de
Sandra eran fieros, de la pandilla de la colonia, a quienes temían los de la
Estrella, así que la población masculina se conformaba con observarlas de
lejos; pizpiretas, miraban a los maestros con intención, pero en cuanto alguno
se acercaba a ellas, volvían a mirar con frialdad; o peor, con superioridad.
Imposible recordar si eran bonitas, pero lo parecían.
Las autoridades de la
escuela tenían la mala costumbre de pegar los resultados de las pruebas
semestrales en el corcho casi a la entrada del plantel; y cuando regresamos de
las breves vacaciones de mediados de año, observamos quiénes habían sacado las mejores
calificaciones; entre los pocos que habían obtenido algún 10 estaban Cuauhtémoc
Valdés, Víctor Tovar, Eduardo Santana, Edmundo Jardón, Maximino Ortega Aguirre;
el mío fue en Geografía, con el aliciente de que era la maestra más joven, más atractiva
y más estricta.
Supuse que gracias a
ese 10, al segundo día del retorno a clases me interceptaron Sandra y Azucena;
me preguntaron nombre, grupo en que estaba, mi edad, me dieron la mano en señal
de amistad, y se despidieron, con la promesa de que me buscarían al día
siguiente; aturdido, con la mirada asombrada de algunos compañeros detrás mío, fui a
buscar a José Alós, mi más cercano amigo en esos días; antes de que le contara,
me dijo, con la mirada perdida: se me acaban de acercar Lola y Estela; a mí
Sandra y Azucena. Fuimos los más envidiados de toda la escuela a partir de
entonces; hasta el maestro Ceniceros, el más alburero y quien se llevaba más
pesado con las alumnas, nos vio como preguntándose por qué a nosotros.
Nuestras pláticas eran
tan insulsas que a veces nos conformábamos con pasar junto a ellas y decirles “adióoos”,
ante su gesto de picardía, y de burla. Hasta que, cerca de octubre, cuando se
iban acercando las pruebas finales, Sandra me interceptó; iba con varias
compañeras, más o menos de su estatura; me informaron que iba a haber un the
danzante para reunir fondos, el boleto costaba un peso, e iba a celebrarse el
siguiente sábado, en la calle de Cruz Azul, en plena Industrial, a partir de
las cinco de la tarde. Llevaba el peso porque ese día no habían llegado
temprano los voceadores; camino a la escuela compraba El Nacional, que era el periódico que distribuían más temprano; a
veces podía conseguir La Afición, o El Heraldo, que eran los que mejor
información publicaban de deportes. A veces me conformaba con El Día; cuando me dio Sandra el boleto, me alejé,
pero cometí la indiscreción de volverme a verla, y la observé pegando brincos como
de celebración. No supe qué hacer. Alós no fue al the danzante, pese a que su familia
era muy consentidora; era de los más adinerados de la escuela, pues su padre
era dueño de un restaurante en el centro; vivía en una casa con jardín y todo en
la Lindavista, y con frecuencia comía en mi casa, y alguna vez yo en la suya;
muchas tardes, luego de hacer alguna tarea particularmente difícil, caminábamos
hacia General Popo, aunque las hermanas Quiroz ya no le hablaban a nadie.
En cambio, fue Modesto
Nahúm Novia Serna (a quien muchos años después encontré como presidente
municipal de Cocotitlán, Estado de México, pueblo que conocí cuando, en quinto
año, nos llevaron de excursión, el día que descubrí la discriminación, cuando las maestras Esther
y Rosita, jóvenes y bonitas, se quejaron, sin advertir que las oía, del acoso
de mi maestro Benigno Laguna, recién viudo –lloró desconsolado cuando regresó,
al día siguiente del sepelio de su esposa—; dijeron de él: “indio xochimilca”);
llegamos a las cinco en punto de la tarde, pero nadie había llegado, ni estaba
preparado el patio, no habían puesto sillas, ni habían sacado el tocadiscos;
nos salimos apresuradamente y comenzamos a caminar por las calles cercanas; se
nos ocurrió comprar cigarrillos; ni él, que era de los mayores y más desenvueltos
del grupo, ni yo, menos aún, sabíamos fumar; compramos Del Prado, y a la primera fumada nos mareamos; nos
recargamos en un árbol, a que se pasara el efecto.
Cuando regresamos a la
fiesta ya estaban las más achispadas alumnas de tercero: Patricia, Ernestina,
Marta, Silvia, Marilú, Isabel; de segundo: Blanca Estela, Blanca (vivía a dos
calles de Tenayo), Malena (conocida como La
Chiva Loca); no habían llegado Sandra ni Lola, que eran las más esperadas;
recargados en la pared, vimos cómo las anfitrionas se encargaban de repartir
refrescos, de invitar a los asistentes a que bailaran (por esos días lo más
difundido era el twist, aunque aún sonaban los primeros rocanroles de Teen
Tops, Las Camisas Negras, Los Crazy Boys, Los Apson); el momento más tenso fue
cuando aparecieron Sandra y Lola, quienes sin el uniforme parecían haber
perdido el encanto; se veían aniñadas; las de tercero, en cambio, se veían más
desenvueltas, alegres y mayores; además, iban los hermanos de Sandra, con el
gesto de que nadie se les acercara, excepto Ricardo Blackmore, de segundo, al
que daban permiso de pretender a Sandra.
Ni modo de
acercárseles; en cambio, Patricia, Ernestina y Marta se me acercaron: tú eres
el que anda siempre con la brujita, ¿verdad?, la de primero; es una loca, no le
hagas caso, te va a llevar a la perdición; muertas de la risa, me cercaron. No
bailes con ella, no te conviene, sólo te busca por tus calificaciones, mejor
vente a bailar con nosotras. Nadie fue más popular que yo ese mes, el último
escolar.
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